Orden, paz y unidad en un único reino fuerte e independiente. Ésa era la meta que los Reyes Católicos ambicionaban unificando sus dos reinos. Pero, como veremos, no fue fácil de conseguir. Sobre todo, en el ámbito de la política religiosa, regida por esos mismos principios y cuya trascendencia iba a repercutir con fuerza a través de los siglos. Sólo con esta idea, ya podemos tener una visión general de cuáles fueron las culpas (si se puede hablar de culpa) y los méritos, cuáles los anhelos y los logros de esta regia pareja, y también cuál fue su participación en el destino del futuro imperio español.
La política religiosa de Isabel y Fernando perseguía tres fines diferentes. Primero, querían una Iglesia nacional española, es decir soberana autonomía eclesiástica; segundo, querían una Iglesia reformada, que es lo mismo que decir, depurada de toda anomalía en la vida religiosa; y por último, querían una Iglesia unificada, única, es decir, querían eliminar de las fronteras españolas cualquier confesión que no fuera la católica. La idea de una Iglesia nacional independiente de Roma ya se había abierto camino en el siglo XVI en varias naciones europeas, de forma un tanto violenta, porque fue un camino muchas veces regado de lágrimas, cuando no sembrado de ruinas. Pero cincuenta años antes de eso, los Reyes Católicos ya habían recorrido ese camino pacíficamente y sin perjuicio alguno para la Iglesia universal. Ya habían intentado separarse, y con bastante energía, por supuesto en el ámbito temporalibus, no en el spiritualibus. No en la cuestión dogmática; ellos nunca gritaron «¡fuera Roma!», ni dieron cabida a las dudas, ni pretendieron ser más papistas que el Papa; pero en España se hizo necesaria la independización de Roma en el ámbito administrativo. Los monarcas, conscientes de sus fines, consolidaron su poder y lo cimentaron sobre una Iglesia nacional de tres formas diversas: una, teniendo facultad para nombrar los cargos eclesiásticos, otra, teniendo derecho de apelación en las sentencias del tribunal eclesiástico y, finalmente, teniendo también facultad para desestimar dispensas papales. La primera prerrogativa, es decir, la distribución de los cargos eclesiásticos más relevantes[9], data del año 1482, si bien existe un forzado e irrespetuoso precedente en el año 1478. Esta regalía era simplemente una sana reacción de los reyes frente a la arbitrariedad de algunos Papas que habían concedido sedes y prebendas a sus favoritos, casi siempre de nacionalidad no española. Isabel y Fernando obtuvieron este privilegio a título personal después de haberlo reclamado haciendo serias y firmes advertencias a la Santa Sede; más adelante, Carlos V solicitó al Papa Adriano VI, su antiguo preceptor, que fuera prerrogativa de la Corona española a perpetuidad. Eso suponía la nada despreciable ventaja de que el clero español dependiera directamente de su rey, como único dispensador de gracias temporales y distribuidor de cargos y rentas. La Curia sólo se reservaba el derecho de confirmación y, como es natural, se guardó muy mucho de hacer objeciones o poner reparos que pudieran entorpecer sus buenas relaciones con los soberanos de España, pues, a pesar de ser éstos tan obstinados en temas irrelevantes, lo cierto era que los monarcas españoles prestaban grandes servicios a la causa católica. La cruzada de Granada tenía peso suficiente para haber sido reconocidos en toda Europa como grandes defensores de la causa de Roma y estandarte de toda la cristiandad; así que, además del inocuo título de Reyes Católicos (1494), bien podían ser distinguidos con la concesión de sus deseos de autonomía.
El segundo derecho, de apelación o revisión de sentencias eclesiásticas, fue estatuido irrevocable por Carlos V, pero los Reyes Católicos, además de haberlo instaurado en su reino, ya habían gozado de él en alguna ocasión, sin prestarle demasiada consideración. Este derecho consistía en que los fallos del juez eclesiástico se podían recurrir ante el Consejo Real que, a su vez, tenía facultad para revisarlo y pronunciar su fallo definitivo[10]. Si un juez osaba eludir su responsabilidad o no aceptarlo, era sancionado con severas penas, así que, el Rey, representado por su Consejo, era también máxima y absoluta autoridad jurídica para el clero de su reino.
