En el otoño de 1517, los dos jóvenes Carlos y Leonor dejaron los Países Bajos para trasladarse a España. Carlos acababa de ser proclamado en Bruselas rey de Castilla y Aragón, cuando sólo contaba diecisiete años de edad, y ahora se trataba de encontrar la forma de que doña Juana aceptara ese nombramiento, pacíficamente. Juana pensaba que su padre vivía y gobernaba el país, ¿cómo pues, convencerla de que era mejor que nombrara rey a su hijo Carlos? Con esta finalidad urdieron una pequeña comedia que Carlos y Leonor deberían representar durante una visita a su madre. El joven rey todavía carecía de voluntad propia y su antiguo preceptor, en aquel momento mayordomo mayor, Chièvres, era quien realmente pensaba y decidía por él. Chièvres mantuvo una primera conversación con Juan de Ávila, confesor de la reina, y con Estrada, su ayuda de cámara, y entre los tres forjaron el plan a seguir. Chièvres sería el primero en saludar a doña Juana; empezaría hablándole de Flandes y a continuación de la próxima visita de sus hijos Carlos y Leonor que ella podría ver en cuanto lo deseara, desde luego, cuanto antes mejor. Y entonces harían su entrada los dos hermanos y, acompañados siempre por Chièvres, se acercarían a saludar a su madre. Un camarero de la reina, Laurent Vital, hombre de incontenible curiosidad muy interesado en presenciar la escena, nos ha dejado constancia de aquel encuentro. Al parecer, tomó un pesado candelabro y trató de iluminar y abrir camino a los jóvenes hasta las dependencias de su madre, pues como sabemos, las habitaciones de doña Juana permanecían siempre a oscuras. Pero Carlos, con cierta brusquedad, le hizo retroceder asegurando no necesitar más luz. En aquella audiencia sólo estuvieron presentes Chièvres, acompañado de dos caballeros flamencos, y dos damas de la reina. Después de hacer su aparición por la puerta y de las tres consabidas reverencias, ambos hermanos se aproximaron a su madre. Juana abrazó a sus hijos y entonces Carlos, que aún no dominaba la lengua española, dijo a su madre en francés «Señora, vuestros obedientes hijos se alegran de encontraros en buen estado de salud: ha tiempo deseábamos haceros rendimiento y prestaros nuestros testimonios de honor, respeto y obediencia». Escuchó la reina estas frases sin dejar de sonreír y, alargando sus manos, tomó una de Leonor y otra de Carlos al tiempo que también en francés les decía: «¿Sois de verdad mis hijos? ¡Cuánto habéis crecido en tan poco tiempo! Puesto que debéis estar cansados de tan largo viaje, bueno será que os retiréis a descansar». Hacía doce años que no se veían y ni a ellos ni a la reina se les ocurrió añadir nada más. La audiencia había terminado. Carlos, muy aliviado de un gran peso, y Leonor se retiraron, haciendo de nuevo las tres grandes inclinaciones de rigor. Pero el astuto Chièvres quería forjar el hierro mientras aún estuviera candente, y se quedó con la reina para hablarle de nuevo de sus hijos: su esmerada educación y buenas maneras, su inteligencia, muy en particular la de su hijo Carlos que, a pesar de sus pocos años, era tan consciente de su responsabilidad que la reina podía depositar en él toda su confianza; tal vez Carlos fuera la persona indicada para ayudarle a llevar sobre sus hombros parte de las pesadas cargas de gobierno, así la soberana podría por fin descansar un poco. ¿Por qué no aprovechar tan buen momento y traspasar a su hijo parte de sus deberes y obligaciones? Además, de ese modo, el joven regente estaría vigilado de cerca y aconsejado siempre por su madre, aprendería de labios de la propia reina la mejor forma de gobernar. Con estos razonamientos y otros argumentos parecidos, el zorro astuto de Chièvres logró persuadir a doña Juana que, finalmente, dijo: «A partir de ahora, mi hijo Carlos gobernará el país en mi nombre».
