La última profecía
Sordo, porfiado, el estruendo de las construcciones invadía la usual serenidad del palacio de las vírgenes: gritos acompasados de hombres que arrastraban rocas sobre polines, tumbos de moles que rodaban hasta caer como si horadasen la tierra, órdenes bruscas que precedían a los latigazos, el alarido de algún trabajador prensado entre dos paredes en derrumbe, golpeteo de cinceles y martillos arrasando la vieja fe y esculpiendo la nueva en los tableros de los templos, tropel de muchachos cuya algarabía de algún modo recóndito y doloroso estaba fuera de lugar y de tiempo. El polvo se espesaba en las superficies, en los poros, sobre los alimentos y los objetos del culto; el polvo se esparcía como un pasado disuelto irremisiblemente.
—Hace cuarenta y cinco días que huyeron los pájaros y los cantos —se lamentó una Anciana.
Sus compañeras examinaron el cielo amargamente y asintieron en silencio, con cierto aire de grandes búhos.
Preocupadas vivían las Ancianas del convento. Los extranjeros siempre eran bárbaros y los bárbaros siempre se llevaban a las mujeres. Así se venía repitiendo desde inmemoriales épocas en todos los reinos: los que ganaban las guerras quedaban con hambre de mujeres y en ellas, como granos de cacao, cobraban los tributos. A los hombres les placían las vírgenes y muchas de ellas estaban en el convento. Cada paso que resonaba en los contornos paralizaba el corazón de las Ancianas y juntaba sus miradas en el portón, apenas custodiado por los símbolos de los lugares santos y por la figura soñolienta del Incompleto.
Las muchachas cumplían sus tareas con docilidad, ensimismadas y poseídas por el fuego del arrebato, ignorando el riesgo o demasiado seguras de que sólo iban a ser inmoladas con todos los requisitos sacrificiales, tal como les habían enseñado a anhelarlo a través de su duro aprendizaje. Danzaban con los ojos entornados, la sonrisa cuitada, los miembros laxos ejecutando los movimientos con propiedad y lenta gracia. Recitaban sus plegarías en un mismo tono agudo, muy bajito porque los dioses se habían acercado a ellas desde que era más infausta su condición. Y si de noche alguna lanzaba un grito de esos que cortan el cuerpo, las demás parecían no escucharlo o en realidad no lo escuchaban, agotadas por el cansancio y los ayunos.
Sin embargo, las Ancianas vivían angustiadas. Los víveres escaseaban en el mercado, las matronas de las Casas Grandes perdieron la devoción de llevarles ofrendas y los sacerdotes no respondían a las apremiantes convocatorias que les enviaban todas sus dependencias.
—Hace cuarenta y cinco días que huyeron los pájaros y los cantos.
Nadie parecía ocuparse de la Casa de las Vírgenes allá afuera. Las Ancianas consiguieron serenarse para tomar una resolución: convocaron a las enclaustradas y a cada una le confiaron un cuchillo de obsidiana.
—Esta es arma de purificación y de salvación —les dijeron—. Llévenla con ustedes noche y día. Ustedes pertenecen a los dioses y nadie debe arrebatarlas de su seno.
Con un pincel mojado en tinta blanca les marcaron el sitio del corazón a las que no lo conocían. Algunas se sorprendieron de que estuviera tan cerca de sus pechos. Otras recordaron, de pronto, que aún las abrumaba el cuerpo y se sumergieron en apresuradas contriciones para olvidarlo.
Era noche cerrada cuando llamaron al portón. Ninguna de las Ancianas dormía. Salieron de sus celdas a un tiempo, trenzando las manos hasta martirizarlas y se miraron sin saber qué hacer. La noche nunca podía traer nada bueno para una casa como aquella. La llamada se repitió con premura. El Incompleto abrió el portón y una figura alta, magra, de andar descompuesto, penetró sola en el recinto. Era el Gran Brujo del Agua, supremo sacerdote del reino; cargaba con visible esfuerzo un bulto tapado con su manto.
Largo tiempo estuvo hablando a solas con la Gran Anciana y cuando salió llevaba las manos vacías.
Al día siguiente, las Ancianas celebraron una solemne ceremonia y declararon que un numeroso grupo de las vírgenes ya estaba listo para el sacrificio.
