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En septiembre de 1567, el rey Felipe II por diversas causas decidió aplazar su proyectado y bien preparado viaje a los Países Bajos hasta la siguiente primavera. Don Carlos, que no entendía la política de su padre, vio en aquel retraso y en su también aplazada boda con la archiduquesa austríaca, un desaire para él, y todo ello hizo que la aversión que sentía por padre se incrementara de forma notable. Decidió huir a Italia y desde allí continuar a la Corte imperial o a Flandes. Con este propósito mantuvo secretos conciliábulos con el traidor Montigny (cabecilla de la sublevación neerlandesa, después castigado por Felipe II), que en aquel entonces se encontraba en Madrid. Pero Catalina de Médicis fue informada a tiempo por el Almirante Coligny: Montigny estaba conspirando algo con el joven príncipe y en la Corte se temían graves acontecimientos. Catalina se lo comunicó enseguida al embajador español[121] y cuando el asombrado Alba le preguntó si no creía más conveniente decírselo directamente a su yerno el rey Felipe II, Catalina con una triste sonrisa le respondió: «¿Y cómo habría de creer que tal cosa fuera cierta?». También las opiniones de muchos historiadores de probada confianza son a veces recibidas con escepticismo. Cabrera asegura que don Carlos estaba protegido por Egmont, Orange, Horn, Berghes y Montigny para su proyectada fuga, y que los dos últimos también le ofrecieron incluso dinero para poder realizar su viaje[122]. Strada añade que, además, el príncipe prometió a Montigny que iría a Bélgica para ponerse al frente de los sublevados. Tal vez fuera cierto que en los papeles incautados a don Carlos no existieran indicios de alta traición. Lo cierto es que lo único que ha quedado definitivamente confirmado es que el rey Felipe II, para sustraerlos a la curiosidad de tiempos venideros, los destruyó minuciosamente y explícitamente explicó que, ni de palabra ni por escrito, se habían hallado rastros de conjura o herejía ni de los demás infundios que se habían dicho. Lo que nosotros queremos subrayar ahora es que no parece del todo inverosímil que el príncipe mantuviera correspondencia ilegal con los Países Bajos y planeara alguna traición, pero hasta ahora sigue aún por demostrar. Ni tampoco parece desacertado pensar que los flamencos quisieran utilizarle sin que él lo advirtiera, como única vía para poder llevar a cabo sus desalmados planes. En cualquier modo, la cuestión de una posible traición es mucho menos importante de lo que pueda parecer, porque con o sin traición, la catástrofe era ya inevitable. Tenía que ocurrir lo que ocurrió.

Don Carlos estaba, pues, firmemente decidido a huir. Para su viaje necesitaba unos 600.000 ducados según sus cálculos, y envió a dos de sus más leales servidores con billetes dirigidos a comerciantes y banqueros de Toledo, Medina, Valladolid y Burgos, con el fin de recabar de ellos préstamos, hasta obtener la cantidad requerida. Pero los resultados de aquella gestión fueron bastante mezquinos; el príncipe había dejado de tener crédito hacía ya tiempo y, en aquel ámbito de prestamistas, sus deudas eran muy conocidas de todos. Además de esta dificultad económica, don Carlos empezó también a temer por su seguridad personal. Siempre tenía a mano la pistola cargada; relevó a sus ayudas de cámara de la obligación de pasar la noche con él, para quedarse solo; y ordenó a un mecánico francés, un tal Louis de Foix, que le hiciera un cerrojo para la puerta que pudiera atrancarse desde la cama. La contabilidad de su tesorería da cuenta de este capricho, diríamos, quijotesco. Pero a pesar de estas medidas seguía viendo enemigos y posibilidades de ser atacado por doquier, de modo que no contento con la tranca, también encargó a aquel mismo mecánico una especie de libro muy pesado, como un tomo grueso, encuadernado de cuero pero por dentro de hierro, para en caso de verse sorprendido por el enemigo, poder arrojárselo a la cabeza del agresor. El 20 de diciembre de 1567 el rey se fue a El Escorial para pasar allí los días de fiesta en religioso recogimiento, como era su costumbre; su intención era regresar a Madrid el día de Reyes. Esas dos semanas le parecieron a don Carlos las más indicadas para llevar a cabo su proyectada huida, y la preparó tan disparatadamente como si su autor hubiera sido un chico de escuela. Empezó por sentarse a dictar una carta tras otra a su secretario. Escribió a varios miembros de la alta nobleza rogándoles le acompañaran en aquel viaje; había pensado fugarse acompañado de un numeroso séquito. A continuación dirigió cartas al rey, al Papa, al emperador, y a todos los virreyes, regentes y alcaldes de las ciudades más importantes de España, éstas sólo para ser enviadas después de su marcha. En dichas misivas justificaba su conducta explicando las razones que le obligaban a salir de su país en busca de la salud que tanto necesitaba y de los derechos que aquí se le debían pero no se le daban. Finalmente le pareció también oportuno confiar su plan a don Juan de Austria, hijo bastardo de Carlos V y por tanto tío suyo, pero de su misma edad y antiguo compañero de juegos y estudios, e invitarle a que le acompañara. Suponemos el entusiasmo que puso al anunciarle su plan, pues don Juan fue a verse a solas con él, dos días antes de Navidad. Don Juan de Austria hizo cuanto pudo por disuadirle de aquella locura que, tanto si salía bien como si no, estaba irremediablemente abocada al fracaso; pero no consiguió nada. Juan de Austria le pidió veinticuatro horas al menos para reflexionar antes de darle su parecer. Pero en vez de reflexionar fue al galope hasta El Escorial para informar al rey.

