La entrega
Una esfera incandescente surcó los cielos varías noches, esparciendo fuego. Pálidas se vieron las constelaciones, la lechosa vía donde se ordenaban los astros punteros y augúrales. Unos pensaban que había estallado la luna y que jamás podrían los hombres volver a orientarse por la clave del firmamento. Los sabios dijeron que era una estrella encabritada por el desprecio de las demás; las estrellas alimentaban las mismas pasiones que los hombres. La gente se protegía la cabeza con las manos y cerraba los ojos con todas sus fuerzas, en espera de que algún bólido se desplomara de un momento a otro con desconocido estruendo.
En el techo del Palacio de los Jueces amaneció un pájaro más grande que las grullas y los pelícanos. Inmóvil, con los ojos perversos, señalaba los caminos cuyo fin era el mar. Su cresta parecía de metal y reflejaba chispazos de sol en los patios y en las calles. Tres veces al día graznaba, con algo de alarido y algo de sollozo, erizando a la gente con un calosfrío que dejaba en la espalda la sensación de una mano gélida.
Río abajo, procedentes de la selva, flotaban cadáveres de animales con la panza al aire, lustrosa y verde. Dos caimanes venían trenzados, quizá sorprendidos por la muerte en un feroz abrazo. En los troncos a la deriva agonizaban las crías, los insectos. Los zopilotes caían en parvadas sobre la carroña, en disputa por los ojos, los sesos, las vísceras, que luego devoraban en los tejados dispersando pestilencia. Uno de ellos alzó vuelo con una larga tripa.
El Palacio de los Huesos, cuya historia era inmemorial, prendió fuego sin que nadie le acercara brasa ni antorcha. Construido totalmente de piedra, desde una época en que aún no se creía en la longevidad de la madera, ardió mucho tiempo, sin embargo, como si almacenara estopa y resinas. Siniestra era su luz, móviles y fantasmales sus llamas.
—Es preferible la más negra oscuridad —comentaba la gente.
Los viajeros contaban que de pronto aparecían en los caminos seres con dos cabezas, enanos de cuatro brazos, deformes que brotaban costras y lloraban lágrimas rojas, monstruos leprosos con la cara reducida a gelatina. Por los desfiladeros, a la boca de las cuevas, entre la espesura del bosque, se escuchaban susurros, aves, rechinar de dientes, hálitos, risas dolorosas, palabras en lenguas desconocidas; notas de flautas labradas en tibias humanas, de esas que contaminan incurable tristeza y ganas de dejarse morir en la remotidad de las cumbres.
El portento más significativo era la silueta parda de la mujer, alta como palmera, que se deslizaba sobre las crestas de los cerros y a lo largo de las llanuras sin tocar el suelo, gimiendo y con el pelo enmarañado. De esta mujer ya hablaban las antiguas crónicas. Aparecía cuando el dolor del pueblo se desbordaba sin lágrimas de tanto ser dolor y desprecio por la compostura obligatoria para una raza con inconmensurable herencia de hambres y éxodos. Al oírla, algunos encanecían, otros echaban a correr despavoridos y no regresaban jamás; otros perdían la voz y hasta la voluntad de librarse del miedo. Lo nacido, lo frutecido, la preñez que era aval de la estirpe, todo lo que prospera y crece, perdía razón de ser cuando el llanto de la mujer desmelenada se dejaba escuchar en las noches, sólo en las noches, tan largas para aquel pueblo con horror al vacío y a la soledad de sí mismo.
Fueron convocados los mejores nigromantes de que se tenía noticia. Llevaban polvos, cristales, esqueletos de hipocampos, pájaros agoreros, sonajas hechas de calaveras, lábaros ornados con plumas de aves extinguidas, pócimas que hacían ensoñar y balbucir predicciones, esencias rastreadas en las necrópolis; papeles rescatados de incontables desastres, con remembranzas de otros malos tiempos.
Una curiosidad más fuerte que el temor mantenía a la gente clavada a las puertas de la ciudad para ver el paso de los nigromantes. Unos eran altos, flacos, con la solemnidad de sus sierras; otros cetrinos, nerviosos. La gente de campo y de jungla se comportaba en la ciudad como fieras acorraladas; otros tenían bocios, dedos unidos como los palmípedos, pupilas desvaídas que antojaban pasar paredes e introducirse libremente hasta los huesos.