Corazón Pequeño figuraba entre ellas. En el sosiego de su último confinamiento trató de comprender lo que ocurría. Los himnos festivos del acto consagratorio ocultaban algo lúgubre, muy diverso de lo que tenía prometido para las vísperas de su sacrificio. Ella no se encontraba lista para morir de una manera tan honrosa. Aún sentía la presencia avorazada de los senos como ansiosos de dar y recibir, de ser simplemente, para lujo de su cuerpo y pretexto de vanidad; la piel acariciada por el estuco fresco cuando se prosternaba en el patio a recibir el sol de lleno; la diferencia física entre la penumbra que invitaba al recogimiento en las cámaras y la claridad radiante del día, que a través de invisibles escalones la transportaba a espejismos de agua limpia y corolas picoteadas por los gorriones y circundadas por el vuelo monocorde de las abejas. Ya no llevaba cuenta del tiempo transcurrido en su preparación y en sus afanes de obediencia; recitaba de memoria los atributos de cada divinidad, las plegarias, las letanías de autorrebajamiento. No se consideraba, empero, libre de dudas y miserias, ni de soberbia para buscar razón a los designios de los dioses. Las Ancianas habían ido descendiendo paulatinamente desde los altos tronos en que las imaginó al ingresar al retiro, hasta el mismo suelo que pisaban las muchachas. El ronquido de una invadía el patio todas las noches; otra estaba reumática y se llevaba la mano al costado como cualquier paciente; la de más allá se enfurecía porque su bebida matinal se enfriaba en camino del refectorio; una de las más viejas amaba el rescoldo de la cocina, disputaba con la gente del servicio y solía jugar a escondidas con muñequitos de barro; ni siquiera la Gran Abuela estaba libre de instantes humanos: instigaba a las Ancianas a que alabasen la buena presencia del lugar bajo su dirección, y refunfuñaba contra el frío o los turbiones que arremolinaban el polvo y ponían blancuzcas las pestañas.
A veces, Corazón Pequeño no obedecía del todo, sólo para comprobar la existencia de un sentimiento nuevo para ella, que se llamaba soberbia aunque lo ignorase. Estaba alucinada con la noción de sí misma, por saber lo que poseía y adivinar lo que le faltaba.
No; ella no se encontraba lista para morir de una manera sacra. ¿Por qué entonces, las Ancianas resolvían lo contrario? ¿Cuán infalibles eran, puesto que de tal modo se equivocaban? ¿Y los dioses? ¿Serían también indulgentes los dioses para alimentarse con espíritus empañados, todavía sin desbastar, como el de ella?
Apretando su cuchillo entre las manos, esa noche lloró, primero sin ruido y luego inconteniblemente. Ni siquiera hizo el intento de calmarse cuando la Gran Anciana se dignó acudir hasta su celda. Y estuvo hablando hasta la aurora y se oyeron los primeros mazazos de las construcciones, el primer grito de hombre, la mole de piedra que se arrastraba desde las lejanas canteras.
—Estás lista para morir —dijo la Anciana con voz ronca, lentísima—. Sólo la muerte es la perfección. Tu cuerpo acaba de regresar al agua con tu llanto. Del agua venimos y al agua volvemos. A ella serás arrojada exactamente a su hora, como está previsto. Estás lista para morir; yo te lo digo.
Corazón Pequeño abrió los ojos; en el piso no se distinguía ni una sola huella, y pensó que tal vez estaba soñando. El Inconcluso la encontró reposando después de la danza ritual, cubierta de sudor, el cabello pegado a los hombros o rebelde sobre la cara. Sentóse junto a ella y mirando hacia otra parte, le dejó caer sus diarias gotas que embriagaban y a la vez despertaban el pensamiento.
—La ciudad se embellece —dijo—, nadie sabe cómo se sostienen muros tan altos, torres tan gallardas, taludes tan empinados. Están pintando los edificios. La gente anda alegre por las calles y permanece horas sin cuento en las plazas y admira la resurrección de las piedras.
—¿Y la otra ciudad?
—¿Cuál? ¿La que llamábamos nuestra? Ya no existe. Cumplió su ciclo.
