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El 15 de noviembre de 1543 celebraba sus bodas el príncipe Felipe de España —hijo y heredero del egregio emperador Carlos V— con su prima hermana la infanta María, hija del rey Juan III de Portugal. Este matrimonio es un eslabón más de la larga cadena de casamientos entre parientes cercanos, muy en boga desde hacía varias décadas, entre las casas reales de España y Portugal. Pero de todos esos casamientos, éste era un caso de estrecha coyunda entre miembros consanguíneos; la madre de la novia y el padre del novio eran hermanos, y la madre del novio y el padre de la novia también eran hermanos[103]. El primero y único hijo de esta unión fue don Carlos, fruto inmaduro de un matrimonio de adolescentes, ya que los padres solamente contaban dieciséis años de edad cuando celebraron su matrimonio. Los médicos de la Corte tuvieron que acudir a los más extraños remedios para acelerar la pubertad y la facultad de concebir en el joven cuerpo de la esposa. Uno de los remedios consistió en practicarle sangrías en las piernas; la infeliz muchacha sufría fuertes desmayos a consecuencia de aquello. Por fin consiguieron el suspirado embarazo y el 8 de julio de 1545, hacia medianoche, María daba a luz a su esperado hijo después de pasar varios días con fuertes dolores de parto. La princesa María falleció sólo cuatro días más tarde, víctima de la debilidad de aquel cuerpo aún demasiado joven y de las malas artes utilizadas por los médicos de la época.

Su tía Juana y otras damas de la corte se hicieron cargo del pequeño, pues además de haber muerto su madre, su abuela también hacía tiempo que había abandonado el mundo de los vivos, y su bisabuela acababa entonces sus días muy enferma y con una desoladora enajenación mental. La privación del pecho materno fue causa principal, sin ninguna duda, de su raquitismo y de la malformación de su cuerpo, así como de la debilidad de sus fuerzas. Sus nodrizas tuvieron bastantes dificultades con él; de niño hirió con insidiosos mordiscos en el pecho a tres de ellas[104]. Al principio pensaban que el rapaz había nacido mudo, ya tenía tres años y aún no había pronunciado palabra y cuando por fin empezó a balbucear lo hacía con tanta dificultad que tuvieron que intervenir y cortarle el frenillo de la lengua. Se lo hizo el barbero de la casa real Ruy Díaz de Quintanilla, que cobró 1.100 reales por la operación.

A la edad de siete años ya se empezaron a observar en él, ocasionalmente, algunos síntomas psicopáticos. En cierta ocasión tuvo un ataque de cólera con uno de sus pajes y dio orden de que lo ahorcaran en su presencia. Como se negaron a obedecer semejante desatino, Carlos trató de imponer su voluntad amenazando no volver a probar bocado; finalmente, cedieron sólo en apariencia a su descabellada pretensión, ahorcando de noche en una improvisada horca un muñeco parecido al paje. Entonces quedó satisfecho el chico. A los siete años perdió don Carlos a su solícita tía Juana, que marchó a Portugal para casarse. La despedida fue muy triste para él y continuamente repetía, ¿qué hará ahora el niño solo? Cuando se refería a sí mismo, tenía la costumbre de hablar en tercera persona y decir el niño, una forma de hablar desde luego infantil, pero impropia de un chico de siete años. Además de no tener madre, se había quedado sin tía, sin padre y sin abuela. De hecho, este pobre niño destinado a heredar un gran imperio, nunca tuvo noción de lo que era la casa paterna y tener una familia, no lo tuvo entonces ni durante largo tiempo. Su padre estaba mucho tiempo ausente debido a un largo viaje por Alemania y los Países Bajos, o a un desventurado viaje nupcial a Inglaterra, o incluso por estar en los campos de batalla al norte de Francia. Y su imperial abuelo, por otra parte, no había vuelto a su país desde el nacimiento de su nieto; las controversias de la Reforma de aquel siglo lo mantenían muy ocupado en el norte de Europa. Don Carlos había cumplido ya once años cuando vio por primera y última vez a su abuelo, antes de que éste partiera camino del Monasterio de Yuste en busca de reposo, y tenía catorce ya cumplidos cuando, finalmente y después de una prolongada ausencia, su padre regresara de nuevo a España. Don Carlos creció en la Corte rodeado de caballeros y preceptores, pero sin el cariño ni el apoyo de unos padres. Recibió lecciones de equitación, caza, baile, esgrima, y de todas las reglas de etiqueta propias de cada ceremonia, pero además tuvo que aprender latín, aunque hablara y escribiera con tanta dificultad el español, su lengua materna. Un erudito humanista, Honorato Juan, alumno en Lovaina de Luis Vives, enseñaba los clásicos latinos al príncipe don Carlos, débil mental, podemos suponer con qué éxito. Al cabo de un año, el rey Felipe II escribía al preceptor recomendándole que el príncipe solamente leyera libros de muy fácil lectura, no fuera a alarmarse ante las dificultades y perder entonces interés por el estudio[105]. A este infeliz muchacho tampoco se le ahorraron azotes, prueba evidente de que los necesitaba. Su preceptor García de Toledo escribía al Emperador en estos términos: «Aunque me tema y respete extremadamente, de nada sirven palabras ni azotes por mucho que éstos duelan»[106]. Y en otra carta, este mismo García informaba que el príncipe era tardo en el estudio y lo hacía contrariado y con desgana, y lo mismo sucedía con el ejercicio físico. Tanto cuando estudiaba como cuando hacía deporte, exigía alguna recompensa antes de dar el primer paso. Con respecto a su tono amarillento de piel, los médicos lo atribuían a un exceso de bilis, pero no le recetaban ningún remedio, pues su estado general dejaba mucho que desear.

