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En la cabeza de Fernando bullía tenazmente como una obsesión, la cláusula de las Cortes de Aragón garantizando el derecho a la Corona, de un posible hijo suyo en segundas nupcias. El hecho de que eso pudiera producir una escisión en un reino que con tanto esfuerzo y sacrificio había sido unido, no le influía nada en sus ambiciones. Sólo tenía cincuenta y dos años de edad y aún era capaz de engendrar hijos. Nada, por tanto, le impedía contraer nuevas nupcias. Así que, pensó primero en la Beltraneja que, víctima inocente de turbulentos altercados, estaba recluida en un convento de Portugal desde hacía muchos años. De Veyre, un flamenco al servicio de Felipe el Hermoso, se enteró de esto y rápidamente viajó a Portugal para acudir al rey solicitando ayuda, y éste sacó inmediatamente a la Beltraneja de su convento, para ponerla a salvo. Don Fernando, además de interceptar la correspondencia entre Felipe y su hombre de confianza De Veyre, apresó al secretario de este último, amenazándole de tortura e incluso muerte si no le descifraba el contenido de aquellas cartas. Al tiempo que sucedía esto, don Fernando ya había presentado a las Cortes de Castilla el testamento de su esposa la reina Isabel y el diario de Móxica y, lógicamente, enseguida obtuvo el reconocimiento de incapacidad de su hija y la regencia de la Corona de Castilla. Pero más aún, don Fernando quería que su hija Juana abdicara de sus derechos en favor del padre y con tal objeto envió a Bruselas al obispo de Córdoba, Juan de Fonseca y al secretario, Lope de Conchillos[39]. Estos dos hombres deberían regresar a España con un documento firmado por Juana. Felipe llegó a tiempo de hacerse con aquel papel, y algo después el secretario Conchillos confesaba en el potro de tortura cuáles eran sus propósitos. (Fue una tortura un tanto despiadada que le dejó varios días como enajenado). Felipe, que a partir de la muerte de la reina Isabel se había incautado del título de rey de Castilla, León y Granada, reaccionó tomando medidas muy severas y públicas. Separó a su esposa de su séquito español y prohibió la entrada a palacio de cualquier súbdito hispano residente en Bruselas. Don Fernando aprovechó tales medidas para protestar por la supuesta prisión de su hija y buscó una alianza con Luis XII, rey de Francia, para poder hacer frente a las posibles maquinaciones de su yerno. Así que ofreció al rey de Francia un millón de ducados de oro pagaderos en diez años, que por supuesto nunca pagó, aunque Luis XII le jurara fidelidad en la lucha contra su común enemigo flamenco Felipe. Don Fernando hizo aún algo más; contrajo matrimonio con la sobrina del rey francés Germaine, condesa de Foix, única forma de poder tener el hijo legítimo que la cláusula aragonesa exigía. Para entender bien el comportamiento de Luis XII en aquella ocasión, baste saber que éste ya había firmado previamente un convenio con Maximiliano I, padre de Felipe el Hermoso, comprometiéndose a una paz duradera entre Maximiliano emperador, su hijo el flamenco Felipe y él mismo, rey de Francia, prometiendo además a su hija Claudia para esposa del pequeño príncipe Carlos, futuro emperador.

La respuesta de Felipe el Hermoso frente a la actitud de don Fernando no se hizo esperar mucho. Requirió a toda la nobleza y ciudadanos de Castilla la supresión de séquito y cualquier tipo de tributos a su suegro. Y entonces la nobleza castellana cambió de partido; dejó a don Fernando para pasarse al bando de Felipe con banderas desplegadas, no exactamente por simpatizar con él, sino en defensa de los intereses de Juana, única y auténtica heredera, y buena parte de los representantes de las Cortes también cambió de bando por la misma razón. Se celebraron unas cuantas negociaciones hasta poder llegar a un acuerdo y firmar el tratado en Salamanca, en noviembre de 1505, según el cual quedaba constituido un triple gobierno: el de Juana, el de Felipe, y el del rey Fernando hasta el regreso a España de los dos anteriores. Por fin se habían podido preparar las cosas, para que las Cortes de Castilla pudieran reconocer herederos legítimos a doña Juana y su esposo Felipe el Hermoso.

