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Al final de su larga vida, el estado general de Juana había empeorado en todos los sentidos. En el año 1552 fue visitada en dos ocasiones por un jesuita llamado Francisco de Borja, a instancias del príncipe Felipe conocedor de que, debido a su deplorable estado de salud corporal y espiritual, doña Juana estaba descuidando sus deberes religiosos desde hacía algún tiempo. Borja mantuvo largos coloquios con ella, pero sin conseguir lo que pretendía. Por fin, tras largos esfuerzos, logró persuadirla de que hiciera una confesión general y después le administró la absolución. Sin embargo, poco después de su marcha, Juana volvió a caer en el tedio y la indiferencia religiosa. A la vista de esto, el príncipe Felipe, aconsejado por Francisco de Borja, envió a fray Luis de la Cruz que era nieto de Juan de Velázquez, que en su momento fue nombrado albacea testamentario por la reina Isabel la Católica. Juana confió plenamente en este hombre. Por fin iba a poder descorrer el velo de su alma enferma y confesar lo que durante toda su vida, por temor, había silenciado y ocultado. Y la pobre desgraciada reina dio rienda suelta a todas sus quejas: se quejó de que las damas de su séquito se burlaran de ella cuando cumplía sus devociones piadosas; que escupieran sobre sus imágenes y estampas; que profanaran su pila de agua bendita e interrumpieran al sacerdote que celebraba la Misa quitándole o dándole la vuelta al misal, y siguió lamentándose de otros muchos abusos de esa guisa. Nadie había allí que la protegiera de los gatos salvajes africanos que las damas escondían entre sus refajos; eran los mismos gatos que ya se habían engullido a su madre la reina Isabel y a la infanta de Navarra, e incluso habían logrado morder al rey Fernando, y ahora querían devorarla a ella. Fray Luis no necesitó mucho para llegar a la conclusión de que la reina estaba completamente loca y, en su opinión, era un sacrilegio administrarle el sacramento de la confesión; la reina era tan inocente de pecado y culpa, seguía opinando, que mucho más que ser digna de compasión era digna de tenerle envidia. Y, de inmediato, regresó a su convento[56].

A su enfermedad mental había que añadir que, con el paso de los años, además iba teniendo otras dolencias y limitaciones físicas. A partir de 1551 sufría de una parálisis parcial en una pierna que la obligaba a renquear. Juana no quiso hacer nada por aliviar aquello y seguía sin permitir que la ayudaran y asearan. Después de tanto tiempo en cama y con tanta falta de aseo, el cuerpo se le fue cubriendo de llagas y úlceras purulentas que no consentía que nadie le curara. Llegó a tal estado, que hubo que recurrir a la fuerza para poder cambiarle la ropa, moverla y tratar de curar sus heridas. Todo su cuerpo era una pura llaga. Cuando cauterizaron todas aquellas pústulas, sus desgarradores y terriblemente lastimeros gritos de dolor se dejaron oír incluso fuera de la fortaleza. En sus últimos momentos, poco antes de fallecer, la reina recobró la lucidez mental y una gran luz se hizo en su entendimiento; parecía como si aquella enajenación y todos sus trastornos hubiesen desaparecido para siempre. Pidió confesar de nuevo con el padre Francisco de Borja y que éste le administrara los sacramentos de la comunión y la extremaunción; confesó y recibió la unción de enfermos, no así la comunión, unos persistentes vómitos se lo impidieron. Francisco de Borja había sido llamado al lado de la enferma con bastante antelación y no se apartó de ella un solo momento. Con el crucifijo en la mano, Borja le recitaba el credo y Juana, a pesar de su estropajosa lengua, procuraba repetirlo. En un último esfuerzo para reunir sus fuerzas, Juana exclamó: Jesucristo crucificado, ayúdame. Muy poco después acabaron sus sufrimientos. Era la madrugada de un Viernes Santo, 12 de abril de 1555. La reina doña Juana fallecía a los setenta y cinco años de edad, después de haber vivido cuarenta y seis completamente apartada del mundo, en su retiro de Tordesillas. Bien pudiera decirse que toda su vida había sido un continuo y prolongado viernes santo. Sus restos mortales fueron depositados primeramente en el convento de Santa Clara, en Tordesillas, hasta que en 1574, Felipe II dispusiera su traslado a la Capilla Real de la Catedral de Granada. A partir de entonces, allí descansan junto a los restos de su amado esposo Felipe el Hermoso y a los de sus padres los Reyes Católicos, Isabel y Fernando. El emperador recibió en Bruselas la noticia de la muerte de doña Juana, veintisiete días después. Las honras fúnebres se aplazaron hasta la llegada de Inglaterra de Felipe II, que había expresado su deseo de estar presente, y no pudieron celebrarse hasta el 8 de septiembre en la iglesia de Santa Gúdula. La hermana de Felipe II doña Juana, entonces regente, también mandó celebrar sus funerales con toda pompa y boato en la iglesia de San Benito el Real, en Valladolid. Y Fernando, hermano del emperador, hizo lo propio en la catedral de Augsburgo. Es estremecedor conocer la magnificencia y la solemnidad con que se celebraron estos funerales en varias cortes europeas, y el abandono y la penuria con que dejaron vivir hasta su último suspiro a esta pobre reina.

El castillo de Tordesillas desapareció hace tiempo de la faz de la tierra. El paso de los siglos desde que fuera abandonado, fue haciendo estragos en él hasta que en 1771 quedó definitivamente convertido en ruinas. No quedó piedra sobre piedra, de otro modo, sus ruinas hubieran sido hasta nuestros días un monumento nacional en recuerdo del pasado.