La tercera prerrogativa, la desestimación de decretos papales, era el más antiguo de los tres privilegios y su inexistencia hubiera supuesto de hecho un serio perjuicio para los otros dos. Se trataba de un poder del Papa Urbano VI otorgado temporalmente y por necesidad, en tiempos del cisma eclesiástico (a finales del s. XIV), que los Reyes Católicos reclamaron como estatuto legal y permanente en su reino. En virtud de esta regalía, todo decreto procedente de la Curia era detenidamente estudiado con el fin de comprobar que no lesionaba derechos de la Corona ni del país, o que por desconocimiento de la situación en España o por estar mal aconsejado, el Papa pudiera disponer algo que produjera malestar popular o menoscabo de los intereses nacionales. De existir alguna duda al respecto, el decreto no podía entrar en vigor hasta haberse obtenido de la Curia el cambio deseado. Así que de esta forma, el rey también venía a ser una especie de Papa particular de los españoles, y los lazos que le unían a él con su pueblo y a éste con el clero eran mucho más estrechos que en cualquier otro país, incluso tratándose de cuestiones morales.
Esta idea de una Iglesia nacional se vio con muy buenos ojos con relación al deseo existente de una Iglesia reformada. La reina Isabel, ayudada por Cisneros, puso en marcha medio siglo antes de la trágica rebelión de Lutero y de la reforma de la Iglesia católica (llamada Contrarreforma), una seria y esmerada renovación en el interior de la Iglesia, incluyendo la depuración de la vida eclesiástica en el territorio español.
Fraile asceta y de gran sabiduría, Cisneros procedía de familia hidalga. Después de largos años de observancia en la orden franciscana, su amigo y protector Pedro González de Mendoza, cardenal arzobispo de Toledo, buen conocedor de sus méritos, lo envió a la Corte donde enseguida fue nombrado confesor de la reina. Al principio, el buen fraile se resistió, huyendo y permaneciendo oculto por dos veces hasta que finalmente fuera persuadido de que aceptara tan honroso nombramiento. Cisneros no se resignaba a verse privado de la paz y el sosiego de su convento sin más y se entregó de lleno a la evangelización de una sociedad disoluta y libertina esparcida por todo el país, moros y judíos inclusive. Enseguida creció en su ánimo el convencimiento de que era un mero instrumento en las manos de Dios y, consciente del inmenso campo apostólico que se abría ante él, pletórico de fuerza y de fervor, acometió su empresa. No siempre tuvo éxito, pero tanto por sus virtudes como por sus hechos fue sin duda el hombre que el país necesitaba en aquel momento.
Su aspecto exterior estaba en armonía con su temple interior. Alto y enjuto de figura, de tez pálida y ojos febriles, la nariz grande y poco noble era ganchuda (sus adversarios la comparaban con la trompa del elefante) y le caía sobre el labio superior también demasiado grande y grueso. Su amplia frente surcada de profundas arrugas se alargaba hasta la calva, más pronunciada aún si cabe por la tonsura franciscana. Amigo de pocas palabras, tajantemente cortaba cualquier conversación ociosa o inconveniente; sin embargo, cuando hablaba, sus palabras tenían la fuerza y el hechizo de un convencimiento al parecer incontestable.
Isabel estaba muy satisfecha de tan valiosa ayuda e insólitamente decidió que lo nombraran arzobispo de Toledo (1495) y, posteriormente, Fernando le obtuvo el cardenalato. Pese a los ochenta mil ducados anuales de su arzobispado y al tren de vida que estaba obligado a llevar, Cisneros continuó siendo el monje asceta y solitario de siempre y nunca dejó de vestir su hábito de franciscano debajo de los ropajes de arzobispo. Pedro Mártir dijo de él, que era Agustín por su aguda inteligencia, Jerónimo por su espíritu de penitencia, y Ambrosio por su celo en la fe.
Aconsejada por Cisneros, la reina se propuso establecer de nuevo el orden y la disciplina dentro del clero. Castigó severamente el concubinato de los clérigos y se preocupó de mejorar la formación de los teólogos más jóvenes que, en algunas ocasiones, carecían incluso del mínimo conocimiento de la lengua latina; ordenó al episcopado permanecer siempre en su sede y les conminó, comprometiéndose ella también en conciencia, a elegir para los cargos eclesiásticos a las personas más dignas e idóneas sin tener en cuenta su linaje, rango o condición. Cisneros, con la aprobación y el apoyo de la autoridad de la reina, entró además de lleno en la reforma científica de la teología. Fundó la universidad de Alcalá de Henares seleccionando con especial esmero la concesión de cátedras, sobre todo, en las lenguas clásicas e incluso orientales, sin las cuales no se podría hacer verdadera ciencia teológica. También inspiró y dirigió la edición de la Biblia Sacra Polyglota llamada Complutense, proporcionando con ello una sólida y consistente base para el conocimiento bíblico, para el estudio de la teología española.
