Sobre la historia de don Carlos, contrariamente a lo que sucede con doña Juana la Loca, se ha escrito una serie de excelentes estudios, algunos de reciente fecha. En primer lugar figuran el trabajo de Leopold Ranke y los libros de L. P. Gachard y Max Büdinger por su fuerte predominio de fuentes originales y, más que nada, por su exactitud en la crítica histórica[136]. Ranke trata de llegar a la verdad histórica pura, cargando todo el peso sobre los debates y pronunciamientos ya habidos en cuestiones que, hoy en día, aún continúan siendo polémicas. En cambio, el interés de la monografía de Gachard se basa más en una combinación que en una selección de todas las fuentes imaginables a nuestro alcance y que ininterrumpidamente se nos ofrecen a lo largo de toda la materia. Pero así como estos dos autores se afanan en razonamientos confusos y puramente histórico-políticos, sin despejar el problema de la oposición entre el rey y el heredero de la Corona, el vienés Max Büdinger fue el que encontrara la única plataforma viable: consultar a un médico de la especialidad y conocer su dictamen sobre la cuestión de don Carlos desde un punto de vista psiquiátrico, que nos aclarase la causa originaria de la tragedia de este príncipe.
Y el dictamen dice lo siguiente (p. 174): «Debilidad mental fue la definición del estado de salud del joven príncipe heredero, que el famoso psiquiatra[137] —a quien recuerdo con inmensa gratitud— utilizó después de conocer los testimonios sobre su salud física y psíquica, más relevantes». Pero aún nos queda algo que añadir al excelente trabajo realizado por Büdinger, que nos parece esencial. Y es que Büdinger, apoyado en el dictamen pericial de Meynert, es decir, basado en la debilidad mental de don Carlos, sacó sus conclusiones para explicar, tanto la conducta del rey, como la de su hijo, pero dejó sin unificar los diversos síntomas de esa debilidad mental de tal modo que podamos tener un cuadro general de la enfermedad, conforme a la doctrina y experiencia de la psiquiatría moderna. Es por tanto tarea nuestra añadir ahora nuevos informes y opiniones, tenidos por ciertos en el anterior estudio sobre doña Juana la Loca, y aplicarlos al problema de don Carlos. Entonces podremos ver que las comprobaciones de Büdinger también llegaban a un nexo de índole hereditaria, entre doña Juana y don Carlos.
El deteriorado estado mental de don Carlos ya en su infancia, influido o no por el raquitismo, no era una psicosis endógena ni exógena, sino una enfermedad del grupo de las orgánicas. La traba, de marcado carácter hereditario, que hace su aparición y detiene su desarrollo mental normal a los tres años de edad, en su forma más grave es conocida como idiotez o estupidez, y en su forma más suave como imbecilidad o deficiencia mental. Don Carlos, biznieto de una esquizofrénica, la reina doña Juana, hijo de un matrimonio de doble consanguinidad, era un eslabón de una larga cadena de casamientos entre parientes cercanos. Pero era, además, el fruto inmaduro del amor de dos muchachos aún demasiado jóvenes, y a esto hemos de sumar también que la privación del pecho materno fuera la primera causa de su raquitismo. Así que, en este caso concreto, se daban todas las condiciones previas para una deficiencia mental que enseguida se hizo notar. En lo poco que conocemos de los primeros años de vida de don Carlos, ya hay bastantes síntomas sospechosos —tres años de enmudecimiento, mordiscos a sus nodrizas, irritabilidad con sólo siete años— que hacen suponer el principio de la debilidad mental llamada «imbecilidad». Su aspecto físico de niño también respondía plenamente al de tal enfermedad. Badoero comentaba en alguna ocasión que su cabeza era desproporcionada, y en la descripción hecha por Dietrichstein también quedaba patente su raquitismo. Su voz de castrado, su tartamudez, la boca medio abierta, falta de aseo, impotencia, todo ello coincide con una continua degeneración del desarrollo físico del niño y con las características propias de una debilidad mental congénita. Sus crónicas fiebres intermitentes y la hinchazón de la cabeza, posterior a la caída en Alcalá de Henares, sólo son trastornos secundarios de otra naturaleza aunque, seguramente, perjudicaran aún más su congénita debilidad. La psiquiatría distingue varios tipos de imbecilidad, pero sobre todo los cuatro siguientes: imbecilidad intelectual, moral, emocional e impulsiva[138]. Vamos a fijarnos pues, en las características de don Carlos.
