Tres meses después de la marcha del rey Carlos a Alemania, el movimiento sedicioso se extendió rápidamente por todo el reino de Castilla, a excepción de algunas ciudades —como Sevilla, Córdoba, Salamanca y Logroño—, y estableció un nuevo gobierno con sede en Ávila, llamado la Junta Santa y donde estaban representadas todas las Cortes. El administrador Adriano de Utrecht y su equipo fueron destituidos y una pequeña mesnada que les ayudaba también fue disuelta. Seguidamente proclamaron a doña Juana, siempre cautiva en Tordesillas, única y legítima soberana suya y, a continuación, comenzó un exhaustivo acoso a la reina, con rogativas y amenazas, para convencerla de que hiciera valer todos sus derechos. Bastaba con firmar un documento, para que Vuestro reinado hubiera dado fin, escribía el afligido y destituido Adriano al emperador ausente. Pero, por suerte para Carlos, la reina Juana no movió un dedo. También concurría una segunda circunstancia muy ventajosa para Carlos. Buena parte de la nobleza aún no había decidido tomar cartas en el asunto, situación ésta que los consejeros de la Corona aprovecharon para montar su plan de defensa. Lo que empezara siendo una lucha contra el rey, acabó siendo una lucha entre las diversas Cortes, y Carlos sacó provecho de aquella situación y, haciendo un llamamiento a la caballerosidad y lealtad de la nobleza, nombró Condestable y Almirante de Castilla para gobernar junto a Adriano, a dos de sus más apreciados nobles[75]. Y con esto, les ganó la partida. Entretanto, los comuneros ya se habían convencido de la incapacidad para gobernar de la reina y dejaron de reclamar la destitución de Carlos; cambiaron de táctica y presentaron un memorándum al rey, exigiéndole una serie de valientes reformas necesarias, de índole política, social y económica. En su opinión, dichas reformas eran indispensables para que las aguas revueltas volvieran a su cauce. No olvidemos que esta actitud de los comuneros sólo era mudar su carácter de revolución en un intento democrático de pedir ayuda. Las ideas no eran nuevas, ni revolucionarias. Estaban inspiradas en los anteriores privilegios y prerrogativas a provincias y comunidades singulares del medievo. Ni siquiera eran estrictamente españolas; en Flandes, los ciudadanos de Holanda, Zelanda y Frisia también gozaban, a partir de 1479, de un derecho otorgado por María de Borgoña: refuser l’obéissance au prince, s’il enfreignait les franchises des sujets[76].
Cuando la nobleza fue invitada a tomar partido por el rey, la lucha abierta se hizo inevitable. Después de varias escaramuzas en diversos puntos del país, el 23 de abril de 1521 tuvo lugar una gran y definitiva batalla en los campos de Villalar, cerca de Toro. Bastaron dos o tres ataques para que el grueso de las tropas de los comuneros fuera derrotado; sus capitanes fueron hechos prisioneros y luego decapitados. Sin aquel respaldo de las fuerzas militares, el resto de los sublevados paulatinamente se fue disolviendo.
Después de lo acontecido, Carlos regresó a España, apareciendo a los ojos de todos sus súbditos como la única persona capaz de instaurar el orden y la justicia en un país con sus pueblos enfrentados. Carlos volvía no sólo como rey, volvía siendo rey y emperador y acompañado de 3.000 landsquenetes alemanes y un espléndido cuerpo de artillería a sus órdenes. Evidentemente Carlos podía ser árbitro en un asunto que no le afectaba directamente, pero era manifiesto que por su nueva condición tenía poder suficiente no sólo para juzgar, sino para llevar las cosas a feliz término. Carlos no era un hombre cruel, pero creyó necesario, para entonces y para el futuro, proceder a un castigo ejemplar. El partido de los nobles le sugirió tuviera clemencia y otorgara una amnistía general. Y Carlos accedió. Pero sólo hasta cierto punto, porque concedió una amnistía general a excepción de 290 hombres sublevados que consideró culpables, 20 de los cuales fueron ajusticiados y el resto fueron desterrados y sus bienes confiscados.