Eso según García. Pero gracias a nuestro viejo amigo Badoero, el embajador veneciano, también disponemos de otras pruebas e informes remitidos a su gobierno, donde cuenta con todo lujo de detalles lo que se cuchicheaba en la Corte de Bruselas, donde por aquel entonces se encontraba Felipe II. Se decía que el príncipe tenía la cabeza demasiado grande y desproporcionada con el resto de su cuerpo; decían que tenía una desmedida facilidad para la crueldad; contaban que asaba los conejos aún vivos, que le traían los cazadores; que jugando con una tortuga, después de torturarla, la tortuga furiosa le mordió un dedo y entonces el príncipe en un arrebato de cólera la mató de una dentellada en el pescuezo. Cabrera y Salazar[107] también han dejado constancia de que el príncipe parecía gozar de satánico placer estrangulando liebres y viéndolas sufrir. El creciente y patológico amor propio del joven psicópata, empezó a mostrarse en sus años de juventud en una megalómana ambición, que se manifestaba de múltiples maneras. El título de «Príncipe» sólo correspondía de derecho al heredero del trono, cuando recibía y a su vez hacía el juramento de fidelidad de las Cortes. Pero Felipe II, sin decir nada a nadie, le cambió el título de infante por el de príncipe, un 16 de enero de 1556. Utilizó ese título para su hijo por primera vez en una carta escrita desde Bruselas en marzo de ese mismo año. Lógicamente, el desmedido orgullo que a sus once años don Carlos sintiera por haber sido elevado de categoría, es fácilmente comprensible. Ahora bien, si ese nombramiento produce sospechas, no menos sorprendente era la advertencia del embajador portugués Almeida, de que nadie a partir de aquel día osara volver a utilizar el título de Infante ni por escrito, ni de palabra[108]. Cuando Carlos V desembarcó en Laredo en septiembre de 1556, pensando permanecer ya para siempre en España, don Carlos volvió a dar muestras de su infantilismo. Atropelladamente escribió de su puño y letra uno de aquellos llamados billetes, y dio órdenes a su ayuda de cámara don Pedro Pimentel de que saliera al encuentro del emperador para darle la bienvenida como «mensajero» suyo.

Carlos V no conocía aún a su nieto. Se vieron por primera vez el 15 de octubre de ese mismo año, en Valladolid. El príncipe salió a caballo a la entrada de la ciudad para recibirle, e iba abrigado —hacía mucho frío— por una estola forrada de armiño que le favorecía mucho, según Francisco Osorio informara al rey Felipe II. Ésa es la misma prenda que viste en un retrato de joven, pintado por Sánchez Coello; así que, fácilmente se puede constatar su hermosa apariencia en tan histórico momento. El emperador sólo paró dos semanas en Valladolid. Después no volvió a ver al chico, prueba evidente de que con aquella vez ya tuvo suficiente. Pero de ese breve encuentro del abuelo con su nieto, conocemos alguna anécdota que bien merece la pena reseñar. El emperador Carlos V tenía, para alivio de los dolores de gota que padecía, una pequeña estufa portátil traída de Bruselas, un pequeño utensilio que en España, el país del brasero, aún no se conocía. El príncipe se encaprichó enseguida con la estufa y quiso hacerse con ella inmediatamente. La respuesta fue negativa y prolijamente fundada; esto contrarió enormemente su testaruda porfía, le encolerizó, apretó los puños y dio patadas en el suelo; era expreso deseo suyo tener aquella estufa de inmediato. Es decir, allí se estaban dando tozudez, delirio de grandeza y cólera, al mismo tiempo. El emperador cedió un poco para tranquilizarle y, ante testigos, prometió dejarle la estufa en herencia. En otro momento, el emperador, hablándole de sus campañas en Alemania sacó a colación que en el infausto año 1552 tuvo que huir de Innsbruck, de noche y resguardado por densa niebla, al ver la superioridad del enemigo que se aproximaba. Al príncipe Carlos aquello le contrarió sobremanera: él nunca lo hubiera hecho. El emperador trató de aclarar un poco más lo grave de la situación, primero explicándole con detalle todas las circunstancias y luego con un ejemplo: qué hubiera hecho él si, de pronto, una docena de sus pajes intentara prenderle para conducirle a prisión. Un esfuerzo inútil. Porque el muchacho continuaba impertérrito, aferrado a su idea de que él nunca hubiera huido, ni el emperador debería haberlo hecho. Más adelante, el emperador se desahogaba con su hermana, la reina viuda Leonor, hablándole del príncipe: «No me agradan ni su temperamento ni sus maneras; no sé cómo acabará esto»[109]. ¿Qué más podríamos decir de este príncipe que añadir que, a partir de su encuentro con el emperador y hasta su fallecimiento, el príncipe Carlos afirmaba que Carlos V era su padre y Felipe II su hermano?[110]

