El varón y el fuego
Los guerreros vencidos aguardaban su muerte. A cada quien su día, a todos la gloria de lucir como valientes en el atrio de las ceremonias, repleto de aullidos, carcajadas, redobles de tambores, vahos sagrados de licor y sangre escurriendo por los escarpados graderíos de los templos.
Ninguno llegaba a los veinticinco años; pero todos llevaban la muerte aprendida como su gloria y la disciplina de recordar su vida no como algo trunco sino como dádiva. Unos de pie, inmóviles, atisbaban la luna sobre las cabezas emplumadas de la guardia y los guerreros selectos que les hacían honores —dueños a la vez del honor de sus ejércitos, rapados, con la rica gema de su casta brillando al pecho—; otros, tirados sobre las baldosas, la mejilla en el puño, anudando en voz baja una conversación espaciada y mortificante; otros, apoyados contra los muros, dibujaban jeroglíficos con el pie; otros fumaban, absortos en la lumbre que enrojecía el cuenco de su mano. Algunos pensaban en la suerte, en la buena suerte de quienes les habían precedido en los altares de sacrificios, saludados por el imponente rugido de la multitud.
Un tropel de sandalias venía subiendo la escalinata. El resplandor de las antorchas iluminó de pronto la sala donde esperaban los guerreros. Tintinear de metales, siseo de ricas telas, figuras próceres en el vano de la puerta. El sacerdote nombró a veinte hombres; el último era Jaguar de Montaña.
Custodiados, bajaron a paso firme, osados, la frente encumbrada como para desafiar a un rayo. La urbe del imperio se tendía a sus pies, enfiestada y magnífica. De la muchedumbre se alzó una sola voz de bienvenida, como retumbo.
Una medialuna de sacerdotes esperaba en el sacrificadero. Apenas el sol asomó en el perfil de las montañas, comenzaron las ejecuciones. Los guerreros se acostaban sin ayuda de nadie en el altar, abrían las piernas y los brazos y mirando al cénit, a donde irían a transformarse en substancia del que nutría todas las cosas, recibían sin pestañear el tajo y palpaban la sangre que empezaba a correr de su costado, hermosamente.
Jaguar de Montaña se adelantó a tomar sitio. Sus heridas lo adornaban como sartas de coral, aún más que sus distintivos de gente noble. Empapó las manos en la sangre de su compañero recién muerto y se las secó en el pecho.
De pronto, uno de los jefes de las tropas selectas, ante cuya fiereza temblaban los pueblos, puso de golpe su macana sobre el ara.
—¡Un momento! —gritó—. Este es Jaguar de Montaña, de la Casa Grande de Ixcayá. A los veinte años ya era capitán de guerreros.
Los sacerdotes se apartaron y estuvieron deliberando en voz baja. Volvieron despacio.
—Eres señor de alto rango, guerrero igual al mejor, y debes elegir ocupación durante veinte días con sus noches, para luego morir en el fuego.
—Quiero morir como mis compañeros —replicó sin titubeos.
—Las leyes del imperio no se discuten —dijo cortante el jefe de las tropas escogidas.
Jaguar de Montaña examinó rápidamente a los prisioneros. Tan sólo cinco quedaban, ninguno de ellos parecía interesado en su alrededor; pensaban nada más en su propia muerte.
—Está bien: moriré en el fuego. Quiero que sea grande y que eleve llamas con hambre hasta la altura de un palacio.
—Se cumplirán tus deseos. Entre tanto, di cómo quieres vivir.
—Quiero ir solo, con todas mis armas, a despedirme de mis montañas.
Nadie lo había pedido jamás; sin embargo, no resultaba desmesurado en un hombre que trascendía autoridad para pedirlo.
Cuando el primogénito de la Casa de Ixcayá caminaba por el callejón abierto entre la multitud, bajo una cascada de flores blancas, no hubo un ser en toda la urbe del imperio que pusiera en duda su retorno para tirarse al fuego al cabo de veinte días con sus noches.
Un gavilán surcaba el cielo perezosamente, confiado en la soledad. Jaguar de Montaña lo traspasó de un flechazo.
