Felipe el Hermoso y su esposa residieron en Gante y Bruselas. Un repaso a los rasgos característicos típicamente neerlandeses del esposo y del pueblo y país que ellos gobernaban, nos ayudará a comprender mejor la suerte de dificultades que la joven doña Juana tuvo que superar para aclimatarse y sentirse un poco a gusto en su nueva patria. En los Países Bajos, el territorio estaba políticamente dividido en diecisiete provincias o pequeños estados poblados por ciudadanos de diferentes nacionalidades. En el sur se encontraban los belgas descendientes de celtas y romanos, subdivididos a su vez en valones en la cuenca del Mosa, y flamencos en la del Escalda; y en el norte los frisones descendientes de los germanos y sajones que antiguamente dominaran el territorio de Batavia. Esa primera división dio lugar a que en todas las provincias hubiera, desde hacía varios siglos, una complicada mezcla de lenguas que en el año 1500 aún seguía predominando, aunque no en toda su pureza. La unión entre todas esas provincias, lógicamente, era muy débil y dar con un nombre apropiado y común a todas no fue empresa fácil. Primero fueron llamadas Flandes o Brabante y más tarde Baja Alemania o Bélgica. En Flandes había ciudades muy bellas como Brujas, Gante, Ipern, Courtrai, Termond, Nieuport, Dixmuiden, Ostende y Gravelines. Flandes fue el nombre que perduró durante más tiempo.
Flandes fue también el nombre que los españoles utilizaron durante varios siglos a partir de su dominación, muy admirados siempre ante las inusitadas sorpresas que aquel país les tenía reservadas. En aquellas tierras no crecían el romero, espliego ni tomillo; no había sauces, ni tampoco cipreses; tampoco había olivas, albaricoques, higos, y no se conocían las almendras, ni había huertos de melones; el perejil, la cebolla y las lechugas cuando las había carecían de sabor, y para sazonar sus guisos, tenían que utilizar manteca en sustitución del aceite[13]. Pero todos esos infortunios eran fácilmente olvidados al contemplar el verdor y la belleza de sus frondosos árboles; había hayas, pinos, olmos, chopos, encinas, provincias enteras que parecían bosques. Los españoles se admiraban sobre todo ante los múltiples ríos y arroyos, pequeñas lagunas, o los brazos de mar que se adentraban en la tierra, tantos canales cruzando el país en todas las direcciones y fertilizando aquellas maravillosas tierras con su humedad. Algo que les dejó especialmente maravillados fueron las gallinas. En Flandes las gallinas eran gordas y muy pesadas, pero movían las alas como los pájaros y podían alzar el vuelo con facilidad; se subían a los árboles y tejados y no se podían coger hasta que regresaran a sus gallineros, de noche. Otro aspecto asombroso también, comparado con lo acostumbrado en España, era la densidad de su población y la diferencia de sus razas —germánica o romana—, pero esto último además de producirles asombro les obligó a aprender otras lenguas. Los españoles tuvieron que acostumbrarse a manejarse en varias lenguas sin salir de su propia casa: francés, alemán, flamenco e incluso latín.
