En junio de 1564, don Carlos dejó definitivamente Alcalá de Henares y se trasladó a vivir en Madrid. Entonces fue cuando empezó a formar parte de la familia real, de la Corte y del gobierno. Y entonces fue también cuando se hizo patente a todos que la convivencia con él era insoportable y el trabajo imposible. Entonces comenzaron los cuatro años de graves desavenencias, que tan rápidamente le condujeran a su terrible y trágico final.
Entre lo que el desdichado príncipe quería y lo que podía hacer, había una gran desproporción. Por una parte su ambición y su espíritu emprendedor eran casi enfermizos, pero por otra, sus continuos achaques físicos y psíquicos le incapacitaban para hacer lo que él más deseaba: gobernar junto a su padre. Don Carlos se sabía destinado a gobernar los Países Bajos y contraer matrimonio con la hija de un emperador, pero sin embargo, cada vez veía ambas cosas más lejanas. Se sentía tratado y manipulado como un menor y, siendo un enfermo como era, creía que forzando las cosas con medios realmente impropios y desafortunados, podría conseguir sus deseos. Su reflexivo y prudente padre, buscaba una alianza entre todos para con paciencia darle un tiempo, pues, en su opinión, así como hay que esperar a que al vino espumoso le llegue la hora de ser servido, con paciencia, indulgencia y buen trato, este necio y salvaje rapaz también se convertirá en un hombre serio y mesurado. Esta trágica contraposición donde ambos hombres creían estar en la razón, cuando ambos estaban en el error, hizo que al loco nunca le llegara el conocimiento de la triste realidad, y al cuerdo le llegara demasiado tarde; esa gran oposición entre estos dos hombres fue el núcleo central del problema de don Carlos. Con el regreso definitivo a Madrid, comenzaba el último período de su corta vida. De ese tiempo, disponemos de una serie de informes acerca de su estado de salud física y psíquica que nos permitirán sacar algunas conclusiones muy valiosas. El veneciano Tiépolo[113] nos cuenta, por ejemplo, que el príncipe don Carlos era de figura poco aparente y rostro desagradable. Su temperamento tendía a la melancolía a consecuencia de un mal de fiebres intermitentes que padecía desde hacía mucho tiempo, y a veces incluso con trastornos psíquicos, aunque éstos más bien pudieran deberse a una herencia de su bisabuela Juana. No parecía sentir gozo ni en los libros ni en el estudio, tampoco en la práctica de ejercicios nobles y caballerescos; más bien sentía placer en hacer toda clase de maldades. No se sabía de nadie por quien sintiera algún afecto, sin embargo era público y notorio que sentía odio por muchos. Era muy testarudo en sus opiniones y no se dejaba dar lecciones por nadie, aunque su conocimiento del mundo fuera tan escaso. Y el sucesor de Tiépolo, Giovanni Soranzo[114], a esos informes añadía lo que sigue. El príncipe no respetaba a nadie, ni a su padre.