Ut incipiat divinarum literarum studia hactenus intermortua revisvicere. Con estas palabras en el prólogo de su primer volumen, Cisneros justificaba la aparición de esta Biblia, plenamente convencido de que el abandono de estos estudios, no sólo había perjudicado a la fe y las costumbres de los representantes de la Iglesia, sino que, además, les había dejado incapacitados para contrarrestar con éxito la interpretación herética de las Sagradas Escrituras. (Una de las consecuencias de estas mejoras fue que teólogos españoles de la siguiente generación, que ya habían manejado este instrumento de trabajo, tomaron parte en el Concilio de Trento y superaron con mucho a sus contrincantes de otras naciones, por su rigor en la exactitud y la pureza de sus argumentos). Para Cisneros, llegar a las fuentes de la Sagrada Escritura era esencial para las correcciones del Antiguo Testamento según el texto hebreo, y del Nuevo Testamento conforme al texto griego. La adquisición de grandes cajas de valiosos manuscritos, el pago a los filólogos, orientalistas y copistas que intervinieron en la obra, la fabricación de nuevos tipos de imprenta, la participación de cajistas alemanes, la propia impresión y todo lo relacionado con ella, implicó una enorme inversión de trabajo, tiempo y dinero. No obstante, Cisneros puso en venta esta edición de seis volúmenes foliados a seis ducados y medio el ejemplar, regalando además buena parte de los 500 volúmenes editados. Esta obra actualmente no responde ya a las exigencias de la ciencia bíblica moderna, por carecer de notas críticas exegéticas, no citar las fuentes de los manuscritos y porque parece no necesitar otras versiones variantes; así, que su valor actual sería discutible. Pero en su tiempo fue una gran obra científico-religiosa, precursora de la Polyglota de Amberes editada gracias al mecenazgo de Felipe II. Hoy en día, aún conserva el honor de ser la editio princeps del Nuevo Testamento. La reina doña Isabel, por desgracia, no llegó a ver terminada esta gran obra que con tanto entusiasmo e interés había promocionado.
Cisneros no se conformó con aquella renovación de los estudios teológicos y quiso llevar a cabo un gran cambio tanto en la vida religiosa como en la moral y las costumbres de todos los estratos sociales del país. Quiso ennoblecer y purificar sus mentes de los efectos perniciosos de lecturas de baja estofa, sustituyendo los frívolos y nocivos libros de caballería, que sus contemporáneos leían como entretenimiento, por otras lecturas mucho más selectas. Con ese fin facilitó la traducción al español de obras literarias selectas y su posterior publicación, editando obras asequibles por poco dinero y que incluso él mismo regalaba con frecuencia: Cartas de la mística Catalina de Siena, las Obras de Angela de Foligno y de la abadesa Mechthildis, la Perfección cristiana de Juan Clímaco, Reglas de vida de Vicente Ferrer, la Vida de Cristo del cartujo Landolfo y una biografía del arzobispo Tomás Becket de Canterbury. Pero además de estas grandes empresas editoriales, Cisneros también puso interés y especial empeño en reformar la vida de las órdenes religiosas. Los conventos, tanto de hombres como de mujeres, de franciscanos, agustinos, carmelitas y dominicos pasaron por esas reformas. Si Cisneros no hubiera preparado antes el camino, la gran Teresa de Ávila difícilmente habría podido hacer su reforma del Carmelo cincuenta años después (1562). Los franciscanos, sus hermanos en religión, fueron los que le pusieron más dificultades. Divididos por aquel entonces en dos ramas, los observantes o más austeros por una parte, y los conventuales o moderados por otra, estos últimos pretendieron impedir la acción del incómodo reformador con una fuerte resistencia pasiva y también acusándole ante el Papa con falsas sospechas. Pero Cisneros, con el auxilio de la reina Isabel, pudo superar, una vez tras otra, la dejadez por parte de Roma hasta lograr que la rama conventual, salvo alguna rara excepción, fuera también observante. Las reformas de la archidiócesis toledana, cuya cabeza era el propio Cisneros, se llevaron a cabo con máximo rigor. En los años 1495 y 1498 se celebraron dos sínodos diocesanos, después de los cuales se promulgó una larga serie de medidas muy convenientes y meritorias. Algunas de esas disposiciones fueron la introducción de clases de catequesis para los niños los domingos por la tarde y una breve explicación del Evangelio del día en una homilía durante la Misa de los domingos. Y Cisneros dispuso también el registro de todos los bautizos en cada parroquia; con ese registro se evitaron los certificados falsos de identidad de los hombres de su época y se prestó un gran servicio a la Historia en el futuro.
