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El 9 de septiembre de 1517, Carlos embarcaba en Flandes rumbo a España. La despedida en Gante no fue fácil. Los generales de todos sus estados se reunieron con él una última vez; en su nombre, el gran Canciller les había hecho saber lo mucho que sentía tener que dejar el país que le viera nacer y crecer, y lo difícil que le resultaba tener que separarse de sus amados súbditos; aunque les dejara, allí con ellos quedaba su corazón. El portavoz a duras penas podía disimular sus sentimientos tosiendo, escupiendo y sonándose las narices; y cuando de forma inesperada el joven soberano improvisó unas breves y entrecortadas palabras de despedida y agradecimiento, prometiendo su regreso en cuanto sus obligaciones se lo permitieran, los corpulentos flamencos no pudieron resistir más, bajaron la guardia y derramaron copiosas y emocionadas lágrimas[65].

Esto, a primera vista podría parecer de escaso interés y, sin embargo, es muy significativo, pues nos muestra el estrecho nexo de unión de Carlos con su país de origen y su pueblo y, por tanto, también nos ayuda a comprender mejor cuán extraño y difícil debió resultarle todo lo que concernía a España. Aquellos lazos espirituales con el pueblo flamenco volvieron a manifestarse, casi cuarenta años después, en Bruselas, en la ceremonia de su abdicación.

La flota real constaba por aquel entonces de unas 40 naves con cerca de 400 hombres; viajaban —entre otros muchos— más de 50 chambelanes, 100 escanciadores, 30 caballerizos, 12 ayudas de cámara y 16 pajes, era el mínimo personal necesario para el servicio directo al joven soberano. La galera real tenía pinturas en las velas. En la mayor, se veía a Cristo crucificado, la Virgen y San Juan flanqueados por las dos columnas de Hércules y coronados por la divisa Plus oultre[66]. Era la primera ocasión para que este lema, expresamente pensado para el rey Carlos I por el milanés Luis Marliani, su médico de cámara, pudiera ondear por los mares oceánicos. En otra de las velas ondeaba la Santísima Trinidad; en otra la Virgen con el Niño; o Santiago Apóstol, patrón de España; o San Cristóbal, auxilio de navegantes; o las armas de Castilla y Aragón. La travesía se hizo no sin ciertas dificultades. En la segunda o tercera noche, se declaró un incendio debido a un descuido; el fuego prendió en un galeón que llevaba los caballos de las caballerizas reales con sus provisiones de heno y paja. La catástrofe fue aún mayor al explotar algunos de los toneles cargados de municiones. A partir de ese momento, el estrépito de los estallidos de las municiones y las explosiones de la pólvora, ahogaba los angustiosos gritos de los hombres y los desgarradores relinchos de los caballos, que se abrasaban a bordo o se ahogaban en el mar. Al rayar el alba no quedaba rastro de cerca de 150 hombres de la tripulación y una docena de meretrices que les acompañaban, ni de al menos cien espléndidos caballos. Pero el cronista también dejó constancia de otros hechos felices y de otras impresiones muy diferentes. Cuenta el cronista que en la costa de Flandes el mar era gris verdoso y poco transparente; a partir de Calais, empezó a tener un color verde claro y cristalino, y en pleno océano y hasta las costas del norte de España, sus aguas eran de un azul cada vez más intenso y transparente. Los gráciles saltos de los delfines y varios bancos de peces afanados cual laborioso hormiguero, fueron deleite para los egregios viajeros durante los días soleados. Algo que conmovió profundamente tanto al cronista como a aquellos ilustres personajes, fue la ternura y devoción con que marineros y grumetes españoles cantaban a la Virgen y a sus santos patronos, cánticos de alabanza y rogativas de protección. El séptimo día de la travesía se cruzaron en alta mar con un mercante vizcaíno, que llevaba de Sevilla a Flandes un cargamento de víveres: vino, granadas, naranjas, limones, olivas, higos, uvas. Aquellos hombres saludaron a su joven rey enviando a la nave real un cesto cuajado de los mejores frutos de su patria. Era el primer saludo de bienvenida que recibía el joven monarca de sus nuevos súbditos. Después de doce días de navegación llegaban felizmente a su destino. Pero hemos de reconocer que el primer contacto del rey con su nueva patria fue bastante desalentador. Todo se había previsto para que la escuadra atracara y desembarcara en el amplio y cómodo puerto de la Villa de Laredo, un poco al este de Santander, y allí le habían preparado un gran recibimiento. Mas los pilotos se desorientaron, perdieron el rumbo y cuando arribaron a puerto y echaron anclas no se hallaban en el puerto de Laredo, sino a muchas millas más al oeste, en el asturiano puerto de Villaviciosa.

