XIV

La estirpe

El hambre era vieja. Las entrañas les dolían como si las mordieran; ya no sabían si ir de una peña a otra, con insistencia de fieras que preparan el asalto, o tenderse a esperar el sueño que huía de sus ojos. Agua amarga brotaba de los pechos de las madres. Cansados de llorar, con aire adulto, los niños miraban tristemente a los padres. Las riñas estallaban por gusto entre los jóvenes, avergonzados de su inutilidad. Ya no quedaba ni un conejo ni una ardilla, ni una rata, ni un gusano, ni un insecto en las punas. Hasta los jaguares dejaron de atacar a los hombres, a quienes el hambre multiplicaba las fuerzas. Una larga sequía agravó la pesadumbre agotando los arroyos, los manantiales. Por turnos, desesperadamente, había que pegarse a las rocas y chupar algunas gotas, hasta que se destrozaban los labios.

Entonces los ancianos ordenaron bajar de las montañas y caer al valle. Ahí el bosque era amable; abundaban las frutas, las colmenas, las raíces nutricias, los animales holgones de tanto apacentar en buena hierba, los peces gordos en los ríos.

Mucha fue la desesperación para que los montañeses se decidieran a invadir el valle, donde todo tenía dueño y la gente se juntaba a defender lo suyo, día y noche. Los dueños llegaban hasta la ferocidad y desollaban vivo a quien lograban capturar; luego lo arrojaban a los hormigueros.

Sobrevivir en el valle era tan arduo como sufrir hambre. Hubo que aprender a manejar armas nuevas, a esconderse en total inmovilidad entre los arbustos con culebras enroscadas a una cuarta de los pies, a arrastrarse sin el menor ruido hasta los poblados para robar aves o granos, a ver en la oscuridad, a cortarse de un hachazo una pierna cogida en la trampa; a levantar el vivac en cualquier momento, no importaba cuán grande fuere el cansancio.

Un siglo después, el pueblo de la encina era nómada, duro, alevoso. Olvidaron muchas palabras de su idioma porque escaseaban las formas de lo nombrable; olvidaron oraciones, porque los dioses no querían escuchar lo que no podían conceder, y desapareció todo rastro de bondad. Se curtieron contra el calor y el frío, la lluvia y la intemperie. Saltaban como venados, escalaban árboles igual que los monos y buceaban con el cuchillo entre los dientes, en pugna con los caimanes y las serpientes acuáticas. Carniceros tenían los colmillos para desgarrar las presas, que no podían asar sin que el fuego delatara su paradero. Horrible era su aspecto, en verdad.

Un gran reino se apiadó por fin de ellos. «El que nada tiene, roba, y el que carece de sustento, carece de dignidad», dijeron sus ancianos. El consejo fue atendido: se le dio tierra al pueblo nómada, al Pueblo de la Encina, dentro de linderos que debía respetar para merecer respeto.

Tres siglos estuvieron vigilándolos, sometiéndolos a prueba. Los del Pueblo de la Encina pararon sus depredaciones, se asentaron, construyeron viviendas y templos, cubrieron su cuerpo y perdieron la traza salvaje. Las mujeres aprendieron a tejer, a bordar, a hermosear sus hogares, a mecer a sus niños con arrullos; los hombres aprendieron artesanías, danzas, cantos.

Pero he ahí que sus dioses no les tenían reservado un destino sedentario. El fuego seguía caldeándoles las entrañas. Se multiplicaban más que los otros pueblos, eran más fuertes y les gustaba recorrer los bosques, las planicies, el curso de los ríos. Sus poemas hablaban de los tiempos de libertad, de la lucha alegre y riesgosa, de la molicie que agobia al hombre enjaulado entre cercas, en terreno prestado y con sustento fácil. Poco a poco fueron ampliando sus dominios, cercenando las heredades de los débiles, persiguiendo a la caza más allá de sus fronteras.

—Eso no está bien —dijeron los sabios del gran reino—. Hay que hablar con ellos.

De nuevo fue grande su piedad y les otorgaron más tierras para su expansión. Pero el avance continuaba y los del gran reino se enfurecieron. Su próxima embajada llevaba amenazas.

