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La unión de estos dos reinos en modo alguno significó su fusión, sino unificación de sus fuerzas. Los sacrificios y los esfuerzos de Isabel y Fernando en aras, tanto de la estabilidad interior de su país, como de la seguridad en el exterior, nunca serán suficientemente ensalzados. Ambos monarcas, a pesar de sus grandes diferencias, se completaban y compartían las mismas preocupaciones. La debilidad de uno era fortaleza en el otro; y los defectos de uno tenían su contrapartida en el otro. La figura más noble y por tanto más amable de los dos monarcas, es sin duda la de la reina. Isabel era una castellana auténtica. Arrogante pero respetuosa, creyente y piadosa hasta rayar en el fanatismo y la intolerancia, era justa y prudente, enérgica, muy virtuosa, de carácter íntegro y buscando en todo solamente el bien. Cuando Colón le expuso su arriesgado proyecto de expedición marítima, el navegante obtuvo el consentimiento de la reina después de mencionar la cantidad de almas que así podrían salvarse para el Cielo. En el proyecto de vida de Isabel, primaban la paz y la concordia en todo el país, asegurando el libre ejercicio de sus derechos a todos sus vasallos. Existen numerosos edictos firmados por esta reina, fiel testimonio de su desinteresada forma de negociar los asuntos económicos y de los temores y escrúpulos que sufría cuando parecía que alguna de sus órdenes pudiera lesionar los derechos de los súbditos. Era la soberana más demócrata hasta entonces conocida, aunque algunos de sus decretos resultaran, por su forma, prácticamente absolutistas. El famoso proverbio español: «Del rey abajo, ninguno» no iba con ella; a la hora de gobernar, más bien parecía ser lo contrario[4]. La reina Isabel fue la iniciadora de una especie de absolutismo —de corte marcadamente hispano— que, más adelante, su nieto Felipe II tanto se esforzará por llevar a cabo como ideal de una monarquía demócrata.

Los rasgos característicos de Isabel podían ciertamente resultar algo varoniles, mientras que Fernando, por el contrario, tenía rasgos que podrían ser más adecuados a la mujer. Fernando era un hombre listo, cauteloso, tenaz, ambicioso de poder y de dinero, bastante tacaño, muy sensual y sin demasiados escrúpulos. A la hora de decidir los medios para sus fines, no tenía en cuenta los vínculos de la sangre, ni los mandamientos del honor, por lo que nunca se podía estar seguro de él; nadie confiaba en él. Sus pactos por escrito eran simple papel mojado, y sus promesas orales tácitamente consideradas nulas. Una vez informaron a Fernando que Luis XII, rey de Francia, se había enojado por haber sido engañado por segunda vez por él, y Fernando sonrió socarronamente: «¡Miente! Es la décima vez». Colón también se dirigió a él para exponerle su viaje con el fin de descubrir nuevos mundos; el monarca sólo dio su aprobación a ese viaje al oír el oro y la plata que podrían enriquecer sus arcas. Cuando su propia hija Catalina quedara viuda de su primer esposo en Inglaterra, Fernando le negó la parte de la dote que aún le debía, dejándola en una situación bastante lamentable. También le gustaba humillar y menospreciar a su yerno Felipe el Hermoso; le parecía un obstáculo para poder llevar a cabo su soberana voluntad. Fernando vivió siempre rodeado de amantes y pobló la corte de vástagos bastardos. La cámara de la real pareja fue escenario frecuente de terribles escenas de celos hasta que Isabel, entrada en años y con achaques, optara por aceptar pacíficamente aquella situación, al parecer, inevitable. Dicen, aunque sea dudoso, que Maquiavelo puso al rey Fernando como modelo de soberanos. Hemos de decir en justicia, que teniendo en cuenta el afán de Fernando por estar al servicio del poder y la grandeza de su patria, fácilmente se puede perdonar e incluso, más aún, enaltecer a este vilipendiado monarca. En él había una fuerza que sólo parecía querer el mal, pero que, sin embargo, creaba mucho bien.

Tanto Isabel como Fernando son prototipos del Renacimiento, cada cual a su manera. En Fernando se puede ver cierto espíritu maquiavélico, mientras que en Isabel, una gran inquietud humanista. La forma empleada por príncipes y repúblicas de la Galia Cisalpina, tan ingeniosamente predicada por Maquiavelo como doctrina, era la de mantener la voluntad soberana frente a los súbditos sin miramiento alguno, y eso requería una astuta diplomacia libre de cualquier respeto humano, sobre todo interiormente. Fernando tenía esta característica del Renacimiento.

La contribución humanista del Renacimiento a la reina Isabel se refleja en su concepto de estado, basado en un ideal de mejora del mundo y de los hombres y con un nuevo orden político de formas más adecuadas a ese fin perseguido; más que de suprimir los malos hábitos de antaño, se trataba de eliminar el feudalismo y establecer nuevas jerarquías de valores. La reina, además de sentido político, tenía alma humanista. Sus coetáneos italianos y españoles educados en Italia, contribuyeron importando a la península pirenaica el conocimiento de otras lenguas y de la cultura antigua; lo que en tiempos de Juan II había sido un ocioso pasatiempo, se había convertido ahora en un estudio serio y gozoso de las artes. La reina Isabel, discípula aplicada de aquellas nuevas disciplinas, hizo que su expansión y crecimiento fueran rápidos y profundos. A pesar de la atención debida a las empresas militares y a sus ineludibles obligaciones de reina, Isabel disponía de tiempo para leer los clásicos de la Roma antigua. Las lecturas y el discurso en latín de embajadores y visitantes de otras tierras, la capacitaron para responder de corrido en lengua latina. De las veintiuna universidades fundadas en España hasta mediados del siglo XVI, cinco fueron erigidas bajo su reinado. Italia envió a la nación vecina a dos de sus grandes humanistas, Lucio Marineo Sículo y Pedro Mártir Angleria; este último, maestro y preceptor de los hijos de Isabel y Fernando, y de otros muchos jóvenes de la nobleza. Según cuenta la crónica del alemán Jerónimo Münzer, que tuvo la oportunidad de conocer a la familia real en el año 1495, todos ellos eran grandes humanistas. Su conocimiento de la lengua latina era tal, que tanto padres como hijos, la hablaban y escribían con suma facilidad.