Entretanto, la locura de la desdichada víctima de todas estas intrigas se iba haciendo cada vez más acusada. Pedro López de Padilla, miembro de las Cortes de Castilla y máximo defensor de los derechos de la Corona, entre lágrimas refería después de haber visitado a doña Juana, que la audiencia se había celebrado con escasas palabras y éstas carentes de sentido. Padilla había intentado en vano mantener una conversación con ella. Sin embargo, aunque el Almirante de Castilla encontrara extraño su proceder, no estaba plenamente convencido de que aquello fuera exactamente locura. La reina no soportaba más compañía de mujeres que la de su aya, una anciana de feo parecer y peor aspecto; había hecho tapizar con paños y telas de color negro las habitaciones que ocupaba en el palacio de Mucientes, donde su esposo Felipe la había recluido durante un tiempo para poder observarla; ella misma vestía de riguroso luto, portadora de un imaginario duelo, y pasaba los días en un misterioso y patológico sopor. A la vista de esto, las Cortes apresuraron el juramento de fidelidad a ambos esposos, pero doña Juana se opuso rotundamente, justificando su actitud con la afirmación de que España no podía estar sometida a un flamenco, ni a la esposa de un flamenco. Declaró como expresa voluntad suya que el rey Fernando, su padre, fuera el regente de la Corona hasta la mayoría de edad del príncipe Carlos. Tal vez fuera un turbulento sentimiento de rabia hacia su marido, a quien odiaba tanto como amaba, lo que se había apoderado de ella e inducido a manifestarse de aquella manera. Ya estaba embarazada de su sexto y último hijo. El caso es que con bastantes artimañas lograron conducirla a Valladolid, sede de las Cortes, y después de muchas rogativas y no menos zalamerías, doña Juana consintió en recibir el juramento de las Cortes a los tres, a ella y su marido y a su hijo Carlos, príncipe heredero. Era, de hecho y de derecho, reina de Castilla. Sin embargo, un importante capítulo de su vida estaba a punto de dar fin. Su esposo Felipe, llamado el Hermoso, cayó repentina y gravemente enfermo con fiebres muy altas y vómitos, en Burgos. Todo su cuerpo se cubrió de manchas negras e intentaron ponerle remedio con purgas y sangrías, pero Felipe murió sólo seis días después, el 25 de septiembre de 1506. Durante algún tiempo, por Alemania circulaba un panfleto en verso[43], tratando de recordar este extraño acaecimiento.
In seinem Hals fand man ein Gswer Darab gestorben war der herr. Als landes fürsten und doctor Sagen uns gantz furwor, Das es war ein vergifft feber, Das do entspringt von der leber, Daran er etlich tage lag Und man gros rates hilfe pflag. Es möcht aber alles ghelfen nit, Er must des lebens werden quidt.
Con certeza sólo se sabe que, en efecto, Felipe había sido advertido de que Fernando podría tratar de envenenarle, pero aunque tales indicios existieran, nunca llegó a conocerse la verdadera causa de su muerte. Le extrajeron las vísceras para embalsamarle y las arrojaron al fuego. Los rumores que corrían eran tan claros y precisos que el pueblo creyó más prudente guardar riguroso silencio, por respeto a la dignidad e importancia del cargo. Llevaron a los tribunales a un tal López de Arráoz, acusado de varios delitos, y como este hombre entre otras muchas cosas dijo que el rey le había obligado a catar bocado envenenado, los jueces le dejaron en libertad, por miedo a que aquel hombre supiera demasiado y no tuviera empacho en declararlo[44]. Mientras sucedía todo esto, la cláusula aragonesa se quedaba sin cumplir. Fernando y Germaine tuvieron su deseado hijo pero éste apenas gozó de una hora de vida. Germaine ya no podía tener más descendencia y eso simplificó mucho las relaciones entre ellos, a pesar de que el ofuscamiento en la mente de Juana, lamentablemente, continuaba empeorando.