«Así está bien. Vuelvo a ser yo mi nombre irrenunciable porque si pierdo el nombre dejo de ser lo que soy desde mi niñez cuando mi padre apoyado en el más recio tronco me hablaba desde su eminente altura y me transmitía lo que su padre y a éste el suyo transmitieron».
El joven capitán se dio cuenta de que debía vivir por primera vez toda su vida. Una a una se ordenaban en su mente las instrucciones del padre:
«Por medio de otros has venido a este mundo; en ti renacen tus ancestros, aquellos que se han ido en largas filas y se hallan muy lejos, combatientes y Señores. De linaje esclarecido eres brote; de difuntos que en la lejana región merecen paz porque vinieron a fundar solio y trono. Pero nada eres aún; no al salir el sol calienta más sino cuando ya alcanzó altura. Si te das exclusivamente a la nobleza y no prestas atención al surco y al caño que conduce el riego, ¿qué darás de comer a los otros? ¿Qué comerás tú mismo? No pases en vano el día ni la noche. Sólo tú eres capaz de abrir un pequeño hueco al prestigio de tu nombre. Escribe en el corazón de la gente lo que deseas que de ti recuerde».
«Nunca más me dio enseñanza con la palabra pero sí con la obra de varón derecho como un filo mi padre de pocas ideas y no muy complejas siempre en lucha contra sus sentimientos y golpeando a quien más amaba incluso a sus dos mujeres y tal vez a mi madre de quien me han contado era tan joven que parecía jugar cuando sufría y cuando me parió sabiendo que iba a morir dejándome con mujeres ajenas y un destino que ella hubiera querido modificar a costa de toda su sangre».
»Las mujeres de mi padre siempre disputando aunque no pronunciasen palabra simplemente como son, la una Antes, con nombre de tiempo eterno, dura, inflexible, mantenedora de lo que es suyo y de todos nosotros los hombres del reino, porque es lo que cuenta y nos modula como a ella tan antigua que recuerda los líquenes mullidos pero secos y verdes pero no distintos de las piedras iguales a las que le brotan de los labios para asignar medidas y empequeñecemos por blandos o por entregados a lo humano, que ella solo entiende como parte de lo sagrado, según entendía la presencia de todos los de nuestra casa aunque no fuesen hijos suyos y quizá la lastimaran por no ser al menos ese primogénito que continuaría la estirpe de acuerdo con la sangre que ella transmite mejor que otras madres y que yo robé en la cuna sin saberlo y si hubiera podido sin quererlo, porque mi padre dice que cada quien cuenta sólo por el pequeño hueco capaz de abrir al tamaño de su nombre y que a esta hora tardía no sé si pude abrir. En esta duda me parezco a Antes que aún hoy ignora y más tarde ignorará qué es lo que ha escrito en el corazón de mi padre para que la recuerde menos, igual o más que a esa otra mujer que nunca pareció esposa ni probablemente será madre y sin embargo resalta sobre todas las mujeres y porque es demasiado hermosa o porque ella pertenece y no pertenece al sitio donde mora lo mismo que el viento que permanece y sin embargo pasa fiel a lo que es y de él apenas sabemos. Las mujeres de mi padre tenían que ser forzosamente como eran para que nuestra casa sostuviera su marca en la historia y yo ahora pueda recordarla como un trozo de carne amputada de mí y por lo tanto haciéndome incompleto, puesto que sin mi casa nada hubiera sido y no sería a pesar de lo que pueda haber escrito en los corazones de la gente. Las mujeres de mi padre no me amaban, la una por rencor y la otra, Ala, por juventud, y por eso fui solo templado por los ventarrones con el cuerpo de mi padre, no enfrente protegiéndome, sino a mi lado para que lo sintiese compañero y modelo de cómo hay que doblarse sin romperse y vivir entre los demás con la mayor parte de uno, ensimismada, misteriosa parte que los demás reclaman y no hay que dar por el cometido que la espera y porque así somos algunos los que nos debemos a muchos caminos sin reblandecer la potencia que es nuestro sostén, aun cuando otros caigan para no levantarse más y contemplar el polvo que dejamos al alejamos igual que las fieras obligadas a correr hasta perder el aliento, para que el sol no se acueste sobre su sueño y así el día es más largo y la vida más corta, hasta que nos damos cuenta de que nos faltó aliento y al sol le sobra para continuar su augusta carrera.