—Era la ciudad de nuestros muertos.
—Nadie había tocado a los muertos. Pero están más muertos que antes, más hondo dentro de la tierra, más perdidos en lontananza. Ahora nos molestarán menos que antes, nos dejarán vivir. Ahora lo que cuenta es la vida.
—No digas eso. Pueden enojarse los muertos.
—El polvo no se enoja. Nada debe amenazar la vida. Este mundo es nuestro sitio, nuestro jardín, nuestra posibilidad de ser felices y de reír y gozar. ¿Sabes qué es gozar?
—No.
—¿Lo ves? Porque has estado muerta, como todos nosotros. Escucha el estruendo; parece un desfile de tambores de la madera más canora. Estamos renaciendo, perdiendo el musgo y las telarañas que ponían nuestro cuerpo grisáceo y nuestra visión miope.
—Te castigarán los sacerdotes.
—¿Cuáles? Ya no son sacerdotes: sólo hombres amedrentados, sumisos, que aprenden a dibujar en los papeles con mano torpe, igual que los niños. La otra noche vino el Gran Sacerdote a esconder aquí lo más valioso del templo; vino solo, como un criado, y temblando de pies a cabeza menos por su vida que por el riesgo del tesoro. Lo hemos enterrado, como si fuera una rata que contaminase podredumbre. Los sacerdotes no esconden sus atributos; los blanden, los utilizan.
—Mientes. Te sacarán la lengua.
—Abrí el arcón. Yo conozco toda la mugre de la tierra, no lo olvides; entre ella me han criado y en ella enterraron mis testículos, sin saber que la basura es buen abono para que crezcan los más robustos árboles, que son los del entendimiento. Conté los jades, las turquesas, las esmeraldas, el oro salido de mano de los orfebres; las plumas diminutas que recubren la garganta de colibríes de lejanas tierras. Me aburrí de cavar el hoyo con las manos y escarbé con el pie, hasta encontrar una calavera. Ahí dejamos el arcón. Ya no hay sacerdotes.
—Tal vez sea un rito que desconoces.
—Nada desconozco. Aprendí con los sabios mientras se comunicaban entre ellos, que es cuando dicen lo más verdadero. Los símbolos no se entierran, y la riqueza del templo es un símbolo. Es un símbolo de confianza como todas las riquezas. Ya no hay sacerdotes.
Corazón Pequeño recordó la gran equivocación de las Ancianas y nada dijo.
—Atrévete a pensar. Eres fuerte porque eres hermosa y porque tienes diecisiete años.
—Desde que me enseñaste a pensar soy desgraciada.
—¿No lo eras antes?
—No lo sabía.
—Porque creciste entre los perros. Eres tan poca cosa, tan parecida al bagazo, que tratabas de no pensar. Agradecías un golpe porque no te daban dos. El mundo te entró sólo por el rabillo del ojo; ni siquiera te enteraste de todo lo que halaga los sentidos, de lo que existe para el placer del hombre. Conociste sólo el lado áspero de las cosas: el agua fría y no la tibia, el alimento acedo y no en su punto; los huesos de la mano y no su cuenco tierno deslizándose por tu costado, tus senos, tu vientre, enredando los dedos en tu pelo. De alguna manera pensaste en todo esto; pero lo creíste destinado a otra persona, indigno de tu mísera condición.
—No me gusta oírte hablar así.
—Sí te gusta. Tienes las mejillas encendidas, jadeas, tus uñas se ensartan en el suelo.
—¡Mientes! Le diré a las Ancianas lo que haces.
—No les dirás nada. Hace muchas lunas que pudiste haberlo hecho. No les dirás nada porque ya te atreves a pensar y sabes que digo la verdad.
—Les diré a las Ancianas —repitió la muchacha incorporándose.
El Incompleto se acercó a su oído y susurró:
—Yo también les diré que mientes y me creerán, porque sé convencer mejor que nadie. Les diré que mis palabras han sido prueba para calar tu grado de purificación y que te has regodeado con ellas. ¿Podrás negarles que piensas? ¿Podrás negarles que sabes que tu carne se ha redondeado, que lo sabes perfectamente? ¿Podrás negarles que tienes miedo de morir?
—Les diré a las Ancianas.
