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Carlos V y su hijo Felipe II sufrían una manifiesta propensión a trastornos depresivos en la vida afectiva y en la fuerza de voluntad. Era parte de una herencia espiritual recibida de su madre y abuela respectivamente. Pero calificarles por eso de melancólicos en el sentido estricto que la psiquiatría da a la palabra, sería un error. Porque la melancolía como enfermedad psíquica se distingue por ir siempre acompañada de otros síntomas, como el sentimiento de culpabilidad y la autoacusación de los pacientes con respecto a su vida y milagros, y la argucia y sutileza de sus razonamientos. En Carlos V y en Felipe II no se dieron nunca esos síntomas de la enfermedad. Pero sí es cierto, en cambio, que ambos sufrían reducciones esporádicas en la intensidad de sus sentimientos, no del todo normales; de la entera presencia de ánimo y sin motivo alguno, pasaban a un estado de afligido mal humor con angustias y autorreproches sin acabar de precisar o determinar, a una auténtica acinesia anímica (Gemütsakinese) de inquietante matiz catatónico, rozando los límites de una psicopatía esquizoide. El emperador Maximiliano I siempre alegre y vividor, contemplaba el carácter apático de su nieto Carlos no sin cierto recelo mal disimulado. Cuando después de una larga separación volviera a encontrarse con él, entonces adolescente de dieciséis años, le pareció que era tan impasible como una estatua. En su comportamiento había un cansancio algo patológico[84].

Un año antes, el humanista Pedro Mártir hablaba del muchacho con las siguientes palabras: «Con sólo dieciséis años de edad, tiene la formal gravedad de un anciano»[85]. Cumplidos ya los veinticinco años, el embajador veneciano Contarini decía de él: «Por temperamento es de carácter sanguíneo, por naturaleza es melancólico»[86]. Críticas y testimonios muy diversos acompañaron a Carlos V durante toda su vida, y su antiguo preceptor, Leopold Ranke, también escribió de él basándose en algunos informes: «Entonces se produjo en él la disposición a una melancólica soledad que prevaleciera toda su vida y que en realidad era la misma que había mantenido siempre a su madre distanciada del mundo. Carlos no quería ver a nadie que no hubiera sido expresamente llamado por él. Con frecuencia le disgustaba simplemente firmar. Permanecía largas horas postrado de hinojos, en un gabinete revestido de negro e iluminado por siete antorchas. Al morir su madre, a veces creía escuchar su voz invitándole a seguirle. Estando en ese estado de ánimo, decidió abandonar este mundo antes de dejarlo para siempre»[87]. Cuando el Papa Paulo IV tuvo noticias en Caraffa, de la situación de su ánimo y de su prematuro deseo de abdicar, no pudo reprimir un comentario lleno de ironía al decir: Ahora sí que se ha vuelto loco. Tiziano pintó dos retratos de Carlos V, donde está perfectamente caracterizado. En el primero viste vistoso traje de corte, manto orlado de pieles, y la mano izquierda sujetando el collar de su perro dogo. Así debía ser cuando engendrara a su hijo Felipe. Su figura era de hidalga esbeltez y bien formada, pero la boca abierta como en una perplejidad propia de la acinesia depresiva, y con la mirada triste y perdida no ya en la lejanía, sino en el vacío. En el segundo retrato, el emperador, apacible y taciturno está sentado vistiendo un escueto traje negro, «parece estar circundado sólo por aire o por un fanal de cristal, con la mirada indolente dirigida hacia lo insondable, en profunda soledad, como un ser enteramente apartado de toda vida»[88].

Su tendencia a la depresión no era mera consecuencia de sus enfermedades conocidas de todos (gota, hemorroides, asma), ni tampoco debida a un agotamiento prematuro por la fatiga, los frecuentes cambios de vida o por fracasos y desengaños; era un mal hereditario de la sangre, que padeció desde la cuna. Y por desgracia, además de la melancolía, enfermedad mental que tanto padeciera doña Juana y que —aunque en distinto grado— tan perjudicialmente influyera en los planes y las realizaciones de Carlos, era también campo abonado para la abulia y la indecisión. Éstas, por su parte, constituyen un fenómeno secundario característico de la esquizofrenia y en este caso, considerando la esquizofrenia de Juana, manifiestan sin lugar a dudas su origen hereditario. Hasta bien entrado en sus veinte años, Carlos fue un dócil instrumento en manos de su progenitor y del que fuera, hasta su muerte acaecida en 1521, su guía y soberano: el Señor de Chièvres. «Carlos está hechizado por su férula», comentaba Pedro Mártir[89].

