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El 18 de enero de 1568 hicieron prisionero a don Carlos. Siete días más tarde le trasladaron de sus habitaciones al otro extremo de palacio, a un torreón que sólo tenía una puerta y una estrecha ventana. Contigua al torreón habilitaron una capilla y, haciendo un boquete en el muro, abrieron una segunda ventana con rejas para que el príncipe pudiera oír la Santa Misa y recibir la comunión sin salir de allí. Cambiaron también todos sus guardianes. En lugar del duque de Feria, Ruy Gómez pasó a ser el responsable y dejaron a sus órdenes al duque de Lerma y a otros seis nuevos guardianes, nobles cuyos nombres y títulos no hacen ahora al caso. Aquellos hombres recibieron el encargo de acompañar permanentemente al prisionero dándole conversación y procurándole distracción, pero sin volverle a hablar de los motivos de su cautiverio. Disolvieron, hasta el último ayuda de cámara, su pequeña Corte y también se llevaron sus caballos de la caballeriza; viendo las medidas que se estaban tomando, el pobre infeliz tuvo una vaga conciencia de que su aislamiento podría ser para largo. Ya era el momento de que su grave enfermedad mental recibida en herencia, hiciera crisis; una crisis anímica aguda y definitiva. En Juana hemos visto que la enajenación mental latente en ella, hizo brusca aparición después del impacto de un fuerte estímulo causado por la precipitada marcha de su marido; en don Carlos bastó un simple chispazo de luz que prendió en su inteligencia haciéndole ver que su prisión era definitiva, que había perdido su derecho de sucesión al trono. Su arresto no parecía un castigo temporal, más bien tenía trazas de estado duradero, definitivo; eso significaba que a partir de entonces había dejado de ser sucesor dinástico, había dejado de ser un ciudadano más, había sido borrado de entre los seres vivos.

El joven, antes enfermo físico, impotente sexual y deficiente mental, a partir de ahora es como Juana un loco frenético con algún ramalazo de luz a intervalos de diferente duración[128]. Tal como hiciera doña Juana, se negó a tomar alimento. Parecía un esqueleto. Su estado físico y psíquico eran de agotamiento y parecían anunciar un próximo fin. Su padre, el rey Felipe II fue a visitarle y, sólo con sus palabras, consiguió convencerle de que comiera. La alimentación le repuso parte de sus fuerzas y, con ellas, también la propensión a las más descabelladas ideas. Don Carlos pasaba horas acurrucado sobre unas almohadas como hiciera doña Juana, y noches enteras tumbado en el frío pavimento del torreón, cubierto sólo por una ligera camisa. Cuando doña Juana se excitaba, chillaba y arrojaba todo lo que hallara a su alcance a sus pobres damas. El príncipe profería palabrotas, insultos, blasfemias y maldiciones a sus guardianes cuando éstos le sacudían de su letargo debido casi siempre a las fiebres altas. La salud del príncipe empeora de día en día; Tordesillas, donde su abuela murió loca, sería quizá para él…, así informaba el embajador francés Fourquevaux a Catalina de Médicis, aludiendo con trágica claridad el nexo familiar entre bisabuela y biznieto[129].

Al igual que doña Juana, don Carlos también oscilaba con movimiento pendular de la piedad fervorosa a un atroz aborrecimiento por todo lo religioso. En la Pascua de 1568 se negó a recibir los sacramentos de la confesión y de la comunión, mostrando airadamente la puerta a su director espiritual Diego de Chaves; pero poco después había cambiado de opinión y suplicaba con vehemencia recibir los sacramentos. El rey, de escrupulosa conciencia para las cuestiones religiosas, decidió convocar un concilio de teólogos y plantear la cuestión de si era o no era correcto administrar la comunión a un enfermo mental. Y también se debatió otro tema, la conveniencia de mantener o no por más tiempo oculto o disimulado a las personas más próximas al príncipe, el doloroso hecho de que éste había perdido entera y definitivamente la razón. El padre Chaves, noblemente movido por su interés en la salud espiritual del joven, se opuso a esto terminantemente asegurando convencido al barón Dietrichstein, que el príncipe se encontraba en su sano juicio. La respuesta de los teólogos fue afirmativa, si bien convendría aprovechar los escasos momentos de lucidez mental que el muchacho, de vez en cuando, pudiera tener. Y así se hizo. Cuando don Carlos se encontraba lúcido recibía, con previa preparación, los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía, a través de la ventana enrejada de su torreón. Pero al parecer, aquellos fervores pascuales no le valían de mucho y nada cambiaban su estado espiritual. Nada más empezar los calores estivales, el príncipe volvió a las andadas y a dedicarse a los más extravagantes desvaríos.