Ésta era la Iglesia reformada que la reina Isabel y el cardenal Cisneros habían proyectado. Pero nosotros queremos completarlo con un par de aclaraciones. Por un lado habría que explicar que cuando se habla de la reforma de la vida eclesiástica y religiosa en España, solamente son citados la reina Isabel y el cardenal Cisneros, pues el rey don Fernando se limitó a una pasividad muy propia de su temperamento, conformándose con pronunciar su placet, muy satisfecho siempre con todas aquellas innovaciones. Y por otro lado, justo es también decir aquí, que esta reforma de la Iglesia emprendida por la reina Isabel y Cisneros, inculcó al mismo tiempo en el pueblo español unos principios fundamentales que otros países desconocían, como por ejemplo Alemania a principios del siglo XVI, cuando tuvo que hacer frente a una revolución religiosa como la de Lutero. Si en los pueblos al norte del Pirineo se hubieran reformado las Iglesias como en España, sin duda alguna Lutero, Zwinglio y Calvino habrían predicado a sordos. Nosotros en Alemania opinamos de distinto modo, cosa que hacemos con frecuencia, con respecto a esto. Algunos piensan que fue una suerte para nosotros que una luz de salvación se iluminara sobre nuestras cabezas, mientras que otros opinan que seguramente sin esa luz, en Alemania seguiríamos siendo hermanos caminando todos unidos con paso mesurado a través de los siglos y formando un único pueblo. Seguramente se hubieran evitado ríos de sangre humana y no se hubieran perdido lamentablemente un sinfín de valores espirituales y materiales.
La Iglesia española nacional, con soberana autonomía y reformada al estilo católico-español, habría sido un modelo incompleto para su rigurosa organización sin el carácter impreso de Iglesia única y absoluta, como última perfección. A los soberanos les parecía que para la unión política y popular era esencial la unidad de fe y una sola religión estatal; eso era fundamental para la consolidación del reino. Pero Isabel y sus consejeros monásticos (Talavera, Cisneros, Torquemada) aún tenían otro íntimo deseo. Su ferviente celo por la fe hacía que estuvieran convencidos de que empuñaban la espada de Dios como adalides de la Cruz y defensores de la cristiandad. Y además de todo esto estaba el instinto de conservación de la raza. Porque aquella persistente amenaza de propagación judía y mahometana en un pueblo gótico-ibérico y los inevitables trastornos socio-económicos, sólo podrían desaparecer con la práctica de medidas correctivas muy estrictas. Consecuentemente, aquella lucha contra moros y judíos que en un principio era por profesar una religión diferente, acabó siendo por pertenecer a una raza diferente.