La característica predominante en el ámbito de la debilidad mental intelectual es la incapacidad para llevar a buen término cualquier tipo de estudio y, por tanto las posibilidades de recibir una educación son muy reducidas. La memoria, el entendimiento y la voluntad están igualmente inhibidos y no pueden desarrollarse suficientemente. Lógicamente, el enfermo, además de no tener capacidad intelectiva ni de asociación de ideas, tampoco tiene capacidad de concentración mental. No coordina sus ideas, no puede disimular, responde a los argumentos que se le dan con tópicos a veces inadecuados, en su inteligencia no quedan vestigios ni de sus conclusiones equivocadas ni de sus contradicciones, y su interés por las cosas es poco o sólo momentáneo y además rápidamente decae y desaparece. El aprendizaje de su lengua materna fue para el pequeño don Carlos un arduo trabajo. El resto de sus aprendizajes de latín, francés, geografía e historia, matemáticas y ciencias naturales, fue solamente un simulacro; sus maestros y educadores continuamente se quejaban e informaban al rey del poco provecho de los estudios de su hijo. Ya cumplidos los veinte años, tuvo la oportunidad de pensar por cuenta propia, de poder razonar y aconsejar a los demás, tomar decisiones, incluso tuvo un cargo de responsabilidad en el Consejo de Estado, pero su debilidad e insuficiencia mental causaron enormes trastornos y demasiada confusión e hizo imposible la buena marcha de los asuntos de Estado. Aquello fue fácil de resolver, porque su interés en ello era muy escaso y decayó enseguida, hasta el punto de abandonarlo por cuenta propia. Otro rasgo característico de debilidad mental es la persistente inclinación a las excentricidades, a las bromas pesadas, y a querer llevar a cabo grandes empresas con medios poco proporcionados o incluso pueriles. Claro ejemplo de esto último que decimos sería el capricho de tener un elefante en sus aposentos, tragarse una perla para burlarse de su vendedor, o sus preparativos de fuga colmados de una fantasía oriental y de una lógica infantil; son manifestaciones de una inclinación a las excentricidades. El corto discernimiento de los débiles mentales busca su compensación perseverando tercamente en las pocas cosas que pueden captar, persistiendo, generalmente con obstinación y con bastante impertinencia, en sus formas y opiniones, y completamente cerrados a los argumentos de razón. «No permite que se le contraríe en lo que sea su voluntad», decía Dietrichstein comentando su tozudez. Y Tiépolo en otro lugar añadía: «Es testarudo en sus opiniones y no se deja dar lecciones por nadie, aunque su conocimiento del mundo sea tan escaso». Y recordemos también su obstinación siendo aún niño, cuando a toda costa quería la estufa de su abuelo el emperador Carlos V o cuando no quería ceder en su idea de que el emperador nunca debía haber abandonado Innsbruck para poner a salvo su vida, o si no, cuando don Juan de Austria trataba de disuadirle de su fuga razonándole, a sus veintidós años, la inconveniencia de llevar a cabo aquella locura.
Con respecto a la debilidad mental moral, ésta se manifiesta sobre todo por la patológica forma de supervalorar la dignidad personal incluso con delirios de grandeza; en el caso de don Carlos, ni su desmedida ambición ni tampoco su absurda prodigalidad guardaban proporción con sus dotes naturales ni con sus posibilidades personales. Que don Carlos no fuera capaz de reprimir su entusiasmo por su temprano nombramiento de heredero de la Corona, no tendría que ser necesariamente una evidencia de anormalidad psíquica; sí lo es, en cambio, el hecho de que hiciera saber a la corte portuguesa por medio de su embajador, que si alguno desdeñaba u olvidaba darle el título de príncipe heredero, lo iba a pasar mal. Y un delirio de grandeza es también que un rapaz de once años osara enviar una embajada con un billete al emperador a su regreso a España, así como su impertinente actitud frente a un Duque de Alba que humildemente se excusaba de haber olvidado besarle la mano durante la ceremonia de la jura de las Cortes de Castilla. Que la ambición de don Carlos era patológica, no requiere ya más explicación ni mayor precisión. El joven príncipe se sentía tratado como un menor, pero no era consciente de su inferioridad, ni de su minoría de edad mental. Más que gobernar, quería reinar como soberano, pero ni conocía ni entendía la política de su padre, ni tampoco era capaz de concederle una mínima atención. Don Carlos podía estar desbarrando durante varias horas ante nobles y militares, explicando sus planes de guerras futuras, que algún día pensaba ganar, y prometiéndoles no escatimar reinos para ellos, si allí mismo le prestaban juramento de sumisión. Su prodigalidad era harto conocida de todos, por las múltiples informaciones recibidas de embajadores extranjeros. A todo lo que hasta aquí se ha dicho, aún podríamos añadir un dato más de Badoero[139], afirmando que cuando don Carlos no disponía de dinero suficiente para sus caprichos, se desprendía de sus ropajes y objetos de adorno por cantidades de dinero irrelevantes; y Fourquevaux[140] también nos dice en otro lugar, que el rey estaba plenamente convencido de que, cuando el príncipe se casara, tendrían continuas querellas sólo por su permanentes peticiones de dinero y que en vez de 100.000 escudos anuales, una vez casado necesitaría tres o cuatro veces más.
