Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
qué delito cometí
contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido;
bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor,
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
(CALDERÓN, La vida es sueño).
Felipe II se casó a la edad de dieciséis años con su prima, la infanta María de Portugal, y a los once meses de casados (en julio de 1545) su esposa le daba un hijo a quien pusieron el nombre de su abuelo: Carlos. Este Carlos es biznieto de doña Juana la Loca. Doña Juana ya hacía tiempo que no gobernaba, pero aún vivía. De todos modos, era como si no viviera; sus perplejos ojos de enferma seguramente parpadearon vacilantes a la vista de este nuevo fruto de su trágica descendencia, pero su espíritu ya había muerto a los recuerdos sin sentir más pena ni gloria. Sobre este pequeño Carlos se aglomeraron toda suerte de fatalidades heredadas de Juana, hasta llegar a una catástrofe final. Este don Carlos, sin tener culpa ninguna, fue víctima propiciatoria de una doble culpa: los frecuentes matrimonios consanguíneos de sus más directos antepasados y una tara mental transmitida y heredada de su bisabuela. La semblanza de doña Juana la Loca quedaría incompleta si ahora no diéramos cuenta también de esta última y cruel repercusión de una tragedia que radicaba en ella.