—Anoche te confesaste a gritos. No sabes expresarte, porque eres sólo un pequeño manantial que murmura; pero quisiste decir que tienes miedo a la muerte y curiosidad por lo que desconoces. Nada arreglas tratando de negar lo que allá afuera existe. ¿Sabes lo que hay ahí fuera?
—La Gran Anciana, la más venerable, dijo que estoy lista para el sacrificio.
—No quieren que mueras: quieren matarte, con tus otras compañeras hijas de Grandes Casas, porque temen que vengan los hombres que ahora gobiernan el reino y se las lleven. ¿Qué pureza, qué fe hay en eso? ¿Por qué pretenden truncarte, puesto que eres tan hermosa y naciste para el placer? Falta ya lo sagrado para justificar tu muerte. Piensa, piensa muchacha.
—Afuera no hay nada. Afuera no hay nada.
—¿Cómo lo sabes? ¿Crees que el viento produce todos esos rumores, que los esqueletos emanan esos perfumes, que las sombras emiten esas voces varoniles de posesión y de mando?
Corazón Pequeño se encogió como un feto y se cubrió la cara con los brazos.
—Hoy, a la anochecida, te llevaré a que veas lo que hay ahí afuera.
—¡Apártate de mí! Se lo diré a las Ancianas.
El Incompleto metió sus labios secos, delgados, lívidos como el tajo de una antigua herida, entre el cabello de la muchacha y murmuró.
—Hoy, antes de la anochecida.
La cubrió con un manto y tiró de ella hasta trasponer el umbral de la Casa de las Vírgenes. El portón se cerró sin ruido y una bocanada de aire tibio y rápido llegó de la ciudad, igual que si la hubiera exhalado un ser terriblemente vivo.
La muchacha se dejaba llevar embrutecida, apabullada por las vísperas de un mundo donde estaba entrando por primera vez; El Incompleto la tomó de la mano; él también sudaba frío; temblaba un poco.
Atravesaron de prisa el suburbio de la gente pobre. Todo ahí era hecho de plantas: raíces, tallos, sarmientos, hojas secas, fibras, cortezas, lianas; parecía ese lindero donde el bosque se obstina en no terminar. Las casas apenas bastaban para cubrir las sombras que cumplían los últimos afanes de la jornada, entre palabras descompuestas. Cóncavos, vencidos por las lluvias, los techos casi tocaban las cabezas. Unas mujeres que llenaban sus cántaros en el vertedero se los quedaron mirando y rieron con procacidad; aún se escuchaban sus risotadas cuando la pareja se internó por la calzada de los artesanos.
Hombres encorvados, torvos, claveteaban, pulían, lustraban, pintaban objetos dudosamente útiles, deteniéndose mucho tiempo en la confección de un fleco, un calado, un festón, una pequeña figura de animal. Aquellos objetos eran el mundo; sólo, aquellos objetos destinados a poblar de magia los hogares, los pretiles de los altares, los campos donde siempre eran necesarias las ofrendas hechas por los hombres para aliviar la indiferencia de los dioses. Tapado casi por completo con su manta, junto a una mujer gorda que cargaba pegada al seno fláccido a una criatura dormida, un alfarero cuidaba de reojo sus zorras, conejos, ollas, jarros, ardillas, pebeteros, osos, palomas, armadillos, serpientes, en los que confluía el interés de los ociosos; la cabeza de un perro decapitado observaba el cuerpo al que había pertenecido, en parte con nostalgia, en parte con sorna. Un tornero moldeaba una vasija, la transformaba en cono o en plato, le daba forma de urna y al punto la aplastaba colérico hasta que el barro, con frescura de materia orgánica, chorreaba sobre sus muslos y se regaba por el suelo. El tornero se veía las manos responsables de ineptitud y comenzaba de nuevo con otra bola de pasta; un mechón le ocultaba la preocupada tristeza del semblante, mientras sus dedos ávidos intentaban por enésima vez la creación que probablemente no saldría nunca. Muchachos jóvenes, soñolientos tras un largo día con hambre y constantes faenas cuyo verdadero significado ignoraban, asistían a los artesanos y miraban con aire imbécil a los curiosos.
