Al parecer, el matrimonio del heredero borgoñón y la hija de Isabel y Fernando, en principio se adaptó a ese ambiente sin mayor dificultad. Aquel enlace tuvo todos los aspectos de una desatinada y fogosa pasión durante sus escasos diez años de duración, y después mantuvo inalterable para siempre aquel estigma. El primer encuentro de los jóvenes tuvo lugar en Lierre, entre Malinas y Amberes. Juana llegaba procedente del puerto de Middelburg, donde había desembarcado, y Felipe había cabalgado desde Landeck, en el Tirol, donde por aquel entonces se encontraba con su padre. Hubo flechazo a primera vista y con la vehemencia propia de sus pocos años (ella sólo tenía dieciséis y él diecisiete). Tan es así, que los dos estuvieron de acuerdo en no esperar dos días, fecha fijada para la celebración de la boda, e hicieron llamar a un sacerdote que bendijera su unión, para poder consumar el matrimonio aquella misma noche[26]. Como ya dijimos, los primeros años residieron entre Gante y Bruselas. Sin embargo, ciertos rumores bastante alarmantes llegaron enseguida a España. Se decía que el joven Felipe era caballero que gustaba en demasía del galanteo y era dado a frecuentes devaneos con las damas, algo insólito para las mentes españolas. Mientras que Juana —eran sólo rumores— vivía rodeada de clérigos disolutos procedentes de París y había dejado de atender sus costumbres piadosas; pero además, había abandonado también sus obligaciones para con la Corte e incluso retenía durante algunos meses el salario debido a su servidumbre. La reina Isabel envió a Bruselas de inmediato a un hombre de toda confianza, a fray Tomás de Matienzo, vicerrector de la Santa Cruz, para que él averiguase la verdad de todo aquello. El resultado de sus pesquisas fue que Juana, en efecto, parecía estar recelosa de todo y ser muy antojadiza y reservada, y la causa de todo ello era, al parecer, que el matrimonio no era enteramente feliz a partir del primer momento. La reina Isabel había enviado junto a su hija a hombres de cierta relevancia para que ocuparan los cargos más importantes de su Corte. Eran éstos: don Rodrigo Manrique, mayordomo mayor de la Corte; don Francisco de Luján, jefe de caballerizas; y don Martín de Tavera y don Hernando de Quesada, maestresalas. Pero esos cargos habían sido ocupados por súbditos flamencos. Así que Juana estaba aislada de su propia gente y se veía rodeada de espías. Por otra parte, en lo que se refiere a las cuestiones económicas, el tesorero de su esposo le administraba todos sus bienes y Juana dependía totalmente de él, pero además, la forma de administrarle su dinero era tan singular que constantemente la hacía pasar por situaciones poco dignas ante sus propios criados. Felipe el Hermoso no parecía sentir ninguna prisa en acudir en auxilio de las necesidades y quejas de su esposa constantemente embarazada. Felipe, era mancebo y regocijado, y de continuo entendía en cosas de placer y regocijos de armas[27].
En noviembre de 1498 Juana daba a luz a su primera hija. Su segundo hijo nació en febrero de 1500 durante una fiesta cortesana en Gante. De pronto se sintió indispuesta y se retiró a un pequeño gabinete, rústicamente habilitado para servir a ciertos menesteres, y allí dio a luz un robusto niño: Carlos, futuro emperador, llegaba al mundo de aquella manera tan insólita[28]. En los siguientes seis años de matrimonio, la prolífica Juana trajo al mundo otros cuatro hijos, tres niñas y un niño[29].
Juana se convirtió de forma inesperada, en julio de 1500, en la legítima sucesora del trono de España. Con tal motivo se vio obligada a emprender viaje a España, para ser allí oficialmente reconocida heredera por las Cortes españolas, junto a su esposo don Felipe. Pero los consejeros y favoritos de Felipe intervinieron desaconsejándole tal viaje. El fuerte contraste entre españoles y neerlandeses, los diferentes principios y costumbres de ambos pueblos les parecía motivo suficiente para desistir del viaje. Pues como la felicidad para ellos sólo consiste en la gula y todo lo referente a ella, temen carecer en España de toda conveniencia, y quieren así impedir el viaje a toda costa. Éste fue el informe del entonces embajador en Bruselas, Gómez de Fuensalida[30].
