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Inmediatamente después de la muerte de Felipe el Hermoso, sus consejeros venidos de Flandes pusieron a salvo todo lo que era patrimonio de la Corona de los Países Bajos: joyas, piedras preciosas, los maravillosos tapices, las vajillas de plata. El conde de Nassau y el Señor de Isselstein se ocuparon de trasladarlo todo a un barco anclado en el puerto de Bilbao. Buena parte de la plata tuvo que quedarse en España para poder sufragar las deudas a nobles, banqueros y comerciantes, que Felipe el Hermoso dejara en herencia. Aquel trasiego fue causa de la pérdida de numerosas piezas, obras de arte. Se perdieron algunas piezas que formaban parejas por haberse vendido y otras por haberse desviado o incluso por haberse refundido. Otras muchas, sencillamente se echaron a perder o se destrozaron.

El cuerpo de Felipe el Hermoso fue embalsamado y su corazón enviado a Flandes, en un estuche de oro. Felipe había expresado el deseo, como última voluntad, de ser enterrado en el panteón real de Granada; pero doña Juana no se acomodó a ello. Dio órdenes terminantes de depositar el cadáver de su esposo en la Cartuja de Miraflores, cerca de Burgos, de momento. Cada tres o cuatro días, ella iba para abrir el féretro y comprobar que el cuerpo de su esposo seguía igual, que nadie lo había robado, ni cambiado o profanado. Dado que los motivos para los celos habían dejado de existir, consintió disponer de una pequeña corte de damas a su lado. Aquel invierno hubo una epidemia en Burgos y Juana tuvo que trasladarse a Torquemada, en las cercanías de Palencia. Se llevó también el féretro, claro está. A partir de entonces, todos los traslados se hacían de noche. Unos cuantos hombres armados y con antorchas cargaban el féretro acompañados de algunos monjes rezando y entonando salmos, era un cortejo fúnebre. La viuda embarazada, seguía al féretro en una silla de manos. Al llegar el día, el ataúd era colocado en el atrio de alguna iglesia o convento y seguía siendo custodiado por una guardia permanente que evitara la presencia o proximidad de mujeres, monjas incluidas; solamente paraban en conventos de monjes. Algunos de sus contemporáneos han explicado que Juana estaba convencida de que su esposo había sido víctima de alguna hechicería de una mujer celosa y de que sólo era una muerte aparente, temporal; después de un tiempo despertaría, reviviría, y temía no estar presente llegado ese momento. El 14 de febrero de 1507 dio a luz a su hija Catalina, futura reina de Portugal y madre de la primera esposa de Felipe II. Cuando aquella maldita epidemia llegó a Torquemada, Juana se trasladó con el cadáver hacia Hornillos. No es cierto que Juana anduviera errante por toda España con el cadáver de su esposo, eso es sólo una leyenda de la Historia. Lo cierto es que tuvo que moverse varias veces, pero en distancias muy reducidas. De Burgos fue a Torquemada, de Torquemada a Hornillos, de Hornillos a Tórtoles y por último, a principios de 1509 fue a Arcos donde vivió durante algún tiempo. Pero de un lugar a otro no había más de quince millas. Y son también legendarios ciertos rumores de la época, diciendo que Juana abría repetidas veces el féretro para cubrir el cadáver de su esposo de besos y prodigarle toda clase de ternuras. No hay fuentes dignas de crédito para confirmar tales rumores.

