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Cuando el rey Fernando supo que su proyecto de casar a Juana con Enrique VII se había frustrado por el fallecimiento de este último, decidió alejar definitivamente a Juana internándola en el castillo de Tordesillas, no lejos de Valladolid.

Tordesillas era una pequeña y hermosa ciudad de antigua y merecida fama; desde el anno Domini 939 constaba en documento histórico por sus hazañas bélicas. Estaba pintorescamente situada en el valle del Duero, entre verdes prados y viñedos, y circundada por una muralla. Al fondo del valle muy cerca del río, encumbrado en un collado, estaba el castillo desde cuyas almenadas torres podían divisarse grandes extensiones de tierra. En días clareados, se podía ver Medina del Campo al sur, y subiendo hacia el norte, Valladolid estaba a sólo seis leguas de distancia. El castillo, del cual actualmente no queda rastro, era de construcción muy antigua conforme a su época, es decir, a una época de continuas luchas contra los moros en la que había que defender el territorio español pulgada a pulgada. Más que palacio residencial era una fortaleza provista de almenas, troneras, fosos, rejas y puentes levadizos. El solar y las escaleras de piedra o embaldosadas para prevenir los fuegos. Las dependencias sombrías y poco acogedoras, de techos muy altos, muy frescas en verano y demasiado frías en invierno, carentes de comodidad. Parte del castillo estaba cerrado, vacío de muebles y deshabitado desde hacía muchos años. Generalmente, en los castillos solamente habitaba el castellano y su familia, pero aquél estaba ocupado solamente por pajarracos y búhos, anidados en las brechas y oquedades de los muros. Una leyenda decía que este castillo daba alojamiento cada cien años a una reina prisionera. En 1384, el rey Juan I de Castilla envió allí, desterrada, a su esposa Leonor; la desdichada no volvió a salir hasta después de su muerte. En 1430, la reina Leonor de Aragón estuvo allí prisionera para que no pudiera acudir en ayuda de su belicoso hijo. Y ahora, este solitario y desolador castillo iba a dar alojamiento a una enferma y desolada reina. Juana vivió prisionera en Tordesillas cuarenta y seis interminables años, antes de ser rescatada por la muerte.

Su primer vigilante fue el aragonés mosén Luis Ferrer, auténtico carcelero que se vanagloriaba de haber introducido en el castillo el silencio y la rigurosa disciplina de un convento. El féretro con el cadáver de Felipe el Hermoso fue conducido hasta Tordesillas y depositado en la cercana iglesia de Santa Clara, de forma que doña Juana pudiera tenerlo siempre a la vista desde su estancia. Los restos de Felipe el Hermoso recibieron cristiana sepultura sólo después de la gravedad mental de Juana, cuando la memoria y el espíritu de su viuda no podían ya recordar el pasado. Felipe fue enterrado en el Panteón de los Reyes, en Granada, como había sido deseo suyo. En cuanto al rey Fernando, éste entregó su alma a Dios el 23 de enero de 1516, siete años después de la reclusión de su hija en Tordesillas. Poco antes de morir llamó a sus consejeros (Galíndez Carvajal nos lo cuenta como testigo presencial)[51] y les confesó su desagrado por la sucesión de Carlos. Tras fuertes y enérgicas polémicas, los consejeros consiguieron que Fernando decretara en su testamento la regencia del reino en la persona de su otro nieto el infante don Fernando. El rey añadió a eso otras dos disposiciones: el nombramiento de Cisneros, hombre dotado de inagotable fuerza y energía, como administrador del príncipe Carlos legítimo heredero, y también dio expresa orden de que silenciaran su muerte a su hija Juana, pues bien sabía él que en caso de enterarse, Juana podría causar graves trastornos. El resto de su testamento contenía más disposiciones y recompensas. Su viuda Germaine de Foix recibiría una renta anual de 30.000 ducados; el infante don Fernando una herencia de 50.000 ducados, por una sola vez; el Duque de Gandía debía ser mantenido de por vida; al Almirante de Castilla había que restituirle una ciudad que le habían usurpado; a la reina de Nápoles había también que devolverle algunos bienes de su reino que eran de su propiedad. También destinó 5.000 ducados para el servicio de la casa real, y otro tanto para el rescate de esclavos cristianos y para pagar la dote a muchachas huérfanas. El moribundo rey tenía muchas culpas que reparar y muchas viejas heridas que sanar. Pero fue fiel a sí mismo hasta la muerte. Él se limitó a dejar hechas todas aquellas recomendaciones y promesas, pero los medios para llevarlas a cabo, era cosa que debería solucionar su nieto y legítimo heredero Carlos.

Evidentemente, la tragedia siempre estuvo próxima a la regia personalidad de Fernando. Él, que desde un principio luchó tanto, que tanto combatió e incluso intrigó, que fue capaz de mentir y engañar pensando siempre que era en provecho de los suyos, de los de su propia sangre y en favor de los intereses de los aragoneses y de los del pueblo español, acabó sus días viendo y teniendo que aceptar que su cosecha fuera recogida y a parar a manos de una raza extranjera. Su nieto y heredero Carlos de Gante era hijo y nieto de un Habsburgo y bisnieto de un borgoñón, era un príncipe extraño a los españoles, que incluso desconocía su propia lengua. Fernando fue, de entre todos sus contemporáneos, el primero en presentir y comprender con inmenso dolor el anti-españolismo que aquella evolución podía llevar consigo.