—Ustedes eran miserables y nos conmovimos. Tenían hambre y nos apiadamos de sus niños y sus flacas mujeres. Ahora han vuelto a robar.

—No somos muertos, somos robustos, nuestro apetito crece. Necesitamos más tierras —respondieron.

—No son capaces de agradecimiento, son unos advenedizos. Hace apenas trescientos años que se radicaron en estos lares y ya quieren destrozar nuestras leyes, desobedecer a nuestro monarca, apoderarse de nuestros bienes. Eso no está bien.

—Libres somos y no les debemos obediencia.

—Nosotros tampoco les debemos eterna consideración.

Entonces, los del Pueblo de la Encina escarnecieron a los embajadores y los mataron.

El gran reino levantó su ejército y con ayuda de otros señoríos amenazados rodearon en una noche a los recién llegados hacía trescientos años y les cayeron encima. Quemaron sus casas hasta los cimientos, arrasaron sus siembras, dispersaron a sus animales; acuchillaron a las mujeres, los niños, los ancianos, los enfermos, a todos los que encontraron rezagados en los hogares, y persiguieron a los sobrevivientes ocho años entre las quebradas, los riscos, las cuevas, las serranías, hasta arrojarlos del otro lado de las montañas. Cuando volvió la expedición punitiva, la tierra arrasada ya tenía árboles, flores y pactos. Ni una sola huella de poblado se vislumbraba por ahí.

Y otra vez, vuelta al hambre, al desvelo, a la intemperie, al dolor de las entrañas, a la amargura. Las mujeres aprendieron a parir caminando y los hombres a beber un poco de su sangre cuando padecían sed.

De todas partes los echaban. Hubo reino que les ofreció refugio a cambio de su esclavitud; otros quisieron utilizarlos como mercenarios, para que pelearan contra sus enemigos. Mas el Pueblo de la Encina prefirió vagar en busca de algún sitio baldío, lejos de los hombres, aunque sólo estuviese poblado de cardos y guijarros, aunque fuese un calvero a media selva. Sus dioses eran tan crueles y rudos como ellos, y tampoco pedían morada benigna.

Los reinos en la otra vertiente de la montaña se cansaron al fin de forcejear con ellos y los dejaron en paz.

—Son la gente subterránea aún no habituada al sol —decían con desprecio—. Deben haber salido por algún cráter. Hacer guerra contra ellos no da gloria en el triunfo ni humillación en la derrota. Prefieren suicidarse a trabajar para otros. Dicen que los manda una hechicera, igual que a las primeras tribus que migraron del Norte. Nunca serán demasiados, por fortuna: la barbarie se los irá comiendo.

Lo único hermoso que había en el pueblo era la Doncella de la Encina, nadie pudo tocarla; parecía sellada por un extraño destino, abroquelada por dioses vigilantes e insomnes. El viejo cacique, su padre, se enfurecía ante ese respeto general, pese a que él mismo lo sentía, sobrecogido por ignorar su origen, el cacique vivía temeroso de que se divinizara a su hija. El pueblo necesitaba dioses fuertes, imperiosos, insobornables ante las debilidades y los halagos; dioses que constantemente sometieran al hombre a pruebas dignas de los metales, para acendrar su temple. La muchacha ignoraba la crueldad. Ni siquiera parecía interesarse en el poder; esperaba, simplemente, su ingreso en la leyenda, ajena a las privaciones, a las angustias de su pueblo feo, segregado, regodeado en su propio sufrimiento.

Cuando dio a luz, el Pueblo de la Encina no tuvo vergüenza de regocijarse como había olvidado hacerlo desde hacía mucho tiempo. En la fiesta, los jóvenes jugaron a empujarse, como osos; los ancianos ensayaron danzas propiciatorias y una mujer recordó el fragmento de una canción, transmitida quién sabe cómo desde la época en que el pueblo vivió en paz, vigilado por el gran reino atrás de las montañas.

Desde entonces, el Pueblo de la Encina cedió en belicosidad y se conformó con su pobreza solitaria, infatuado y recio.

