A finales de la Edad Media, la península pirenaica hacía tiempo que había dejado de ser, como entidad nacional, una mezcla variopinta de pequeños reinos, condados y comunidades tributarias que, durante siglos de resistencia y lucha contra el invasor árabe, se había ido formando, para luego dividirse en diversos trozos y más tarde volver a conformarse. En los albores del Renacimiento y de la era de los descubrimientos, el territorio ibérico estaba ya dividido en tres importantes reinos: el reino de Portugal al oeste, el de Aragón al este y en el centro, el de Castilla y León. El reino de Aragón dominaba las Baleares, Cerdeña, Sicilia y Nápoles, la cuenca mediterránea, el Mare Nostrum de los romanos, y ambicionaba objetivos políticos de mayor expansión europea. Portugal también había dado sus primeros pasos de expansión colonial, conquistando y poblando parte de la costa septentrional de África. Sin embargo, el mayor y más poblado de los tres reinos del territorio ibérico, el reino de Castilla, tenía cerrado el paso a su mejor salida natural al Mediterráneo en el sur por el extenso y último baluarte árabe, el reino de Granada. Por si esto fuera poco, el reino de Castilla tenía además muchas condiciones adversas de naturaleza interna: su gran división política interior, codicia y despotismo por parte de nobles faltos de escrúpulos, la incapacidad de algunos reyes, y un absoluto desconocimiento del concepto de Estado. Todo esto le impedía tener más importancia en el exterior y más unidad en su interior. Pero en el último tercio del siglo XV, Castilla había madurado y concluido la conveniencia de tomar una decisión, esencial para su supervivencia: unirse dinásticamente con uno de sus dos más poderosos, y también más unidos, vecinos limítrofes a derecha e izquierda. Anexionándose uno de ellos, Castilla, además de evitar su desintegración, podría convertirse en una gran potencia, en una especie de unidad ibérica. Y eso fue lo que sucedió exactamente. Juan II de Castilla (1407-1454) subió al trono a la edad de dos años, y toda su vida fue rey sin dejar de ser niño, incapaz de valerse por sí mismo. A este rey se le conoce en la historia de la literatura como mecenas de una corte donde las musas de la poesía, el romance y la música de cuerda eran inagotables. Pero gobernando era un complaciente muñeco en manos de un favorito insaciable: el condestable Álvaro de Luna, hombre vividor, ambicioso y falto de escrúpulos. Todas las tentativas de los nobles descontentos para derrocar al encubierto dictador, fracasaban frente a la astucia y máxima autoridad del condestable; su poder era ilimitado y su proceder, insoportable. Convencido de que una infanta huérfana y descendiente de una línea colateral lusitana, nunca sería un peligro para el logro de sus ambiciosos planes, Álvaro de Luna aconsejó a Juan II tomara en segundas nupcias (1447) a la infanta Isabel de Portugal, sobrina de Enrique el Navegante. Pero se equivocaba, porque esta Isabel fue precisamente la causa de su ruina. Mujer excéntrica y fácilmente irascible desde su juventud, con el paso de los años fue empeorando y murió con enajenación mental. Aquí están las raíces de la degeneración física hereditaria que, con algún salto generacional de distinta duración, posteriormente reaparecerá, por desgracia, en doña Juana la Loca y en Carlos[1]. Pero en sus buenos tiempos, Isabel fue una mujer orgullosa, enérgica y astuta, que no cejó hasta lograr que el rey diera oídos a las quejas y reclamaciones de sus vasallos. El proceso, una vez puesto en marcha, fue breve y cruento y Álvaro de Luna fue decapitado el 2 de junio de 1453 en una plaza pública, en Valladolid.
Aquello suponía sin duda alguna una liberación para todo el mundo, pero demasiado tarde; el monarca murió sólo un año después. Este rey dejó de su primer matrimonio un hijo y sucesor, Enrique IV, y del segundo otros dos, Alfonso e Isabel, la cual, además de heredar las coronas de Castilla y Aragón, iba a ser portadora de un germen de locura que con el tiempo, traspasaría de la abuela a la nieta. Enrique IV fue un rey peor aún que su padre. La indolencia y la gula le impidieron ejercer un inocente mecenazgo que, como a su padre, a buen seguro le habría reportado algunas simpatías. Pero sus veinte años de reinado fueron también de decadencia moral, política y social. El derecho y las leyes dejaron de tener vigencia y el erario público quebró por la arbitraria depreciación de la moneda, hasta el punto de que la clase social sencilla sólo podía adquirir lo imprescindible con trueques. Corrupción, fraude, abusos de toda especie, latrocinio y usura; la delincuencia y la insurrección cundían por el país sin que nadie hiciera nada por impedirlo. Esta época de decadencia está muy bien reflejada en la literatura, en las así llamadas Coplas del Provincial, una sátira apasionada en 141 estrofas de cuatro versos, que es la sátira más mordaz, disoluta y desenfrenada jamás escrita en lengua española. Y dicen esas coplas, que nueve de cada diez nobles caballeros castellanos eran culpables de adulterio, incesto y sodomía. Claro está que puede considerarse esta sátira como un simple y arbitrario libelo mal intencionado, pero no darle crédito resulta difícil si nos atenemos a lo que el noble bohemio Rozmital, que viajó por España por aquel tiempo, cuenta de una bella ciudad castellana: Vitam tam impuram et sodomiticam agunt, ut me eorum scelera enarrare pigeat pudeatque[2].