Hasta la sublevación de los comuneros, Chièvres y Le Sauvage gobernaron el país y a aquel abúlico muchacho exteriormente portador de la corona. Ya dijimos anteriormente, que Carlos en sus manos era como un títere, sin que ellos se molestaran siquiera en disimular quién movía los hilos. Cuando Carlos había cumplido ya los treinta años, desde Roma le escribía su confesor García de Loaysa: «En Vuestra real persona siempre están en lucha la abulia y una inmoderada ambición de gloria. ¡Quiera Dios que el amor a Vuestro honor y Vuestro nombre, venza a Vuestro natural enemigo[90].

La terquedad de Carlos, en cierto modo patológica, era como una defensa de su naturaleza en contraposición a su gran falta de decisión. Obligado por el apremio de la necesidad, una tendencia se transformaba en su contraria. Tanto la guerra de Smalkalda como cuando huyera al aproximarse el príncipe Moritz, fueron situaciones precedidas por un estado de paralizante abulia; pero aquello de pronto se tornaba en una obstinada idea de victoria, y entonces, pletórico de fuerza y energía previamente acumuladas, no sólo tenía fuerzas para resistir y tomar decisiones, sino para salir victorioso de su empresa. Una vez cosechado el triunfo, bajaba la guardia para volver a sumirse en su anterior letargo con más intensidad que antes.

Una forma exterior de la abulia se manifiesta en la falta de dominio para poder frenar o moderar algunos impulsos, y en la incapacidad para promover, en el momento oportuno, actos de la voluntad inhibitorios del desarrollo de la vida instintiva.

Carlos V sufría un apetito insaciable y es, por tanto, buena muestra de lo que decimos. El solícito García de Loaysa le escribía en diciembre de 1530, desde Roma: «Ruego a Vuestra Majestad no degustéis manjares que puedan perjudicaros. Pensad que Vuestra vida ya no os pertenece sólo a Vos, nos pertenece a todos nosotros y si deseáis destruir algo que os pertenece, hacedlo, mas no es justo que destruyáis algo que es nuestro»[91]. Y el veneciano Badoero que conociera al emperador entre los años 1554-1557, aunque de otra forma, también lo confirma[92]. Carlos engullía en exceso, carnes, pescados, frutas y dulces. En sus últimos años en Yuste, comía ancas de rana, sardinas y empanada de anguila, en grandes cantidades a pesar de que esos alimentos le aumentaban el ácido úrico. En su estado físico se daban las mismas anomalías que en el proceso de su estado anímico. Se sometía con heroico tesón a unas curas dietéticas a veces incluso perjudiciales para su salud, pero una vez vencido el enemigo y expulsado el ácido úrico de sus tobillos, rodillas y demás articulaciones, Carlos volvía a las andadas con mucha más intensidad que antes.

Su hijo Felipe tenía los ojos azules y grandes, y junto a la palidez de su tez y a su rubia cabellera, denunciaban a gritos su origen flamenco. Felipe fue en su juventud un apasionado jinete, consumado bailarín y muy aficionado a la caza. Con estos atributos se podría creer que había heredado los rasgos característicos de su alegre y vividor abuelo habsburgo y borgoñón, Felipe el Hermoso. Pero, Badoero, el embajador veneciano, criticaba el temperamento flemático y melancólico de Felipe, cuando éste contaba treinta años de edad[93]. Y Gachard, en algunas cartas enviadas a su hija y posteriormente encontradas, decía de él que era apático y gruñón, como a muchos les gustaba llamarle. Adam von Dietrichstein, embajador austríaco, elogiaba por una parte su carácter noble, honesto y sincero, pero también añadía: er kans nit also erzaigen wie ers im Hertzen hat, er ist ain wenig «frío»[94]. Esa segunda piel en su interior, el pudor y la timidez para darse a conocer era uno de los rasgos más significativos de una clara y sincera disposición de aislamiento anímico. Aquella reserva suya corría parejas también con cierta desconfianza y temor a ser traicionado y, con el paso del tiempo, fue lo que le condujo al pesimismo de sus últimos años. This sad, slow, distrustful man, (ese hombre triste, lento y desconfiado), dice de él otro de sus recientes biógrafos[95].