Hablaban distintas lenguas, los que hablaban. Sin embargo, deliberaron quieta y largamente hasta llegar a un acuerdo. El mundo, dijeron, va a cambiar; así lo anuncian los signos funestos de que está anegado. Dentro de pocos días terminará el Ciclo, y todos los cabos de Ciclo son funestos y desconcertantes…
Los brujos sólo pudieron interpretar los agüeros hasta ahí, hasta las incógnitas, hasta el nacer de un tiempo entrevisto en su más nebulosa forma.
Los Señores y los sacerdotes se enfurecieron. Echaban espuma por la boca; les temblaban las manos a los Señores y a los sacerdotes.
—Torturémoslos, hasta que suelten el último jugo de sus mañas —decían unos.
—Sacrifiquémoslos —urgían otros—. Mienten con su silencio más que con sus palabras.
—Son ellos los que han infestado el mundo de pavor y de amenazas. ¿Quién sino ellos?
Son ellos los que gobiernan las lechuzas, los fantasmas. ¿Quién sino ellos?
—Los dioses.
—Los dioses no pueden crear ni permitir ocurrencias que hacen perder la fe en ellos.
—¡Que mueran!
Algunos, más reflexivos, recordaron que nadie sino los adivinos interpretaban los portentos malos y conocían los ritos para conjurarlos. Había momentos en que los justos y los buenos eran inválidos. Tal vez la oscuridad ahora cerrada se aclararía; tal vez pronto iban a dar los magos las fórmulas y las soluciones…
—¡Que mueran!
Pero los brujos conservaban aún su poder de desvanecerse y se desvanecieron de la sala donde los tenían recluidos para sus conciliábulos. Ni un puñado de ceniza, ni siquiera un hilo de sus túnicas fue encontrado.
Los augurios se obstinaban en invadir la tierra, espesos, impenetrables.
—Que digan su palabra los sacerdotes —resolvieron los Señores—. ¿Para qué sirven, pues, si nos dejan abandonados en nuestros instantes de mayor aflicción?
—Los sacerdotes forman parte de la religión, no de la brujería. Se enojarán los dioses.
—Los dioses ya están enojados. Ahora corren nuestra misma suerte. Los sacerdotes deben iluminarnos, reconfortamos.
—Su misión no es dar esperanzas, como los curanderos, no queremos seguridad de mejores tiempos; queremos saber la verdad de nuestro destino.
Los sacerdotes inauguraron el templo mayor, que aún olía a húmeda argamasa. Se reunieron justo a la hora propicia, la de difíciles conjunciones, y pensaron. Ahí estaban todos: el Poderoso del Pedernal, Siete Espinas, Negro Escorpión, Hundido en el Agua, el Marchito de la Quebrada, el Sonajero Nocturno, Trece Máscaras, el Durmiente de la Ocarina, el Avasallador de Relámpagos… Todos, cabeza y continuidad de las tribus, despiertos los sentidos, la memoria apercibida, la fe tambaleante en sus propias facultades.
El pueblo esperó acongojado, en vilo, hasta que el humo sacrificial y la sangre que se deslizaba por la escalinata anunciaron que ya había respuesta.
Desde el pórtico del templete perdido entre las nubes, el Gran Brujo del Agua alzó los brazos y gritó:
—Esta es nuestra palabra. Este es el mensaje de los dioses del reino. Los prodigios son funestos. Vendrán dioses que tengan sed de nuestras lágrimas y nos convenzan de que hay que ser desgraciados para ir a los cielos.
Eso fue todo lo que dijo, y entró de nuevo en el templo.
La gente pasó del desconcierto al júbilo y del júbilo a una conciencia todavía más descarnada de que el tiempo, los ritmos de las cosas, la noción de pertenecer, los mensajes del universo, la división entre el ayer y el mañana, estaban en suspenso. La sociedad continuaba mutilada, tentaleando senderos invisibles, huérfana de sus muertos y sus divinidades. Los sacerdotes, los magos, los ciegos, los agonizantes, los poetas, los vagabundos, los jorobados, nadie sabía nada.