Felipe el Hermoso solamente pudo gobernar su reino de Castilla durante un par de meses, pero su temprana muerte le ahorró muchos disgustos. O al menos tres dificultades importantes: no tener que seguir luchando otros diez años frente a su maquiavélico suegro el rey Fernando; estando enferma su esposa, no tener tampoco que reinar y gobernar a un pueblo que le era tan extraño; y por último, no verse obligado a los continuos rechazos a sus vecinos franceses, siempre dispuestos a invadir España y Flandes. La vida de Felipe el Hermoso fue corta y casi no ha dejado rastro. No existen documentos históricos reveladores de sus rasgos característicos como político y soberano, vivió y gobernó demasiado poco. Así que cuando le recordamos como uno más entre los personajes de la Historia, su figura pierde relevancia y pasa casi inadvertida. Sin embargo, cuando le recordamos como persona cobra vida y personalidad propia, pues fue un hombre auténtico, buen hijo de un hombre de alto rango y buen esposo de una reina consumida por la enfermedad. Por Lorenzo de Padilla[45] sabemos que Felipe era un hombre sano, apuesto, ágil, vigoroso, si bien su plenitud de vida fuera algo precoz; de tez clara algo sonrojada y de cabello rubio, propio de pura raza flamenca. Sus grandes ojos sorprendían a todos por la ternura de su mirada. De manos finas y alargadas y con las uñas bien cuidadas, costumbre ésta hasta entonces desconocida; los dientes, en cambio, con caries, algo muy frecuente en la época; andaba con elegancia a pesar de tener dificultades en una pierna. Con frecuencia se le salía la rótula de la rodilla que él mismo discretamente, apoyándose en la pierna sana, volvía encajar en su sitio con la propia mano. Era muy ducho en las armas y en las artes caballerescas y cortesanas, y cuando la rodilla se lo permitía, tanto en equitación como caza, esgrima, danza o juego de pelota, no había rival que le aventajara. El veneciano Quirini conoció a Felipe en sus buenos tiempos de Bruselas y con entusiasmo elogia su apostura, su habilidad para el deporte y su resistencia física[46].
Fue un hombre moderado en el comer y en el beber; en esto se parecía más a los Habsburgo que a su pueblo flamenco. Tal como hiciera Carlos el Temerario, Felipe exigía lujo y ostentación en todas las ceremonias de la Corte, lo cual no le impedía ser afable y generoso, bondadoso y misericordioso con sus súbditos. Era tan familiar con todos, que a veces iba en detrimento de su propia dignidad de soberano; en esto se parecía más a su pueblo flamenco que a los Habsburgo. En cuanto a su sentido nacional, Felipe era cualquier cosa menos español. Su lengua materna había sido el francés, toda su educación franco-borgoñona, toda su vida sintió singular simpatía por Francia y particular antipatía por España. No tuvo reparos en negociar con el soberano francés cuando sus suegros estaban en guerra con ese mismo soberano; firmó el acuerdo de Lyon con Francia a espaldas de Isabel y Fernando, pese a haber recibido órdenes contrarias terminantes. A Felipe le duraban poco tiempo los enfados y contrariedades, era hombre campechano y bienhumorado; enemigo de permanecer mucho tiempo en un mismo sitio, se aburría, gozaba del bullicio y de las compañías alegres y divertidas. Por eso prolongaba sus estancias en las Cortes alegres y alborotadas como Windsor, Blois o Innsbruck. Y así fue su vida en Bruselas. La distinguida y fría monotonía de la Corte de Toledo le hizo sentirse muy desgraciado. Cuenta Padilla, que Felipe amaba con ternura a su esposa, pero su enfermedad y verse obligado a disimular tanta rareza y extravagancia de ella, le hicieron sufrir extraordinariamente. Que su amor a sus hijos era grande quedó demostrado en las angustiosas horas próximas a un naufragio. Su atracción por el sexo femenino fue motivo de serios disgustos, tanto para él como para su esposa. Secreta y públicamente buscaba la compañía de mujeres bellas y no tenía inconveniente en dejarse acompañar a lupanares. «Es buen hombre, pero algo débil de carácter. Se entrega enteramente a sus favoritos, que le van arrastrando de banquete en banquete y de mujer a mujer». Así le describía el embajador Gómez de Fuensalida[47], persona no grata para Felipe. Evidentemente, según contaba uno de sus cortesanos, su apetito sexual era insaciable[48]. Pero la moral de casi todas las testas coronadas de aquella época era así de relajada, sin contar además las relaciones homosexuales, muy frecuentes en su patria, los Países Bajos. Si la conducta de Juana como esposa no hubiese tenido rasgos patológicos en muchos sentidos, esta pareja habría podido vivir su matrimonio de manera normal, sin inconvenientes y sin especiales contratiempos, habría sido como los demás matrimonios de su época, de su rango y de sus apetitos sexuales.