Aquella sublevación de los comuneros había sido provocada por un cúmulo de cosas: por la corrupción en la elección del emperador, porque la administración del país estaba en manos de los extranjeros, por el gasto excesivo a causa de las costumbres cortesanas borgoñonas y por las múltiples veces que el rey había faltado a la palabra dada. Pero no porque tuvieran voluntad de derrocar la monarquía e implantar una república. Los comuneros sólo querían evitar el absolutismo monárquico y encauzar las cosas por la vía constitucional y establecer nuevas reformas que ellos creían imprescindibles. Pero el resultado que obtuvieron fue exactamente lo contrario a lo deseado. López de Gómara[77], un hombre de la época, escribía: «Ellos creían reducir así al rey; sin embargo, el poder del rey aumentó significativamente en comparación con el que había gozado hasta entonces». Ésta fue la razón de que la victoria de Villalar fuera tan decisiva y marcara un hito en la historia de España. De forma violenta pero definitiva, sirvió para que el reinado de los Habsburgo se consolidara en España. Así acabó aquel interregno iniciado después de la muerte de la reina Isabel la Católica. Así acabó también aquel lamentable pseudorreinado de la desventurada reina Juana. Y ciertamente acabó y para siempre, el poder de los representantes del pueblo ante la Corona. A partir de entonces sólo servía como compensación contra la nobleza. En Villalar quedaron definitivamente separadas aquellas dos fuerzas, porque desgraciadamente nadie conocía todavía el enorme valor que tienen cuando van unidas. A partir de entonces, han sido siempre dos polos en contraposición manipulados por el poder del gobierno según su conveniencia. Felipe II recibió de su padre este principio e indudablemente supo utilizarlo con gran sabiduría. Carlos V aprendió mucho de aquella batalla de Villalar. Hombre recto y honrado como era en lo más profundo de su corazón, no se conformó sólo con recibir y quiso también dar. Su educación borgoñona le había influido mucho en las ideas y costumbres de sus primeros años de príncipe y de rey; ahora, siendo emperador, se inclinaba mucho más por un proceso de hispanización. En buena parte aquello podía deberse, qué duda cabe, a que cinco años después de Villalar, Carlos contrajo matrimonio con la princesa hispano portuguesa Isabel y que, a su debido tiempo, su hijo Felipe heredero del trono naciera en Valladolid. Por lo que sabemos, podemos deducir que el memorándum presentado por los comuneros debió de acelerar la boda del emperador celebrada en el año 1525, para asegurar cuanto antes su sucesión. Las Cortes reunidas en Toledo en 1525, sugirieron al emperador contraer matrimonio con su prima Isabel, hermana del rey de Portugal. La princesa Isabel era mitad española y mitad lusitana de origen y de corazón, y mucho más indicada para Carlos que otras princesas pretendientes de familia y origen extranjeros. Y Carlos tuvo además en cuenta otras dos consideraciones: una, que Isabel aportaba en su dote medio millón de ducados y la otra, que siendo hispánica sería más fácil dejarla al gobierno del país durante sus ausencias. A pesar de que todo esto había sido concertado y era un matrimonio de estado, por conveniencia, este matrimonio fue bendecido con el raro don del amor y de la felicidad. Isabel era un muchacha sumamente agraciada, buena, discreta, modelo de esposa y madre, era «una de aquellas mujeres propias para casada»[78], según el juicio de todos los que la conocían. La boda tuvo lugar en Sevilla el 11 de marzo de 1526 y, durante su luna de miel y los siguientes meses, vivieron en Granada. El joven emperador había mandado construir, sobre una colina de la Alhambra, un magnífico palacio de estilo italiano para su esposa Isabel. Este palacio, aún hoy sin acabar, nunca llegó a ser habitado.
