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La inesperada muerte de Felipe el Hermoso no despertó demasiada aflicción entre los españoles que nunca fueron muy amigos de aquel extranjero que, por lo demás, no se recataba en manifestar su desafecto y menosprecio por las cosas de España. Los españoles aún no habían tenido tiempo de olvidar la premura con que abandonó el país en su primera visita a España. Para ellos, Felipe el Hermoso era príncipe consorte sin mayor obligación que la procreación de la dinastía. Después de conocida su muerte, tanto la nobleza como la burguesía de Valladolid se ocuparon de la protección y custodia del pequeño infante don Fernando. Este niño había nacido en territorio español, no como su hermano mayor Carlos, heredero del trono, que naciera en Flandes. El pequeño Fernando gozaba de mayores simpatías para ellos. En cambio, los flamencos llegados a España en el séquito de Felipe el Hermoso, pensaban de muy diferente manera. Para aquellos extranjeros, la reina Juana era peor que los siete males y había sido sin duda, causante y culpable de la muerte de su soberano y señor. El conde Fürstenberg escribía textualmente al emperador Maximiliano I: Den grössten veindt, so mein gnediger herr von Castilj hat, an (=ohne) den kunig von Arragoni, das ist die kunigin, seiner gnaden gemahel, die ist böser dan ich E. k. Majestät schreiben kan[49]. Un autor inédito, que formaba parte del séquito de Felipe en su segundo viaje a España, escribió sin reparo alguno que, abrumado por el turbulento y difícil carácter de su esposa, el príncipe había perdido incluso la alegría de vivir hasta el punto de desear la propia muerte. Al conocer la noticia de que su señor había realmente perdido la vida, este noble escribió sin más ambages que aquella muerte podía atribuirse a la conducta de doña Juana[50]. Juana, la presunta culpable, recibió aquel golpe inesperado con desgarradora amargura y gravedad. La desventurada psicópata había amado ardiente y vehementemente a aquel marido hermoso y libertino en demasía. Los frecuentes devaneos de su esposo despertaron en su mente enferma, junto a un apasionado amor, un profundo sentimiento de odio. Su buena y juiciosa madre también sufrió infidelidades de esa índole; sin embargo, Isabel permaneció siendo siempre su fiel esposa y en su testamento tuvo incluso el generoso gesto de incluir una apología del hombre que había sido su marido y que, en vida, tanto la hiciera sufrir. En cambio en doña Juana, amor y odio prevalecían con la misma violencia; tal vez se debiera a alguna anomalía propia de su incurable dolencia. Juana deseaba amargar la vida del hombre por cuyo amor se consumía. Quería rebajarlo a los ojos de todos en Flandes, en Inglaterra, en España. No permitió que reinara en España y, para impedírselo, renunció a sus derechos rebajándose a pasar por extranjera. Tampoco se preocupó de su propia dignidad de mujer, de ser y comportarse como esposa y como reina. Era sumisa y complaciente en un único ámbito, el tálamo conyugal. Allí no existían odio ni represalias, sólo amor y sumisión. La inesperada y prematura muerte de su amado esposo la hirió en lo más profundo de sus entrañas; su desgracia ahora era infinita.