De todos sus hijos, Juana sólo tenía a su lado a Catalina, su hija más pequeña, de sólo diez años. Catalina era su preferida porque se parecía mucho a su padre en todo, pero muy especialmente en su sonrisa y en su forma de reír. Pero esta pobre criatura había sido condenada a sacrificar su alegría desde su más temprana edad. Vivía bajo la custodia de una madre muy enferma, loca, y su vida era por tanto muy triste, incluso perjudicial para la salud. Su infancia transcurrió en solitario, sin poder salir de aquellas habitaciones contiguas a la estancia de su madre. Su mayor entretenimiento consistía en observar desde alguna ventana a todos los caminantes que pasaban por las cercanías del castillo cuando se dirigían a la cercana iglesia. A veces se distraía llamando a los niños para que se acercaran a jugar al pie de su ventana. Eso era motivo de gran regocijo para la pobre Catalina, y desde la ventana les echaba algunas monedas para animarles a que volvieran. Su única compañía eran dos viejas criadas, pero sus hermanos recién llegados de Flandes, antes de regresar a la corte de Valladolid, le habían prometido que aquello acabaría pronto para ella. En efecto, la infanta doña Leonor fue suficientemente hábil para sacar a su hermana de aquella triste situación. Leonor sabía y recordaba bien que su hermano Fernando también había sufrido un encierro parecido al de Catalina; su abuelo lo raptó de allí y se lo llevó lejos de su madre, y Juana, dos días después de esto, ya no era capaz de recordar nada de lo sucedido. Informado el joven rey Carlos de aquel plan, enseguida dio su consentimiento. Bertrand, uno de los camareros flamencos al servicio de la reina, recibió el honorífico encargo de llevarlo a cabo. Una escolta de nobles se dirigió al pie de los muros de Tordesillas en espera de la pequeña infanta. En el interior del castillo, antes de llegar a la niña había que pasar por las habitaciones de la madre. Bertrand tuvo que abrir un boquete suficientemente grande en el muro del corredor; los gruesos tapices que colgaban para impedir el paso de la luz solar, mitigaron el ruido. A la una de la madrugada entraba Bertrand, en calzas y de puntillas, en la habitación de la infanta. Despertó a su camarera y, después de encarecerle que no gritara, le dijo: «Callad y escuchad el noble encargo que, en nombre de nuestro rey, he de llevar a cabo». Para entonces, Bertrand era ya de todos conocido como hombre de entera y merecida confianza, y haciendo de los deseos de su señor órdenes, cumplió debidamente su cometido. Despertó a la niña y le dio a conocer su plan: había llegado la hora de la liberación que sus hermanos de Flandes, dos meses antes, le habían prometido. Pero entonces, para admiración de muchos, la infanta muy juiciosamente expuso ciertas condiciones. Catalina deseaba permanecer dos días muy próxima al castillo, hasta conocer la reacción de su madre. Si su madre la olvidaba, iría gustosa a la corte de Valladolid con sus hermanos, mas si la reina se entristecía y reclamaba su presencia, volvería junto a su madre todo el tiempo que hiciera falta. Bertrand no se dejó conmover por sus palabras, eran órdenes del rey y debían acatarlas y conducirla a Valladolid. La pequeña no tuvo más remedio que ceder y, con los ojos llenos de lágrimas, se dejó vestir por sus damas y después salir por el boquete del muro. Nobles caballeros la esperaban montados en briosos corceles; también había damas de honor y algunos hidalgos armados para prestarle su protección. Entraron en Valladolid al amanecer, y allí fue recibida por su hermana Leonor, radiante de alegría. Bertrand se había quedado en Tordesillas para dejar pasar el tiempo, como si nada nuevo aconteciera, y dar así lugar a que la comitiva llegara a Valladolid. Transcurrió todo un día sin que la reina se diera cuenta y echara de menos a su hija. Pero al segundo día mandó llamar a Catalina. La niña no estaba y sus aposentos habían quedado vacíos, pues las dos camareras habían seguido a su joven señora. El orificio en el muro delató lo acontecido y la pobre reina, la desconsolada Juana una vez más reaccionó transida de dolor con lastimeras quejas y nuevas amenazas de no volver a probar bocado hasta que su hija le fuera devuelta. Bertrand, perro viejo, supo elegir la mejor de las medicinas para ella; debían informar enseguida al rey para que éste enviara a sus emisarios a todas las ciudades y puertos y, muy pronto, recibirían buenas noticias. Esto tranquilizó en un primer momento a Juana y, mientras tanto, una vez informado, el rey Carlos pensaba qué sería en justicia lo más conveniente, qué se debería hacer. Y encontró una solución satisfactoria para todo el mundo. Catalina volvió a Tordesillas. Pero esta vez, acompañada de un pequeño séquito; no tenía por qué permanecer encerrada en los aposentos de su madre, podría gozar de cierta libertad, salir al campo, montar a caballo, con juegos y diversiones propios de una niña de su edad y de su rango y condición. Doña Juana aceptó gustosa aquellas condiciones y todo el mundo respiró feliz.