La ausencia del emperador de una parte y los continuos desórdenes producidos por las múltiples insurrecciones de otra, apagaron los deseos de los flamencos de permanecer en España. Cuando Carlos V regresara de su viaje, algunos ya se habían ido. En el círculo más íntimo de cortesanos del emperador el número de españoles aumentaba. Cobos fue nombrado su secretario particular y Figueroa, Idiáquez, Juan Manrique y Luis Quijada se contaban también entre sus colaboradores más directos. Sus mejores generales eran dos españoles, Antonio de Leiva y el Duque de Alba. Sus confesores, también eran españoles, Loaysa, Quintana y los dos Soto. Y seguramente, el orgullo nacional de los españoles también contribuyó a estrechar fuertes lazos de unión entre Carlos V y sus súbditos; el creciente poder del Imperio resplandecía allende las fronteras pirenaicas. Que su rey y emperador fuera al mismo tiempo la cabeza universal de la cristiandad, evidentemente hacía vibrar de emoción los corazones del pueblo español. Carlos V demostraba de año en año, ser un emperador avezado en las artes bélicas; esto a los ojos de sus súbditos no menos aguerridos, suponía también un valor añadido. Bajo el mando y las banderas de Carlos V, las tropas españolas cosecharon muchas glorias y victorias en Alemania, Francia, Italia e incluso África. Eran casi siempre guerras contra un enemigo infiel o hereje y eso mismo motivaba más aún si cabe el entusiasmo y enardecimiento de soldados y capitanes. El incipiente luteranismo era una constante amenaza que se extendía sobre la faz de la tierra y el emperador recibió continuos requerimientos de auxilio y ayuda para exterminar esa herejía en Europa[79].
Su firme y decidida ayuda en pro del catolicismo y contra la Reforma, su aprobación a la Inquisición, el efusivo interés por el Concilio de Trento, en una palabra, toda su política de contrarreforma estaba inspirada en el modo de sentir y en las tendencias de los españoles, hasta tratar hacer de España el núcleo central de un dominio europeo, encarnado en la persona de su hijo. Cuando le llegó el momento, Carlos V no eligió el país que le viera nacer y crecer, para retirarse a esperar el crepúsculo de su vida. El emperador eligió España; quiso acabar sus días en España, quiso morir y ser enterrado en España.
Evidentemente, el radical cambio de actitud y de planteamientos a partir de la batalla de Villalar, ni fue repentino ni tampoco fue llevado a cabo de forma esquemática. El extranjero Gattinara por ejemplo, fue nombrado gran Canciller en 1518 y permaneció en el cargo hasta su muerte acaecida en 1530; Gattinara se había hecho imprescindible para la política del gobierno del Imperio. Pero a las órdenes de Gattinara había dos españoles en calidad de consejeros del rey, Fernando de la Vega y Hugo de Moncada, con otros cuatro flamencos y un saboyano: el gentilhombre de cámara Conde Enrique de Nassau; el caballerizo mayor Carlos de Lannoy; el gentilhombre Adriano de Croy, Conde de Roeux; Carlos de Poupet, señor de la Chaulx, y el saboyano Bresse, preceptor mayor de la Corte. Tras la muerte de Gattinara hubo que introducir algún pequeño cambio y el círculo de los más próximos al emperador estaba formado por los españoles Cobos y García de Padilla, el borgoñón Nicolás Perrenot, señor de Granvelle, y el antes mencionado Enrique de Nassau. Por lo tanto, no se puede afirmar que el nuevo giro que habían tomado las cosas se debiera fundamentalmente a Villalar, era algo mucho más profundo e interno. Pero Carlos V nunca llegó a ser un español de pura raza como su hijo Felipe II, y tal vez se debiera a que el emperador era en su fuero interno tan universal como en sus ideas políticas y en su concepto del Imperio. Pero esto requiere un poco más de explicación.
