Los flamencos eran muy gesteros y de complicadas costumbres cortesanas, orgullosos y dados a la bebida, y más que huéspedes se sentían conquistadores y su indumentaria, sus maneras y sus dichos podían herir profundamente los sentimientos de los españoles de recio carácter castellano, arrogantes y muy reservados. Según su procedencia borgoñona, los flamencos se dividían en dos grupos muy diferentes: los robes courtes y los robes longues. La túnica corta era vestida por nobles, por caballeros con espada, y era utilizada por los príncipes de sangre real hasta los caballeros del Toisón de Oro; mientras que las túnicas o capas largas eran prendas más apropiadas de funcionarios y juristas. De ellos procede un nuevo oficio de funcionariado: el funcionario de gobierno por nombramiento y remunerado. Unos formaban el cuerpo del gobierno y de la Corte y los otros su espíritu; los primeros eran la representación exterior y los segundos el gobierno interior; o dicho de otra manera, los primeros eran la mano izquierda y los segundos la mano derecha del soberano. Los de túnica larga influían mucho más que los otros en las decisiones relevantes, cosa fácil de comprender; dominaban las lenguas, sobre todo la latina, eran conocedores del derecho y de las leyes, y estaban al corriente de los secretos de los tratados de Estado. Un testigo presencial[69] de la época inicial del gobierno de Carlos en España, nos ha dejado una descripción muy precisa sobre el modo y el alcance de su actividad. En las sesiones del Concejo el monarca ocupaba el trono sobre un estrado; en las gradas se sentaban, a su derecha el tesorero mayor, Señor de Chièvres, y a su izquierda, el gran Canciller Le Sauvage; el resto de los concejales se colocaban en semicírculo. Tan pronto como uno de ellos o algún embajador presente, acababa su discurso, los dos dignatarios antes mencionados se acercaban al soberano para cuchichearle algo al oído, supuestamente para preguntarle su opinión y sus deseos al respecto, pero lo que realmente hacían era sugerirle la mejor respuesta. Lo hacían con tanta discreción y compenetración que nunca se sabía cuál de los dos tenía más responsabilidades. En los documentos de la diplomacia de aquella época, a los dos se les cita simplemente como les régents, y el propio Chièvres escribía a un procurador español: Le chancelier et moi nous ne faisons qu’une seule personne[70].
El rey Carlos era efectivamente una simple marioneta en sus manos y ellos ni siquiera tuvieron el pundonor de ocultar que eran los hilos que la movían. No obstante y bien a su pesar, los españoles lo percibieron desde el primer momento. El gran Canciller Le Sauvage prosperó enseguida negociando altos cargos y puestos de relevancia[71]. El señor de Chièvres, tesorero mayor, también obtuvo un segundo nombramiento para administrar la Hacienda de Castilla y, además, que su sobrino Guillermo de Croy, joven de sólo dieciséis años, después de la muerte del cardenal Cisneros recibiera la sede arzobispal de Toledo, primado de España, orgullo y máximo deseo de toda la jerarquía española. Incluso dirigieron al leal y siempre fiel cardenal Cisneros un escrito, seguramente de inspiración flamenca, para escuetamente comunicarle la gratitud de Carlos por sus méritos y servicios y, si no había nada que objetar, sus servicios habían dejado de ser necesarios; a su edad, era llegada la hora de retirarse de los asuntos de gobierno[72]. Adriano de Utrecht preceptor del joven Carlos, fue nombrado obispo de Tortosa. Spinelly también pensó en la posibilidad de conseguir una prebenda episcopal española para su compatriota, el cardenal Wolsey[73]. El malestar de los españoles ante aquellas actuaciones y sus relaciones con aquellos extranjeros no podían ser peores de lo que eran. Los unos pecaban de vanidad e impertinente arrogancia, y los otros de orgullo herido y crispación. En cierta ocasión, por citar un ejemplo, el conde de Benavente se vio obligado a esperar, antes de ser recibido en audiencia por el gran Canciller, durante largo tiempo y, en venganza por aquel desprecio, al marcharse propinó una paliza a uno de sus engreídos lacayos. En Valladolid, sede del gobierno, el malestar había llegado tan lejos que el clero español prohibió la entrada de extranjeros en las iglesias. Y mientras tanto, el joven monarca seguía tan influenciado por sus consejeros y preceptores, que no se enteraba de los graves inconvenientes de aquel sistema. Chièvres solamente le había educado para gobernar un nuevo y rejuvenecido reino borgoñón en el futuro. Carlos sabía que, después de la muerte de Fernando, Alonso Manrique había escrito al cardenal Cisneros algo sobre España y los españoles, pero había escrito poco y además era falso[74]. Por otra parte, su conocimiento de la lengua española era todavía escaso; en sus audiencias requería siempre la asistencia de un traductor y eso era para los españoles —sobre todo para los castellanos— un ultraje, un menosprecio.
Las cosas iban de mal en peor. Una de las consecuencias más graves de aquella falta de entendimiento fue la insubordinada conducta por parte de todas las Cortes. Las de Castilla condicionaron su reconocimiento al rey a un riguroso requisito: en lo sucesivo, los altos cargos no estarían ocupados por los extranjeros. El portavoz de las Cortes fue víctima de una insólita y violenta escena con Le Sauvage, que llegó a amenazarle con la expropiación de todos sus bienes e incluso con la pena de muerte; pero no sirvió de nada, porque el representante del pueblo se mantuvo firme en sus condiciones hasta que, finalmente, el rey Carlos cedió en aquella condición. Esto tuvo lugar en la primavera de 1528. Sólo pocos meses después, en el mes de julio, moría Le Sauvage víctima de la peste, pero a pesar de lo prometido, su sucesor en la Cancillería fue otro extranjero, el piamontés Mercurio Gattinara. Otras Cortes, las de Aragón, exigieron que Carlos les mostrara la autorización de su madre para gobernar o el reconocimiento de incapacidad de la reina Juana. Ambas cosas eran harto humillantes para el rey, al tiempo que muy difíciles de llevar a cabo, dadas las circunstancias. Se necesitaron varias semanas de agitados debates antes de lograr que aceptaran al rey Carlos como legítimo soberano junto a su madre, doña Juana. Las de Valencia se negaron a reconocerle como soberano, porque Carlos les había enviado un ministro plenipotenciario en vez de ir él personalmente. También los catalanes tardaron veinte días en decidirse a jurar fidelidad al rey. Y finalmente, las Cortes de Castilla solicitaron volver a reunirse en Santiago poco antes de que Carlos embarcara rumbo a Alemania, para renovar la promesa hecha de que los extranjeros no volverían a ser nombrados para ocupar altos cargos de responsabilidad; y así se hizo…, pero muy poco después, el rey nombraba administrador del reino durante su ausencia, al holandés Adriano de Utrecht. Después de la muerte de Maximiliano I, la elección de Carlos como emperador se obtuvo con facilidad merced a la corruptibilidad de los electores, que buscaban evitar la rivalidad de Francisco I de Francia; esto aumentó aún más la indignación de los españoles. Aquello era una prueba evidente para ellos, de que el rey siempre incumpliría sus promesas y dejaría el gobierno del país al libre arbitrio de los forasteros. El 19 de mayo de 1520, mientras el rey se dirigía hacia Aquisgrán para recibir la corona de emperador, en Toledo estallaba una sublevación llamada de los comuneros, en cuyos ríos de sangre podían acabar ahogados los últimos restos de orden y de unidad, que el venturoso cetro de Isabel la Católica había logrado conquistar.