El cacique no logró sobreponerse a su cólera. Siempre había odiado a sus súbditos; los odiaba por su suerte de malditos, de salvadores de una manera de libertad que los apareaba a las bestias y les exigía fuerzas de las que sólo eran capaces los dioses. Los odiaba porque lo habían desobedecido cuando les ordenó dar muerte a la muchacha. El pensamiento de que los Cerbataneros, los que tocaban flautas, hubieran poseído a su hija, lo llevó poco a poco a la locura. Era una locura querida, silenciosa. Nadie supo si el viejo conservaba sana su mente y permanecía callado nada más para vengarse de su pueblo; lo cierto es que nunca volvió a pronunciar vaticinios ni a interpretar las claves de la tierra y del cielo, ni a señalar los días faustos para los ritos y las labores. Sentado, con las manos abandonadas sobre los muslos, la vista ahumada y fija, se dispuso a vivir indiferente mil años. Los chiquillos creían que era de piedra.

—¿Qué haremos? —preguntaba la gente—. ¿Qué haremos ahora, abandonados de su ciencia, su hechicería, su tutela de gobernante? ¡Ay! ¿Qué haremos sin él?

—¿Cuándo debemos sembrar? ¿Qué debemos rezar a nuestros dioses para que prenda el grano en el surco y nazca el sustento?

Entonces, la Doncella de la Encina salió de su mutismo y cobrando una vida prodigiosa, dijo:

—La luna asomará tierna a medianoche, pronto. En la madrugada siguiente hay que empezar la siembra.

La gente estaba perpleja.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo aprendí de mi padre.

Sembraron y cosecharon a su tiempo. Con las primeras mazorcas formaron un promontorio a la puerta de la casa de su protectora y quemaron copal.

—No recibiré veneración —dijo ella, severamente—. Soy una mujer, una madre igual a todas. Esa es mi fuerza, ese es mi destino. Si quieren convertirme en sagrada los abandonare. Necesitamos un jefe, brutal como ustedes. Una mujer los conduciría a la blandura. Un pueblo vale lo que sus varones; las mujeres somos las dueñas del ruego y de sus sombras, nada más.

—Está bien —dijeron.

Cuatro soles duró la competencia. Murieron los más débiles. El que ganó fue cacique. Le quedó el cuerpo constelado de heridas. Le pusieron por nombre Cuatro Rocas.

La Doncella de la Encina siguió interpretando los signos; nada más.

Sin embargo, daba claridad, como rescoldo que conserva la potencia del fuego hogareño e inspira fe en la perennidad de la vida. Una sola flor crecía en el pueblo y estaba en su patio. A veces regaba hojas de laurel o de retama por las calles, para perfumarlas. Cuando entraba en alguna de las casas, las mujeres se lavaban la cara y barrían el suelo que iba a pisar. Madre de las semillas, la llamaban.

El niño fue creciendo. Era alegre, haragán, curioso. Se metía inopinadamente en todas las casas y hacía reír hasta a los adultos viejos que ya no se dedicaban más que a fumar.

—Sabe cosas —murmuraba la gente.

Tiraba mal con la honda, la cerbatana y la flecha. Se cansaba pronto en los caminos y solía perderse en el bosque, correteando a los pavos y a los monos que se desplomaban de los árboles. Sus miembros eran delicados, incapaces de enérgicos quehaceres. Sin embargo, los muchachos de su edad no lo despreciaban porque sólo él inventaba juegos y les llenaba el mundo de portentos.

La Doncella de la Encina le hablaba mucho, antes de dormirlo.

—Tu madre soy. Dormía y desperté en ti, mi amado, mi aire, mi uña, mi pupila. De mi entraña te desprendiste y cual si fueras plantita has brotado y floreado. Pero eres pequeño y no cortarás el viento donde te detengas. Eres el último de una raza que escribía con pinturas y llevaba cuentas con siderales nudos y se envolvía para morir en telas deslumbradoras que tejieron las mujeres para la eternidad. De ellos te viene el brío y no de mí, que por ti me afano y me canso. Por ti corté mi sueño. Limpié tus inmundicias y la leche de mis senos te hizo espesarte. Pero eres pequeño y no cortarás el viento donde te detengas. ¿Qué haré para que dures y pelees y te propagues? ¿Qué puedo hacer, si sólo soy tu madre, la que maneja los enseres de tu casa, la que te llama piedra de jade y conejito gris para sentirte no crecido y retenerte inválido junto a mí?