Acabamos de mencionar al canciller Gattinara. En los primeros diez años del imperio de Carlos V, Gattinara supo llevar con mano firme y segura las riendas de la política de un imperio acabado de nacer. En su persona se reunían —y llevaba sobre sus hombros— todo el peso de sus varios cargos de consejero, de relaciones diplomáticas con otros países, y de trabajo en la Cancillería. Pero Gattinara, no sólo realizaba su trabajo con extraordinaria energía, sino que además era capaz de ir pergeñando algo aún mejor para su señor. Gattinara vivía y trabajaba con una sola idea: una única monarquía universal. En un escrito suyo del año 1522, dando su opinión acerca del emperador, Gattinara plenamente convencido explicaba que Carlos era: le plus grand prince des chrétiens et mesme celuy que j’avoye toujours tenu et tiens debvoir estre le monarque du monde[80]. Esta idea fue también apoyada y reforzada por dos viejos conocidos nuestros: el Señor de Bresse y Adriano de Croy, Conde de Roeulx, ambos procedentes, como recordaremos, de la Corte de Bruselas. Según Contarini, embajador de Venecia, estos dos hombres eran junto a Gattinara las cabezas que dirigían el partido que incitaba al emperador a luchar por una sola monarquía universal[81]. Durante sus primeros diez años de gobierno, Carlos V, estimulado y guiado siempre por Gattinara, se fue familiarizando con aquella idea de imperio. Era la idea de universalidad propia del medievo, cuyo máximo ideal consistía en la unidad política y espiritual únicamente sometidas al Emperador y al Papa. Sus fundamentos morales se basaban en la seguridad de ser una misión divina, en el firme convencimiento de que se trataba de la voluntad y manifiesta providencia de Dios, que el emperador uniera, gobernara y protegiera a todos los cristianos. Y esta convicción se veía reforzada también por otros fuertes. Cuando en el Consistorio del 6 de julio de 1530 fue leído el informe del legado pontificio, sobre el entusiasmo y los esfuerzos de Carlos V en favor del Concilio, los cardenales no pudieron contenerse y exclamaron al unísono: «El emperador Carlos es el ángel enviado del Cielo para salvar a la cristiandad». Y aquel mismo día así se lo escribía García de Loaysa, su antiguo confesor, entonces en Roma. Aquellas cartas que entonces le escribiera Loaysa, son una clara demostración de cómo se inculcaba la idea de una missio divina al emperador[82]. Pero aquel alto fin de Carlos V se vino abajo con la instauración de los estados nacionales y las iglesias nacionales reformadas. Y con eso también daba fin la gran obra de su vida.
Tanto los indignos pactos de Francia con los otomanos —enemigos seculares de la cristiandad—, como la poca visión de algún Papa y la pérfida traición de un príncipe alemán (Mauricio de Sajonia), precipitaron un cambio que fue radical y decisivo en muchos sentidos, pero que no modificaba ni la causa intrínseca, ni los resultados finales. La política dinástica de Carlos V no era incompatible con su política universalista, más bien manifestaba ser consecuencia de ella. El imperio incrementó su poder gracias no sólo a los turcos, sino a Francia e Inglaterra y también le sirvió para conseguir otro fin aún más relevante. Lo que Erich Brandenburg dijera de que, «su política (de Carlos) dinástica le llevó a una guerra con Francia durante varias décadas cuando, según su concepto de universalismo, más bien debería haber reunido todas las fuerzas católicas para luchar contra los turcos y los herejes»[83], no era del todo cierto. Y no era del todo cierto porque, precisamente, Carlos nunca buscó ni fue causante o detonante de una guerra con Francia; aquellas guerras eran una ineludible herencia recibida de su abuelo Maximiliano.