La muerte de Carlos V, acaecida el 21 de septiembre de 1558, tuvo malas repercusiones. Con él desaparecía la única persona de respeto a quien el príncipe temiera de veras y cuyo enfado era el único que temía. Con sus tías y sus preceptores, hacía siempre lo que él quería; a su padre sólo lo conocía de referencias, aún seguía en los Países Bajos desde hacía ya mucho tiempo y las cartas que le escribía eran muy frías y llenas de recomendaciones. Cuatro semanas después de la muerte del emperador, Honorato Juan viajaba a Bruselas para comunicar, cautelosa y veladamente al rey que su hijo, el príncipe Carlos, iba de mal en peor. Su Majestad conocerá los hechos más adelante, de labios de su propia hermana, la princesa Juana. Una importante mejoría era de esperar si Su Majestad volviera a casa. Y este feliz acontecimiento, y no sólo para don Carlos, tuvo lugar finalmente el 14 de septiembre de 1559. Ese día el rey Felipe II hacía su entrada en Valladolid, para nunca más volver a dejar España. El príncipe se encontraba entonces en cama con fiebres intermitentes muy altas, un mal que a partir de entonces le acompañaría con bastante frecuencia y virulencia. Por ese mismo motivo, tampoco pudo asistir a la ceremonia de la boda de su padre con Isabel de Valois, el 31 de enero de 1560. También hubo que demorar varias veces la larga y aburrida ceremonia de la jura de las Cortes de Castilla, en reconocimiento a su título, siempre a causa de esas fiebres. Cuando después de mucho tiempo por fin pudo celebrarse, apenas podía mantenerse en pie y el pobre muchacho al lado del atractivo y arrogante Juan de Austria, hijo ilegítimo de Carlos V, tenía un aspecto bastante lastimoso. Tenía la tez amarillenta, consumida por las fiebres y la debilidad, pero incluso en una situación de fragilidad como era aquélla, la cólera le seguía dominando. El Duque de Alba, organizador de todos los actos de la ceremonia, con tantas prisas y obligaciones, olvidó en el momento del homenaje besarle la mano conforme a lo previsto por la etiqueta. Pero cuando quiso reparar su negligencia, el príncipe a la vista de todo el mundo le reprendió en tal modo, que el propio rey próximo a ellos se adelantó a presentar sus excusas al agraviado Alba.

En junio de 1561 se trasladó la Corte definitivamente a Madrid, pero no por eso mejoró el estado de salud de don Carlos. El rey Felipe II decidió entonces enviar al príncipe a Alcalá de Henares, de clima más suave y con una doble intención: por una parte, el heredero de la Corona podría estudiar en su ya famosa Universidad, y por otra, Madrid estaba a pocas millas de allí en caso de necesidad. Le acompañarían como amigos y compañeros de estudios, dos primos de edad parecida a la suya: Don Juan de Austria y Alejandro Farnesio. Un magnífico palacio, mandado construir por los arzobispos toledanos y que había servido de residencia para la familia real en varias ocasiones, les acogió nuevamente y allí fue don Carlos a vivir con su pequeña Corte.