Felipe II estaba al corriente de todo, pero siempre que era posible guardaba silencio, porque si intervenía, el príncipe sufría unos accesos de cólera que después desembocaban en fiebres altas que le obligaban a permanecer en el lecho. Los que peor lo pasaban eran, por supuesto, los ministros y altos dignatarios de la Corte. Éstos solían huir de él como podían para evitar recibir órdenes suyas que luego no podían cumplir sin el conocimiento y aprobación de su padre, porque cuando el príncipe veía que no satisfacían sus caprichos, les perseguía por el palacio con los más viles y groseros improperios. El presupuesto del príncipe era de 40.000 escudos anuales, pero después de tanta compra inútil sólo le quedaban sus deudas que ascendían a más de 60.000. Era muy desordenado y desmesurado en las comidas y, consecuentemente, la mayor parte del tiempo estaba enfermo. El embajador imperial Adam von Dietrichstein (un hombre excelente, de buen corazón y rico de espíritu, un auténtico austríaco) puso especial cuidado a la hora de hacer su informe, pues no en vano era don Carlos el prometido de la hija de su soberano y todo lo referente al futuro marido y yerno era leído y esperado con interés y gran curiosidad en la Corte de Viena. Según Dietrichstein, el príncipe era de cabello castaño, ancha frente, ojos grises, barbilla algo grande y pálido de tez. Era estrecho de hombros, con un hombro más alto que otro, y con un bulto en el pecho a la altura del estómago. La pierna izquierda visiblemente más larga que la derecha, su cojera era muy notable y, además, tenía cierta dificultad de movimiento en el lado derecho del cuerpo y era extremadamente delgado de muslos. (La protuberancia del pecho, la desigualdad en las piernas y la delgadez de muslos son signos característicos de raquitismo). Su tono de voz era débil y atiplada. Se expresaba con bastante torpeza, sobre todo al empezar a hablar y eso le obligaba a gesticular. Tampoco pronunciaba bien ni la r ni la l, así que uno podía darse por satisfecho cuando a duras penas conseguía entenderle algo[115]. En su aspecto exterior iba todo lo sucio y desmañado que se pueda ir. Era inmoderado en el comer, se empapuzaba de cantidades de comida suficientes para satisfacer a dos o tres personas. Bebía solamente agua, que tenía que ser de los deshielos de nieve y, aun así, nunca le parecía bastante fría. Al bueno de Dietrichstein le preocupaban los rumores sobre una presunta impotencia del futuro esposo. La gente generalmente le llamaba el capón y aseguraba que a sus diecinueve años, aún no había poseído a ninguna mujer. A Dietrichstein le parecía muy sospechosa su voz de castrado: Si mihi judicium esset faciendum, vox tantum mihi aliquam suspicionem praeberet. Pero Olivares, su médico de cabecera, tranquilizó al austríaco confesándole en secreto profesional, que en su primer intento el príncipe fue tan desafortunado que lo consideró un castigo de Dios y se prometió a sí mismo no repetir la experiencia hasta haber recibido la fuerza y protección de la gracia del sacramento del matrimonio. Así que Dietrichstein envió, el 4 de julio de 1564, un retrato al óleo de don Carlos, con las siguientes advertencias: el príncipe tenía la boca siempre medio abierta, y no tenía la cara tan llena, ni los ojos tan abiertos como se los había pintado el pintor.
Vamos a hacer ahora una breve descripción, que por cierto resulta bastante deplorable. Don Carlos era pequeño de cuerpo, contrahecho, tullido, tartamudo, y padecía de fiebres crónicas, bulimia y de una sed propia de los diabéticos; era de carácter violento, colérico, insoportable, caprichoso, tenía inteligencia de niño y ambiciones de loco, poca virilidad física y espiritual y, para acabar, la locura de su bisabuela Juana latente en su cerebro, a la espera de un estímulo emocional suficientemente fuerte para poder salir a la luz del día. Así era esta infeliz criatura cuando ya estaba próximo el momento de tener que hacer frente a su misión de heredero del trono más poderoso de Europa. Un asiento hecho en la contabilidad del rey, con fecha de 15 de octubre de 1566, especifica que un tal Damián Martínez, padre de un niño apaleado por orden del príncipe, recibe una indemnización por la cantidad de cien reales; desde luego, esto da mucho que pensar[116]. También es muy significativo el hecho de que este depravado mandria, diera satisfacción a sus sádicos instintos incluso con animales. El siguiente ejemplo podría parecernos demasiado exagerado para ser creído, si no fuera porque disponemos de una carta privada dirigida al príncipe que lo confirma[117]. Un día, don Carlos quiso que le encerraran en sus caballerizas solo durante varias horas; una vez allí, arremetió e hirió a más de veinte caballos de montar y de tiro a hachazos y picotazos hasta dejarlos malheridos, sangrando y sin un lugar sano en el cuerpo. Y por otra parte sabemos que también en otra ocasión, en la primavera de 1567, trató de arrojar por la ventana a uno de sus lacayos por un insignificante descuido, y como el pobre infeliz se atrevió a defenderse, fue expulsado de su presencia con violencia y con una sarta de imprecaciones y amenazas.