Entonces el temor a la muerte se volvió idea fija, martirizante. La muerte era una escapatoria, un acto de irresponsabilidad y deserción. Era dejar al pueblo abandonado, inválido ante lo desconocido que se avecinaba. La vida era una complicidad indispensable. Se perdonaba el miedo, los sobresaltos, la angustia, la herejía, la fe descalabrada, la sensación de invalidez, todo, con tal de que se mantuviera la fraternidad, la solidaridad ante los misterios que anunciaban los prodigios, los viejos papeles, los clarividentes, los sacerdotes.
Una serpiente mordió a un hombre junto al arroyo. Muchos eran los sortilegios y las hierbas que se aplicaban en esos casos. Los enfermos morían generalmente, babeando, sudando amarillo, con los ojos endurecidos y los miembros agarrotados por los últimos espasmos; se les enterraba, se les lloraba un poco y luego se les olvidaba, como a los demás muertos. Pero esta vez el pueblo entero se agolpó en la casa del envenenado. De su agonía lo rescataron chupándole la herida, soplándole en la boca, calentándolo a cuerpo desnudo, mordiendo serpientes por mitad, invocando a los dioses en una desesperación irrecusable. La multitud repetía entre suplicante y autoritaria:
—No te mueras, no te mueras…
Cuatrocientas doncellas bailaron noche y día una danza imperatoria y los músicos tocaron melodías de alumbramiento y cosecha mayor.
El enfermo no murió. Caminaba con extrema lentitud, alucinado por cada uno de sus pasos, por cada movimiento de sus manos, por las cosas todas, frente a las cuales permanecía en angustiada quietud. Hacía preguntas sin respuesta y se encolerizaba por tener que insistir inútilmente. Contaba recuerdos por nadie compartidos e historias que acaecían en tiempos y espacios cuya intrincación sólo aceptaban los niños. Los perros le tenían miedo y sus pasos dejaban leve huella. Una mariposa se le posó en el hombro y cayó disecada para siempre. Confusos y reservados, los zahoríes rehusaban predecir su fortuna. Rodeándolo, sabiéndolo rescatado, el pueblo afirmó su cadena de eslabones completos, y se sintió menos hábil y vulnerable.
De pronto, las mujeres dejaron de compartir la incertidumbre de los varones. Los repelían en el lecho y se fugaban en ensoñaciones cuando ellos hablaban de sus cosas. Desde lejos se miraban unas a otras; bastaba eso para que entre ellas creciera el encubrimiento, la secreta comunicación. Las tejedoras, las hilanderas, las que peinaban a los niños, las que preparaban los alimentos, solían quedarse ensimismadas largo tiempo, cual si el universo entero estuviese lleno de mensajes sólo para ellas audibles.
Las mujeres del reino miraban hacia la costa, en la misma dirección que el pájaro agorero instalado en el techo del Palacio de los Jueces. Ellas descubrieron que las abejas, los mantis, las langostas, los pájaros, volaban en sentido contrario, hacia las selvas y las nieves cordilleranas. Extasiadas, seguían la trayectoria de los enjambres, de las parvadas, de los gavilanes y las águilas solitarias, hasta que los perdían de vista. Luego sus ojos se fijaban de nuevo en los caminos de la costa.
Las mujeres del reino se remozaron. Parecían haber olvidado los incontables días en que el pueblo sufrió las peores laceraciones de la derrota; parecían haber olvidado la degeneración de las costumbres, el rebajamiento de las mercancías, la irrupción de los soldados y de los cobradores imperiales, los nuevos templos por completo ajenos a la fe de su propia estirpe. A medianoche se incorporaban en sus esteras sonriendo, se cubrían la desnudez con las mantas y miraban hacia la costa. Habían vuelto colores a sus mejillas, luminosidad a sus pupilas, cadencia al paso, avidez a la respiración, turgencia a la carne, gracia al adorno.
Los hombres redoblaron su apremio para acostarse con ellas, para rescatarlas a la jerarquía de la familia. De no haber sido hombres les habrían suplicado que volvieran a ser las de antes: mansas, poseídas, borradas, sin sueños propios, sin soledades herméticas y hoscas.