Lo mismo pasaba días enteros bebiendo únicamente agua helada y sin ingerir alimentos, que sus excesos en las comidas eran tales que llegaban a provocarle vómitos y diarreas. Otra peculiaridad eran los escalofríos producidos por las fiebres crónicas; entonces se arrimaba al calor de la chimenea hasta quemarse la piel, pero otras veces daba órdenes de que le trajeran hielo troceado y lo esparcieran por la cama, y después se tumbaba desnudo en ella. En cierta ocasión se tragó una sortija con un diamante; después de buscarla afanosamente por todas partes, al no dar con ella acusó a sus guardianes y acompañantes de habérsela robado. Fue un gran escándalo que acabó bien gracias a los médicos y a las purgas. Decir y hacer desatinos e injuriar al rey; tal es su única ocupación y es, al mismo tiempo, la mejor prueba de que se ha vuelto loco…, afirmaba el ya citado Fourquevaux[130], tratando de resumir el estado de salud del príncipe poco antes de que aconteciera la catástrofe final. Un caluroso día de mediados de julio de 1568, don Carlos se zampó una empanada de perdices, regalo de unos cazadores, muy picante y fuertemente sazonada de aromáticas especias. Para mitigar su abrasadora sed, bebió después varios cubos de agua helada, y aquello le produjo un cólico que, dada la impericia de sus médicos para hacer nada, le condujo al fatal desenlace el 24 de julio, a las cuatro de la madrugada. Don Carlos también, como doña Juana, murió con la mente lúcida, después de confesar y recibir la absolución, y con entera entrega de su alma a Dios, feliz con la esperanza de la salvación eterna. Pero murió sin poder tomar la comunión; no pudo recibirla a causa de sus continuos vómitos.

«No cesó un solo momento de implorar perdón a Dios por sus muchos pecados, reconociendo haber sido muy ingrato con su Dios y con su padre. Difícilmente puede describirse el fervor cristiano con que se mantuvo hasta la última de sus sacudidas». Ésta era la información que el secretario privado de Dietrichstein, enviaba a Innsbruck[131]. Y otro informe —esta vez en italiano—, también dirigido al emperador, añadía que el príncipe había pedido le recitaran una recomendación del alma dictada por Carlos V en su última hora; pero no llegó hasta el final. Le invadieron una especie de espasmos (parossismi), en medio de los cuales falleció[132]. Eran las mismas «sacudidas» ya citadas en el informe en italiano a Innsbruck. A pesar de sus insistentes ruegos, don Carlos no pudo volver a ver a sus parientes cercanos para pedirles perdón por el mal que les había causado. El rey fue implacable. Felipe II tiene esta última negativa a su hijo también cargada en su cuenta de rigores e inflexibilidades. Nadie parece querer recordar que el rey lo hizo en razón a los consejos recibidos; los médicos le insistieron en la importancia de evitar emociones al enfermo, por temor a que una última despedida a los suyos pudiera dar lugar a nuevos espasmos, excitarle aún más y poner las cosas peor de lo que ya estaban. Precaución ésta, fácilmente justificable. Hay una única fuente que dice que el padre, sollozando lágrimas amargas, se acercó sin ser visto a dar su bendición al hijo moribundo, oculto por dos de sus cortesanos. Podría ser así, pero no tenemos garantía de que esto sea cierto. El cadáver del príncipe recibió cristiana sepultura, primero en el convento de las Dominicas de Madrid, y en junio de 1573 fue trasladado a El Escorial donde actualmente reposan, finalmente en paz, sus restos.