II

La gente asocia la luz con lo diáfano, y eso no es del todo lógico. Muchas de las cosas más reveladoras e imborrables que suceden a hombres, mujeres y animales ocurren de noche, en la más insondable oscuridad. La luz sólo ve lo que alumbra. La luz no tiene imaginación. La luz no es lo contrario de la oscuridad. Ya le gustaría. Es sólo su vestido. Un vestido de colores, de acuerdo. Pero incluso los vestidos de colores se arrancan a mordiscos para cosas más importantes que mirar, como el amor.

Yo soy la aurora. Según la mitología, madre de Lucifer. Y he sido testigo de algunos de los hechos que sucedieron a la desaparición de la niña Alma.

La gente, los científicos, los astrólogos, los meteorólogos, los noctívagos y algunas putas demasiado ajadas como para ejercer a plena luz creen conocer la hora exacta en que amanece cada día, y eso tampoco es del todo verdadero. El amanecer, la luz, tiene su margen de canallesca.

Yo a veces juego, me levanto un poquito más tarde, o un poquito más temprano, sólo por hacer rodar mis dados, por divertirme. Echo mis comodines de luz sobre el tapete de la vida de forma arbitraria, pero, al contrario que los hombres, los fenómenos de la naturaleza procuramos no abusar del derecho a la arbitrariedad. Los seres vivos, en particular los humanos, sufren unos destinos tan azarosos que enloquecerían si dejáramos de organizarles ciertas rutinas.

Pero también tenemos prontos.

Aquel día alumbré Madrid a las 7:27, cuando los científicos, los astrólogos, los meteorólogos, los noctívagos y algunas putas demasiado ajadas como para ejercer a plena luz tenían claro que amanecería a las 7:23. No querréis que algo tan bello como la aurora se comporte como un vulgar despertador.

Madrid, 7:26. Aquella mañana tenía previsto iluminar la ciudad primero desde arriba, enrojeciendo, antes que el horizonte, los tripones de unos nimbos muy apetecibles que volaban bajo y anunciaban más lluvia. Un efecto óptico que agradecen mucho algunos pintores hiperrealistas.

Pero, en cuanto adiviné los uniformes guardiacivileros entre el ramaje de los alerces que hay al oeste del páramo, bastante más allá del Poblao, apresuré la subida y alumbré la hebilla hortera del cinturón que le había regalado la Muda al Calcao, acelerando así la sentencia de muerte del pobre tonto.

El capitán cogió el cinturón y el pañuelito de la niña Alma con sus guantes, y preguntó a los pocos curiosos que aún quedaban alrededor del cordón policial que de quién era aquello. Nadie delató al Calcao. Chotearse sin permiso de cualquier cosa, en el Poblao, es un pecado muy grande.

A los pocos minutos, cuando los guardias civiles se volvieron al terreno a buscar huellas y otras evidencias, el Manosquietas, que es pequeño y listo como una rata de vertedero, se bajó por el páramo hasta el chabolo del Perro, que está en el centro del Poblao y tiene antena parabólica y placas solares. En el Poblao hay unas ciento veinte chabolas, pero ninguna de aspecto tan palaciego como la del Perro, abuelo de la niña Alma.

El Perro, aunque ya pasa de los setenta, se mantiene en forma. Sabe que el día que no pueda darle una buena hostia a su hijo, el Bellezas, dejará de ser baranda y nadie le pagará jubilación. Así que el viejo, en cuanto se enteró de que habían encontrado el cinturón del Calcao cerca del zapatito de la niña Alma, subió a zancadas donde los guardias, sin resbalar en el barro, para comprobar si lo que le había dicho Manosquietas era cierto.

Vio el cinturón del Calcao y no lo dudó.

Regresó a su chabolo sin decir este odio es mío y salió con una escopeta del 12. Pateó la puerta del chamizo del Calcao y allí lo vio, de pie sobre el camastro, los pantalones atados con un cordal de esparto. Ninguno de los dos dijo nada. El Perro vació los dos cartuchos en el pecho del Calcao y el cuerpo del tardo atravesó la pared de madera y cartones, y el cadáver quedó allí tendido, echando sangre por todos los agujeros por los que se vacía y llena el cuerpo humano y por dos más.

Es una pena que el Calcao no viera el rojo embravecido que entonces sí planté bajo los tripones de los nimbos. Su chabola le hacía sombra al espectáculo que había preparado para él. Me gusta alegrar los ojos abiertos de los recién muertos. Pueden ver durante un rato después de soltar el último aire. Lo he comprobado. Por eso esta obstinación mía, tal vez un poco cursi, en ser siempre tan hermosa.