La independencia de que cada una de las provincias gozaba también imposibilitaba una concentración de fuerzas espirituales, económicas o materiales, y no había una capital ni un ideal común a todas. Malinas de Brabante era la ciudad parlamentaria, sede del alto funcionariado, de los tribunales de justicia, de abogados, de procesos y sentencias, y también fue la sede de Margarita después de enviudar y de Carlos V en sus años de mocedad. Lovaina era la ciudad universitaria por excelencia, el quartier latin del país visitado por nombres tan ilustres como Erasmo o Vives; Lovaina era la ciudad de los profesores, doctores, licenciados y estudiantes. Y por otra parte Cambrai era la ciudad del alto clero, sede del arzobispo y su cabildo y también centro espiritual de la religión y las jerarquías del país; en Cambrai podían escucharse las campanadas del reloj más famoso de los Países Bajos y al tiempo contemplar escenas de la Pasión del Señor hechas con figuras de tamaño natural. También estaba la ciudad de Gante, conocida por sus artes y oficios y por sus poderosos gremios; los gremios, desde su atalaya, vigilaban que no se perdiera ninguno de sus derechos, guardados en documento escrito y en cofre de hierro cerrado con tres candados. Los gremios conservaban una costumbre ancestral, que consistía en que cada una de esas tres llaves fuera custodiada por tres maestros de gremios diferentes. L’on ne parlait en Flandres que du pouvoir des messieurs de Gand[14], decía en sus memorias Olivier de la Manche, el año 1445. La burguesía de Gante estaba más unida que ninguna otra y su democrática solidaridad abrió el paso a ciertas novedades en el país. Tras la muerte de Carlos el Temerario, los ganteses tenían tanto interés en casar a su hija María con Maximiliano de Habsburgo que no tuvieron empacho en decapitar al Canciller y su ayuda de cámara, más inclinados a casarla con el delfín de Francia. Pero tampoco tuvieron inconveniente en entrar en polémica con Maximiliano y mandar a prisión al pequeño príncipe Felipe. Los vasallos alemanes de Maximiliano estaban ya preparados para saquear la ciudad, pero Felipe de Cleve intervino oportunamente diciéndoles qu’en détruisant Gand il perdrait la fleur et la perle de tous ses pays[15]. Carlos V reconquistará más a fondo lo que su abuelo había perdido. Hemos de citar también las dos ciudades de Amberes de Brabante y Brujas de Flandes, que dominaban el comercio por mar y tierra, el primero en pleno auge y el segundo en incipiente declive. Brujas era, en la Edad Media, un puerto de tránsito para el comercio entre los países del norte e Italia. En 1348, Brujas tenía contactos con algunas casas españolas, en 1361 con alguna de Nüremberg y en el año 1392 firmó un acuerdo con la Liga hanseática. Los caballeros de Flandes habían tomado parte en las Cruzadas e importaron a su país el gusto por la magnificencia oriental y su destreza tejiendo tapices. Brujas ha sido uno de los centros más antiguos de este arte en Occidente.
En Brujas fue también donde Felipe el Bueno fundara la Orden del Toisón de Oro, en 1229. En Amberes, el comercio empezó a florecer en el año 1485 a pesar de que los ciudadanos de Gante y Brujas intentaran impedirlo utilizando la fuerza de las armas. Este puerto adquiría importancia al tiempo que Venecia perdía la suya, es decir, a partir de que el navegante Vasco de Gama hallara una nueva ruta doblando el Cabo de Buena Esperanza (1503). Su relevancia aumentaba a medida que los buques mercantes portugueses tocaban puerto y abarrotaban sus almacenes con géneros procedentes de las Indias. Erasmo hizo una espléndida descripción de los dos mercados que anualmente se celebraban en Amberes, uno en primavera y otro en otoño, de seis semanas de duración respectivamente. Y por último la ciudad de Bruselas, ciudad de principescos palacios precisamente así llamada: de prinzelijke stad. En Bruselas residía la familia real rodeada de grandes señores, de caballeros del Toisón de Oro, cortesanos, diplomáticos y embajadores, lacayos, cocineros, palafreneros y mozos de cuadra.
