Consciente de que un irrelevante secreteo —un acontecimiento cualquiera— sabe siempre abrirse las puertas de par en par en toda Europa, sabedor el rey Felipe II de que los más absurdos cuentos y chismorreos fácilmente se abren camino a los cuatro vientos, decidió enviar un breve comunicado escrito, dando cuenta de lo acaecido y justificando sus razones, no sólo ante los magistrados, jerarquías de la Iglesia y gobernadores civiles y militares de las grandes ciudades españolas, quiso también informar al Papa, a las Cortes de Viena, París y Lisboa, y a todos sus allegados. Sus comunicados eran tan breves e inequívocos en lo general, como imprecisos y recatados en lo singular, pero todos ellos confirmaban que su conciencia y sus deberes de soberano eran antes que la libertad de su hijo el príncipe Carlos. Los motivos que le llevaron a tomar esa decisión eran de tal naturaleza que no cabía esperar mejoría y, por el bien de su pueblo, se había visto impelido a seguir el dictado de su conciencia y no el de su corazón. Los detalles que el rey, seguramente por discreción, silenciaba, eran conocidos del embajador francés por medio de su amigo y confidente Ruy Gómez de Silva, y lo que después, el embajador relataba en su informe, era mucho más preciso que el contenido de los comunicados del rey. El embajador decía:
«Desde hacía más de tres años, el rey tenía ya el convencimiento de que el príncipe estaba mucho peor de salud mental que de salud física, y de que su razón nunca regía ordenadamente, lo cual se confirmaba una y otra vez con su irregular modo de proceder. El rey ha vivido durante años con la esperanza de que el tiempo devolvería la razón y la cordura a su hijo; sin embargo, ha sucedido lo contrario, con el tiempo ha ido de peor en peor. El rey ya ha perdido toda esperanza de que el príncipe llegue a ser hombre juicioso y algún día pueda estar capacitado para sucederle en sus Estados. Así pues, piensa que si por algún motivo llegara a ser nombrado sucesor de la Corona, sería lo mismo que decretar la ruina de sus pueblos y de sus súbditos. Teniendo esto en cuenta y tras largas reflexiones y consideraciones, el rey después de una encomiable lucha interior y con infinito dolor, ha decidido seguir otro camino. Su decisión ha sido poner a salvo al príncipe en un espacioso y cómodo lugar de un torreón fortificado de su palacio de Madrid, donde siempre será tratado y considerado como corresponde a su rango de príncipe de casa real, pero al mismo tiempo, siempre estará estrechamente vigilado para que ya no pueda seguir causando ningún mal, ni tampoco huir, cual era su propósito»[124].
Dicho en otras palabras, el rey Felipe II había dado a conocer al mundo entero lisa y llanamente, la deficiencia mental incurable de su hijo y sucesor al trono, y que, para evitar un mal mayor a su pueblo, había resuelto negarle su derecho a la sucesión y mantenerle recluido bajo custodia durante el resto de su vida.
Pensemos ahora un poco más despacio en este hecho. Este rey tantas veces denostado, salpicado de lodo por mezquinos charlatanes e injustamente calificado por distintas generaciones de sórdidos pseudoliteratos ora de asesino, ora de incestuoso, psicópata y falsario; este rey prudente y pletórico de sana cordura había reconocido y declarado algo que —o por querer saber más que nadie o por ignorancia— muchos han debatido, desmentido y trocado en lo contrario, durante siglos. Este rey dio a conocer al mundo en su día, una realidad tal como era. Si ahora en nuestro siglo XX, cualquier investigación histórica seria o reivindicando seriedad (véase Rachfahl y Bibl), intentara verlo bajo otro matiz o darle otra interpretación, tendría mucho trabajo para conseguirlo. El sentido de la justicia de este monarca era inquebrantable y el soberano puso esmerado y un casi pedante empeño, en llevar a buen término el dictado de su conciencia, sin tener en cuenta sus sentimientos personales. Tuvo que declarar la incapacidad del príncipe para sucederle en el trono, pero no quiso hacerlo como un acto de su absoluta autoridad, sino por medio de un proceso judicial legal. Quiso evitar toda apariencia o posible sospecha de arbitrariedad. Una investigación debería comprobar, con carácter oficial, la debilidad mental del príncipe y su trascendencia[125].
La Comisión de Justicia nombrada por el rey para esos efectos, estuvo compuesta por los siguientes miembros: el cardenal Espinosa, inquisidor general y presidente del Consejo de Castilla, el mayordomo mayor Ruy Gómez de Silva, el licenciado en derecho don Diego Bribiesca Muñatones, y el secretario Pedro del Hoyo como actuario. Varios testigos fueron interrogados sobre ciertos antecedentes del procesado, en presencia del rey en algunos casos, y todo cuanto allí se dijo quedó escrito en acta. Pero mientras se procedía al proceso, el joven príncipe murió y continuarlo no tenía ya sentido. Las actas escritas se guardaron en un cofre bajo llave que se depositó en el archivo nacional de Simancas[126]. El secretario don Cristóbal Mora fue el encargado de vigilar su traslado hasta el archivo. Durante varios siglos, ese «cofre verde de Simancas» aparecía y desaparecía en la Historia de la literatura europea, hasta que un día en 1808, un general francés muy curioso, de las fuerzas napoleónicas de ocupación, buscó el cofre y lo mandó abrir; entonces se vio que el contenido del cofre ya no era el mismo desde hacía mucho tiempo…, por razones y conductos que para nosotros permanecerán siempre ocultos.
El Papa Pío V, el emperador y su esposa la emperatriz, los reyes de Portugal y varios príncipes de la Iglesia en España, dirigieron sendas cartas y misivas a Felipe II, rogándole clemencia para aquel lamentable asunto; el rey dio orden de que constara en acta haber recibido esas cartas, pero no por eso les dio respuesta. Su esposa, Isabel de Valois, y su hermana la princesa doña Juana, también le pidieron autorización para visitar al desdichado en su cautiverio. Pero se hizo el sordo a su petición. Hay quien ha interpretado la negativa a la petición de Isabel de Valois, como una pequeña venganza del rey, celoso de unas relaciones amorosas entre el joven príncipe y su madrastra inventadas por el francés Saint-Real[127]. Aunque se basen en una verdad histórica, nada de eso ha podido demostrarse. Cabe por supuesto la posibilidad de que aquel muchacho enclenque y psíquicamente enfermo, sintiera por su madrastra, que más que madrastra podría ser su esposa, algo más que una simple devoción y necesidad de cariño y protección maternos; pero Isabel, en cambio, muy enamorada de su esposo y dueño, vivía un matrimonio colmado de felicidad y, por tanto, no parece lógico que sintiera por aquel muchacho debilucho y conflictivo otra cosa que afecto y conmiseración. El hecho de que Isabel sollozara durante varios días después del desgraciado fin del inhabilitado príncipe heredero de la Corona, sólo demuestra su gran corazón y su misericordia. Y que el rey le prohibiera seguir llorando, sólo demuestra su preocupación como buen esposo. Isabel se encontraba en los primeros meses de un embarazo y su estado de salud había empeorado visiblemente.