Pero los hombres no podían suplicar sin que se derrumbara una tradición remontada hasta la primera noche de los tiempos, en que dioses varones habían resuelto crear a la humanidad capaz de agradecer. Tampoco podían golpearlas ahora; de un modo confuso, torpe, los hombres adivinaban que la fuerza mal podía remediar su invalidez, su extrañamiento, su evicción de los tronos patriarcales.
Los hombres se fueron exasperando poco a poco. Olían a semen y a humores coléricos. Aventaban los alimentos, pateaban a los animales, cortaban las sogas al encontrar la menor dificultad de deshacer los nudos, escupían sobre todo lo limpio y cazaban de la mañana a la noche, amontonando por gusto presas que ni siquiera recogían. Los hombres ya no podían pensar y tampoco se atrevían a consultar sus problemas entre sí, porque era indigno de ellos elevar a las mujeres a la magnitud de preocupación. Se evitaban unos a otros para no reñir y con ánimo de hacerles daño buscaban a sus niños, que vivían escondidos en las cuevas.
—Nuestros padres están embrujados —susurraban los niños.
—Nuestras madres están embrujadas —susurraban los niños.
Corrió la noticia más velozmente que las avalanchas, más velozmente que los ríos henchidos por los aguaceros.
—Han llegado, han llegado los dioses.
—Llegaron del mar.
—Vienen en casas que flotan.
—Vienen en balsas de serpientes.
—Vienen en islotes entretejidos por las aves marinas.
—Azules tienen los ojos.
—Doradas y largas las barbas, conforme está predicho.
—Vienen en balsas de serpientes.
—Dicen que huelen a tigre.
—Sonora, terrible es su voz.
—Hablan demasiado fuerte, como los truenos.
—La saliva les moja los labios cuando hablan.
—Pisan recio. Hacen ruido al andar.
—Hacen ruido al moverse. Siempre hacen ruido.
—Caminan en cuatro patas.
—Tienen dos cabezas: una redonda, como la gente, y otra larga, como los venados.
—Injurian a sus dioses.
—Llegaron del mar.
—Comen fuego, nada más.
—No: comen oro. Sólo oro comen.
—Están cubiertos de metal y de cuero.
—Y el resto de pelos.
—Sólo comen oro. Escupen los otros alimentos, y se enojan cuando se les dan.
—Llegaron del mar. Pronto estarán aquí.
—En una mano traen la cruz y en la otra la espada. La cruz es de madera; la espada, de metal.
—¿Para qué sirven la espada y la cruz?
—Para matar y para salvar.
—Traen una mujer en sus estandartes. Una mujer rodeada de estrellas. Una mujer triste.
—Traen un hombre en sus pendones. Un hombre cubierto de llagas. Un hombre triste.
—Ya lo dijeron los sacerdotes: «Vendrán dioses que tengan sed de nuestras lágrimas y nos convenzan de que hay que ser desgraciados para ir a los cielos».
La gente miraba en derredor, el cielo, la lejanía, los templos recién edificados. Todo era sospechoso; de cualquier parte podrían surgir monstruosidades, trastornos de la materia y del ritmo. El orbe, no obstante, parecía lacrado. En vano oteaban en busca de anunciaciones. Desde que se supo el desembarco de los dioses cesaron los prodigios funestos. El tiempo empezó a fluir lógico, sensible, el ayer fue distinto al mañana, y el hoy tuvo principio en la aurora y fin en el crepúsculo. Se restituyó la gravedad, la noción de pertenecer, el curso del río, las albricias por los hechos faustos y el renacer de las plantas y la preñez de los animales.
Una muchacha, un niño y un anciano cayeron gravemente enfermos a la misma hora. Larga fue su agonía, y sus muertes simultáneas. Nadie se aglomeró en la casa de los enfermos. Se fueron del mundo en paz, igual que se habían ido millones de otros hijos del árbol rojo cuando los tiempos eran normales.
Los curanderos hablaron de peste y apremiaron al pueblo a huir a la sierra. Pero el pueblo no les hizo caso.
Había vuelto al reino la conciencia justa de la muerte. Ya nadie le tenía miedo.