Pero la reina Isabel tenía muchas esperanzas puestas en su hija Juana; todo se resolvería favorablemente teniendo cerca a su hija. No sólo alejaría de ella aquellas nocivas influencias, sino que la paz y el orden volverían al cuerpo y al espíritu de Juana, ambos tan necesitados de sus solícitos cuidados. ¡Una enternecedora y fácilmente comprensible inquietud de madre! Pero tuvo que esperar el tiempo de un nuevo e incipiente embarazo, hasta que Juana alumbrara en julio de 1501 a su tercer hijo, una niña esta vez. Entonces Juana y su esposo Felipe se pusieron en marcha, dejando las provincias de Flandes para ganar la lejana tierra española, en un larguísimo viaje por tierra lleno de peripecias.
El rey de Francia envió a Bruselas un mensaje urgente rogando a los archiduques le hicieran el honor de viajar por territorio francés, poniendo a su disposición a 400 soldados para su escolta. Así pues, el 4 de noviembre de 1501 salieron de Bruselas y emprendieron su viaje por Cambray, San Quintín, Noyon, Senlis y Saint-Denis. Llevaban un séquito compuesto por más de cien personas, cuarenta de entre ellas eran damas de honor. El número total de escuderos, lacayos, cocineros y demás personal de servicio, sumaba más de doscientas personas. Una larga fila de carruajes transportaba el equipaje. Además de camas, llevaban mobiliario y ajuar de cocina, grandes arcas con vajillas, bandejas de plata e incluso llevaban parte de los magníficos tapices de Flandes de su palacio de Bruselas. El 7 de diciembre llegaron a Blois, residencia de la Corte francesa. La solemne recepción de los huéspedes tuvo lugar en el gran salón de palacio. ¡Voilà un beau prince!, exclamó el rey Luis XII al ver al archiduque asomando por la puerta. Después de tres largas y pronunciadas reverencias, distanciadas por cinco pasos cada una de ellas, Felipe el Hermoso se aproximó al rey, y éste, asombrado ante aquella inusitada cortesía, le recibió con los brazos abiertos. Después de una breve pausa era el momento de hacer Juana su entrada, pero justo antes de cruzar el umbral, el maestro de ceremonias francés le advirtió que el rey la recibiría con un beso. Juana pudorosa y muy asustada retrocedió y a punto estuvo de haber una escena. Juan de Fonseca, obispo de Córdoba que formaba parte del séquito, consiguió tranquilizarla y convencerla de que era deber de cortesía acomodarse, en silencio, a las costumbres de la Corte francesa. Entró, finalmente, pero en vez de las tres venias previstas hizo sólo dos porque el rey Luis XII se abalanzaba a su encuentro y la besó conduciéndola hasta su esposo que también la besó. Pasaron varios días entretenidos en bailes, cacerías, torneos y juegos de dados y naipes. El tratado de paz de Trento firmado entre Luis XII y Maximiliano I fue ocasión para aquellos festejos. Su estancia en Blois no hubiera acabado nunca de no ser por ciertos conflictos causados por la vanidad femenina. Juana debía depositar la limosna en la iglesia en lugar de la reina; una dama de honor le acercaría el dinero para la ofrenda. Pero la española consideró ambas cosas una exigencia altamente bochornosa y se negó a ello. La reina se enfadó mucho y pensó vengarse de Juana en alguna cortesía protocolaria. En efecto, la reina olvidó al salir de la iglesia dar preferencia a su huésped y salió ella la primera, con paso arrogante[31]. Pero Juana no esperó mucho para devolverle el golpe hábilmente y dejó pasar un tiempo prudencial para luego salir ella sola con altiva dignidad. Ya en el exterior, la reina de Francia por cortesía no pudo evitar esperarla, pero Juana se desentendió de ella y, sola, continuó su camino hacia sus habitaciones. Esto enrareció mucho el ambiente. Aquello podía incluso derivar en serias complicaciones. Así que decidieron adelantar la partida[32]. El rey Luis XII les dio escolta hasta Amboise y el mayordomo mayor (administrador de la casa del rey) se despidió al llegar a San Juan de Luz; una vez allí, los viajeros continuaron hacia la frontera española. Al pie de los Pirineos hubo que descargar todo el equipaje que acarreaban con ellos. Los angostos caminos de montaña que atravesaban la cordillera pirenaica eran intransitables para los carruajes y tuvieron que ser devueltos a Flandes. En su lugar, una reata de recios mulos vizcaínos cargó con aquella pesada carga camino de Toledo.