La animadversión contra los judíos llegó en la Edad Media a tal punto que en varias ciudades españolas hubo numerosos actos de violencia, saqueos e incluso matanzas. Sin embargo, las denuncias contra aquellos forasteros eran de tal índole que, de ser cierto sólo la mitad de lo que denunciaban, habría motivo suficiente para entender tanto desafuero. Los judíos, por ejemplo, hacían préstamos de dinero a ciudadanos sencillos o importantes cobrando elevadísimos intereses, como hacen los auténticos usureros. Ponían su dinero a buen recaudo llenando sus arcas y cofres de monedas de oro y de piedras preciosas, al tiempo que se burlaban menospreciando la pobreza y escasez que los cristianos estaban obligados a vivir. También había denuncias de que los judíos se negaban a hacer trabajos nobles, para poder dedicarse solamente a cuidar de sus negocios y que éstos continuaran prosperando con pingües beneficios. De modo que el dinero y las riquezas de los españoles iban pasando, poco a poco, a manos judías y éstos hacían venir a España a otros muchos de sus correligionarios. Se fueron quedando con las tierras que los nobles habían tenido que hipotecar y así seguían acumulando bienes y propiedades y haciéndose dueños de todo; la mayor parte de la población rica de las ciudades era judía. También se aseguraba que los judíos eran capaces de perjurio, si el juramento les beneficiaba en algo, y que no dudaban en vender incluso veneno e intervenir en cualquier tipo de artimañas. Más aún, existen pruebas al parecer, de que también profanaban el culto cristiano; profanaron objetos religiosos y ritos cristianos, cometieron sacrilegios con la Eucaristía y destrozaron crucifijos. Denunciaron, también, que sacrificaban niños cristianos para celebrar su Pascua, que hacían juegos de manos con su sangre, que practicaban la circuncisión de la ley mosaica no sólo a sus hijos y esclavos, sino que también circuncidaban a sus criados y servidores en general. Otros contaban que, cuando los judíos tenían tratos o negocios con los cristianos, les obligaban a guardar las costumbres talmúdicas en comidas y en formas de vida, les obligaban a acatar la ley judaica. Esto mismo explica, por otra parte, que a pesar de tanta tropelía hubiera muchos cristianos judaizantes, es decir, muchos cristianos que poco a poco se fueron contagiando y simpatizaban con las costumbres de la religión judía. Aunque los sacrificios de niños antes citados y otros parecidos, puedan sonar a fábula popular, lo que sí se puede decir con absoluta certeza es que existía el peligro de que Judá tratara de extender su reino e instaurar un judaísmo nacional sobre las ruinas de un dominio árabe, ahora cristiano, en España. En cuestión de religión y nacionalidad, se trataba de ser o no ser. Tanto los concilios nacionales como las Cortes de los distintos reinos, decretaron y promulgaron por separado diversas disposiciones especiales cada vez más severas y represivas contra la población judía. Anteriormente, en el siglo XIV, el dominico Vicente Ferrer había conseguido conversiones masivas de judíos al cristianismo; pues bien, los judíos conversos también estuvieron sometidos a las nuevas leyes decretadas en los años 1405 y 1406 en Castilla y después también en Aragón, Valencia y Portugal. Eran unas leyes realmente duras contra los hijos de Israel, que les impedía o les ponía serias dificultades para ejercer cualquier actividad civil. No obstante, a pesar de tanta contrariedad, las conversiones al cristianismo seguían aumentando. Una posible explicación podría ser que los judíos conversos amasaban riquezas y, al ser reconocidos oficialmente cristianos, su fortuna les abría muchas puertas a cargos honoríficos o de cierto relieve, llegando incluso a contraer matrimonio con familias de rancio abolengo. A principios del reinado de Felipe II, apareció un libelo titulado Tizón de España, falsamente atribuido a Francisco de Mendoza y Bobadilla, arzobispo de Burgos (1566), que sin demasiado fundamento publicaba los nombres de las principales familias contaminadas por sangre judía. La lucha por la limpieza de la sangre cristiana, el afán de tener sangre incontaminada, aquel orgullo de ser de sangre cristiana que tan tenaz y apasionadamente dominara en España durante los siglos XVI y XVII, influyó mucho a la hora de distribuir cargos y conceder honores. Eso dio motivo a que se practicaran interminables y complicadas verificaciones de la pureza del árbol genealógico y de mil modos distintos fue también tratado en muchos dramas y novelas de forma muy crítica y satírica, llegándose incluso a decir que todo aquello era simplemente una de las actividades de la Inquisición. Todo esto tuvo su origen en la judaización del pueblo español durante el siglo XV.