La Historia silencia los resultados de sus estudios en la Universidad, y eso mismo nos permite hacer una lectura de cómo debieron ser. La convivencia con don Carlos no debía de ser cosa fácil ni sencilla; tenía caprichos muy extraños, que había que satisfacer sin la menor dilación. El rey de Portugal, primo suyo, le había obsequiado con un pequeño elefante que al príncipe le gustó mucho y se lo llevó a Alcalá. Pero en Alcalá, había que subírselo a sus habitaciones siempre que él quería, para darle de comer allí o para jugar con él. Es fácil imaginar las dificultades que tendrían cada vez que había que subir al elefante por las escaleras y hacerle cruzar aquellos corredores del viejo palacio. Al joven príncipe también le gustaban mucho las bromas pesadas y de mal gusto. En cierta ocasión, un mercader que acababa de regresar de Perú le mostró una valiosísima perla de más de tres mil escudos; el príncipe pensó asustar y burlarse de aquel buen hombre, se la arrebató de la mano y se la tragó. El comerciante tuvo que esperar tres días de gran zozobra, y hacer toda clase de súplicas, hasta conseguir recuperar la perla que fue devuelta por el conducto natural[111]. También fue en Alcalá donde el príncipe sufriera aquel cruento accidente que bien pudo costarle la vida. El domingo, 19 de abril de 1562, hacia el mediodía, el príncipe pretendía bajar al parque, donde había concertado una cita con la hija del guardián de la puerta, pero resbaló por una empinada y oscura escalera y fue a caer de cabeza contra una puerta que estaba cerrada. Se hirió en la cabeza y los párpados; los médicos le vendaron la cabeza y diligentemente se dispusieron a sangrarle. Siete días después la fiebre había remitido bastante, pero el décimo día, la herida comenzó a supurar pus y la fiebre remontó de nuevo y mucho más alta que antes. Tuvo vómitos y diarreas, la pierna derecha paralizada e inflamación de ojos. Alrededor del enfermo había hasta nueve médicos, pero ninguno de ellos sabía qué se podía hacer. Llegaron al acuerdo de que el paciente no viviría más de tres o cuatro horas, de modo que insistieron al rey en que regresara a Madrid para evitarle lo más desagradable y doloroso que aún estaba por llegar. El rey se despidió de su hijo moribundo y partió de noche a su residencia con el corazón transido por la pena; todos sus miembros estaban sacudidos por la fiebre. Dio órdenes muy precisas para la celebración de los funerales. Pero mientras, los médicos en un último intento por salvar la vida del príncipe, decidieron hacerle una trepanación. Afeitaron la cabeza del enfermo, descarnaron la zona herida, la lavaron y luego le abrieron la cabeza; allí a la vista estaba todo limpio sin daño ni lesión alguna. Sólo se percibían dos oscuras gotas de sangre, casi negras, que habían salpicado la sábana. Esto aconteció en la mañana del 9 de mayo.

Al parecer, entretanto a alguien del entorno del príncipe se le había ocurrido que en el convento de franciscanos de la ciudad se conservaban los huesos de un monje, fray Diego, que hacía más de cien años que había muerto en olor de santidad y ahora era venerado por muchos fieles que le pedían favores[112]. Llevaron las reliquias del fraile en procesión solemne desde el convento al palacio, hasta el lecho del enfermo. El príncipe seguía sin conocimiento o, tal vez, sin arrestos para dar señales de vida. Con sumo cuidado le pasaron aquellas reliquias sobre la cabeza herida, mientras los piadosos monjes hacían rogativas al hermano fraile muerto. Hay algunos historiadores, de la antigüedad y también modernos, que se han detenido con cierta sorna en la narración de este comportamiento, para ellos ridículo e inconcebible, tratando de embellecerlo afirmando que pusieron el esqueleto del fraile en el lecho, junto al príncipe moribundo. Actualmente, más de cuatrocientos años después, que cada cual piense lo que quiera y como quiera. Porque es absolutamente cierto que la naturaleza joven de don Carlos superó la crisis aquel mismo día. Después, su estado general fue mejorando paulatinamente. También le aplicaron unos ungüentos de un curandero moro por si servían de algo, pero no le hicieron nada, ni para bien, ni para mal. Y como aún sufría de dolores secundarios, como por ejemplo en los párpados inflamados, poco a poco le fueron sajando y limpiando todos los puntos infectados, para aliviarle. Sólo le quedó una astilla de hueso roto en la cabeza y, cuatro semanas después de aquel día, el príncipe abandonaba el lecho. A sus diecisiete años sólo pesaba algo más de 76 libras (35 kgs. aproximadamente). Dos días más tarde, su padre el rey Felipe II quedaba gozosamente sorprendido al entrar sin previo aviso en su cámara y encontrarle levantado. En cualquier modo, la precaria salud de don Carlos después de un incidente tan grave quedaba deteriorada para siempre. Un trastorno por pequeño que fuera, de digestión, enfriamiento o cualquier otra cosa, siempre decantaba en aquellas desconocidas fiebres intermitentes. Aquel mal le iba minando fuerzas y, además, ya no pudo librarse de él en el resto de su corta vida.