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La anarquía reinaba todavía en muchas partes del país. Pese a las victorias obtenidas en Toro y Albuera y a las capitulaciones de Alcántara, aún había que someter a gran número de poderosos partidarios de la Beltraneja y del pretendiente portugués, sublevados desde hacía varias décadas, y por otra parte, las hostilidades y querellas familiares entre nobles e hidalgos seguían siendo incesantes. Isabel no estaba dispuesta a permitir que ni linaje, ni abolengo, fueran carta blanca para abusos, atropellos e indisciplinas. Mandó arrasar, sin ningún miramiento, los castillos y palacios de muchos nobles rebeldes, y la nueva administración prohibió, bajo pena capital, la construcción de nuevas fortalezas. Los nobles hallados culpables fueron juzgados y, en los casos extremos, decapitados públicamente, pero generalmente bastaba con apresarlos durante algún tiempo, hasta que después de un indulto magnánimo volvían a entrar en razón y recuperaban su buen nombre. Muchas atribuciones y favores fueron abolidos y los nobles tuvieron que abandonar sus privilegiados cargos. Aquellas prerrogativas, que durante largo tiempo habían disfrutado, mermaron tanto que dejaron de tener posibilidad de influir en el gobierno. Los maestrazgos de las Órdenes de Caballería de Santiago, Alcántara y Calatrava, cuya posesión había sido siempre motivo de envidias y rencores, también quedaron por disposición real agregados a la Corona, y los cargos de mayor relevancia en el gobierno y en la administración fueron adjudicados a personas del pueblo llano, letrados con estudios en derecho, filosofía o teología. Y por último, también revocaron muchas donaciones de tierras y rentas concedidas por la excesiva largueza de Enrique IV, por lo que un gran número de hidalgos se vio en la obligación de devolver fuertes sumas de dinero a la Corona. Esto, como es natural, supuso un incremento anual del orden de unos treinta millones de maravedíes para la hacienda real.

Solamente quedaron vigentes algunos favores y privilegios de la nobleza que, además de no perjudicar a nadie, halagaban a los favorecidos; por ejemplo se mantuvo el privilegio de continuar con la cabeza cubierta en presencia de los reyes o algunas prerrogativas como la de que un noble no podía ser apresado por tribunal de justicia ni sometido a tortura por tener deudas. Las buenas relaciones que Isabel y Fernando, a pesar de sus rigurosas y en parte inauditas reformas, siempre mantuvieron con las Cortes, se debían sobre todo a que, a la indiscutible legalidad de sus procedimientos, se sumaba el atractivo de ser normas muy populares. El trato dado posteriormente por Felipe II a la nobleza, con los medios y las formas conformes a su tiempo, era sólo una continuidad de la política seguida por sus bisabuelos.

En el año 1476 se llevó a cabo una importante renovación en una especie de fuerza policial civil, instituida en tiempos de Enrique IV, llamada Hermandad y por entonces muy desprestigiada. En su nueva organización, la Santa Hermandad disponía de tribunales provinciales y competencia judicial ilimitada, para perseguir y castigar hechos delictivos que atentaran contra la seguridad y el orden público. La Hermandad contaba para esa labor policial con cuadrillas o grupos reducidos de actuación, repartidos por todo el país, y eran bien retribuidos, lo cual requería que nobles y plebeyos tributaran mediante un impuesto. La Hermandad limpió el país de malhechores, salteadores de caminos, ladrones y asesinos, contribuyendo con ello a establecer la paz y la seguridad tan necesarias para el tráfico y el comercio, ya casi desaparecidos durante los años de guerras dinásticas. Y cumplió su cometido con tanto rigor y eficacia que, aproximadamente veinticinco años después, la institución dejaba de ser necesaria y fue gradualmente desapareciendo.