Los conversos por conveniencia, llamados «marranos» por el pueblo[11], eran orgullosos y engreídos y, por tanto, no tenían inconveniente en confesar públicamente que, entre sus cuatro paredes, ellos seguían celebrando celosamente sus ritos judíos y sus hijos y nietos bautizados, también los seguirían celebrando eternamente. Nadie, por supuesto, se había hecho demasiadas ilusiones sobre la sinceridad de la conversión de aquellas gentes, pero sí se tenía la esperanza de ir ganando poco a poco para el cristianismo a todos sus descendientes; eso sería una forma pacífica de poder extinguir el judaísmo. Pero no fue así, esas esperanzas se vieron totalmente frustradas. Hubo que nombrar un tribunal de justicia especial para esos casos. Los clérigos dieron el primer paso. Los dominicos Alonso de Ojeda y Diego de Merlo, junto a Nicolo Franco, nuncio de Su Santidad, apremiaron a la reina a nombrar un tribunal de justicia mixto —eclesiástico y secular—, con facultades para proceder contra aquellos falsos conversos notoriamente simulados. Así que el día 1 de noviembre de 1478, solicitado por los Reyes Católicos y mediante una bula del Papa, en España nació una nueva Inquisición, distinta de la anterior —la Inquisición papal para el caso de los dominicos—, pero que ya estaba vigente en Aragón, Cataluña y Valencia desde hacía largos años. Estos nuevos inquisidores recibieron un encargo: su misión consistía en perseguir y castigar a los cristianos rebeldes y a los «marranos», pero su jurisdicción no alcanzaba a los judíos no bautizados.
Fueron tantas las apelaciones interpuestas a Roma en los primeros años de actividad inquisitorial, que se hizo necesaria la figura de un juez supremo nombrado por el Papa y con sede en España. Este cometido fue adjudicado con un nuevo nombramiento, el de Inquisidor general. La encomienda era un privilegio papal sólo en apariencia, o mejor dicho, sólo parcial, pues se limitaba a un Breve apostólico en virtud del cual se otorgaba la autoridad eclesiástica jurisdiccional, pero la persona para ser nombrada titular era propuesta por la Corona. Si la propusiera o nombrara el Papa, éste podría elegir a un hombre que no fuera del agrado de los soberanos y verse después casi forzado a sometimiento, por las protestas e intimidaciones de los monarcas. Y así se nombró al primer Inquisidor general, el prior de los dominicos, Tomás de Torquemada, nombrado sólo para Castilla en agosto de 1483, pero a partir de octubre del mismo año, también para Aragón, Cataluña y Valencia. Torquemada era un hombre tan temeroso y enamorado de Dios, como severo y exigente consigo mismo a la hora de hacer penitencia. Cumplió su encargo no como un servicio al Estado, sino como una cruzada de la fe. Mucho más que la supresión de los actos delictivos, sociales o morales, le importaba la salvación de las almas. Para los que eran contrarios a la idea de Inquisición en aquellos tiempos, el nombre de Torquemada se convirtió en truculento sinónimo de fanatismo e intolerancia, y aún en nuestros días ese nombre sigue vinculado a una serie de horripilantes cuentos llenos de patrañas. La Inquisición sirvió para proteger al pueblo, a la moral y la economía del país contra un cristianismo que sólo era fingido y un judaísmo secretamente mantenido; pero, como ya hemos visto, no podía ejercer su autoridad sobre los judíos sin bautizar, sobre aquellos judíos que no deseaban convertirse y perseveraban en la religión de sus antepasados. Los «marranos», claro está, veían en ellos garantizada la custodia de la antigua Ley judía. Por lo tanto, para que hubiera paz y unidad nacional era menester solucionar definitivamente la cuestión judía y lamentablemente hubo que cortar hasta el último de sus vínculos. Los Reyes Católicos reunieron fuerzas para tomar una decisión definitiva, animados por el sabor de la conquista de Granada. Aquella victoria final sobre un pueblo enemigo de la fe y de la raza hispánica, les dio el valor que necesitaban para asestar un duro golpe a los judíos no bautizados. El 30 de marzo de 1492, firmaron los Reyes Católicos en la Alhambra un decreto de expulsión de la población judía sin convertir ni bautizar. Este decreto debía ser acatado en un plazo de tres meses. El real decreto autorizaba a los implicados a vender todos sus bienes y llevarse el producto de la venta en forma de enseres o mercancías, pero con prohibición expresa de sacar el oro y la plata fuera del país. Según los cálculos de sus contemporáneos, se marcharon unas 36.000 familias. Aquel nuevo éxodo de los judíos provocó en el pueblo español más gestos de