IV

La luna estaba mirando el Poblao,

pero nunca os dirá lo que vio

porque su voz sale de lo que vosotros

llamáis la cara oculta.

—¿De qué te ríes, O’Hara?

—Mira esto.

El inspector Ramos lee la carta que le ha tendido el inspector O’Hara y luego estudia descuidadamente el sobre sin remite. Ramos no tarda en devolvérselo todo al inspector O’Hara relajando en su rostro la misma expresión de gilipollas con la que, seguramente, ha nacido.

—¿Y? —pregunta O’Hara.

—¿Yo qué sé?

—La han colado entre mi correo.

—Ya. No tiene sello. —A Ramos parece que todo le importa un carajo.

—¿Alguien de dentro? —O’Hara bosteza.

—No. Papel manoseado. Seguro que con huellas. Si mañana te matan a tiros en uno de tus bares, cosa que no entiendo cómo aún no ha sucedido, analizarán tu correo reciente y tus llamadas. El laboratorio descubriría que un chocho loco de uniforme, de las que vienen a traerte los cafés sin que se los pidas, te estaba follando. No, O’Hara. —Pero Ramos me mira a mí—. Nadie de dentro te escribiría nada sobre la cara oculta de la luna.

—¿Entonces? —A O’Hara le encanta preguntar.

—¿Te has tirado a alguna adolescente que lea mucha poesía en los últimos tiempos?

—No me acuerdo. Pero ninguna ha podido colarse en la comi y meter la carta entre mi correspondencia personal.

—Yo qué sé. La hija de algún compañero… ¡No! Conociéndote, sólo te tirarías a la hija adolescente de algún mando. Y ni siquiera presumirías, cabrón.

—No necesariamente un mando. ¿Cuántos años tiene la tuya mayor?

Ramos no tensa su cara de gilipollas. Desabotona la pistolera, monta la Beretta y apunta a las sienes de O’Hara, que sigue leyendo la carta anónima una y otra vez y no se inmuta.

—Perdona —dice O’Hara—. Me he pasado.

Ramos vuelve a guardar la fusca.

En los viejos tiempos, solían expedientarlos por tirar de hierro y apuntarse a la cabeza dentro de la comisaría. Pero los compañeros y los jefazos se han ido acostumbrando a que estén locos. Ya ni recuerdo la última vez que suspendieron a alguno de los dos de empleo y sueldo por su inclinación a la barbarie.

—La mayor tiene dieciséis —dice Ramos—. Te gustaría. No se parece en nada a mí.

—Eso espero.

—Ni a Mercedes.

—Eso me tranquiliza incluso más —responde O’Hara, que sigue con el anónimo entre las manos leyéndolo una y otra vez, como si no lo hubiera memorizado a la primera.

—A mí también —reconoce Ramos marcando sin cansarse ese número de teléfono que siempre comunica.

O’Hara se despereza en la butaca, se frota la barba indócil de las mejillas y arroja el anónimo sobre su mesa de despacho.

—¿Cómo te atreves a hablar así de tu mujer delante del loro? —Se ríe y enrojece.

—El loro no va a decir nada —responde Ramos muy serio y muy pálido.

—Gilipollas —dije yo, balanceándome burlonamente en el palo y batiendo las alas.

—¿Lo ves? —dijo O’Hara señalándome mientras mi balanceo se iba mitigando por razones inerciales que ahora no estoy dispuesto a formular.

—Ese loro nunca ha sabido decir otra palabra.

—Pero esta vez la ha dicho con intención.

—Si crees que eso es cierto, tendré que matar al loro —contestó Ramos sacando otra vez la Beretta con toda tranquilidad y apuntándome. Yo miré hacia otro lado, como una dama con experiencia a la que ha querido asustar un exhibicionista en el parque. Después, muy dignamente, me eché una cagada que hizo plop en la base redonda de mi atalaya balanceante.

—Se ha cagado de miedo —dijo O’Hara.