Durante sus treinta y cuatro años de gobierno en España, Carlos V no tuvo que enfrentarse a graves dificultades, es decir, no tuvo grandes obstáculos que vencer desde su victoria de Villalar, hasta su solemne abdicación en Bruselas. Los españoles se adaptaron a aquellas nuevas orientaciones con orgullo y resignación al mismo tiempo. Con orgullo, porque veían a su emperador llamado a ser pastor y guía de toda la cristiandad de Occidente; con resignación, porque eso conllevaba cargos y cargas. Tan honroso cometido suponía enviar más soldados a los escenarios de guerra en el extranjero, significaba cubrir los gastos económicos y sufrir todos los inconvenientes de la continua ausencia de su soberano. Carlos V tuvo que ausentarse mucho tiempo de España, nada menos que cinco veces, y dejar cada vez un —digamos— representante, haciendo sus veces. Su ausencia más corta fue de nueve meses y la más larga de catorce años; en total, estuvo ausente veintitrés años, gobernando España a distancia. La reconfortante convicción cada vez más firme y consistente, de un imperialismo protector y del próximo dominio universal además del honor de estar luchando por la fe de nuestros padres, fueron las ideas que a duras penas y al menos transitoriamente mantuvieron en pie a un país que veía quebrantado su buen orden y su bastante maltrecha unidad. En todas partes había falta de gobierno y de administración de la justicia, descuido de la hacienda pública, pérdidas en agricultura, industria y comercio. Las diligentes Cortes reunidas en sesión trabajaban implacables, haciendo tanto en lo grande como en lo pequeño, todas las indicaciones pertinentes en cuestiones de gobierno. Se tomaron su responsabilidad tan en serio que, velando por la moral y la salud pública, consideraron necesario decretar ciertas prohibiciones como, por ejemplo, la de las lecturas de baja estofa, entre otras, la de libros de caballería que tuvieran el impacto de Amadís de Gaula o similares. Su rey y emperador acallaba tanto sufrimiento y malestar con buenas palabras, pero sin comprometerse a nada; más bien les recordaba la relevancia de sus objetivos en Europa, requiriendo de ellos fuertes sumas de dinero, tan necesario para poder seguir sus contiendas en tierras lejanas.
Así que, durante aquellos años de gobierno de Carlos V, España sólo era una lejana provincia más de su multiforme imperio; eso, a pesar del inmenso poder de su egregio soberano y a pesar de la enorme relevancia ya alcanzada en Europa, sobre todo después de la conquista de México por Hernán Cortés y la del Perú por Francisco Pizarro. Pero también habría que decir, que la unificación de los dos reinos de Castilla y Aragón en un solo rey, hizo que la tan deseada centralización del país, arraigara definitivamente. Aquella peculiaridad que hubo antaño, de una unidad de matrimonio, de principios y de disposiciones pero bipersonal, no daba buenos resultados, pues en realidad, Castilla sólo era gobernaba por Isabel mientras que Aragón sólo era gobernado por Fernando. O sea que esa situación impidió una auténtica centralización y además fue causa de una gran discordia después de la muerte de la reina Isabel. Al unificarse el país en una sola persona, aquel inconveniente desaparecía radicalmente. Es más, Castilla a partir de entonces se constituyó en la madre patria, núcleo central del territorio ibérico y sede permanente de la familia real, la Corte y el gobierno. Castilla tomó las riendas implícitamente y de forma definitiva; es un polo magnético que mantiene firmemente unidos a los restantes pueblos hispánicos. Desde entonces, decir Castilla es decir España, y el resto pasa a ser una simple provincia o dominio, como Milán o Nápoles, con un virrey a la cabeza. El castellano dejó de ser dialecto y pasó a ser la lengua literaria del país hasta nuestros días; hablar castellano significa lo mismo que hablar español, y ambas formas se utilizan indistintamente.
Considerado con más detenimiento y rigor, es cierto que Carlos V estaba preocupado por sus ideas imperialistas y muy afanado en las obligaciones propias del gobierno de un tan poderoso Imperio. Sus continuas campañas bélicas en África, Italia y Alemania, le impidieron hacer gran cosa por España. Para entendernos, digamos que no pudo continuar la colosal empresa iniciada por Isabel y Fernando, no pudo ocuparse de su continuación ni tampoco de su futura extensión. Resulta curiosa la coincidencia de que el abandono de los asuntos e intereses puramente españoles, fuera precisamente a partir de la muerte de doña Juana la Loca. El año 1555 fue un año decisivo. No sólo porque aconteciera la muerte de la desventurada reina. Ese año fue también testigo de la primera abdicación de Carlos V y de la toma de posesión del trono del joven Felipe. España dejaba así el pesado lastre del Imperio; ahora tenía un nuevo rey que sólo vivía para su país y para su pueblo. El pseudorreinado de la reina enferma se había extinguido y con él, toda su época. Felipe II se puso manos a la obra en el mismo punto en el que las frías manos de Isabel la Católica la habían dejado. Aquí y ahora comienza el siglo de oro de España.