La embajada de los Tucur llegó precipitadamente. Sin petulancia, sin amenaza ni astucia, convocó a los Señores y les pidió ayuda.
—No son dioses —dijo Memoria de Zorra, que parecía muy viejo y atribulado—. Son hombres, rapaces, bárbaros, que vienen a someternos a su imperio. Vienen a destruimos a todos, a saquear, a raptar a nuestras mujeres, a repartirse nuestros campos, a construir sus templos con el polvo de los nuestros.
—¿Cómo sabes que son hombres? —preguntó fríamente Atabal.
—Porque buscan riquezas.
—No basta.
—Porque traen armas de fuego y matan.
—No basta.
—Porque se escarban los dientes y defecan.
—No basta.
—Porque no respetan a los Señores ni a los sacerdotes.
—Tampoco ustedes los respetan.
—Porque quieren imponemos sus dioses.
—También ustedes los imponen.
Memoria de Zorra se pasó la mano por la cara, como para removerse una máscara patética o un cansancio abrumador. Irguióse lentamente y puso ante los Señores un envoltorio. Sus ayudantes lo abrieron y apareció una cabeza exangüe, lívida. Enmarañado, ensortijado, casi rojo tenía el pelo; azul la mirada, ya opaca. Memoria de Zorra alzó la cabeza por el pelo y la arrojó a los pies de Atabal.
—Son hombres, porque mueren —dijo con voz ronca.
Los Señores se acercaron espantados a ver la cabeza. Nadie la tocó. Mucho tiempo estuvieron examinándola.
Al recobrar su compostura, Atabal con Distancia cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Qué es lo que quiere el imperio? —preguntó.
—Que se organicen inmediatamente tus ejércitos, que ocupen posición en el camino de la costa y que hagan guerra contra los que vienen.
—¿Cómo se llaman?
—Los dioses.
—¿Y no dices que no lo son?
—Los pueblos así les llaman.
El Señor guardó silencio.
—Deliberaremos —dijo.
—¿Cuándo tendré respuesta?
—Cuando la acordemos.
—¿Cuánto demoraréis?
—Debemos consultar a los otros reinos.
—A todos ellos han partido ya nuestras embajadas.
—Debemos consultar a los otros reinos.
Memoria de Zorra se esforzó por hacer una reverencia digna.
—Bien. Esperaremos —dijo.
—Ustedes son nuestros huéspedes. Los alojaremos en el Palacio de las Leyes.
—Agradecemos el honor.
—¿Quieren muchachas para su placer? —dijo Atabal, y cierto dejo de amargura y de rencor se notaba en sus palabras.
Memoria de Zorra percibió la intención, duplicó sus esfuerzos para no perder la elegancia y respondió:
—Dormiremos solos.
Hombres de zurrón peregrino surcaban las montañas en todas direcciones, llevando y trayendo mensajes, propuestas, indagatorios. Las capitales de los reinos nada contestaban en definitiva; estaban entregadas a un desbordante alborozo, igual que cuando amainaban las pestes y salían de las casas los supervivientes, ávidos de enterrar a la muerte y de arrojarse al desenfreno de los sentidos y de los deseos largamente abotagados. Unos sacerdotes se atrevieron a calificar de chapucera y mestiza la arquitectura de los Tucur, su obra más definitiva y ostentosa. Un Señor de la costa se tatuó la cruz en la frente. Los jóvenes rompían las flechas y de noche asaltaban las misiones imperiales. Habían asesinado a unos embajadores del imperio Tucur. Todo ello formaba parte de la alegría sin límites. Los capitanes de los pueblos no encontraban tiempo para tomar decisiones.
Finalmente se fueron reuniendo los informes. Los mensajeros revelaron que los reinos no iban a pelear junto a los Tucur.
Conteniendo mal su júbilo, Atabal con Distancia lo comunicó así a los más altos Señores.
Pero Frente Alta le salió al paso, y con inhabitual calor dijo que el reino era de los que no rompen alianzas. En la defensa mutua iban la perpetuidad de las castas, la conservación de las riquezas y del poder. Divididos, los reinos caerían uno tras otro.
—No puede hacerse guerra contra los dioses —dijo Atabal.