El niño miraba extasiado la boca de su madre, de la que brotaban aquellas seguridades tiernas y sedantes, y sonriendo, se quedaba dormido.

Se llamaba Balam, sólo así. Tenía nombre de tigre.

La Doncella decidió pedir consejo a Antes, la gran abuela. Sin duda ella sabría qué hacer.

—No te vayas, señora de las semillas —rogó la gente—. El mundo ha cambiado. Dicen que los nuevos hombres violan a las mujeres y queman a los hacedores de leyendas. ¿Qué será de nosotros sin ti?

—Volveré —dijo la muchacha—. Así está escrito en los papeles pintados.

—¿Cuáles?

—Ustedes no los conocen. No les pertenecen.

Cruzó mucha tierra antes de llegar a la ciudad del pueblo del árbol rojo, y tardó mucho tiempo en el viaje porque llevaba al niño y debía rescatarlo con frecuencia de sus juegos entre el bosque y ajustar el paso a su fatiga.

La ciudad era una selva de pirámides chamuscadas y de cruces. Una ciudad desconocida, que ella evitó para no comprenderla. Acercóse de noche a la casa de Ixcayá, que continuaba apartada, ríspida, terca contra el descalabro de los años, como una señal frente al barranco.

Tocó suavemente la puerta.

Trancas y bultos fueron apartados. La puerta se abrió despacio; las paredes se estremecieron como si fueran a desplomarse.

—Entra —dijo una voz cascada.

La Doncella cargaba en brazos al niño dormido. En la oscuridad distinguió un tronco y se sentó, agotada. Tentaleando, con los ojos entrecerrados, el niño dirigióse al lecho de la anciana y se dejó caer de espaldas.

Antes encendió una antorcha en el fogón. La casa se agrandaba con sus destellos. Todo estaba en su sitio, aunque añoso y raído. Sobre el rescoldo, pendientes del techo, las mazorcas sagradas, las de la semilla. En un altar, sahumadas por el copal, las armas de los guerreros muertos. Olía a socavón, a templo y un poco a sepultura.

Antes se acercó al niño y estuvo mirándolo largamente, sin la menor expresión en el rostro. Clavó el hachón en un paral y se acurrucó junto a la muchacha.

—No te esperaba —dijo.

—He venido a preguntarte cómo hago para cuidar al vástago, al tigre de nuestra especie.

La anciana hizo un gesto despectivo y hosco.

—Está flaco y pálido —farfulló—. Debería ser más alto, para su edad, y más fuerte, para lo que le espera. Un hombre no se cansa.

La Doncella se sintió culpable y nada dijo.

—Sólo tú y yo quedamos —recordó la anciana con fiereza—. A nosotras debe prenderse lo que está llamado a florecer. Es preciso echar corteza, engordar las ramas y sorberle todos los jugos a la tierra. El musgo se parece al árbol donde está pegado.

—Gran abuela, temo no saber y no poder. Tú fuiste madre en otro tiempo, cuando había menos que lamentar y la ternura no rebajaba. Sólo tú eres capaz de enseñamos el odio y el amor, la cautela y la esperanza. Debes venir con nosotros, por el niño. Se llama Balam; así lo nombraron sus padres entre sueños.

Antes gruñó.

—No me eches tu carga porque no me corresponde. Cada vientre de mujer pare sus hijos, cada ojo de mujer llora sus lágrimas, cada mano de mujer entierra a sus muertos. Yo no saldré de aquí. Esta es mi casa. Esta es la casa de los que se fueron. Mientras yo permanezca aquí, nuestros dioses tendrán con quién conversar y el pueblo sentirá vergüenza. Por eso estoy agarrada a la vida y moriré tarde.

—¿Qué debo hacer, entonces?

—Sé juez y verdugo y enseñadora de verdades y de mañas, de traiciones y crímenes. No importa hasta dónde llegues. Este niño responde ante los huesos y los retoños, y debe juntar las potencias de los animales y las potencias de los hombres. Tu pueblo bárbaro lo escudará, porque lo presiente sagrado. Los bárbaros son lo único remoto y puro que nos queda, nadie puede salvarse aquí, en las ciudades malditas y ajenas. Los vivos están muertos; son los muertos los que están vivos y siguen los pasos de este niño con las cuencas vacías de sus calaveras.