La vida matrimonial de Enrique IV fue un rotundo fracaso. Su primera esposa, Blanca de Navarra, le abandonó poco después de la boda alegando la impotencia del rey. Pensando en la necesidad de reforzar y conservar los nexos con el vecino reino de Portugal, su madrastra (victoriosa enemiga de Álvaro de Luna) le obligó a contraer nuevo matrimonio con su prima Juana, hija del rey Duarte I. Esta segunda esposa, de temperamento muy vivo y bien dotada de todos los encantos femeninos, después de seis años de matrimonio seguía sin descendencia. Cuarenta años más tarde corrían aún de boca en boca los escandalosos pormenores de la impotencia del esposo[3]. Así que, cuando Juana, en contra de todo pronóstico, dio a luz una niña, para todo el mundo era un secreto a voces que el padre de la criatura no era otro que el apuesto caballero cortesano, Beltrán de la Cueva. La niña recibió en las aguas bautismales el nombre de Juana, como su madre, pero siempre fue conocida de todos con el sobrenombre de «La Beltraneja». Este lamentable episodio fue, además, causa de una sublevación popular y de una anarquía, como nunca se había visto hasta entonces.
Parte de la nobleza estaba descontenta con las exigencias del monarca, que quería que la Beltraneja fuese reconocida heredera del trono; los nobles más rebeldes, capitaneados por Juan Pacheco, Marqués de Villena, y por su tío, el belicoso arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo, se rebelaron y establecieron un gobierno paralelo. Tomaron bajo su tutela (una así llamada «tutela») a los infantes Alfonso e Isabel y se propusieron difamar públicamente al rey, con el fin de poder destronarle. En Ávila, el pueblo enfurecido levantó un tablado, sentó en un trono a un muñeco con corona, manto real y cetro, y después de leer una sentencia, lo despojaron de los atributos reales y lo patearon; entronizaron y proclamaron rey a su hermanastro Alfonso, ante el beneplácito y gran regocijo de una enardecida muchedumbre. El «muñeco» vivo sentado en trono también verdadero, tuvo que entrar en negociaciones con ellos para poder salir de aquella delicada situación, y les propuso que uno de sus cabecillas, el hermano del Marqués de Villena y gran maestre de la Orden de Caballeros de Calatrava, tomara por esposa a su hermanastra la infanta Isabel. Aceptaron aquella oferta y todo parecía ir por buen camino, pero, pocos días antes de los esponsales, el novio moría repentinamente de forma misteriosa; se pensó en un posible envenenamiento, pero eso sigue hasta ahora sin haberse podido demostrar. Después de aquel fallido intento pacífico, decidieron probar con las armas, y el 20 de agosto de 1468, en Olmedo, se libraba una sangrienta batalla. Fueron vencidos por los leales al rey con una escasa victoria, pero Enrique IV no puso demasiado empeño en sacar partido de ella. Aquello se solucionó, aunque de forma completamente inesperada. El infante Alfonso, rival del monarca, murió también tan repentina y misteriosamente como el gran maestre de la Orden. Al parecer, Alfonso era sospechoso de favorecer al enemigo.