Los débiles mentales suelen padecer de gula y don Carlos también sufría una desmesurada gula, que le hacía devorar los alimentos sin mesura ni dominio de sí mismo. El simple hecho de tener este defecto no significa, en sí mismo, ser deficiente mental; el emperador Carlos V también comía con gula y en exceso y, sin embargo, no existen dudas sobre su salud mental. Pero cuando este defecto se da en una persona junto a otros síntomas de la enfermedad, como era el caso de don Carlos, entonces sí debe ser considerado como rasgo característico a ser tenido en cuenta. No obstante, de todas las formas de manifestación de debilidad mental, la más grave y triste, la de peores consecuencias, es sin duda alguna la falta de principios morales, la falta de moralidad. Como es sabido, Lombroso ha sido el primero en hallar la relación existente entre este rasgo de una enfermedad mental y la criminalidad; el delinquente nato es un ser presionado por una debilidad mental desde su infancia y que se hace patente en la juventud. Pero tratar de aplicar la tipología de la delincuencia nata al desdichado don Carlos, sería ir demasiado lejos. Sin embargo, hemos de reconocer que su falta de moral y la debilidad de su inteligencia se agravaron tanto que, desgraciadamente, podemos afirmar su absoluta debilidad mental moral. Sabemos por ejemplo, que cuando tomaba aparte a sus nobles y súbditos para pedirles su leal devoción y juramento de sumisión, irracionalmente les prometía sus reinos y heredades, pero además, les obsequiaba con toda suerte de beneficios y presentes. Repartía dinero, medallas, cadenas de oro, y cuando ya no le quedaba nada, regalaba incluso su principesca ropa. «Su ambición era demasiado generosa», en opinión de Ranke[141], lejos de querer dar testimonio de la debilidad mental del príncipe. No obstante, desde el punto de vista de la psiquiatría, este asunto tiene otro sentido totalmente diferente, porque lo que en realidad buscaba don Carlos, movido por una ambición patológica, era hacerse con el mayor número posible de súbditos partidarios para que luego fueran sus esclavos. Y para ese fin halló un medio irracional desde su origen —inmoral aunque no fuera previamente deliberado—, que consistía en prodigar sobornos para comprar aquellos juramentos[142].
Una muestra más de la debilidad mental moral de don Carlos es su lamentable comportamiento con veinte años ya cumplidos. ¡El heredero de la Corona escuchando detrás de una puerta! Una conducta propia más bien de una criada chismosa. Y por último, la forma elegida para probar su virilidad vuelve a ser una evidencia de carencia de integridad moral patológica, y otra manifestación de la falta de dignidad y de decoro en un príncipe adulto, hijo del rey. Pero lo más grave en una mente deficiente por debilidad mental moral, es la persistente animadversión que con frecuencia y en todos los grados imaginables sienten contra sus parientes y allegados, muy en particular, contra los propios padres. Nuestro indolente don Carlos tampoco estuvo exento de ese escalofriante grado de miseria mental. Con motivo de un jubileo (que no pudo lucrar), unos frailes oyeron de boca del propio don Carlos que el odio que sintiera hacia su padre era mortal. Un odio tan fuerte que el desdichado estaba firmemente decidido a quitarle la vida a su padre, cuando se le presentara la oportunidad de hacerlo. Ranke[143] lo explica con muchos pormenores pero sin detenerse a investigar sus causas patológicas.
La debilidad mental emocional se caracteriza sobre todo por accesos de cólera también patológicos, y por ataques de locura más o menos graves; y consecuentemente por inexplicables actos de violencia o serias intenciones de represalia y venganza. En este punto no necesitaremos detenernos mucho; basta con remitirnos a los hechos y a las pruebas, sin más explicación.