Sandalias, esteras, sogas, cinturones, túnicas, colgaban a la puerta de los tenderetes, remecidos por el viento. Los vendedores no se atrevían a alzar la vista, para ocultar su impaciencia y su cansancio de esperar clientes.
El Incompleto empujó a la muchacha hacia los talleres de los orfebres. Uno de ellos tomó un collar y lo acercó al crisol, ponderando su factura. Diminutos cascabeles tintineaban alegremente, colgados de tortugas de fino trazo. Mostró también un brazalete incrustado de piedras, de cuatro dedos de ancho, y todos los anillos que le cupieron en las manos. La muchacha permaneció inmóvil mientras el orfebre y el Incompleto la cubrían de joyas y le acercaban un espejo. Su imagen se perdía entre las chispas y las refulgencias; muy al fondo divisó sus ojos fijos, asustados, haciendo esfuerzos para mirar, como si tuviesen que atravesar neblina. Desde más lejos llegaba la voz del Incompleto, halagándola. Cuando reanudaron la marcha le pesaba en el cuello un collar enorme; el frío de los metales la hizo estremecerse.
Aroma de flores, polen almizclado y meloso, especias, bálsamo; caliente humor selvático de comadrejas, zarigüellas, monos, pavos. Un vendedor trataba de meter en la jaula a un pequeño venado pinto; el animal se refugió en la muchacha y le mojó los muslos con el hocico.
Mucha gente se agolpaba en los puestos de los hierberos palpando con gesto de conocedor los yopos, el toloache, el curare, el peyote, la mariguana, las hojas de coca. Se notaba prisa y angustia en algunos rostros. Los olores eran inciertos, dulzones, y la muchacha quedó cautivada por los rostros de lo mercaderes en tósigos y estupefacientes ceremoniales. Eran hombres menudos, serios, tatuados con grecas pálidas. Por veredas que sólo a ellos les eran familiares se internaban en la selva semanas y semanas, amparados por las divinidades viscosas de los semisueños y de las agonías. Conocían las canteras de las piedras preciosas, las vetas argentíferas, los ríos con pepitas de oro, los ídolos de jade que habían sepultado en la espesura tribus de las que no quedaban ni los dientes; tumbas de hechiceros que rodeados de sus tesoros fueron a morir solos como los pumas cuando sienten la proximidad de la muerte. Pero de la jungla sólo sacaban las drogas, los hongos que masticaban a medianoche por pares y habilitaban alucinaciones, mundos de colores ausentes del arco iris, memorias prenatales y profecías que traspasaban el tiempo.
Cuatro muchachos fornidos venían ocupando casi toda la anchura del callejón. Traían los pelos revueltos y el sudor les empapaba el pecho. Venían de luchar, o de trabajar en las construcciones. Se pusieron en fila para dejar paso a la muchacha y al Incompleto y siguieron su camino, entonando canciones con viril alarde.
Un Principal de aire fatuo daba instrucciones a un esclavo y quedó sorprendido por la extraña pareja.
—Destapa tu rostro, tonta —ordenó por lo bajo el Incompleto—. Deja que te admiren y te codicien.
Un joven que traía un haz de heno bajo el brazo y un cuchillo desnudo al cinto, abrió la boca y empezó a caminar a paso lento e inseguro.
—Siente, siente —musitó el Incompleto—, siente cómo corre tu sangre y cómo se te llena la cabeza de mariposas. Siente el descomunal placer de ser como eres.
La muchacha estaba encendida de vergüenza y quiso cubrirse la cara; pero el Incompleto no se lo permitió.
Sentado en el quicio de una puerta, un hombre le tenía la mirada encima. Vendía un gavilán, que inmóvil en su horqueta escudriñaba el cielo con el pico abierto.
De repente fue de noche. Al norte del mercado se extendía la plaza central del reino, toda iluminada por hachones. Los constructores se entrecruzaban ordenadamente portando sogas, polines, herramientas, vigas, bateas. El Templo Mayor se alzaba al doble de lo que había sido; a ambos lados de su escalinata, en los cruceros de las rampas, en los dinteles, ondulaban serpientes de colmillos clavados en corazones sangrantes; alas y garras alternaban rompiendo la severidad de los planos. El Templo Mayor mostraba en todos sus taludes imágenes de dioses horrendos y desconocidos. Voces chillonas, inapelables, activaban las labores. Alrededor de la plaza, el gentío contemplaba los trastornos sin dar crédito a sus ojos, hipnotizado, con expresión de pavor.