A partir de marzo de 1518, el cuidado de tan noble prisionera, así como de la administración de su casa, fue confiado al marqués de Denia y su esposa[52]. El estado de salud de la reina empeoraba a los ojos de todos. Cada vez era más agresiva y golpeaba con mayor fuerza y frecuencia a sus damas. Dejaba pasar incluso días sin tomar alimento, había que asearla y mudarla de ropa a la fuerza, pasaba las horas muertas en silencio y en la oscuridad, con la mirada perdida en el vacío. Pedía que le dejaran el alimento delante de la puerta sin permitir la entrada a nadie; luego comía algo sentada en el suelo y después arrojaba las escudillas de loza contra la pared o contra las arcas y bargueños[53]. Algunas veces pedía asistir a Misa y lo hacía con gran devoción y recogimiento, pero otras muchas se enfurecía y daba órdenes de desmantelar y quitar todo de su vista: altar, ornamentos, misales. Juana ignoraba que Fernando su padre y el emperador Maximiliano hubieran fallecido; estaba convencida de que el emperador había abdicado por voluntad propia, y cedido la corona imperial a su nieto Carlos. No le sorprendía que su padre no mostrara deseos de verla, porque tampoco ella sentía deseos de ver a su padre. No obstante, ella creía que, de ser necesario, su padre vendría con paternal afecto y autoridad en su auxilio, y eso la tranquilizaba. Juana jugó un pequeño pero muy importante papel en la revuelta de los comuneros, que más adelante comentaremos. Los comuneros aseguraban que doña Juana se hallaba prisionera en Tordesillas gozando de perfecta salud y cordura, porque eso favorecía sus intereses. Consiguieron entrar en el castillo e intentaron sacarla de allí, pero Juana no consintió en ello, no quiso abandonar Tordesillas. Le explicaron que el rey Fernando hacía tiempo que había muerto, pero Juana no quiso dar crédito a sus palabras. Le presentaron las disposiciones para establecer el nuevo gobierno que ellos deseaban, pero Juana, sumida en su letargo, no llegó a leer ni una y se negó a firmarlas. Los comuneros la amenazaron con dejar morir de hambre a su hija la infanta Catalina, si no firmaba, pero Juana no se inmutó. Entonces, intentaron cambiando de medios; hincados de rodillas, colocaron ante ella los decretos preparados para su firma con la pluma de ave y el tintero, y le rogaron y suplicaron con toda suerte de lisonjas. Pero fue inútil; Juana seguía mirando por encima de sus cabezas, con la mirada perdida en el infinito. Pensaron en una última y definitiva medida, llamaron a varios sacerdotes a la estancia de la reina, para que se dispusieran a exorcizar y alejar aquel espíritu maligno que moraba en la regia enferma[54]. También fue en vano. Juana persistía en su indiferencia, mantenía aquella impasible resistencia. Pero lo cierto es que sin saberlo, con su actitud estaba salvando la soberanía de su hijo Carlos, pues, si Juana llega a firmar aquellos documentos, con su firma habría sancionado la legitimidad de un gobierno compuesto por un puñado de hombres que sólo eran unos rebeldes.
El 2 de enero de 1525, la infanta Catalina, a los dieciocho años de edad, en plena juventud abandonaba aquella prisión de Tordesillas que le había sido impuesta, para felizmente desposarse con Juan, rey de Portugal. Desde sus aposentos, su madre veía alejarse aquella comitiva que lentamente se iba confundiendo con el paisaje; hechizada por la escena, Juana no podía apartar su vista de aquella dirección. Permaneció en aquella postura un día entero y una noche. Se habían llevado a su niña, eso era lo peor que le hubieran podido hacer hasta entonces[55].