En cuanto a la política financiera, lo primero que se hizo fue la citada devolución de rentas a la Corona y después la abolición de la libertad de imponer tributos, que la aristocracia y el alto clero tenían, con lo que se logró mayor orden y estabilidad en los impuestos tributarios, tan enmarañados hasta entonces. Al ser los impuestos de Cancillería especialmente importantes, se estableció la alcabala o tributo obligatorio, consistente en un pago del diez por ciento sobre compraventas. Todo esto era sin duda el inicio de la práctica administrativa burocrática, predominante en los tiempos de Felipe II y sus sucesores. El auge obtenido por las artes y oficios propició la unificación y exactitud en pesos y medidas; la industria textil prosperó gracias a la prohibición de importación de paños tejidos y de exportación de más de dos tercios del producto bruto de lana del país; y además, la supresión de aduanas fronterizas entre Castilla y Aragón, más la construcción de las vías de comunicación entre las grandes plazas, dieron un fuerte impulso a la vida industrial y comercial de España. Por otra parte, a medida que el poder hasta entonces en manos de los nobles desaparecía, las fuerzas militares también tomaban forma nueva. Los muchos pequeños ejércitos de los numerosos estados ibéricos de la Edad Media eran, como es natural, muy poco consistentes. Cada vez que el rey llamaba a las armas, todos, nobles, príncipes de la Iglesia y municipios, acudían a las órdenes de su soberano con tropa reclutada, instruida y equipada por ellos mismos. No cabe imaginar mayor desigualdad en lo referente a fuerza, instrucción, armamento y disciplina, que la que entonces había en aquellas unidades. En esa época, el valor y la bravura singular importaban más que la organización general. Al acabar la contienda, volvían todos a casa, los soldados recibían su parte correspondiente del botín y después se disolvía la tropa[5]. Durante las guerras dinásticas, los Reyes Católicos vieron repetidas veces que, de hecho, la Corona estaba siempre sometida al capricho de próceres, hidalgos, obispos y grandes terratenientes. Urgía, por lo tanto, disponer de un ejército independiente a las órdenes de la Corona, para no verse obligados a solicitar ayuda a la nobleza; así también disminuirían sus derechos, justo castigo a su altanería. Los Reyes Católicos vieron este deseo hecho realidad. El nuevo reclutamiento de tropas se hizo desde el poder central de dos formas diferentes: alistando soldados suizos para que tomaran parte y lucharan con éxito en la batalla final de Granada, y con la ley de quintas del año 1496, una ley que establecía el servicio militar obligatorio desde los veinte a los cuarenta y cinco años de edad, y disponía que uno de cada doce hombres útiles estuviera a sueldo en servicio activo. La magnífica instrucción de este nuevo ejército, su inmejorable equipamiento, su formación y las nuevas tácticas se deben a uno de los más grandes genios militares de todos los tiempos y lugares, el joven Gonzalo Fernández de Córdoba, conocido en la historia militar española con el sobrenombre de el Gran Capitán.

Gonzalo Fernández de Córdoba organizó un regimiento de infantería consistente en 12 compañías con 6.000 hombres en pie de guerra[6]. Dividió las armas en tres clases, lanzas, picas o «suizones»[7] (especie de objeto punzante) y arcabuces, y adjudicó a cada regimiento 600 hombres a caballo. Dos regimientos con 64 cañones de varios calibres formaban una brigada de artillería y diez brigadas era el ejército al completo, al mando de un capitán general. Los soldados eran los primeros en avanzar a la ofensiva y marchaban en grupos formando cuadros, con los lanceros al frente y flanqueados por los piqueros. La artillería, la caballería y los portadores de picas a la retaguardia. Los lanceros iniciaban las batallas atacando al enemigo con gran estrépito, seguidos de cerca por los piqueros abriéndose paso a empellones y atacando con sus dardos y picas por sorpresa, ocupados como estaban sus adversarios defendiéndose de las lanzas que se les venían encima. Éstas eran las armas y las nuevas tácticas de Fernández de Córdoba utilizadas para hacer la guerra y que tantos triunfos dieran a España hasta el comienzo de la Guerra de los Treinta Años; pero a partir de la creación de los célebres tercios, en tiempos del emperador Carlos V (1534), la infantería así organizada experimentó un radical cambio.