En otra ocasión, una noche que don Carlos salió a pasear por las calles de la capital, fue a parar a un barrio donde se vivía una costumbre típica en todas las ciudades por aquel tiempo. Aprovechando la oscuridad de la noche, por la ventana se echaban a la calle las aguas sucias de todo el día —aguas de fregar, de lavatorios, orinas y otras parecidas—, advirtiendo con un grito: ¡Agua va! Pues bien, quiso la casualidad que el príncipe no oyera o desoyera la advertencia. A otros muchos contemporáneos suyos también les solía suceder muchas veces. Pero nuestro príncipe, como buen psicópata, sufrió un fuerte acceso de cólera y, no pudiendo resistir su sed de venganza, llamó a la guardia de palacio y dio orden de prender fuego y quemar la vivienda con sus habitantes. Después reanudó su paseo. Al día siguiente le informaron que sus órdenes no se habían podido cumplir, porque en el momento en el que la guardia iba a proceder, en la casa entró un sacerdote con el sacramento de la extremaunción para un enfermo moribundo. El príncipe dio crédito a aquella piadosa mentira y se tranquilizó. Otra anécdota también de esa época es la siguiente historia. En cierta ocasión, el joven príncipe abofeteó, al parecer sin causa justificada, a su gentilhombre de cámara, don Alonso de Córdoba. «Dio, sin causa alguna, una bofetada a uno de sus ayudas de cámara», relataba lacónicamente el siempre amable Dietrichstein. Al leer esto, ¿cómo no recordar a su bisabuela Juana arrojando a sus damas todo lo que hallaba a su alcance, hasta el punto de que más de una vez ellas tuvieran que huir apresuradamente?
En abril de 1567, el Duque de Alba fue a Aranjuez a despedirse de don Carlos antes de su expedición a los Países Bajos. El príncipe también aquí se dejó llevar de un nuevo e incomprensible acto de brutalidad. Acusó al duque de haberle suplantado e impedir que le enviaran a él a Bruselas y, aunque los demás trataran de tranquilizarle, su cólera fue en aumento hasta el punto de que en un momento de descuido se abalanzó sobre el duque con el puñal en la mano. Al hercúleo Alba le resultó muy fácil sujetar las manos a aquel enclenque muchacho y esperar a que alguien de la antecámara entrara para sacarle de allí y apaciguarle con buenas palabras. Pero el escándalo fue mayúsculo. Corrió de boca en boca, de casa en casa, de palacio en palacio y de Corte en Corte, los respectivos embajadores se encargaron de ello. La falta de principios morales del príncipe también quedó manifiesta en un bochornoso caso de escuchas detrás de la puerta. En cierta ocasión estaba el rey despachando en su gabinete de trabajo con sus consejeros. Don Carlos, atormentado por la curiosidad, se hallaba fuera agachado con el oído pegado al ojo de la cerradura, y en aquella postura le sorprendió su gentilhombre de cámara Diego de Acuña. Acuña le reprochó con suavidad su actitud y le censuró su acción, dado que tanto gente importante como sencilla de palacio, podría igualmente haberle encontrado en tan vergonzosa ocupación. Como respuesta, don Carlos le propinó un fuerte puñetazo y muy airado continuó escuchando y profiriendo insultos. Don Diego se disgustó mucho y se llegó hasta el rey para rogarle que le relevara inmediatamente de aquel cargo. Entonces el rey tranquilizó al ofendido noble relevándole del cargo y tomándole a su servicio personal[118]. Sobre la perversión moral y las malas inclinaciones de este adolescente, sólo Büdinger (pp. 137 y 139) ha señalado algunos indicios, no muy concretos. A este respecto, ahí se dice que, ya antes de su estancia en Alcalá de Henares, don Carlos solía encerrarse a solas con su gentilhombre de cámara, Gelves. Pero nada se sabe de lo que allí pasaba; desde luego, no parece probable que se encerraran sólo para degustar los exquisitos bocados que Gelves solía llevarle; el caso es que el rey acabó por despedir al gentilhombre. N’é stato cacciato, decía el veneciano Tiépolo en uno de sus informes. En efecto, los débiles mentales tienen marcada tendencia a las anomalías sexuales y además se entregan a ellas sin el menor reparo o escrúpulo; una ojeada a las historias clínicas en los tratados de psiquiatría es más que suficiente para obtener una buena información sobre esta cuestión. Pero en lo que se refiere a don Carlos, carecemos de puntos de apoyo y de buena información como para abundar en ese aspecto.