—¡No son dioses! —rugió el anciano Tziquín—. Son hombres, pobres, voraces, avaros, sucios hombres. Ya vimos su cabeza, su sangre coagulada. Los mensajeros nos contaron cómo se echan sobre el oro y lo acaparan y se lo guardan en el cuerpo hasta que no pueden caminar. Hoy depredan allá abajo, mañana se llevarán lo nuestro, nuestras plumas de gala, nuestras joyas, los tesoros de los templos. Destruirán nuestras artes, introducirán buhonerías en nuestros comercios, borrarán nuestra historia de los tableros.
—Ya sabemos lo que pasa a los vencidos.
—No seremos vencidos. Ellos no llegan a un millar y aquí hay ejércitos como para cubrir la tierra. Detrás de cada árbol, entre cada matorral, copando los alcores y las peñas, podemos situar un guerrero. Rodearemos a los bárbaros y los aniquilaremos.
—Si fueran tan débiles no habrían venido los Tucur a implorar nuestra ayuda.
—En la guerra nada debe arriesgarse. Con altanería no se aseguran los triunfos. Debemos actuar unidos. Somos del mismo tronco, de la misma sangre.
—Pero ellos no son hombres; son dioses —dijo Atabal.
—¡Tú no puedes creer en eso! —chilló Tziquín—. Has gobernado demasiado tiempo para ignorar lo que representan la división de los aliados naturales y el acobardamiento a la hora suprema, la credulidad en las patrañas que propala el enemigo como estratagema.
—Llegaron del mar. Son dioses —repitió incoloramente Atabal con Distancia.
El viejo Tziquín barruntó que los demás Señores no habían tomado partido aún; que se libraba una lucha sorda y enconada contra él y el cabeza del reino, y que era inútil continuar argumentando y convenciendo. La decisión no era fácil. Se necesitaba una nueva presión. Tziquín estaba convencido que los papeles se habían invertido en el cenáculo. Él era ahora quien anunciaba la verdad y externaba exactamente su pensamiento; Atabal con Distancia obraba con resentimiento, representaba una parodia sin lealtad para los intereses del pueblo. Al conseguir probarlo, Tziquín lo destronaría, lo haría matar y remaría indisputadamente. Como un relámpago se le representó la escena: vencedores, los Tucur tomarían despiadadas venganzas, aniquilarían a los cobardes y a los desertores, entrarían con toda pompa en la dudad y lo instalarían en el trono por haber salvado la alianza. En picas, coronando nuevos templos, se exhibirían las cabezas peludas de invasores para eterno escarmiento. No eran dioses. No existían los dioses. Los dioses habían sido inventados por los hombres. Tziquín era muy viejo y lo sabía.
—Bien —dijo serenamente—. La decisión no es fácil. Pido a mis padres, mis mayores en sabiduría y discreción y prudencia, que se posponga el fallo hasta mañana al amanecer.
Los más altos Señores estuvieron de acuerdo.
Al salir del palacio, Tziquín miró de soslayo a Atabal; le pareció que sonreía.
Los vasallos de la casa de Tziquín se diseminaron por la ciudad. Dijeron que los Señores querían someterse a bárbaros, que secretamente andaban en tratos con ellos. Y pasearon la cabeza del invasor, de calle en calle, de casa en casa, para que todo el mundo la viera y la tocara y oliera podredumbre.
—Vean, véanla todos. No son dioses.
Los dioses siempre habían salido de las aguas, del fuego, de los vientos, de la médula de los árboles, de las piedras. Los dioses no tenían cuerpo ni se posaban en la tierra. Los dioses no eran de substancia que transcurre y comían llamas, aroma de flores, humo de inciensos, preces, agradecimiento. Los dioses verdaderos no comían oro…
—No son dioses.
Los hombres estaban descompuestos por la furia. Nunca se habían encolerizado tanto. Odiaban a esas sombras, a esos seres que hacían soñar a sus mujeres. Los odiaban aunque fuesen dioses, aunque tuvieran que perecer indefectiblemente bajo sus rayos y sus patas sonoras y metálicas.
En pocas horas la ciudad estaba revuelta con incendios y destrozos y catervas que golpeaban y aniñaban las paredes.