Fuertes borrascas retardaron un mes la marcha de los archiduques, hasta que el 7 de enero de 1506, por fin zarpaban de Vlissingen cuarenta carabelas y galeones desplazando un numeroso séquito de damas, caballeros, servidumbre y todo el equipaje. Navegaron felizmente frente a las costas de Inglaterra y después se hicieron a la mar, en pleno océano Atlántico; pero una vez en alta mar, entraron en una callada calma de nunca acabar. En previsión de nuevas tempestades, decidieron volver a puerto para guarecerse a tiempo. Pero no les fue posible. Aquel mismo atardecer se desató una estruendosa y violenta tormenta que duró hasta el siguiente día. Rugientes e impetuosos vientos dispersaron la flota en todas las direcciones y un par de galeones se fueron a pique, hundiéndose con un buen número de pajes, criados y gran parte también de sus aparejos; al día siguiente, sólo una veintena de barcos pudo tocar puerto en Falmouth. El recibimiento de los ingleses no fue demasiado acogedor; tomándoles por invasores, les hicieron frente con sus mesnadas y les impidieron desembarcar. No fue cosa fácil aclararles su situación, pero el trato recibido después de haberlo logrado tampoco fue precisamente hospitalario. Solamente permitieron bajar a tierra a unos cuantos hombres para comprar, a precios exorbitantes, los víveres y municiones necesarios, pero después de pagados, se los volvieron a arrebatar de las manos. Y lo peor de todo era que no sabían la suerte que habría podido correr la nave real. Pues bien, su suerte fue la peor de todas. Pasaron dos días enteros con sus noches envueltos en densa niebla y en un proceloso y enfurecido mar. Durante la tormenta, un repentino y fuerte golpe de viento arrancó el palo mayor de la arboladura y la vela fue a caer al mar. El barco zozobraba de tal modo que parecía hundirse sin remedio. Algo irremediable estaba a punto de suceder. Súbitamente, un intrépido marinero se tiró al rugiente y enfurecido oleaje para hacerse con la vela; su nombre era Heinrich y era oriundo de Sterlin, y en recompensa fue nombrado guardia mayor del Rey. Ante la proximidad de un naufragio, cundió el pánico entre la tripulación y los egregios viajeros, hasta el punto de que se hicieron muchas promesas y ex votos. Felipe prometió el doble de su peso en plata, como ofrenda al apóstol Santiago; parte de sus nobles hicieron votos de ingresar en la Cartuja; otros muchos hicieron votos de no volver a probar la carne. «No podría escribir todo lo que cada uno prometía. ¡Prometieron tantas cosas!», escribía el conde de Fürstenberg, que viajaba con ellos, a su esposa[40]. En semejante situación, Juana se arrojó a los pies de Felipe dispuesta a morir abrazada a las rodillas de su esposo, mientras que Felipe, angustiado, pensaba en sus hijos que habían quedado en Flandes. Cuando al fin levantó la niebla y el mar parecía calmarse, penosamente llegaron a Portland. Los habitantes de la isla recibieron a los náufragos poco más o menos como los de Falmouth. Sólo permitieron acercarse a dos interlocutores hasta el acantilado. Los flamencos tenían tanta dificultad en hacerse entender por lo ingleses, que los nativos decidieron enviar un mensajero a la Corte de Windsor dando noticia del desembarco de un capitán del rey de Castilla, hombre muy atractivo que viajaba acompañado de una señora; querían saber qué debía hacerse con ellos. Afortunadamente, Felipe consiguió que su secretario viajara también a Windsor, y allí Enrique VII, una vez bien informado, dio orden a una tropa de nobles caballeros de galopar enseguida hacia la costa para recibir y acompañar hasta el castillo de Windsor a aquellos nobles de España. En Windsor, la recepción del rey y el príncipe heredero fue conforme a la merry old England. Los monarcas intercambiaron no sólo promesas y buenas palabras, sino las más altas órdenes de Caballería, es decir, la Orden de la Jarretera y el Toisón de Oro. Enrique VII lleno de entusiasmo afirmaba y Felipe simulaba creerlo, que aquellos días serían el origen de una feliz y estrecha alianza entre los tres países: Inglaterra, Flandes y España.