Los asturianos ignoraban una posible llegada de su joven rey y, nada más divisar la flota, pensaron en una nueva incursión turca o francesa, así que, armados de lanzas, dagas, cuchillos y garrotes esperaron a los extranjeros, decididos a impedir a toda costa su desembarco. De nada sirvieron los gritos de advertencia de los hombres que aún seguían a bordo, y así continuaron hasta que un vigía enviado por los españoles pudo acercarse lo suficiente para distinguir las banderas y armas de Castilla y Aragón. Entonces se pudo deshacer aquel entuerto. Aquellas buenas gentes de Villaviciosa hicieron cuanto pudieron por desagraviar la afrenta; los notables del pueblo recibieron y obsequiaron a sus ilustres visitantes lo mejor que supieron: con pan blanco y un buen vino, bueyes y carneros vivos. Y también celebraron en su honor una corrida de toros. Pero, a pesar de todo ello, la decepción del joven monarca y de sus mal acostumbrados cortesanos flamencos, no podía ser mayor. Los próceres de aquella región eran auténticos hidalgos, los orígenes de su nobleza, anteriores a la Reconquista. Pero esos hombres iban vestidos con toscos jubones de lana y andaban descalzos, se guarecían en pequeñas cabañas y se habían dejado crecer largas y fieras barbas. Sus mujeres también iban desgreñadas, descalzas y, para cubrirse las piernas, en vez de calzar medias usaban bandas de lana. Las viandas eran escasas y de poca calidad. Dormían sobre unos bancos de madera cubiertos de paja, donde pulgas y piojos rebullían felices en su elemento. Así que continuaron enseguida hacia el sur, camino de Valladolid, sede de la Corte española. La flota y su tripulación siguieron viaje por mar hacia el puerto de Laredo. El rey y una parte de su séquito, que él mismo seleccionara, atravesaron pueblos y aldeas abandonados de las manos de Dios: Colunga, Ribadesella, Llanes, Columbres, Treceño, Cabuérniga, Los Tojos y Ampudia eran zonas realmente inhóspitas de los montes asturcántabros. Las paredes que les dieron cobijo en Cabuérniga estaban cubiertas por pieles de oso, pero carecían de mobiliario. En Los Tojos eligieron dormir al aire libre; allí se encontraron con que las cabras, cerdos, caballos, vacas, perros y gatos compartían vivienda con los seres humanos; el hedor era sofocante y todo estaba invadido de pulgas que allí se movían a sus anchas. Pero eso no fue todo. Para mayor asombro de los caballeros flamencos, en Revenga encontraron en su camino a los hombres de las cavernas, gentes que vivían en oquedades y cuevas socavadas en la montaña[67]. Por fin, el día 4 de noviembre llegaron a Tordesillas, donde tuvo lugar la memorable visita a su madre la reina doña Juana que ya conocemos. Y, finalmente, el 18 del mismo mes, hicieron su entrada en Valladolid con una magnificencia y solemnidad dignas de la corte flamenca. La ciudad de Valladolid se engalanó lo mejor que supo para aquella recepción y, si grande era el gentío que esperaba, mayor aún era su entusiasmo. Pero España todavía no conocía la escenificación de semejantes fiestas; precisamente, la exuberante corte flamenca de los Habsburgo fue la que importara a España la pompa y magnificencia de desfiles y cabalgatas y aquel ostentoso alarde de lujo cortesano. Montaron varios arcos de triunfo en cinco o seis lugares diferentes, fabricados con madera y forrados de ricas telas, y engalanaron todos los balcones y galerías con colgaduras de coloridos muy vivos. Barrieron incluso la calzada, lo cual no impidió que, a pesar de tanto esfuerzo, las boñigas del ganado y el barro llegaran hasta las canillas de los caballos. La comitiva estaba formada por varios príncipes, duques, condes, marqueses, barones, y por arzobispos, embajadores y caballeros del Toisón de Oro; también por ayudas de cámara, chambelanes, cancilleres y consejeros; por pajes, heraldos de armas, timbaleros y trompeteros[68], todos ellos desfilando por las principales vías hacia la plaza del mercado, hasta llegar a la iglesia de Nuestra Señora, donde el rey entró primero a orar un rato para después encaminarse a palacio. El joven rey hizo su entrada a la ciudad montado a caballo bajo un palio de brocado de oro y protegido por su armadura de acero, con guardabrazos y grebas como si temiera un secreto atentado; vestía, además, manto de rica seda con los colores gualda, blanco y rojo, cuchillos rojo carmesí y guarnición de piedras preciosas; y llevaba la cabeza cubierta por un bonete de terciopelo negro adornado con vistosas plumas blancas de avestruz. Todos pudieron comprobar con asombro y satisfacción su gran maestría como jinete; después de hacer varios escarceos y piafar soltando espumarajos, su brioso corcel se puso varias veces de manos, las patas delanteras más tiempo al aire que sobre el suelo, tal como relata Vital, pero el joven monarca permaneció inmutable, firme y erguido como una estatua de bronce fundido sobre su silla de montar, con tal apostura y gallardía y tan majestuoso, como nunca se había conocido en un joven muchacho de diecisiete años de edad. La impresión que produjo a los españoles —sobre todo a las españolas— fue muy superior a lo que cabía esperar. Para hacernos una idea, Vital afirma que, si él tuviera tantos ducados como admiradoras tenía el rey, sería el hombre más rico del universo.