Sonó una campana dos veces. Una oleada de metales flotó sobre la villa. La muchacha se incorporó, sobrecogida.

—Es la voz de los nuevos dioses —dijo Antes—. Marca el tiempo y nos lo arrebata; destruye la quietud y el pensamiento. —De pronto se crispó y miró en torno, como temiendo que todas las amenazas se materializaran y creptaran con sus cuerpos gelatinosos—. Partirás antes de que amanezca. Nadie debe verte. Y no vuelvas nunca. La lejanía es tu refugio y tu camino.

La muchacha le besó la mano. Trató de despertar al niño; pero seguía desmadejado, sonriendo en su sueño.

—Mi poquito de agua, mis pestañas, levántate —rogo.

Antes se acercó al lecho, alzó al niño por el cabello con una fuerza inverosímil y le dio un golpe brutal en el rostro con el envés de la mano. El niño se despabiló espantado, igual que si le hubiera caído el pleno volumen de una cascada fría.

—¡Fuera! —gritó la anciana—. Anda derecho, como hombre y cuida a tu madre.

Balam salió despavorido de la casa, sin apartar la vista de su abuela. No comprendía nada. Un mundo desconocido se abrió de golpe para él: el mundo del varón, del responsable, en que todo le quedaba grande.

—¡Fuera! —repitió la anciana con una trizadura en la voz, señalando conminatoriamente la negrura del campo.

La Doncella de la Encina agobió la cabeza y salió tras él.

—¿No es medida demasiado grande para nosotras, las mujeres? —murmuró, suplicante.

—Sí; pero ya no hay hombres capaces de dar esas medidas.

Antes cerró la puerta y volvió a atrancarla. Apagó la antorcha sumergiéndola en la ceniza del hogar y tendida en la estera, escuchó los pasos que se alejaban. Otra vez imperaba el silencio, demasiado silencio. Los fantasmas cotidianos tomaron sitio, hablando sin palabras, no querían morir, venían a comprobarla intacta, acusadora y tal vez a prever cuánto le faltaba para irse de la tierra. Antes, la gran abuela, no les temía; ya ni siquiera odiaba a quienes había odiado. Tan sólo eran huéspedes de la noche, y de noche nadie sino ella podía verlos. De este modo le parecía descargarse de sus años y no se contristaba por el curso de uno y otro sol y por los dolores que iban royendo sus huesos. La gente la llamaba la vieja loca de los barrancos, porque al considerarla loca se protegía de sus palabras terribles.

—Débil y esmirriado; se cansa y ríe. Y ella, cobarde —susurró. Apretando los ojos con violencia, busco el sueño y dijo como si estuviera rezando—: Cada agua es nueva, cada flor es nueva; cada hombre trae nueva la mirada, nueva la voz, nuevo el camino de su alma.

Lo hacía dormir sobre la piedra, escalar cerros por los rastros de las cabras salvajes, descender a los abismos aferrándose a los matorrales, cortar la leña más dura, cargar bultos que rendían hasta a los hombres fornidos; moldean barro y trenzan sogas para adiestrarse las manos. Lo obligaba a regalar lo que amaba, a mandar y a obedecer lo que era justo, a escuchar con inteligencia y a imponer su razón. Lo azotaba sin motivo y luego le daba la mano a besar. Lo engañaba para que supiera reconocer las trampas y destruía sus obras a mansalva, para que supiera reanudarlas y mejorarlas. Los guerreros más broncos le enseñaron las artes de la defensa y de la muerte. Pronto distinguió la injusticia y la cobardía, la soberbia y la ambición, el servilismo y el halago, hasta en sus aspectos más equívocos. Conocía la historia de los pueblos, sus exaltaciones y sus caídas. Contemplaba el dolor y la muerte con el pulso inalterado, y soslayaba los peligros aún a costa del daño ajeno.

A los quince años ya podía erguirse solo y cortar el viento.