Juana entretanto continuaba viviendo su propia vida, también en Windsor. Saludó a su hermana Catalina, a la que no veía desde hacía mucho tiempo, pero después se retiró al castillo del conde de Arundel en Exeter y allí pasó el resto de aquellos días sumida en su soledad, con una extraña indolencia y sin querer dejarse ver por nadie. La razón de tan extraña conducta se debía a que, a causa de sus morbosos celos, había decidido prescindir de toda compañía femenina. En Bruselas despidió a las pocas damas que aún le asistían y sólo conservó a su lado a una mujer mayor y poco agraciada, para los servicios más burdos. Pero sus extravagancias no entorpecieron la alegría y el buen humor de Windsor. Felipe el Hermoso y sus acompañantes prolongaron su estancia en la obsequiosa Corte inglesa los meses de febrero y marzo. Durante ese tiempo, en el puerto de Falmouth se recompuso la flota medio hundida y el 22 de abril los hombres volvían a embarcar; hemos de hacer justicia y decir también, que el mal tiempo les obligó a retrasar mucho aquel trabajo.

Pero por fin llegó el momento y el domingo 26 de abril, a las dos de la tarde y después de una navegación feliz, la galera real era la primera en hacer su aparición en el puerto de Coruña. Atracaron en Coruña y no en el puerto de Laredo como estaba previsto, por expreso deseo de Felipe el Hermoso. Lo había meditado mucho. De haber desembarcado en Laredo y en el día previsto, seguramente su suegro Fernando les estaría esperando allí y «quizá le hubieran traicionado, vendido, hecho prisionero o incluso asesinado entre todos». Ésa fue la explicación que en su momento diera al emperador Maximiliano I, el conde Fürstenberg, de la guardia de Felipe, escoltado siempre por sus landsquenetes[41]. La alegría del pueblo coruñés era inenarrable. Las autoridades salieron al encuentro del matrimonio para hacerles solemne entrega de las llaves de la ciudad y, entre las salvas del puerto, la fortaleza y las fiestas celebradas en la ciudad, se llegaron a disparar más de tres mil cañonazos de pólvora. Y con esa misma solemnidad se celebraron el resto de las ceremonias. Tuvieron que jurar su acatamiento a los derechos y privilegios del antiguo reino de Galicia, en el interior de la iglesia, y el pueblo les juró igualmente su lealtad. Felipe estuvo de acuerdo en todo, pero Juana sin mayor explicación, se negó a participar en aquellas ceremonias. Asistió Felipe solo. Era una pública manifestación de la poca afición que Juana sentía por los asuntos de gobierno. Quería ser reina, pero sin gobernar. Ella no quería firmar documentos, ni prestar juramento, ni ser responsable de nada. Felipe tuvo que calmar a los irritados gallegos que en la actitud de Juana sólo veían menosprecio a su antiguo reino.

El 20 de junio de 1506 tuvo lugar el encuentro de los dos reyes rivales en Villafáfila, próxima a Puebla de Sanabria en el reino de León. Allí firmaron un tratado de mutuo reconocimiento como soberanos, Fernando del reino de Aragón y Felipe y Juana del reino de Castilla. Pero al mismo tiempo y en secreto, también firmaron ante Dios, el Crucifijo y los Evangelios pero a espaldas de Juana, estar de acuerdo en impedir la intromisión de la reina en asuntos de gobierno, pues dado su estado de salud mental fácilmente conduciría al reino a una hecatombe. De modo que ella, que antes había traicionado al esposo con su padre, ahora era secretamente traicionada por su esposo y por su padre. Al menos así constaba en documento escrito, de la escisión de un reino que solamente había durado unido un par de décadas. No obstante, nada más firmarlo, Fernando manifestó su absoluto desacuerdo declarando nulo el documento y alegando haber sido obligado a firmarlo, pues él nunca pretendía mermar mínimamente cualquiera de los derechos heredados por su hija. Esta manifestación era, por supuesto, un maquiavélico fraude del rey Fernando que, nada más morir su esposa la reina Isabel, solicitó a las Cortes el reconocimiento de incapacidad de su hija Juana[42].