Felipe II es probablemente un incomparable y trágico personaje. Los golpes del destino sufridos en el campo matrimonial y familiar durante sus 72 años de vida, de los cuales 42 en el gobierno, más bien parecen un maldito cuerno de la fortuna volcando desgracias sobre su real persona. A los 18 años ya era viudo; a los 27 se casó con una mujer cuarentona, desagraciada y que padecía de hidropesía; a los 33 enviudó de nuevo y se casó esta vez con una niña de quince años; a los 41, se volvió a quedar solo y llevó de nuevo al lecho nupcial a otra muchacha de veinte; diez años después, era viudo por cuarta vez, tenía el pelo gris y estaba rodeado de ataúdes. En aras de la tradición, este hombre solitario con taciturna al tiempo que arrogante tristeza fue reuniendo infatigable, junto a los apilados féretros —unos encima de otros— de sus mujeres e hijos difuntos, también los de sus padres y hermanos, sobrinas y tías ya fallecidos; los enterró a todos en una misma cámara mortuoria, en un panteón real. La maldición de su casamiento consanguíneo y la herencia de una abuela loca fueron a recaer sobre el príncipe Carlos, fruto de su primer matrimonio; el infante don Carlos era prototipo de una pesada carga hereditaria a través de varias generaciones. Felipe II no tuvo descendencia de su segundo matrimonio: la inglesa hidrópica era estéril. Su tercera esposa, una delicada niña venida de Francia, tuvo partos muy complicados y sólo le dio dos hijas. Su cuarta esposa, una austríaca rebosante de salud, recompensó a su marido dándole muchos hijos, pero éste también era un matrimonio consanguíneo, ella era sobrina carnal de Felipe. Sus hijos fueron muriendo como frutos que no llegaban a sazonar; sólo sobrevivió uno de ellos, un muchacho débil, gordinflón, somnoliento, y éste habría de ser el heredero del trono y continuador de la dinastía. A sus setenta y dos años de edad, Felipe aún no había conocido la alegría de ser abuelo y en vez de estar rodeado de nietos, estaba rodeado de muertos.

A este soberano de trágico entorno también le cupo en suerte toda una sarta de traiciones y rastreras intrigas. Los informes reservados, que la gobernadora de Flandes enviaba al rey Felipe II, eran copiados y entregados en Bruselas, incluso sus originales, precisamente a los mismos para quienes se tenían aquellas reservas. El ayuda de cámara de Felipe II estuvo pagado durante muchos años por Guillermo de Orange, para que espiara al rey detrás de las puertas y para que, mientras dormía, registrara sus armarios y su ropa en busca de papeles y documentos. Cuanto más se rastrean las raíces del gran movimiento subversivo en los Países Bajos, más queda de manifiesto que todo fuera obra de las insidiosas infidelidades de un par de bribones sin principios como Montigny y Orange, y que no fue fruto de un movimiento idealista.

Sobre este gran monarca español se han vertido muchos odios, se han dicho mentiras y calumnias incluso en vida, como aguas turbulentas afluyendo de algunos desalmados cerebros humanos o tal vez de un diabólico lagar, por no hablar también de las sucesivas salpicaduras que han ido ensuciando su nombre en el transcurso de los siglos. Pero y esto, ¿por qué? Porque, además de la desgracia de haber sido víctima de los turbios enredos de un Guillermo de Orange, un Montigny o un Antonio Pérez, el destino había previsto que fuera el protagonista católico en una contienda sin igual; en su tiempo tuvieron lugar los enfrentamientos más crueles y más intensos del catolicismo romano con la Reforma alemana, la romana y la anglosajona, y siempre tuvo muchos enemigos esparcidos por todo el mundo que, como era corriente en su tiempo, no siempre luchaban con las armas más limpias.

En efecto, Felipe II fue un trágico personaje sin precedentes. Pero los dramas sufridos a lo largo de su vida, no nos explican esencialmente sus años de juventud. No tenemos más remedio que aceptar la idea de que era un lastre heredado. Su melancólica seriedad comienza ya en la pubertad. Ni de muchacho adolescente, ni de joven desposado conoció lo que era una juventud bulliciosa, la diversión o el entretenimiento. En tiempos de Carlos V, el jocoso Barón de Montfalconet se permitía, siempre que fuera oportuno, hacer chistes rápidos y mordaces. En las dependencias de palacio era frecuente escuchar las risotadas o alegres carcajadas de los cortesanos y, a veces, llegaba incluso a esbozarse y hacerse visible una sonrisa, en el grave rostro del emperador. Sin embargo, no así en Felipe en sus años de juventud y, desde luego, menos aún siendo mayor. Nadie osaba alzar la voz en su presencia, ni chancearse con ánimo de alegrar un poco aquel ambiente tan frío y severo, como de campana de cristal. Baltasar Porreño decía: «Al rey Filipo de Macedonia nadie consiguió hacerle reír; lo mismo puede decirse de nuestro gran Felipe, a quien nadie le vio reír»[96]. A los dieciocho años, la muerte le arrebató a su joven esposa; Felipe se recluyó en la soledad de un convento sin querer asistir a su entierro, ni ocuparse de los asuntos de gobierno, y sin permitir que nadie se le acercara. El Escorial tuvo su origen en los planes e ideas de un Felipe II a los treinta años de edad, y en esa magnífica obra de arte muchos han creído ver cómo tomaba cuerpo en la piedra, además de sus melancólicos deseos de un retiro en solitario, un íntimo menosprecio por el mundo.