En la cima de Borgendael se alzaba el palacio del duque de Brabante donde residieron y durante algunos años gobernaron Felipe el Hermoso, Carlos V y Felipe II y también donde el Emperador ratificara su abdicación. Era un sólido edificio húmedo y muy frío con pavimento y escaleras de piedra y baldosa, pero el lujo de su interior compensaba el frío y la humedad. El suelo estaba recubierto por cálidas y gruesas alfombras de mucho colorido, un lujo que sólo sabremos calibrar comparándolo con los suelos del palacio real londinense de la época, cubiertos con simples cañas de bambú. De sus paredes pendían magníficos tapices de Flandes, país cuya industria por entonces gozaba de enorme fama universal[16]. Estos tapices podían cambiarse eventualmente por capricho o por alguna circunstancia; eran tapices representando escenas bucólicas, de caza, escenas bíblicas, mitológicas o de la historia de la Caballería. En los salones había muebles de talla, jarras de oro y bandejas de plata decoraban las chimeneas de mármol; había también esbeltos y gráciles relojes, espejos venecianos, jarrones y centros de figuras de porcelana. En las paredes de las estancias y galerías se exhibían obras maestras de pintura italiana y holandesa, retratos de antecesores, o grandes batallas y paisajes en sus corredores[17]. Pinturas e imágenes religiosas de incalculable valor colgaban en las capillas y el Oratorio de palacio[18]. En el exterior, un florido y extenso parque natural cuajado de prados bañados por el sol, fresca arboleda, cotos y estanques, rodeaba las dependencias del palacio. Un simple muro lo separaba de la espesura de un frondoso monte cuya extensión se perdía mucho más allá de lo que la vista podía abarcar, escenario frecuente de los placeres cinegéticos de la Corte. Numerosos funcionarios de la Corte luciendo vistosos y elegantes uniformes y haciendo gala de un complicado ceremonial, conducían a las visitas desde la entrada de palacio —nada fácil de encontrar— y por el interior del recinto donde siempre reinaba un continuo ajetreo. El hecho de que la sede de las oficinas y salas de reunión de la brillante Orden del Toisón de Oro, envidia de todas las Cortes de Europa y objeto de deseo de la alta nobleza europea, se encontrara en este palacio añadía un interés especial al incesante ir y venir —tan solemne como multicolor— de egregios personajes. Con el transcurso del tiempo, esta Orden, además de su finalidad de origen, adquirió un significado histórico-cultural que ahora veremos.
El descubrimiento de la pólvora produjo un cambio radical en las artes bélicas. Los caballeros fueron sustituidos por soldados mercenarios; la lucha cuerpo a cuerpo por combates multitudinarios; la espada, el escudo y la lanza por el cañón y el arcabuz; y la autodisciplina por la disciplina de masas. A partir de entonces, cualquier empresa bélica requería orden, uniformidad y mecanización, elementos esenciales pero también muy impersonales. Las órdenes de caballería no tenían ya justificación, dejaron de ser una profesión, una clase social. Difícilmente se podía pensar en Arturo y Lanzelot, Iaán y Gavin, Tristán y Titurel, Garin el Lorenés, Ogier el Danés, Huon el Bordelés…, con las armas de fuego al hombro y marcando el paso al ritmo del tambor y el pífano. Fuera del ámbito de la poesía al que indudablemente pertenecen, las órdenes de caballería sólo podrían sobrevivir en la vida real como una antigua usanza cortesana, sólo podrían perdurar como una ilusión de la alta aristocracia. Después de perder su nexo con la realidad, la Orden del Toisón de Oro trataba de distinguir una vida noble iluminándola con el resplandor de un heroico ideal, y se convirtió en un foco de interés para aquella aparente cultura histórico-caballeresca. Borgoña y su corte eran el lugar de origen y conservación del Toisón de Oro y era por tanto también, el mejor lugar para que prosperara su posterior florecimiento. Ningún otro país del reino gozaba de un presupuesto tan alto para la casa real como la Corte de Bruselas, ni tampoco tenía para sus ceremonias casi litúrgicas un número tan elevado de funcionarios bien formados y disciplinados, ni tampoco tanta etiqueta en la vida ordinaria. Todo aquello, en realidad se debía a un íntimo deseo de resucitar el inexistente mundo de la Tabla Redonda y que no se perdiera en el recuerdo como una simple leyenda. Olivier de la Manche, maestro de ceremonias de Carlos el Temerario y preceptor de Felipe el Hermoso, hizo editar a instancias de Eduardo IV de Inglaterra una minuciosa descripción de las costumbres cortesanas borgoñonas, pero el estilo caballeresco de Bruselas no llegó a enraizar en la Corte inglesa. Carlos V, en cambio, criado y educado en aquel ambiente de lujo y magnificencia, lo consideró esencial para un mayor relieve y prestigio en su imperio. Tanto es así, que ha quedado constancia de que Carlos V ordenó en 1548 preparar la Corte de su joven hijo y heredero Felipe II, a la borgoñona[19].
