En las últimas semanas de enero de 1568, una sensacional noticia corría velozmente de Londres a Viena y de Palermo a Estocolmo, por todas las residencias de Europa. En aquel lejano Madrid donde sobre pilares de oro se alzaba el trono más poderoso no sólo de la cristiandad, sino de todo el mundo, allí donde se dirigían los destinos de un Imperio donde nunca se ponía el sol, en aquel Madrid centro de todo el poder y la política mundial, el rey Felipe había dado orden a sus alguaciles de prender a su único hijo y heredero, de veintitrés años, y encerrarlo entre rejas como si fuera un vulgar delincuente. ¿Qué había sucedido? Sólo había rumores y se hacían conjeturas, especulaciones, eran meras habladurías oídas por la calle. Las testas coronadas, cuyos billetes o breves cartas autógrafas daban comienzo con un «Vuestra Señoría…» o un tratamiento similar, ellos tampoco tenían más noticia que los rumores de que el joven príncipe era un sujeto incompetente para heredar la Corona y que, por esa razón y con el fin de evitar que hiciera algún daño, se encontraba cautivo en prisión. El emperador del Sacro Imperio Romano en la nación alemana —por entonces Maximiliano II— hubiera deseado saber algo más y con más pormenores, del tan incomprensible como desconsolador evento. Aquella situación podía acarrear consecuencias de cierto relieve en el ámbito de la política, pues no en balde su esposa —la emperatriz— era hermana de Felipe rey de España, sino que además el príncipe prisionero se convertiría en breve en el prometido y luego esposo de su hija mayor, la agraciada archiduquesa Ana. Así que Maximiliano II decidió enviar a su hermano a la Corte española en misión secreta, para poder conocer la verdad que, al parecer, no se podía saber por vía diplomática. Pero cuando el archiduque apenas llevaba un día de viaje, llegaba una segunda noticia aún más funesta que la primera; el príncipe heredero había muerto inesperadamente, después de cinco meses de cautividad. Desde Italia se empezaron a divulgar informes escritos difundiendo más rumores y las sospechas de un posible envenenamiento. En la Corte de Viena había gran consternación. La pequeña archiduquesa Ana estaba hecha un mar de lágrimas.
De Viena a Londres y de Estocolmo a Palermo, todo el mundo meneaba la cabeza con cierta preocupación. Pero aquellas preocupantes noticias llegadas desde la inquieta España no acababan ahí. No sólo la Corte imperial, también la Corte francesa estaba sumida en el llanto y el dolor. En octubre de ese mismo año se recibían noticias de que en Madrid, la joven reina Isabel de Valois, princesa de Francia, había fallecido a los veintitrés años de edad y como su hijastro, inesperadamente. En pocos meses, la esposa y el único hijo varón del rey más poderoso del mundo eran enterrados por una muerte rodeada de misterio. Ahora, un hombre abatido por el dolor, con el pelo encanecido y atormentado por la gota, era viudo por tercera vez y, pasados ya los cuarenta años de edad, único varón representante presente y futuro de un Imperio mundial instaurado por Carlos V. En pocas palabras, ésta sería la historia del, para España, memorable y fatídico año 1568 tal como lo vivieron sus contemporáneos.
Aquel príncipe español hasta entonces desconocido para los burgueses de más allá de los Pirineos, pasó a estar en boca de todo el mundo. El nombre de don Carlos causó sensación en Europa. La Corte de Madrid se hallaba a gran distancia y su ceremonioso hermetismo, su inaccesibilidad por una parte, más su arbitrario secreteo al no querer explicar ni las circunstancias ni los nexos de lo acaecido, sólo dejaban entrever ciertos indicios. Por tanto, nada tiene de extraño que, con los años, se fuera entretejiendo una red de extravagantes y aventurados entredichos en torno al protagonista de esta tragedia, y que las erinias de la calumnia y las musas de la poesía compitieran afanándose en oscurecer la verdad malévolamente o en adornarla caprichosamente. Hace ya mucho tiempo que aquel esperpento pasó al olvido, y de aquel cenagoso origen de la —así llamada en España— «leyenda negra», nació una maravillosa obra de arte: el Don Carlos, de Schiller. Son miles y millares de personas las que admiran y compadecen al idealizado príncipe de la obra maestra alemana, sin tener una idea de la triste figura de su original histórico. Los españoles reprochan a los alemanes que, con este drama, el equívoco a la opinión pública con respecto a don Carlos no acabará nunca, puesto que, gracias a Schiller, se está reproduciendo continuamente. Nosotros, los alemanes sobre todo, además del conmovedor poema deberíamos conocer y hacer honor a la triste verdad, es decir, deberíamos conocer al Don Carlos de los escenarios y al don Carlos de la realidad.