compasión y misericordia que de amargo endurecimiento o crueldad. Hubo pocas conversiones de última hora. Sin embargo, el número de judíos convertidos al cristianismo que, siendo hijos de Israel se quedó en el país, fue mucho mayor que el número de expulsados. Y esos hombres dejaron una impronta judía en la raza ibérica nada despreciable, a pesar del transcurso del tiempo y de varias generaciones ya asimiladas al cristianismo. En cambio, no así los historiadores modernos que nunca creen haber subrayado suficientemente los enormes daños que Isabel y Fernando ocasionaron a su país con la expulsión de un pueblo tan valioso, trabajador y buen comerciante como el judío; ésos no dejan ninguna impronta. Pero además olvidan algo importante: de haberse quedado en España, los judíos habrían explotado impunemente sin ninguna traba los cuantiosos beneficios del descubrimiento de América, hasta encumbrarse y convertirse en primera potencia financiera del mundo. Si las riquezas de las colonias caen en manos judías es seguro que ellos habrían creado una internacional del oro y Europa difícilmente hubiera podido nunca liberarse de esas cadenas. Y como tampoco faltan los que sostienen que la expulsión de los judíos sólo pudo hacerse por un fanatismo genuinamente católico-romano, hemos de recordar aquí que Martín Lutero también mantuvo una insólita y encarnizada lucha contra el pueblo judío y su religión. En 1536, el elector Federico de Sajonia decretó a instancias de Lutero la expulsión de todos los judíos de su territorio. En sus obras Von den Juden und ihre Lügen (1542), Vom Schem Anphoras und dem Geschlecht Christi (1542) y Von den letzten Worte Davids (1543), Lutero dirigió palabras rebosantes de obscenas groserías, llenas de odio implacable a los israelitas en Alemania y haciendo un apasionado llamamiento al uso de la violencia contra ellos. En su último sermón en Eisleben, el 14 de febrero de 1546, Lutero, enardecido, predicaba: «No tenemos que aguantarles, sino expulsarles». Y es de todos bien conocido que el general Ludendorff, que fuera famoso durante la guerra mundial pero posteriormente olvidado, en sus mejores tiempos fue un enemigo acérrimo de jesuitas, masones y… judíos.
En el reino español, en su raza y religión había aún otro cuerpo extraño: los moros. La capitulación de Granada permitía a los moros conservar sus leyes y la libertad de confesión. El conde de Tendilla supo ejercer con sabia moderación su papel de virrey, y el entonces recién nombrado arzobispo Fernando de Talavera, judío converso en su origen y predecesor de Cisneros en el confesonario de la reina, lleno de paternal ternura y mansedumbre, también hizo cuanto estuvo de su parte para evitar las controversias religiosas. Si un moro deseaba convertirse, sea bienvenido; pero a nadie se obligaba. Los moros no hablaban español, así que Talavera estudió árabe e hizo que su clero pastoral también lo aprendiera. Mandó publicar una pequeña gramática hispano-árabe y encargó la traducción al árabe de los puntos más relevantes del catecismo, la liturgia y de algunos pasajes del Evangelio. El interés era el mismo por parte de los profesores, que de los alumnos. Muchos moros se vieron movidos por aquella benevolencia a hacer lo que nunca hubieran hecho por presión o violencia: convertirse al cristianismo. Sin embargo, la Corte española no estaba plenamente satisfecha con aquellos resultados. Era una cristianización demasiado lenta. De seguir así, no llegarían nunca a ver una Iglesia única. Cisneros, hombre de acción, debería ver cómo están las cosas. Y Cisneros vio y decidió atajar el camino con la misma sangre fría que empleara en sus anteriores reformas. Reconoció enseguida los buenos resultados conseguidos pese a la suavidad de Talavera, pero él estaba plenamente convencido de que para extinguir definitivamente el islamismo hispánico como confesión en un futuro próximo, se requería mayor firmeza, adoptar medidas mucho más rigurosas. Así que convocó a los alfaquíes —doctores en la ley del Corán— y, además de explicarles el Evangelio, les hizo ver dónde se encontraban los errores de su fe. Luego les obsequió con ricos presentes y buenas promesas y, en breve tiempo, Cisneros tuvo la enorme satisfacción de ver convertidos a un buen número de aquellos doctores de la ley musulmana. Posteriormente y conforme a la psicología de masas, muchas familias siguieron el ejemplo de sus alfaquíes y se convirtieron al cristianismo de forma vertiginosa. Cisneros llegó a bautizar tres mil moros en un solo día, esparciendo agua bendita con un gran hisopo sobre una muchedumbre