En aquellos aciagos días, también le negaron la absolución. El 27 de diciembre don Carlos se dirigió al convento de San Jerónimo para hacer el jubileo anunciado por el Papa y lucrar las indulgencias después de la recepción de los sacramentos. En la confesión dijo, entre otras cosas, sentir odio mortal y sed de venganza hacia una determinada persona. El religioso, como es natural, se negó a darle la absolución. Ante su negativa, el príncipe hizo llamar a varios eruditos —teólogos de diversas órdenes religiosas— para que se reunieran y dilucidaran su caso. Discutió acaloradamente con ellos durante largo tiempo, sin lograr conmoverles y que, sin rectificar su actitud, le impartieran la absolución. Y tampoco consiguió que, para no dar pábulo a las habladurías, le dieran a comulgar una hostia sin consagrar sin que nadie más lo supiera. Su propuesta fue rechazada de inmediato por unanimidad. Hasta que por fin los frailes lograron enterarse sin grandes esfuerzos de lo que ellos necesitaban saber. El padre prior de Atocha se alejó un poco con aquel empedernido y obstinado pecador y, hablándole con suavidad y buenos modos, le preguntó a qué categoría social pertenecía el personaje mortalmente odiado por él; tener conocimiento de ese dato podría ser una ayuda para solucionar su caso. El príncipe dudó un instante, pero confesó tratarse de su propio padre. Esta historia acabó como tenía que acabar. El príncipe regresó a palacio sin recibir el sacramento ni ganar las indulgencias, y los frailes enviaron un correo urgente y secreto al rey, su padre, informándole de lo sucedido.

Como bien sabemos, Felipe II nunca había sido un hombre de rápidas decisiones y en este caso tampoco lo fue. El rey volvió a Madrid después de haber recibido un recado urgente, enviado por Raimundo von Taxis, donde le informaba que el príncipe don Carlos había dado orden de que le preparasen caballos de repuesto. El sábado 17 de enero de 1568, el rey hizo su entrada en la capital. Aquel mismo día, considerando su plan ya a punto de fracasar, el joven príncipe comunicó a don Juan de Austria que la fuga no podía dilatarse por más tiempo y era preciso salir y darse a la fuga al instante. Don Juan se encontró en un apuro y le suplicó que le diera un día más para prepararse. A esto don Carlos perdió ya los estribos y se enfureció, llamándole traidor y haciendo ademán de dispararle su pistola, pero don Juan de Austria reaccionó con agilidad y, quitándole el arma de la mano, se apresuró a informar al rey del estado de cosas. Entonces, el rey Felipe II consideró que no podía diferir un solo día más el gravísimo paso que, después de largamente meditado, había decidido dar. Era el domingo 18 de enero de 1568; ése fue el día de autos.