Gutierre de Cárdenas y don Francisco de Zúñiga, conde de Miranda, salieron a Fuenterrabía acompañados de otros muchos nobles para saludar y dar la bienvenida a los egregios viajeros, en nombre de los Reyes Católicos. A partir de ese momento, fueron los flamencos los que empezaron a sufrir las diferencias de usos y costumbres de España, tan diversos a los que ellos acostumbraban. Ya en su recibimiento observaron que las damas brillaban por su ausencia, el saludo iba acompañado de reverencia y beso en la mano y el torneo típicamente español era con picas de caña y lanzas. El 30 de enero de 1502 llegaban a Tolosa y el 6 de febrero a Segura. En Burgos encontraron las puertas cerradas según su derecho y antigua tradición. Antes de ser abiertas, el joven archiduque tuvo que jurar respeto a los privilegios de aquella noble ciudad. Después, a partir de Burgos, las recepciones de las ciudades eran netamente españolas, es decir, se hacía la entrada en procesión bajo palio hasta la catedral, y allí, rezo de un Te deum, beso de reliquias y bendición solemne. El archiduque y su séquito vieron en Burgos su primera corrida de toros. El 15 de marzo la comitiva llegaba a Medina del Campo, ciudad célebre por las ferias que celebraban todos los años. Aquí Felipe el Hermoso se vistió a la usanza española, se colocó una peluca y de esa guisa salió decidido a estudiar a fondo la psicología del pueblo español. Por lo que sabemos, esto dio lugar a que se desataran los celos de su esposa. Más adelante, en Segovia, donde sólo pasaron un día con su noche, los flamencos tuvieron oportunidad de admirar como una curiosidad, un famoso puente construido por el diablo en un solo día sin cal ni arena, de 400 pies de altura y una milla francesa de largo. Los flamencos difícilmente podían imaginar que se encontraban ante el actual y maravilloso acueducto romano de universal fama. El 25 de marzo llegaban a Madrid, ciudad que estaba celebrando en esas fechas, con todo fervor y recogimiento, la Semana Santa. Una vez pasada la Pascua, el archiduque se dedicó a su pasión favorita, la caza, por los alrededores de la ciudad. El 29 de abril los viajeros hicieron su entrada en Illescas. En una aldea muy próxima, en Olía, Felipe enfermó de sarampión y tuvo que permanecer encamado varios días. El rey don Fernando muy solícito se apresuró desde Toledo a saludar a su yerno al que entonces veía por primera vez. Finalmente, el 7 de mayo el enfermo ya convaleciente y su esposa hacían su entrada con toda solemnidad en la muy antigua y santa ciudad de Toledo. Ante sus grandes puertas fueron recibidos por el rey acompañado de su séquito, luego hubo el rezo del Te deum con bendición mayor en la catedral y luego la reina Isabel, sentada en el trono, en su alcázar, pudo finalmente recibir a su hija Juana y su yerno Felipe. La reina dio su mano a besar a su yerno y con maternal ternura estrechó fuertemente entre sus brazos a la hija de quien había estado tanto tiempo separada. La pareja de Flandes estaba lujosamente ataviada de terciopelo y seda con brocados de oro y guarnición de piel, y en cuanto a «del vestir del rey y la reina es mejor silenciar, pues sólo vestían pobres telas de lana», era lo relatado por un testigo presencial[33]. Aquel primer encuentro fue cualquier cosa, menos familiar. Felipe no hablaba nada de español. Isabel y Fernando no hablaban una palabra de francés. Juana, agotada, tuvo que hacer de intérprete entre unos y otros. Además, en aquel preciso momento llegaba a