En un arrebato de ira, don Carlos arrancó con los dientes la cabeza a su tortuga. En otra ocasión, encolerizado, mandó propinar una paliza al hijo de un hombre del pueblo, desconocemos los motivos, y para amainar las iras del padre y evitar un escándalo mayor, hubo que pagarle una fuerte suma de dinero. Recordemos también la bofetada a su ayuda de cámara, aquel lacayo que estuvo a punto de ser arrojado por la ventana, la ofensa al Duque de Alba al despedirse antes de su marcha a los Países Bajos, así como al cardenal Espinosa por un asunto de unos comediantes; o el intento de disparar a don Juan de Austria y los muchos puñetazos, unas veces amagados, otras repartidos, relatados por el embajador florentino. Y también son pruebas evidentes sus absurdas órdenes de castigo más bien propias de un déspota oriental, como la orden de ahorcar a un paje cuando don Carlos sólo contaba siete años de edad, o cuando años más tarde diera orden de prender fuego a una casa con sus habitantes, por el hecho de haber sido rociado con un balde de agua sucia. Y ya en su cautiverio es cuando, por último, le vemos en otro de sus accesos de ira, típico de la deficiencia mental.
La debilidad mental impulsiva se caracteriza sobre todo por inconcebibles actos de violencia, y su forma más grave es el impulso patológico a torturar y matar seres de cualquier especie. Este tipo de actos de crueldad de los deficientes mentales, es decir, de una crueldad debida a impulsos patológicos, suele estar relacionado con la excitación sexual aun a falta de las demás condiciones previas normales para tales estímulos. «Tratar de obtener satisfacción sexual atormentando o matando animales», dice Kraepelin (p. 676), «no es tan extraño». Por eso podemos decir también que estrangular liebres, asar conejos vivos o la carnicería provocada a sus caballos dentro de las caballerizas, son pruebas tan evidentes como tristes, de que don Carlos también sufría esta forma de imbecilidad intelectual. En otras palabras, don Carlos era un probado y peligroso sádico.
Hasta aquí el cuadro de la enfermedad de un príncipe digno de compasión, en lo que se refiere a su deficiencia mental, porque de vez en cuando también aparecen ciertos rasgos esquizofrénicos como negativismo y agresividad. Pero nosotros no disponemos de fuentes suficientemente precisas que evidenciaran otros rasgos característicos de acinesia, como son por ejemplo las manías, extravagancias, etcétera, de carácter patológico. No obstante, no parece del todo imposible que, si este príncipe raquítico físicamente y deficiente psíquicamente hubiera tenido muchos años de vida, en él todo hubiera degenerado hacia un embrutecimiento en su forma más grave llamada idiotez. Porque, ¿cómo explicar, si no, el comportamiento psíquico de su corta cautividad, diametralmente opuesto a la imagen precedente? En la zona peligrosa de los 15 a los 23 años, le sobrevino aquel violento estímulo que, por así decir, provocara una descarga en la materia inflamable latente en su cerebro enfermo. A partir de aquel momento empieza a dar muestras y síntomas de debilidad mental, desconocidos hasta entonces: negarse temporalmente a tomar alimentos; decir continuos desatinos, emborronar montones de papeles en cartas difamando, mintiendo, y luego destruirlos; estar en un estado de estupor catatónico interrumpido por esporádicos accesos de cólera. Dicho brevemente, don Carlos fue recorriendo el mismo tenebroso camino sin regreso que, unos años antes que él, recorriera doña Juana. ¿Cómo negar el nexo patológico que existe entre bisabuela y biznieto, cómo decir que no existe relación entre la esquizofrenia de doña Juana y la de don Carlos? Intentaremos aclararlo con más precisión. El descendiente aventajó con mucho a su bisabuela en debilidad física, en su estado de salud enfermizo y en su degeneración final. Una degeneración que para él supuso una piadosa y consoladora liberación, pues sin duda alguna le preservó de interminables años de sufrimiento. Su enfermedad mental apenas si tuvo tiempo de desarrollarse.
Ésta es la triste realidad de don Carlos, desventurado biznieto y heredero sanguíneo de doña Juana la Loca. En su féretro quedó para siempre extinguida la última chispa del legado espiritual de su bisabuela. Con su muerte quedó redimida y lavada para siempre la culpa de doña Juana la Loca.