—Los Señores nos engañan.
—Han envejecido, han perdido los redaños.
—Son indignos de su pueblo.
—¡Ay! ¿Dónde está Siete Cañas?
—¡Ay! ¿Dónde está la Casa de Ixcayá, la noble Casa de los robustos, de los inquebrantables, de los que no sabían mentir?
—¿Dónde están nuestros jefes, nuestros conductores, nuestros padres, nuestros jóvenes abuelos?
Apretadas turbamultas llenaron las calles, las plazas y rodearon el palacio del gobierno.
—¡Guerra, guerra! —vociferaban.
En la madrugada, cuando se reunieron de nuevo los más altos Señores, la discusión fue parca y seca, casi rutinaria.
Encendieron la hoguera, esparcieron la ceniza, golpearon siete veces el suelo con sus insignias y declararon:
—Habrá guerra.
Memoria de Zorra escuchó el veredicto conmovido, haciendo unciosa genuflexión. El sol todavía era tierno cuando emprendió el retorno a la capital del imperio a toda prisa.
Frente Alta Tziquín se acercó a Atabal con Distancia y mirándose las uñas, dijo:
—Ganaremos. Y no se olvidará tu valioso concurso.
Atabal se crispó sobre el trono, se repuso y contestó:
—Tú no crees en los dioses; por eso no pueden ayudarte. Tú no crees en los pueblos; por eso no reinarás sobre ellos.
—Ganaremos —repuso tutelarmente Tziquín.
—No. Tu historia y la de los tuyos ha terminado. Ganaremos nosotros.
—¿Perdiendo?
—Perdiendo, esclavizándonos, muriendo; poco importa. No hay sacrificio largo para saldar cuentas con los Tucur.
Tziquín se alzó de hombros.
—No hablas ya como gobernante sino como muchacho de la Casa de Estudios —dijo.
Y envuelto en su manto recamado, salió del palacio en andas.
Los guerreros ya no tuvieron tiempo de avanzar hacia la costa. Los «dioses» venían subiendo al altiplano con la velocidad del viento, hoy pernoctaban en los cacaotales o junto a las Siete Lagunas; mañana ganaban las pinadas, el nacimiento de los ríos, las punas esteparias. Cuando llegaban los espías destacados en las atalayas, con los pulmones a punto de estallar por la fatiga, sus noticias ya no eran válidas. Ni siquiera podía saberse cuál era el rumbo de los invasores, pues una vez escalaran la cumbre de la sierra podrían escoger caminos hacia cualquiera de los reinos interioranos.
Los estrategas resolvieron acuartelar a sus huestes en la ciudad. Acumularon víveres, piedras, sacos de culebras y alacranes; arrasaron las siembras y hasta la menor brizna aprovechable en los alrededores, segaron los manantiales, envenenaron los pozos y entonando himnos funerarios y guerreros ensayaron la sonoridad de los tambores, la lucidez de los caracoles, y esperaron.
Los dioses pondrían sitio a la ciudad, que como todas las del reino estaba defendida por barrancos y montañas ríspidas. Iban a elegir esa ciudad, precisamente; así estaba escrito. Mientras se amenazaba al enemigo por diversos puntos, dando la apariencia de arrollarlo, los Tucur lo aplastarían por la retaguardia. No quedaría vivo uno solo; les triturarían hasta las entrañas, para que la lluvia borrase toda huella de su paso. Nadie debería hallar jamás el rumbo hacia los sitios de donde partieron, ya fuesen dioses, monstruos o salvajes.
En el puente cercano a la casa de Ixcayá, que era donde se dilucidaba siempre la decisiva batalla con los invasores, apostaron a ochocientos guerreros escogidos. Dedicaban añoranzas a aquellos héroes que morían sonriendo, los que adornaban las leyendas del pueblo; Jaguar de Montaña, los Cerbataneros, los ancianos de más remotas generaciones, notables por su fiereza y su sabiduría, en su nombre prometieron combatir. Lumbre les chisporroteaba en la mirada; seguras, ansiosas, sin temblores, diestras, sus manos apretaban los arcos, las hondas, las macanas, las lanzas, las cerbatanas adornadas con plumas de colibrí. Mar de fuego eran lo penachos, las frentes erguidas, los ojos de los ochocientos guerreros escogidos. Frisaban todos en los veinte años y nadie albergaba pequeñas ilusiones, modestos sueños de morir como los cualquieras. En verdad, reconfortaba el corazón tan grande ánimo; tanta gallardía, tal emulación de ancestros sin cuento, fijadores de medidas sobrenaturales de valor y disciplina.