Una irrefrenable curiosidad comenzó a acuciarlo. Lo llevaba cada vez más lejos de su tierra. Remontaba los ríos pescando y acosaba a los venados que iban hacia el altiplano. Sólo las veredas que se entreabrían en la dirección presentida incitaban sus pasos. Una vez encontró una trampa en tensión, disimulada bajo la hojarasca en el trayecto de los pumas. Largamente estuvo contemplándola; admiraba los resortes, las mandíbulas dentadas, la dureza y el pulimento del hierro. De pronto ladraron unos perros y tuvo que ocultarse rápidamente en la espesura. Otro día tropezó con un casco de guerrero cerca de un pantano, la única agua que había en varias jornadas a la redonda. Era el solo resto de quien se había echado de bruces, ávido y enloquecido probablemente, a saciar su sed; ni siquiera un puñado de cabellos, algún diente, el arma que pendía de su costado a lo largo de su caminata por la tierra extraña. Balam tomó el casco entre las manos. Estaba frío, hediondo a herrumbre y a algún olor represo imposible de definir. Después de examinarlo por todos lados, se lo puso lenta, casi ritualmente. El mundo aparecía por las almendras de los ojos como un lienzo desconocido, a la vez más estrecho y más profundo; entre las ramas y los tronconales, cortados por las lianas se abrían boquetes hasta inusitadas distancias, donde contrastaban los rayos de luz y las sombras, la verdura inacabable de la selva y los élitros tornasolados de los insectos. La respiración se oía cavernosa, ajena, y pronto se condensaba en humedad sobre la cara y empapaba el cuello.

—¿Quién eres? —preguntó Balam.

La voz rebotó en el casco y le invadió las sienes, las arterias de la garganta, el interior del cráneo.

El muchacho se arrancó el casco de golpe y lo arrojó al agua. Flotó un poco, se fue volcando e hizo un remolino al zozobrar. Balam volvió muchas veces al pantano; pero nunca trató de recuperar aquel fragmento del guerrero desconocido, capaz de posesionarse del caminante y extraviarlo entre ignotas visiones de la tierra.

Caminaba diez, veinte jornadas desde su casa, sintiendo la implacable atracción del mundo donde habían vivido sus mayores. Cierta mañana, un reguero de humo se disolvió en el curso del aire detrás de los collados. Balam subió apresuradamente hasta la cumbre de un picacho y tendió la vista a través del valle. El corazón le batía recio. El sol reverberaba en las cúpulas, en los muros de piedra, en los techos rojos de las casas. Allá en lontananza, por fin, estaba la ciudad.

Desde la cúspide, en línea recta, echó a andar sin titubeos por el camino que ya sabía su corazón.

Era ya noche cerrada cuando llamó a la puerta de sus ancestros. Antes lo sentó junto al fuego, le dio de comer y estuvo contemplándolo ávidamente mientras bebía chocolate.

Hablaron toda la noche.

Al pintar el alba se oyeron los pasos, metálicos cuando tropezaban con las gredas, fuertes si hollaban el polvo. Circundaron las viviendas de los servidores, los corrales y se detuvieron junto a la puerta.

Tal vez alguien había visto llegar al joven de la promesa y velaba su sueño; tal vez era una ronda ordinaria.

De pie, el ojo vivo, los músculos tensos. Balam aprestaba su cuchillo sin temblores. Antes adivinó su fuerza, su determinación y se sintió satisfecha. De entre las armas de la gente antigua eligió cuidadosamente una lanza y se la regaló a su nieto.

El tiempo estaba como detenido. De pronto, los pasos se alejaron hacia el barranco. Antes se precipitó a la puerta y la abrió de par en par.

—¡Mátalo! —dijo, sin volverse hacia el muchacho.

Balam salió pausadamente de la casa. Sorprendido por su atuendo y acaso por su juventud, el dios sonrió; entre un surco de sus barbas rojas lucieron los dientes sólidos, muy blancos. No sin comedimiento, como si se tratara de un duelo ceremoniosamente concertado desde hacía mucho tiempo, sacó la espada. Balam se detuvo un instante, encandilado por el brillo del acero y sin ejecutar movimiento que hubiese permitido al dios hurtar el cuerpo, arrojó la lanza. El dios dejó caer la espada y alzando las manos con ademán de preguntar o de rezar, se desplomó de cara al cielo, con la lanza ensartada en el pecho.