—No, es su forma de pedir perdón —contestó Ramos mientras volvía a guardarse la Beretta—. Lo único que sabe hacer este loro es decir gilipollas para cabrearte y cagarse en el palo cuando te pide perdón. ¿Qué estás pensando, Pepe?

O’Hara se llama Pepe Jara, pero le pusieron O’Hara en cuanto llegó a la comisaría hace dieciséis años por esa inclinación acomplejada de los policías españoles a americanizarlo todo. Con Pepe Ramos no se pudo americanizar nada. O no se le ocurrió a nadie cómo hacerlo.

En todo caso, a O’Hara le cae bien el mote porque parece irlandés con su pelo rizado y sus ojos tristes. Unos tristes ojos grises de irlandés que ha perdido simultáneamente a una mujer y una revolución.

—¿Qué estoy pensando de qué, Pepe?

—El loro lo sabe. Yo lo sé. Tú lo sabes. La carta.

—¿La carta? —O’Hara la volvió a coger e hizo como si la leyera de nuevo—. Va a ser de un psicópata.

—Ya empezamos —se resignó Ramos.

—Sí. Un psicópata que escribe cosas sobre la luna porque ha decidido ir matando uno a uno a los creadores de Un globo, dos globos, tres globos. ¿Te acuerdas?

—Sí —contestó Ramos y cantó con su voz desentonada de rana escéptica—. «Un globo, dos globos, tres globos. La luna es un globo, que se me escapó».

—«Un globo, dos globos, tres globos —prosiguió O’Hara—, la tierra es el globo donde vivo yo».

—No creo que ninguno de los que hizo aquella serie siga vivo —añadió Ramos.

—Y eso te tranquiliza mucho.

—Más que el Orfidal.

—Pero sin embargo me sugieres que guarde la carta y el sobre en una bolsita por si acaso, aunque la hayamos enguarrado ya con nuestras manazas.

—Lo has dicho tú —tosió Ramos—. Eres el genio.

O’Hara sacó del cajón de su mesa una bolsa precintada y metió la poesía barata en ella.

—Espera —dijo Ramos—. Léemela otra vez.

O’Hara no sacó el poema del sobre precintado. Volvió hacia mí sus ojos trovadores y recitó de memoria: «La luna estaba mirando el Poblao, pero nunca os dirá lo que vio porque su voz sale de lo que vosotros llamáis la cara oculta».

—¿Te da mal punto? —preguntó Ramos mientras marcaba por enésima vez ese número de teléfono que siempre comunica.

—Muy mal punto —confirmó O’Hara—. ¿A quién estás llamando, joder?

—A mi mujer. Desde que le contraté una tarifa plana de móvil y fijo, siempre comunica por los dos. No sé cómo lo hace.

Se quedaron callados un rato largo. O’Hara tardó en pensar qué le iba a decir a su compañero, pero, en mi opinión de simple loro que lleva seis años colgado de un palo en el segundo piso de la comisaría del distrito de Puente Vallecas, creo que hubiera sido mejor quedarse callado. Los genios, muy a menudo, son gente bastante imbécil cuando amerizan en la superficie simplona de la cotidianidad.

—Mercedes tiene un amante —se arrancó O’Hara—. No, dos. No, tres. El de antes, un segundo por telefonía móvil y el tercero por fija. Eso os ocurre por contratarle a vuestras esposas tarifas planas. No se le debe contratar nada plano a una tetuda. Las desconciertas.

—Gilipollas —dije yo.

—Por cierto, Pepe, ¿me puedes dejar doscientos pavos? —preguntó O’Hara con cara de querubín.

—Joder, Pepe. Estamos a día once. ¿En qué te gastas la pasta?

—Como diría Georges Best, gasté muchísimo dinero en alcohol, mujeres y coches; el resto lo desperdicié.

Pepe Ramos no respondió ni alteró su expresión ofidia al darle los doscientos pavos a O’Hara.

Durante el resto del día no ocurrió nada más que tuviera que ver con la niña. Ni en los días sucesivos. Creo recordar que no volvieron a mencionar el poema barato hasta la tarde en que llegó el segundo poema barato, y O’Hara dedujo fácilmente quién lo había escrito.