arrodillada, mientras las campanas de todos los alminares musulmanes, ya convertidos en iglesias y capillas, repicaban sin cesar durante todo el día. Los moros, cristianos neófitos, entusiasmados, concedieron a su nuevo apóstol el honorífico sobrenombre de alfaquí campanero. Pero este indiscutible éxito llevó a Cisneros a cometer graves errores. Para empezar, mandó retirar todos los ejemplares del Corán y de libros de cultura general y religiosos que los moros poseían y utilizaban con frecuencia y después envió los de medicina a la universidad de Alcalá de Henares; el resto fue quemado en una hoguera en la plaza pública. Este auto de fe que se hizo con los manuscritos árabes es, incluso para nuestros días, una irreparable pérdida para la cultura y la ciencia, pero sobre todo, los moros lo interpretaron en su momento como un menosprecio a su religión; aquello contradecía los tratados firmados en la capitulación de Granada. La consecuencia inmediata fue una rebelión por parte del pueblo musulmán. La reina Isabel no podía salir de su asombro y consternación, mientras el rey Fernando, para quien Cisneros no era santo de su devoción, exclamó muy airado: «¿Acaso se propone este fraile destrozar en un solo día, lo que nosotros hemos levantado en diez años?». Cisneros fue llamado a capítulo y, en presencia de los Reyes, se justificó valientemente y con encomiable frialdad. Cisneros no se hacía responsable del motín; él sólo había actuado queriendo lo mejor para el país y, después de lo acaecido, creía muy necesario actuar enseguida con mano férrea y llegar hasta el fin. Ahora o nunca. Era una ocasión óptima para eliminar el islamismo del territorio español y llevar a feliz término la tan deseada unidad política y religiosa. La ley aplicada a los judíos serviría también para ser aplicada a los moros. Y los Reyes Católicos se dejaron convencer.
Un severo y estricto tribunal procesó a los rebeldes y eso provocó nuevas y más sangrientas rebeliones, hasta acabar en una guerra en los montes de las Alpujarras. Después de una larga y fuerte resistencia por parte de los musulmanes, el ejército cristiano, superior en número y en estrategias, logró finalmente reducirlos y, como resultado final de todo ello, el 12 de febrero de 1502 se firmaba un edicto contra los moros no convertidos del territorio de Castilla y León, muy semejante al edicto que en 1482 se firmara para expulsar a los judíos. La cuestión que se planteaba era simplemente bautismo o destierro, no había otra alternativa. En Aragón todo fue mucho más rápido, sólo cuestión de tiempo; Carlos V los expulsó de golpe. Así como el judío prefiere sacrificar la patria en aras de la fe, el moro sacrifica la fe en aras de la patria. Es decir, hubo conversiones masivas; la gente casi asaltaba las iglesias y una vez más hubo que utilizar el hisopo en vez de la pila bautismal. Después de esto, de un plumazo quedaba establecida la unidad religiosa en la mitad más importante del reino. A estos moros en lo sucesivo se les llamará «moriscos». Y tal como antes sucediera con los judíos, en este caso tampoco había grandes ilusiones de que los seguidores del Profeta obligados a convertirse llegaran a ser buenos cristianos convencidos; se tenía una remota esperanza de que el cristianismo arraigara definitivamente en los corazones de sus descendientes. Así, de una forma lenta pero segura, el islamismo se podría ir extinguiendo por sí solo. La Inquisición se encargaría en esta ocasión de que los moriscos cristianos sólo en apariencia, no pudieran seguir tejas abajo y solapadamente las prácticas de su antigua religión. Nosotros ahora no queremos ni defender ni criticar tal procedimiento, únicamente queremos verlo a la luz y con el espíritu del siglo XVI. Si alguno sintiera cierta indignación juzgando la ética española de aquellos tiempos, debería repasar y hacer un estudio serio de la Reforma en Suiza o Inglaterra, por ejemplo, porque en su lectura encontrará conversiones por coacción que, comparadas con las conversiones en España, nos harían pensar que la solución y la actitud tomada por los Reyes Católicos frente a moros y judíos fue un simple juego de niños.
Para mejor entender la época ya próxima de Carlos V y Felipe II, conviene recordar que, en la cuestión política y religiosa, siguieron un camino emprendido por sus antecesores los Reyes Católicos con la ayuda del cardenal Cisneros. No sólo en lo referente al gobierno interno de la Iglesia, sino a su actitud y a la de todo el pueblo frente al Papa en la Contrarreforma. Los dos reyes lo habían heredado de sus egregios antepasados.