—Era necesario —dijo Antes con inocultable satisfacción—. Ahora ya no podrás volver nunca. Estarán esperándote para despedazarte en el tropel de sus bestias o para echarte a los perros o para colgarte del árbol que ya creció frente a su templo mayor. Ahora estás a salvo porque deberás permanecer entre tus salvajes, en la lejanía, como yo lo ordené. Querías ver y has visto. La anciana sonrió; ya no recordaba cuándo había sonreído por última vez. Perduraremos en tu estirpe —murmuró—. Los que se fueron de la tierra están contentos de ti; los que se fueron de la tierra están orgullosos de ti.

Balam no escuchaba; veía correr, tan sólo, la sangre del dios extranjero, una sangre brillante, alegre, igual a la de los hombres. Y a medio pecho sintió dolor, como si la herida fuera suya.

Era la primera vez que mataba.

Tenía dieciséis años.

—¡Ha vuelto, ha vuelto! —gritaba la gente por las calles.

Envejecida, disimulando la alegría en que se transformaron sus desvelos, la Doncella de la Encina lo recibió hierática.

—¿Qué viste? —preguntó con voz neutra.

Balam se limpió el barro, el sudor, las espinas y se sentó al lado de su madre.

—Cadenas para siervos, palacios para señores, moradas de una religión oscura, dioses que caminan por la tierra, ruido, hombres cobrizos que han perdido la voz, mujeres cobrizas que amamantan hijos de pupilas claras.

—¿Qué dijo tu gran abuela?

—Me tocó los brazos, las piernas, la espalda. Me miró los dientes, el sexo. Hizo que le contara la historia de algunos de mis antepasados y me llamó animal hediondo porque confundí algún nombre. Dijo que mi deber era aparejarme con muchas mujeres y sembrar muchas generaciones; que viviré en mi descendencia como mis padres viven en mí. Y dijo también que los hombres multiplicados por mi semen son los que tienen voz y despertarán algún día y se enseñorearán de la tierra de sus mayores.

Callaron largo tiempo.

—¿Qué significa esa profecía? —preguntó Balam.

—No lo sé —dijo la madre.

Callaron de nuevo.

—¿Qué más?

Balam se acercó a la puerta. Los hombres andaban de caza o en las labores. Los niños jugaban entre el polvo. Las muchachas acarreaban agua; por primera vez se fijó en ellas: eran hermosas.

—Al despedirme —dijo—, me regaló las flautas y las cerbatanas de mis padres, y sentenció: «Ahora ya no importa que cantes». ¿Qué significa esa profecía?

—No lo sé. ¿Volverás allá?

—No. Aquí seré salvo para el mañana. Además, he matado.

La Doncella de la Encina dejó de bordar. Sus ojos se nublaron.

—¿Es preciso matar? —preguntó, conteniendo un sollozo.

—Mejor es comenzar temprano, mientras tengo la disculpa de mis años. Después será distinto. Después me sentiré asqueroso y bestial. ¿No es eso lo que me has enseñado?

—Sí —repuso la mujer limpiándose las lágrimas de una sola vez con el puño cerrado.

De pronto sintió que la coraza opresora de su juventud y su ternura se desmoronaban en mil pedazos. Su hijo ya era hombre, y ella quedaba exonerada de su severidad de juez y de verdugo. De nuevo retornaba a su condición de madre, de joven señora sobre cuyo vientre habían dormido los Narradores, los Cerbataneros, los poetas, los que encamaban la leyenda más bella de las tribus.

—Mi pupila, mi pequeño jade, mis pestañas, mi criaturita… Descansa, ahora que sabes tu carga de redención y de esperanza.

El varón de la promesa abrazó amorosamente las flautas de sus padres y se puso a cantar algo que nadie le había enseñado, algo que circulaba por sus venas y desde la niñez dormía en su garganta.

—La flor, la risa, la aurora, el maíz, el sueño, el placer de la carne con que se propaga la especie, la voz guiadora de los dioses, alivian el llanto y dan certidumbre de estar sobre la tierra.