Felipe II, infatigablemente y con heroica paciencia, procuraba zanjar todas las diferencias, reprimir al incontrolado loco, e incluso reconducirle al bien y a la razón. Para animarle a ello, le aumentó la asignación anual de 40.000 a 100.000 escudos y le prometió que, si daba muestras de querer corregirse, le llevaría con él a los Países Bajos y adelantarían su boda con la archiduquesa de Austria. Más aún, le otorgó la presidencia en el Consejo de Estado para que también tomara parte en los asuntos de gobierno. Fue todo en vano. En el Consejo de Estado, el príncipe sólo producía enorme confusión y desconcierto, dificultando la buena marcha de las cosas, y además, malgastó el erario público sin ton ni son como un auténtico orate. El embajador veneciano Cavalli obtuvo noticia de todo ello de labios del propio confesor del rey. El rey Felipe II recordaba con nostalgia la poca edad y la seriedad con que, guiado por su padre el inolvidable Emperador, él había sido iniciado en el arte de gobernar; ahora, en cambio, se veía obligado a privar a su incapacitado hijo aquel honroso cargo que le había otorgado. Pero, la indiferencia con la que reaccionó su hijo, alivió el dolor del soberano en aquel delicado trance. Por otra parte, eso mismo hizo también que las desavenencias entre el padre e el hijo aumentaran aún más. El príncipe no cesaba de dar rienda suelta a la rabia que sentía hacia el rey, y se desahogaba descargando sus furias sobre los funcionarios y servidores de su padre, siempre empleando con ellos todo tipo de amenazas y malos tratos[119].
A mediados del año 1567 tuvo lugar la famosa aventura que puso a prueba su virilidad. Don Carlos ya había cumplido veintidós años y, tanto secreta como públicamente, se decía que era impotente. Para acallar tales rumores, se solicitó ayuda a tres médicos. Por su barbero, Ruy Díaz de Quintanilla, don Carlos se enteró de los nombres de tres galenos famosos por su habilidad en esas artes. Después de celebrar consulta, los tres coincidieron en recetarle un brebaje, que el boticario de la Corte preparó para que se lo bebiera. Y la prueba, según informara el propio don Carlos posteriormente, se realizó sin que, a pesar del brebaje, diera el resultado esperado por su compañera. Los médicos cobraron 1.000 ducados cada uno por su intervención, el barbero y el boticario 600 ducados cada uno, y la señorita recibió 12.000 ducados y además fue obsequiada con una casa para ella y su madre. Los embajadores de todas las potencias europeas informaron con toda premura a sus respectivas Cortes, y por sus informaciones también sabemos que este desagradable asunto fue la comidilla de todo el mundo en Madrid, durante varios meses. Su arrogante y severo padre, Felipe II debió de sufrir mucho al tener conocimiento de aquel episodio y del desprestigio que suponía, no sólo en España, sino en toda Europa. Dietrichstein lo relataba con mucho detalle porque lo sabía de primera mano; el propio príncipe se lo había contado rogándole que, muy discretamente, se lo hiciera saber al emperador. Unas semanas más tarde, el embajador florentino supo que había habido nuevos intentos, pero siempre fallidos.
A esto, poco queda ya por añadir. Solamente que don Carlos seguía acumulando culpas y errores, y cometiendo toda clase de disparates uno tras otro y cada uno más grave que el anterior[120]; no daba señales de estar capacitado para realizar una sola cosa sensata y razonablemente. Así que el lector, dotado de sentido común, se estará preguntando cómo era posible que no le hubieran encerrado antes.