Además de su inequívoca tendencia a la melancolía, Felipe II también había heredado de la reina Juana y de Carlos V, la misma predisposición a la abulia que ellos habían padecido. Cuando en septiembre de 1577, Filippo Sega, nuncio apostólico de Su Santidad, enérgicamente le encareció por encargo del Papa Gregorio XIII, que se decidiera de una vez a luchar con las armas contra Inglaterra, Felipe con mucha parsimonia le explicó por qué no podía tomar una decisión con tanta rapidez; necesitaba reflexionar y consultarlo. Ci voleva pensare, discorrere e conferire, comentaba Sega al Papa[97]. Y aquel «voleva pensare, discorrere e conferire», era la forma habitual de proceder de Felipe II antes de cualquier decisión, grande o pequeña. Sus dudas rayaban en los límites de la abulia; su incapacidad para hacer un último esfuerzo y tomar una firme y rápida decisión era, sin duda, su principal defecto, pues cuando ya finalmente se decidía, casi siempre era demasiado tarde. En octubre de 1565, Tomás Perenot se lamentaba en una carta a su hermano, el cardenal Granvelles, entonces en Bruselas: «Aquí todo se deja para mañana o pasado mañana. El principal acuerdo que siempre tomamos es el de seguir en la indecisión»[98]. No sabemos si el cardenal no le creyó o si le pareció imposible, pero el caso es que diez años después, consternado, pudo comprobar con sus propios ojos que aquella abúlica tardanza había ido anegándolo todo como una viscosa ola de cieno, que ahora estaba sofocando y causando enormes estragos al Estado. Estremece la lectura de lo que en septiembre de 1584 escribiera desde Madrid a Bruselas a Juan Idiáquez, con qué crudeza y resignación aceptaba y reflejaba el mal hereditario de los Habsburgo españoles: «La forma de proceder aquí me asusta. Estoy cansado de ver siempre lo mismo y mi más íntimo deseo sería poder arrojarlo todo lejos de mí, para no ser yo también culpable de la catástrofe que se avecina y no hundirme con todos en el abismo»[99]. Carlos V necesitaba un impulso violento que viniera de fuera, para convertir sus dudas en determinación y después perseguir su fin con ejemplar tenacidad. Del mismo modo, Felipe II, en contrapartida a su eterno negativismo, aplicaba un rigor inflexible a la decisión una vez tomada. Pero el cambio se hacía de modo diferente; independientemente de causas extrínsecas o de impulsos violentos, más bien se debía a un proceso cerebral interno. Esa cabezonería, complemento y compensación de la abulia, en el caso de Felipe II también era una especie de negativismo, como aquel rasgo característico y permanente de la desventurada doña Juana, al menos cuando aún no tenía demasiado perturbadas sus facultades mentales. En su nieto se manifiesta en un ejemplo típico e inconfundible. Cuando después de una primera y violenta actuación de Alba en los Países Bajos, el emperador Maximiliano II interpelara a Felipe aconsejándole que moderase aquello un poco, Felipe II reaccionó fríamente con una respuesta tajante, diciéndole que prefería jugarse no sólo los Países Bajos, sino todos sus territorios, antes que dejarse decir cómo habría de comportarse con sus súbditos[100]. Fue la respuesta verbal al hermano del emperador, porque a Maximiliano se la envió por escrito, añadiendo que no pensaba cambiar su sistema, «aun cuando el mundo se me cayera encima»[101]. Esta rotunda negativa, ¿no parece un lejano eco de aquel continuo «no» de doña Juana la Loca?

Pero en realidad, la porción de buena salud recibida en la sangre habsburga y borgoñona predominó siempre sobre la enferma, tanto en Carlos V como en Felipe II. Si bien es cierto que en ambos se dieron signos, esporádicos pero infalibles, de cierta propensión a la epilepsia[102]. Pero el mal psíquico que los dos heredaran de doña Juana la Loca, siempre estuvo oculto o bien disimulado; la debilidad psíquica estaba bien compensaba por la fuerza física, vivacidad y resistencia que los dos tenían, al menos en sus florecientes años de juventud. Aquel germen de enfermedad mental no llegó a proliferar nunca, ni siquiera cuando sus cuerpos físicos estaban ya medio consumidos, agotados y minados por la gota; la inquebrantable resistencia de la naturaleza de un cuerpo sano, como el de ambos personajes, impidió su desarrollo a pesar de que, por lo general, los hijos y nietos de matrimonios de consanguinidad pueden nacer condicionados por algunas degeneraciones.

Estas dos semblanzas de Carlos V y Felipe II son por supuesto incompletas. No podía ser de otra manera. Nosotros no nos proponíamos reflejar su entera personalidad. Solamente queríamos poner de relieve los rasgos característicos más relevantes que, por línea directa, ambos habían recibido y heredado de doña Juana la Loca.