El último vigía sólo llegó a morir, reventado por la carrera.
No se había extinguido aún su aliento cuando se percibió la nube de polvo. Era alta, gruesa y avanzaba como el huracán.
Luego se oyó el estruendo, igual a un millón de rocas vomitadas por volcanes. Se desgajaban los árboles, se partían las ramas; chispas salían de los caminos, chispas que incendiaban los matorrales y provocaban la estampida de las fieras y de los pájaros.
El nubarrón se detuvo a la otra orilla del barranco, cerca de la cabeza del puente que custodiaban los ochocientos guerreros escogidos.
Las primeras formas se esbozaron entre el polvo. Eran monstruosas, altas, móviles, incomprensibles. Figuras humanas totalmente cubiertas de hierro remataban en unos venados descomunales que emitían bufidos. Estas bestias sudaban una espuma que caía a gotas y se quedaba prendida en las piedras y en las hojas. Con las patas abrían agujeros. La tierra se desgajaba, se plegaba a cráteres, como si un hormiguero rojo brotara de golpe a la superficie.
Algunos eran iguales a hombres, solo la mitad de los demás. Sofrenaban con cadenas a unos perros gigantescos, con los pelos hirsutos, los colmillos tan largos como dedos, la lengua de fuera azotándoles el pecho musculoso y ancho. Los perros gruñían, sofocados por los collares de pinchos, pugnando por arrojarse sobre la gente enemiga. Inyectados tenían los ojos, anegado de saliva rala que les escurría por las comisuras.
Un estentóreo acorde de metales recorrió la ciudad. Eran las trompetas de guerra, la voz de mando, la primera palabra de los recién llegados. El eco rodó hacia los montes imperativa, largamente.
En seguida los «dioses» clavaron su estandarte de cara a la capital del reino. En el estandarte había una mujer rodeada de estrellas, una mujer triste.
Los guerreros del reino se repusieron pronto. Todos sus timbales, sus tambores de madera, sus caracoles sonaron juntos a lo largo de las murallas, en lo alto de las torres y de las pirámides. Era ésta también una voz imperativa, la voz del pueblo del árbol rojo, y también emitió ecos hasta la serranía.
La nube tomó anchura. De vez en cuando se columbraba entre el polvo el destello de una espada, el hocico de un perro, la cabeza peluda de un dios.
Luego fue el silencio, preñado de amenazas, el silencio más largo de la historia.
La puerta de la casa de Ixcayá se abrió. Una mujer salió con el cabello suelto y los senos al desgaire. Era Ala, la joven mujer de Ixcayá, el señor de la gallardía y la pureza.
A menudos pasos caminó junto al barranco hasta llegar al puente. Los ochocientos guerreros se apartaron como sonámbulos, sin dar crédito a sus ojos.
La mujer cruzó la tierra de nadie, solemnemente. Una sola vez se volvió a contemplar con una última mirada la ciudad. Las oriflamas tremolaban gallardamente en las murallas, en los torreones, en las astas del honor. Un hilo de humo azulado se elevaba desde la cúspide del templo mayor. Bajo sus plumeros, sus diademas, sus cascos distintivos de señoríos, los rostros de los guerreros traducían el más completo desconcierto.
Ala se dirigió sin titubeos al pie del estandarte y alargó la mano, con gesto de entregar la llave del reino, el secreto de sus viejos papeles, la voluntad de existir, el recuerdo de lo que había sido.
Instantes después se la tragó el polvo.
Un solo estruendo se levantó de la ciudad. Parecía que la hubiese herido en la frente la patada del Dios de Una Pierna, el forjador de cataclismos, el padre de los continentes y de las islas.
Eran las armas de los guerreros. Eran las armas que los guerreros dejaron caer juntas, antes del sollozo más terrible que han emitido los hombres.