El rey dio órdenes de desactivar, secreta y silenciosamente, el cerrojo de la puerta en la habitación del príncipe. Hacia la medianoche fueron a informarle que su hijo dormía profundamente. Entonces el rey, acompañado de Ruy Gómez de Silva, el duque de Feria, el prior don Antonio de Toledo y don Luis Quijada, se hizo guiar por dos pajes con antorchas encendidas por aquellos largos y lúgubres corredores de palacio, hasta la habitación del príncipe. Cuando entraron estaba dormido, pero vestido y armado de yelmo, cota de malla y espada de combate. Antes de despertarle pudieron sacarle la espada y quitarle de debajo de la almohada la pistola y su famoso volumen de hierro. Mientras los ayudas de cámara atrancaban las ventanas, el duque de Feria recogió por orden del rey todos los papeles esparcidos por la mesa escritorio. Esos papeles fueron luego examinados y contenían dos listas encabezadas por «Mis amigos» y «Mis enemigos». El primer nombre de esta última era el rey, su padre. El príncipe despertó a los primeros martillazos dados en las ventanas y de un brinco saltó de la cama preguntando, muy excitado, qué querían de él. Su padre, con pasmosa tranquilidad y en muy pocas palabras, le respondió que estaba preso en aquella estancia, de la que ya no podría volver a salir. Al oír esto, el joven príncipe muy asustado trató de defenderse; pero sus armas habían desaparecido. Entonces comenzó a gesticular frenéticamente hasta el punto de llegar a intentar arrojarse al fuego de la chimenea, pero el prior se encontraba cerca, se interpuso en su camino y, cerrándole el paso, se lo impidió. Comenzó entonces a golpearse furiosamente la cabeza con un pesado candelabro, pero diez o doce manos al mismo tiempo sujetaron las suyas. Comprobando su imposibilidad de hacer nada, el pobre infeliz se arrojó a los pies del rey llorando y suplicando antes la muerte que la afrenta de verse hecho prisionero. Felipe II, con una tristeza infinita en el alma, pero sobreponiéndose a sus sentimientos, serenamente le respondió: «Sosegaos, príncipe, y volved a Vuestro lecho. Lo que ahora está sucediendo es sólo por Vuestro bien». El príncipe, sollozando convulsivamente, se arrojó al lecho y continuó vociferando: «No soy un enfermo, no estoy loco, sólo desesperado. ¡Tened piedad y matadme, pero no me dejéis cautivo!». Mientras esta terrible escena continuaba[123], el rey salía pausadamente de aquellos aposentos y, siempre alumbrado por antorchas, sumido en un profundo y respetuoso silencio, regresó de nuevo a sus aposentos.

A partir de aquel momento, don Carlos nunca volvió a quedarse solo. Junto a él formaban guardia permanente Ruy Gómez de Silva, los duques de Feria y de Lerma, el prior don Antonio de Toledo, don Juan de Velasco y don Luis Quijada. Permanecían allí, turnándose de dos en dos durante seis horas seguidas, con el duque de Lerma de máximo responsable. Al príncipe le servían las viandas ya troceadas y preparadas para llevárselas a la boca, con el fin de que nunca más volviera a tener a mano objetos punzantes ni cortantes. La primera vez que don Carlos viera la comida así servida, rompió a llorar desesperadamente y acabó mordiéndose los dedos de las manos para desfogar su rabia. La primera parte de esta reacción es propia de una mente sana, pero la segunda y luego las dos juntas, son una manifestación evidente de deficiencia mental. Con él sólo había quedado un ayuda de cámara para ayudarle en las funciones necesarias para su higiene y limpieza; éste siempre estaba estrechamente vigilado y no podía dirigir la palabra al príncipe. Aparte de las dos personas que hacían la guardia, su ayuda de cámara, los médicos y el confesor, nadie más estaba autorizado para ver al príncipe. Ni siquiera los ocho hombres, guardias personales, que el rey había ordenado hicieran guardia en la antecámara. Ni siquiera la reina.