La muchacha salió corriendo y el Incompleto sólo pudo alcanzarla lejos. Los dos acezaban, mirándose. Habían llegado a una plaza chica, donde se levantaba solitaria una pirámide con un templete encima. Unos hombres bajaban corriendo por las rampas sin perder sus herramientas. El templo quedó solo en medio de la noche. Era ahí donde Corazón Pequeño y las muchachas del barrio habían aprendido a orar, con las manos llenas de flores. Entre los quicios de algunas viviendas fulguraban pabilos aleteados por los insectos.
De pronto, el templo empezó a crujir. Desde su cumbre fueron deslizándose lajas, esquineros, pedruscos, los peldaños monolíticos de las escalinatas. Uno de los costados tembló cortado de la masa por un solo tajo y cayó a plomo, con estampido ciclópeo. Las columnas y las paredes del templete se apartaron y el techo se desplomó. La pirámide entera pareció herida de muerte. De sus entrañas salieron volando aves de ojos encendidos, murciélagos; ríos de hormigas irrumpieron en la plaza cargando sus huevos blancos. El musgo que tras un esfuerzo de siglos medraba en las piedras volvió a convertirse en mineral. Entre el ripio que hervía como si lo sacudiese un terremoto, asomaron huesos, pardos cubiertos aún por las armaduras de guerreros sacrificados. Un hongo de polvo llegó hasta las nubes grávidas que ocultaban al cielo la visión del desastre. A media plaza solo quedó un montículo informe. Toses y gemidos estremecían el barrio y se multiplicaban en la distancia.
El Incompleto trataba de hablan pero tenía la garganta seca. Corazón Pequeño caminaba despacio, sin perder el rumbo.
—¿Adónde vas? —pudo decir finalmente el castrado.
—A mi casa.
Le retuvo por el brazo.
—¿Cuál casa? Ya no tienes casa. Tus hermanos murieron; todos tus hermanos murieron en la guerra. Me los sé de memoria: Jaguar de Montaña, el altanero, el metido a cosas de grande, el maldito buscador de heroísmos; Flecha de Cumbre, el mediocre, el amargo, el que tenía negro el corazón de envidia, el que hacia daño para alimentar su odio: los Cerbataneros, los gemelos idiotizados por la risa y el canto, los que humillaban a los tristes por su alegría, los que nos mintieron con sus historias. Tu padre abandonó la ciudad y se fue a vagar por los montes en busca de víctimas para la guerra, de ilusos que creyeran en la revancha y la resurrección del reino. La gente como él compromete y no debería existir, porque perturba la tranquilidad y corroe el trono de los verdaderamente poderosos. Las mujeres de tu padre viven para despedazarse entre si; una es el pasado inútil y la otra el porvenir sombrío, y ninguna te pertenece, a ninguna puedes pertenecer tú, cabal de cuerpo, negada al egoísmo, hecha para el amor y el lujo. Tu padre vendrá a ponerse al servicio del imperio, porque ha sido derrotado en su guerra personal. Tu casa se ha sumergido entre el polvo. Ya no tienes casa.
La muchacha meditó un instante y echó a andar por otro rumbo, con la misma seguridad que antes, sin transiciones, lenta, inexorable.
—¿Adónde vas? —preguntó el Incompleto, impresionado por su semblante inexpresivo y sin embargo preñado de amenazas.
Ella no respondió, indiferente a aquel ser desmadejado que con las manos extendidas como pidiéndole limosna, la seguía.
De la callejuela brotaban risas y vocerío. Un hombre orinaba con la cabeza adosada al muro; otros caminaban despacio, en grupos, fisgoneando los interiores y comentando en voz baja. Las mujeres se asomaban a las puertas y mostraban esculturas obscenas a los transeúntes. Su carne se venía encima de golpe, abrasadora, obvia, con formas que iban desde la escualidez hasta la obesidad. Llevaban pintarrajeados los pechos, el vientre, los muslos, el rostro, y los brazaletes se les hincaban en las muñecas como si no se los quitasen para dormir.