Era el momento indicado para que Isabel, mujer de acción y llena de energía, hiciera valer sus derechos al trono. Isabel nunca había pensado en renunciar a sus derechos de sucesión, ni tampoco deseaba mantener por más tiempo un gobierno doble y aquel vergonzoso y anárquico estado de cosas. Con gran decisión y mucho tacto, logró reunir a los nobles y contentar a las dos partes con la siguiente solución: Enrique IV seguiría siendo rey de Castilla, pero después de fallecido, ella sería única heredera y sucesora de la corona, con renuncia expresa de la Beltraneja a la pretensión al trono. Puestas así las cosas, a ambos vecinos, el lusitano y el aragonés, se les presentaba una seductora posibilidad: unirse en matrimonio a la heredera del trono de Castilla y juntar sus reinos en uno solo. Enrique IV rechazó la propuesta venida de Portugal. Su experiencia con Portugal no había sido buena; Juana le había dado un vástago bastardo. E Isabel, por razones sentimentales y afectivas, rehusó también emparentar con la casa real lusitana. La embajada del candidato aragonés, por el contrario, fue recibida con agrado. La oferta de Juan II de Aragón era su candidato a la sucesión al trono de Aragón, de rango y nobleza similares a los de Isabel, un joven de todos conocido por sus méritos personales. Isabel sopesó los pros y los contras de tal proposición. Era consciente de la poca solidez de su reino, tan necesitado de un brazo fuerte capaz de devolver a la monarquía su dignidad perdida; Castilla requería una solución que contribuyera a unir al pueblo enemistado, sólo así podría liberarse al país de la secular dominación árabe. Las primeras negociaciones entre los dos reinos dieron buen resultado. Pudo contribuir en buena parte y entre otras cosas, cierta afinidad familiar, pues no en balde los abuelos de ambos contrayentes eran hermanos. Enrique IV, muy satisfecho con aquella solución que le liberaba de sus anteriores pesadumbres, no dudó en dar su consentimiento, e Isabel, después de haberlo considerado, también respondió afirmativamente y, en enero de 1469, se firmó el contrato matrimonial entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Pero pronto surgieron nuevas desventuras a causa de este enlace. Con la futura consolidación de la monarquía, los prohombres de Castilla vieron llegado el fin a su independencia; algunos partidarios de Isabel la abandonaron y se pasaron a las filas contrarias, defendiendo con repentino celo la legitimidad de la Beltraneja. Y más aún. Sucedió algo que en principio podría parecernos inverosímil: el débil rey Enrique IV también se pasó al bando de los sediciosos. Después de esto, Isabel no encontró mejor solución para acabar con aquella nueva y complicada situación, que contraer matrimonio con Fernando cuanto antes. Sería lógico pensar que, dada la gravedad del trance, el futuro esposo acudiera velozmente con sus huestes, en auxilio de la esposa. Pero no fue así. Para empezar, la organización militar de aquellos tiempos era muy deficiente, no se contaba con tropas dispuestas para salir rápidamente a campaña; pero además, el pequeño contingente del candidato aragonés estaba destacado en Cataluña, tratando de sofocar un intento de alzamiento. Así que, el noble heredero de la Corona de Aragón optó por salir al encuentro de su futura esposa y reina disfrazado de arriero y fingiendo servir de mozo de mulas, así se puso en camino, acompañado de algunos de sus leales. Cinco días después de conocerse, exactamente el 19 de octubre de 1469, Isabel y Fernando celebraban su enlace matrimonial en un salón del palacio que les había servido de alojamiento. Sus nobles tuvieron que contribuir a costear los gastos de una sencilla ceremonia.
Nada más morir el rey Enrique IV, el 11 de diciembre de 1474, el partido contrario a la sucesión de Isabel buscó una rápida alianza con Alfonso V de Portugal, que por entonces trataba de conseguir por las armas lo que no había conseguido por las arras. Presentaron a la Beltraneja como legítima heredera del trono de Castilla, con el fin de que Alfonso contrajera matrimonio con ella y así fue; celebraron sus esponsales en Plasencia, se proclamaron rey y reina de Castilla y enviaron grandilocuentes manifiestos a todas las ciudades. A la vista de esto, Isabel y Fernando, ayudados por el clero y la nobleza que habían permanecido fieles, reunieron una modesta tropa dispuesta para combatir y poco después estalló una guerra civil, inicialmente provocada por los soldados portugueses. El día 1 de marzo de 1476, Fernando salió vencedor de una sangrienta batalla que se libró entre Toro y Zamora. Pero a pesar de aquella victoria, tanto en el norte como en el sur del país fueron necesarias muchas otras batallas, antes de obtener el reconocimiento y la conformidad de todo el pueblo. Isabel y Fernando recorrieron por separado todo su territorio, cabalgando a la cabeza de sus gentes, ella embarazada ya de su primer hijo. Y muchas veces tuvieron que defender sus legítimos derechos con la fuerza de las armas, y con frecuencia, incluso a costa de mucha sangre.
El obstinado monarca portugués entretanto había vuelto a reunir sus diezmadas tropas para presentar nuevamente batalla, pero el 24 de febrero de 1479, fue definitivamente derrotado en La Albuera. Las infructuosas pretensiones de este monarca portugués dieron fin en 1479, con el tratado de paz de Alcántara, e Isabel y Fernando finalmente tuvieron libre acceso al trono. No obstante y para mayor seguridad de todos, la pobre bastarda víctima inocente de una culpa dinástica y desposada con el infante portugués, la Beltraneja ingresaba de por vida en un convento de Coimbra.
Así fue la unión de las dos coronas de Castilla y Aragón. Y así unidas formaron un gran reino que en un futuro, en tiempos de Carlos V y Felipe II, llegaría a ser un gran imperio dominando otras fuerzas y países y que, como primera potencia europea, también determinaría y gobernaría el curso de la historia moderna.