Un anónimo de la época hasta ahora inédito, ha informado también que los habitantes de las provincias neerlandesas eran «generalmente altos y de piernas bien formadas, trabajadores, habilidosos, buenos imitadores y con talento musical. Pero son también mezquinos, charlatanes, curiosos, desconfiados, desagradecidos, crédulos, poco comedidos en la bebida y nada hábiles para trabajos físicos y fatigas intelectuales. Beben cerveza, especie de cocimiento de una doble mezcla de espelta y cebada con trigo y algo de lúpulo, este último esmeradamente cultivado por ellos mismos para este fin. Y con esta bebida se emborrachan»[20]. Otras noticias procedentes de sus contemporáneos afirman también que la población estaba compuesta por gente muy bulliciosa en el hablar y en el ademán, que eran buenos comedores y mejores bebedores y que les gustaba el buen vivir y el lujo en el vestir. Alonso Vázquez ha reseñado también que daban de beber cerveza incluso a niños aún en pañales, y que de noche se veía a mujeres, con faroles en la mano, deambular por las calles de taberna en taberna buscando a sus maridos borrachos. Bautizos, bodas, entierros, fiestas religiosas o populares, todo era motivo de suculentas comilonas y terribles borracheras. Hombres y mujeres, sentados alrededor de una larga mesa, entrelazaban sus brazos sosteniendo las jarras de cerveza, y coreados por los gritos y risas de los demás, las apuraban hasta el fondo besándose luego en la boca sin siquiera secarse los labios. Si alguno se negaba a emborracharse, ese tal era tomado por traidor por el resto de la concurrencia, pues sólo cuando se tiene algo que ocultar se teme contar verdades o intimidades por los efectos del alcohol. Un país como éste y con semejante pueblo, estaba, como es natural, bien provisto de hospederías y mesones donde comer bien y pernoctar. Los españoles admiraban y cantaban alabanzas sobre todo del gran número que había, y de su limpieza, de la cantidad de provisiones y de su bajo precio, pues ellos eran conocidos desde tiempo inmemorial en toda Europa precisamente por lo contrario. Erasmo describió el encanto de estas posadas neerlandesas en la siguiente narración: «En la mesa siempre estaba presente alguna mujer para entretener a los huéspedes con sus bromas y bagatelas, allí reinaban la animación y las buenas formas (mira formarum felicitas). Primero vino la dueña de la taberna a saludarnos y desearnos la feliz degustación de su comida. Luego hizo su aparición su hija, una bonita muchacha tan compuesta en el porte y el decir, que haría sonreír al más malhumorado y taciturno de los hombres. Ambas mujeres se dirigían a sus huéspedes, no como a extraños desconocidos, sino como a amigos de largo tiempo conocidos. Y conforme a esto era también la cocina, pues sólo de fábulas no se llena el vientre (fabulis non expletur venter)»[21]. La moral era muy relajada y las relaciones entre ambos sexos no se veían restringidas por rigurosas costumbres morales ni por las leyes del honor, como en España; la inocencia seducida no clamaba venganza. La costumbre del baño y aseo a la vista de todo el mundo que reseña Philippe de Commines en sus Memoires, nos dan clara idea de la relajación de las costumbres medievales. Este compañero de viaje del noble caballero Leo von Rozmital, nos da conocer su asombro ante tales costumbres[22]. Los burdeles eran visitados tanto por hombres como por mujeres que después no manifestaban conocerse, si se veían en público. Sus cónyuges no encontraban mal alguno en que cada cual visitara eventualmente un prostíbulo y las muchachas del campo tenían por costumbre ejercer el oficio más antiguo del mundo para ganarse su dote para la boda[23]. La promiscuidad reinante en los ámbitos más distinguidos, tampoco era escasa. En los archivos de Lille se conservan tomos repletos de folios con los registros de las legitimaciones de hijos bastardos de los cortesanos de Bruselas de la época. Carlos V prohibió la formalización de esos documentos en el año 1544[24]. En el año 1530, cuando Carlos V propuso la gobernación de los Países Bajos a su hermana María, viuda del rey de Hungría, su confesor, el prudente García de Loaysa que nunca se mordía la lengua, le advirtió seriamente se abstuviera, para no llenarse de sobrinos, hijos de padres inferiores a ellos[25]. Éstos eran el país y el pueblo de Felipe el Hermoso, así era la patria adoptiva de la española Juana y lugar de nacimiento y juventud de Carlos V. Y ése fue también el ámbito donde, más tarde, Felipe II encontrara tanta dificultad para poder abrirse camino.