Otra importante medida en el orden administrativo fue la del llamado Consejo Real que, durante los reinados de Juan II y Enrique IV, habían ido degenerando hasta convertirse en un caprichoso instrumento de fuerza en manos del clero y la nobleza. Los Reyes Católicos acordaron que dos terceras partes del Consejo Real estuviera formado por burgueses letrados. Su celo y su solícita vigilancia, lo convirtieron en un órgano de trabajo extremadamente laborioso. El Consejo Real se reunía en sesión todos los días laborables en el lugar de residencia de los monarcas, fuera éste cual fuere, de 6 a 10 de la mañana en verano y de 9 a 12 en invierno. Sus miembros se obligaban bajo juramento a guardar riguroso secreto y los soberanos eran los primeros en dar ejemplo de ello. En tiempos de Felipe II, los embajadores y enviados de otros países seguían quejándose del excesivo sigilo del gobierno español; seguramente radica aquí esa peculiar característica que pronto se hiciera tradicional. Todas y cada una de las sesiones del Consejo constaban en acta pormenorizada que posteriormente se archivaba. De aquí debe partir también el ingente y minucioso servicio de Cancillería de los Habsburgo, que más adelante veremos. A partir de los Reyes Católicos, el arte de gobernar en España parecía estar basado en la máxima Quod non est in actis non est in mundo. El Consejo Real, además de su fin primordial, que era asesorar a los monarcas siempre que el caso lo requiriese, fue adquiriendo otras y mayores atribuciones, como las de ejercer de tribunal supremo de justicia en el país al que poder recurrir y cuyas sentencias eran inapelables. Con el tiempo, sus numerosos y siempre crecientes negociados se fueron multiplicando e inevitablemente surgieron más consejos o juntas permanentes; son los mismos órganos administrativos que vamos a conocer después, en la época de Felipe II y sus sucesores. En 1494 fue necesario hacer una primera división. El Consejo Real se dividió en dos consejos independientes: el Consejo de Castilla y el Consejo de Aragón. Otro hito marcado en este mismo campo fue el del nombramiento de corregidor, cargo ya existente en tiempos de Alfonso XI, muerto en 1350, pero ahora completamente renovado. Así como antaño las visitas del corregidor a las administraciones municipales eran solamente fortuitas y esporádicas, a partir de ahora las hará bajo el directo y permanente control de la Corona. Esta nueva disposición entró en vigor en el año 1480; el, todavía único, Consejo Real nombró un corregidor para cada ciudad con facultades y funciones muy determinadas. El cargo de corregidor era superior, estaba por encima del burgomaestre y demás autoridades municipales, y su misión consistía sobre todo en vigilar y controlar todas y cada una de las cosas, con voz y voto para todo. Las nuevas facultades del corregidor hacían ya imposible la independencia en los municipios que, a partir de entonces, se vieron sometidos al gobierno central en todos los asuntos de alguna relevancia.

Como bien se ve, los Reyes Católicos se propusieron que la aristocracia y las comunidades fueran rindiendo pleitesía al poder del gobierno. Su conducta frente a las Cortes fue también algo absolutista, pero siempre dependiendo de las circunstancias. El fin de las Cortes representantes del pueblo, por una parte era aceptar o rechazar por votación las propuestas de los soberanos con respecto a las nuevas leyes o medidas[8], y por otra, hacer llegar a los monarcas todas las solicitudes y reclamaciones del pueblo, así como la distribución, conforme a la voluntad de los monarcas, de los impuestos llamados servicios. Los Reyes Católicos, alarmados por la importancia que las Cortes estaban adquiriendo, trataron de disminuir su influencia unificando un sistema parlamentario, muy diverso según las provincias, y adoptando una política diferente. El Consejo Real adquirió más y mayores competencias en el ámbito legislativo, evitando así una participación popular que cada vez tenía más fuerza. Y a esto aún queda por añadir que, gracias al ahorro y a una administración más moderada, las rentas de la Corona aumentaron de tal modo que, durante largo tiempo, no hubo más necesidad de exigir los citados servicios. Las Cortes tuvieron que reconocer que habían dejado de ser necesarias. En efecto, durante los primeros diez años posteriores a la muerte de Enrique IV, las Cortes fueron convocadas cuatro veces, pero después, transcurrieron quince años seguidos sin que nadie volviera a reparar en ellas.