Cuando tuvo lugar la muerte de Felipe el Hermoso, Fernando se encontraba en el reino de Nápoles, que Gonzalo Fernández de Córdoba conquistara a Francia entre 1503 y 1504 tras varios años de guerra. Después de morir Felipe, la situación en Castilla era de gran inseguridad y, aquel mismo día, los heraldos daban a conocer por las calles de Burgos una especie de ley marcial: el que fuera visto armado, sería azotado en público; si alguno desenvainaba la espada, le cortarían la mano; si alguno era culpable de derramamiento de sangre, sería castigado sin juicio previo. Los representantes de la nobleza acordaron dejar el gobierno interno del reino en manos del arzobispo Cisneros, hasta que regresara Fernando y que las siguientes Cortes de Castilla se definieran en algún sentido. Cisneros envió a sus emisarios al rey ausente para que apresurara su vuelta, pero Fernando dio largas al asunto respondiendo al arzobispo y administrador del reino, que él tenía otras obligaciones que cumplir y, por tanto, le rogaba le mantuviera regularmente informado de la buena marcha de los asuntos. Fernando, con esto pretendía dar tiempo a que la anarquía se implantara de nuevo en el país para, a su vuelta de Nápoles, ser recibido como pacificador de un pueblo en estado de emergencia. Y sucedió según sus deseos. En provincias, los nobles sometidos por la fuerza en tiempos de la reina Isabel se sublevaron y volvieron a tomar las armas; hubo revueltas y agitaciones de norte a sur del país. Doña Juana seguía totalmente desentendida de los asuntos de gobierno y se negaba rotundamente a firmar cualquier decreto que le presentaran. Ella ya tenía suficiente con cultivar el culto al cadáver de su marido. Finalmente, en julio de 1507, Fernando tuvo a bien regresar de Nápoles. Apareció en España, ante los suyos, tal como había imaginado, como nuevo establecedor del orden. En Tórtoles se reunió con su hija, y el resultado de aquel encuentro familiar fue que Juana hizo cesión incondicional del gobierno de todo el país a su padre. No contento con esto, Fernando pensó que para alejar de allí a su pobre y enferma hija y reina, lo más indicado sería concertarle un nuevo matrimonio. Enrique VII de Inglaterra estaba dispuesto a casarse con Juana, había asegurado que no le preocupaba su estado de salud, pues su fecundidad había quedado bien demostrada y eso era lo que realmente importaba. Enrique VII, evidentemente, ocultaba su verdadera ambición, que consistía en una anexión de la dinastía inglesa a la española. Fernando sancionó aquel proyecto sin más miramientos, a pesar de que su hija Catalina fuera la viuda de un hijo de Enrique VII y nueva esposa de otro de sus hijos y futuro rey Enrique VIII (por tanto, dos veces su nuera). Fernando no puso ninguna objeción a la moral y los principios ingleses. Pero Juana respondió a semejante propuesta que a ella no se le podía exigir tomar tal decisión, cuando su marido y único señor aún no había sido siquiera enterrado; no había que apresurarse, aquel asunto podía esperar. Sin duda alguna la locura de la pobre doña Juana, que le hizo pensar que su adorado muerto estaba sólo hechizado y en cualquier momento podría resucitar, la libró del mismo martirio que sufrieron su hermana Catalina y la hija de ésta.

En la pequeña ciudad de Arcos, entretanto, su vida se abismaba en un alto grado de embrutecimiento. Solamente de vez en cuando tenía repentinos accesos de cólera y agredía a sus criadas y damas de honor, lanzándoles cazos y escudillas mientras las pobres mujeres huían despavoridas a ponerse a salvo acabando por dejarla sola. Juana pasaba semanas y meses negándose a cambiarse de vestidos y ropa interior, degenerando hasta una extrema suciedad. Sus parientes más próximos eran sus dos hijos pequeños, Fernando y Catalina, hija póstuma de Felipe. Los cuatro mayores, el príncipe Carlos heredero del trono y las infantas Leonor, María e Isabel, vivían en Melcheln, sin que su madre se preocupara y ni siquiera los mencionara, bajo la custodia y tutela de su tía Margarita, hermana de Felipe el Hermoso. La relación que existe entre estos niños es muy peculiar. Estaban divididos en dos grupos, español y flamenco; el primero formado por Fernando y Catalina, y el segundo por los otros cuatro. Estos niños, además de educarse en países y con nodrizas de pueblos muy diferentes, crecieron en dos ambientes totalmente contrapuestos y al arrullo de dos lenguas muy distintas. Fernando y Catalina recibieron una educación típicamente española, mientras que Carlos y sus hermanas, marcadamente flamenca; la lengua materna de los primeros era la española, la de los otros cuatro era la lengua francesa. Esas diferencias existieron durante toda su vida y fue uno de los motivos por los que siempre hubo cierto distanciamiento entre ellos. Además, cuando los hermanos finalmente se conocieron, habían transcurrido ya bastantes años. Isabel ya había cumplido veinticinco años cuando viera por primera vez a su hermana menor Catalina. Y Carlos y Fernando tenían dieciocho y catorce años respectivamente, cuando se conocieron. Las relaciones entre estos seis hermanos no fueron fáciles, aunque los cuatro flamencos se sintieran estrechamente unidos entre sí por lazos de auténtico cariño fraterno y de adhesión. A esta pequeña tropa infantil de doña Juana la Loca la estaban esperando todas las coronas de Europa: Carlos fue rey y emperador y también Fernando. Pero además, Leonor fue reina de Portugal y más tarde de Francia, Isabel fue reina de Dinamarca, María reina de Bohemia y Hungría, y Catalina fue reina de Portugal. Isabel murió muy joven (en 1526), y sus hermanas enviudaron tempranamente y tuvieron muchos conflictos con sus hijos.