la Corte española la luctuosa noticia de una muerte súbita del Príncipe de Gales, casado con Catalina, hermana menor de Juana. Un riguroso luto en la Corte española obligó a suspender todos los festejos previstos. Pero, mientras los demás asistían a interminables funerales y oficios fúnebres, Felipe se fue a practicar sus dos deportes favoritos a Aranjuez: caza y pelota[34]. Afortunadamente, el reconocimiento de Juana y Felipe como herederos de la Corona por las cortes de Castilla y Aragón, pudo celebrarse sin ningún obstáculo a excepción de una cláusula con una reserva que estableció el reino de Aragón: en caso de enviudar el rey don Fernando y que engendrara un hijo en segundas nupcias, éste sería único y legítimo heredero de la corona de Aragón. Fue una cláusula con lamentables consecuencias.
Felipe el Hermoso suspiraba por volver cuanto antes a su tierra; el viaje a España le parecía un mero intermezzo y estaba ansioso por dejar un reino donde su pueblo, sus habitantes, su lengua y sus costumbres, todo le resultaba sumamente fastidioso. Nada más dejar Toledo, hemos de decir, escribió a los suyos diciendo que daba gracias a Dios de dejar aquella ciudad a sus espaldas y que no hallaría reposo hasta llegar de nuevo a su patria. Los monarcas españoles le hicieron reflexionar sobre la conveniencia de permanecer algo más de tiempo con ellos para conocer mejor el país, para acostumbrarse a los usos y costumbres de su pueblo, aprender su lengua, conocer el paisaje del reino que algún día habría de gobernar, a todo lo cual él respondió tener asuntos de gobierno de gran importancia esperándole en Bruselas[35]. No obstante, en noviembre la reina envió unos emisarios a sus hijos, que habían emprendido su viaje de regreso hacia el norte desde Zaragoza, encareciéndoles volvieran a Madrid con presteza. Lo que la reina realmente quería conseguir de Felipe era que retrasaran su vuelta a Flandes, al menos hasta que su esposa nuevamente en estado de buena esperanza, diera a luz. Pero el flamenco no atendió a razones; su esposa podía permanecer en Castilla sin él hasta después del alumbramiento. Se debatió aquel asunto durante tres largos días, pero Felipe no era fácil de convencer y la soberana española tampoco quería dar su brazo a torcer; quería evitarle las penalidades de un nuevo viaje en meses de pleno invierno, a su hija encinta. Tanto se empeñó que los esposos tuvieron que ceder. A mediados de diciembre de 1502, Juana despedía a su esposo Felipe que se ponía en camino. Pasó por Barcelona, Marsella, Lyon, Friburgo, Ausburgo y Mittenwald hasta llegar a Innsbruck donde se reunió con su padre Maximiliano. En Lyon tuvo un peligroso encuentro con Luis XII, rey de Francia, que le propuso firmar un tratado de paz en nombre de los Reyes Católicos sin conocimiento de los soberanos que, de haberse llevado a cabo, habría causado un grave perjuicio a España con respecto al reino de Nápoles. En las montañas del Tirol obsequiaron a Felipe con una cacería de gamuzas y en el palacio de Innsbruck le recrearon con buena música y bailes; además hizo también una visita a las famosas salinas de Hall y a las minas de plata de Schwaz. En una palabra, el tiempo pasaba volando en una Corte tan apacible y placentera como aquélla y los asuntos de gobierno de Flandes podían seguir esperando, ¡mi Austria querida!… En octubre de 1503 se despidió por fin y después de pasar por Kempten, Stuttgart, Heidelberg, Worms y Colonia, a mediados de diciembre llegaba a Bruselas.