Corazón Pequeño empezó a desvestirse esmeradamente. La parsimonia de sus gestos tenía algo religioso, tristísimo. Se estaba arrojando al pozo sagrado de su destino, con primordiales significados. Junto a su piel no quedó sino el collar suntuoso, que tintineaba y despedía destellos efímeros. Dio unos pasos y se detuvo frente a la casa más grande. Un hombre sudoroso y hediondo a chicha se le acercó, maravillado; le puso las manos sobre los hombros, la atrajo de golpe contra su pecho y lentamente, entró con ella en el burdel.
El hombre no tenía rostro ni nombre, marcas ni cicatrices; probablemente existía poco y dejaría escasa huella en el mundo.
El Incompleto distinguió el pequeño bulto de la ropa que se había deslizado carnes abajo de la muchacha. Antojaba un basamento, una maceta de la que de súbito iba a brotar cualquier planta extraña y somnífera. Aparte, sola, esperaba la daga inmolatoria.
El Incompleto se mordió los dedos hasta hacerse sangre. Su cabeza calva y amarilla fulguraba a la luz de los candiles, y en su cara renegrida se dibujaba una mueca entre la risa y el llanto.
Cuando el señor de Ixcayá llegó, el Incompleto aún estaba ahí, mirando fijamente los despojos.
El señor de Ixcayá no amaba, en realidad, a su hija; ni siquiera lamentaba que fuese a morir pronto, apenas las viejas acabaran de prepararla. Pero hacía tres noches, entre sus pesadillas fieles y el asco que lo agobiaba al comprobar el desmoronamiento de su pueblo, la había soñado. Se encumbraba, lloviendo por el cabello y mostraba sus manos blandas, sin un callo de armas o utensilios, sin un terroncito, inválidas.
Entonces se dio cuenta de que mientras ella viviera, el pueblo tendría salvación. Ella había renacido en su sueño, había surgido hecha llovizna, para fecundar la simiente del árbol rojo. En toda la tierra se notaba cegadoramente su ausencia de sombra, de agua dócil removida con primor. Ella estaba ausente. Y lo invadió un ansia incontenible de buscarla, de hablarle como a sí mismo, para que lo supiera infinitamente viejo y deshabitado.
—Iré a protegerla. Lugar penoso es la tierra, sitio que al hombre hace llorar, agua helada, cumbre de sed y páramos. Para que no siempre andes llorando, para que no siempre andes en olvido, te daré sustento, brío, oportunidad de que me veas llorar y me consueles. Hija mía eres, tortolita, niña mínima, collar mío, plumaje fino.
«Sé las labores de la pluma y el bordado, el recamado de las telas, su tintura, el arreglo milagroso de los hilos para que luzcan como la aurora. Sé preparar el sustento, el brebaje que adormece dejando miel en la lengua. Sé escuchar callada, para que te sientas menos solo y sin embargo compartido. Sé cantar cuando me requieras, y alejar de tu sueño las avispas y los agobios de la casa. De tu entraña salí con la leche de tu doloroso placer, padre y te debo alivio y sosiego».
—Esmeralda eres, zafiro es tu corazón, criaturita, hija pequeña, y no te envaneces ni me olvidas. Junto a mí estarás en tiempo de verde o cuando el viento hiende las carnes y las corta y en todas partes se derrama. ¿Por qué hasta ahora descubro tu rescoldo, tu cobijo, tu manso poder? ¿Por qué hasta ahora te necesito, cuando se ha acabado el tiempo y la progenie y ya no puedo darte orgullo ni cuidado ni galas para tu placer? ¿Dónde estás, hija mía, tortolita, niña mínima, collar mío, corazón de piedra preciosa?
Siete Cañas, señor de Ixcayá, no traspasó el umbral del callejón de las mujeres pintadas.
Para él sirvió la daga de la pureza. Mucho tiempo lo dejaron bajo la lluvia.
El Incompleto se mordió los dedos hasta hacerse sangre. Su cabeza calva y amarilla fulguraba a la luz de los candiles, y en su cara renegrida se dibujó una mueca entre la risa y el llanto, hasta la consumación de los siglos.