Entretanto, en la lejana Castilla la pobre Juana empezaba a ser víctima de intensos y frecuentes ataques de dolor y desesperación. Cualquier otra especie de sentimiento era ínfimo ante uno solo predominante: celos de un marido frívolo y veleidoso. La pobre desventurada empezó a sumirse en una triste indolencia, día y noche recostada sobre unas almohadas, con la mirada perdida en el vacío. De cuando en cuando despertaba de aquel letargo y, asustada de su alterado estado psicomotor, lanzaba agudos y lastimeros gritos o se quejaba con toda suerte de lamentaciones. Todos coincidían en que, después del alumbramiento, seguramente recuperaría la calma y la paz perdidas. El 10 de marzo de 1503 Juana daba a luz en Alcalá de Henares a su hijo Fernando, que más adelante también ceñiría la corona de emperador sucediendo a Carlos V. Pero el estado de ánimo y de salud de Juana no sufrió ningún cambio. Una única idea, una obsesión la seguía atormentando: regresar a Flandes. Pero por aquel entonces, Francia y España estaban en guerra y emprender ese viaje era poco menos que imposible. Para Juana, el verano del año 1503 fue una entenebrecida penumbra. Hasta que, por fin, en el mes de noviembre llegaba una embajada de su esposo que deseaba ser informado si ella estaría dispuesta a regresar a su lado. Y Juana no pudo resistir por más tiempo. Esa misma noche daba órdenes en su castillo de la Mota, en Medina del Campo, de ponerse en marcha sin más tardanza. En vano le rogaban esperar al menos el regreso de la soberana entonces ausente, para despedirse de ella. No quería escuchar razones, no había nada más que esperar, y salió presurosa de sus aposentos del castillo hasta el patio, como si tratara fugarse de los muros de una supuesta prisión. El obispo de Córdoba —que ya conocemos por el beso del rey Luis XII, en Blois— había recibido expreso encargo de la reina Isabel de custodiar a su hija, y ordenó la inmediata leva de puentes y bajada de rejas de los accesos al castillo. Juana, enloquecida, sufrió un ataque de cólera al comprobar que no era obedecida, y cuanto más se dirigían a ella con ruegos y súplicas, o con amenazas, más iba en aumento aquella furia. Airada, rechazaba cualquier auxilio de sus damas y su servidumbre y agarrada fuertemente a las rejas, con los dedos atenazados sacudía inútilmente los barrotes de hierro. En vano intentaron protegerla del frío cubriéndola con el manto y la toca. Fue inútil. Pasó aquella fría noche de noviembre y todo el siguiente día, al raso, aplastada contra aquella reja como un animal feroz. La segunda noche muy a su pesar tuvo que aproximarse al calor de un fuego que habían encendido en el patio. Pero el nuevo día volvió a encontrarla aferrada a la reja y en esa actitud la encontró también su madre, la reina Isabel, que al verla en esas condiciones —presa de espanto—, con infinita amargura recordó a su propia madre en Arévalo, sólo unas millas al sur de Medina del Campo, también enferma de demencia[36]. El discurso de la madre, sus palabras llenas de sincero afecto lograron apaciguar aquella tormenta y reanimar a la abatida y casi exhausta hija. Pero eso no le evitó escuchar de labios de su propia hija palabras tan crueles e insolentes que «ella jamás hubiera tolerado de nadie, de no conocer el deteriorado estado mental en que se hallaba»[37]. Esto fue lo que escribió la propia reina dolorosamente afectada, a su embajador en Bruselas. Juana acabó accediendo a esperar a la primavera para ponerse en marcha y en marzo de 1504 embarcaba rumbo a las costas de Flandes, al encuentro de su tan ansiado esposo. Ya nunca más volvió a ver a su madre en vida.