»Por eso tal vez no busqué mujeres mías y sin embargo llegaban ofreciéndome desde su cabello hasta sus sueños, que fui llenando sin proponérmelo sólo porque me sintieron el Varón del reino y quisieron ser mis madres o mis mujeres o mis hijas, porque la sola manera de entregarse es entregarse en el tiempo y el espacio ya sea de los ayeres o de los mañanas en uno y otro rincón de la tierra o en las otras partes a donde vamos. Yo amaba a esas mujeres, unas con pechos de tomate recién llegadas a mujeres y otras sólidas en cuyas carnes parecían reclinarse confiadamente hogares que hubiesen podido ser más míos que de ningún otro joven guerrero de los que tampoco tuvieron tiempo de detener su carrera contra el sol. Amé sobre todo a dos de ellas que eran hermanas y a ratos parecían la una más adulta que la otra o más dispuesta a esperar junto al lecho a que la otra fuese mía para acostarse dentro del molde tibio y las gotas de sangre que habría dejado la hermana al levantarse a miramos con dulzura, ya no como esposa sino como madre de los dos y de hijos que en el vientre de ambas habría yo plantado. Eran hijas de Señores y la ciudad se habría engalanado para celebrar nuestra unión en algún lugar edificado con mis fuerzas bajo la mirada de las dos, esperando el sitio del fuego y el de un pulcro lecho que ellas regarían con flores rojas y cogollos tiernos de ceibas o robles, los más gigantes para que nuestra unión tuviese fuerza representada en la furia hambrienta de nuestros cuerpos y la vida tenaz de muchos hijos que irían saliendo de la casa, como chorro de agua fecunda para las sementeras y las instituciones que enorgullecen al reino. ¡Ay, mis mujeres, a quienes sólo dejo preñados los sueños! Esa tal vez sea la más arraigada luenga prole que uno puede dejar cuando es capitán de hombres y conductor de pueblos, desde que pudo hilvanar ideas y sostener armas y olvidarse de apetitos que nunca va a saciar y los demás sacian todos los días a nuestra vera, como lógico menester de estar vivos, o sea, como uno en realidad no está ni estará nunca.
»¡Ay, mis hermanos, mis hermanitos, pequeñas tórtolas, granitos dorados, pétalos de los que dan sueño y gana de sonreír! Nuestra hermana era breve y nunca la sentí crecer porque fuimos a dejarla a la Morada de las Vírgenes antes de que yo concibiese que ya era mujer y soportaba los pendientes de oro sin tronchar la cabeza y he ahí que nadie nace para nosotros sobre el mundo, si no concebimos su presencia y yo sólo la concebí de niña, que contemplaba las cosas fuera de su medida sin excluirme a mí, que no tuve para ella sino alguna frase amable cuando la alzaba en brazos y la miraba contra el cielo que le abrillantaba el rostro de gratitud. Tal vez ya no existo para ella porque sólo me concibió descomunal, como los gigantes que horadan abismos con los pies que de vez en cuando no se posan para no destripar a las hormigas y porque no es misericordia lo que debí darle, sino compañía de hermano y amigo que nunca tuvo por ser desgraciada e ignorarlo, o sea porque padeció desposesión tan completa que ni siquiera fue dueña de su tristeza, para ella igual a la alegría como idénticas son la claridad y las noches para las larvas cubiertas por el espesor de la hojarasca en las montañas, donde el corpulento egoísmo de los árboles no deja prosperar las semillas de lo diminuto.
»¡Ay, mis hermanitos, pequeñas tórtolas doradas que cantan para que uno duerma sonriendo! Era bronco y ácido El de-en-medio, porque así fue su suerte equidistante entre mi primogenitura y la edad de los que siguieron para nombradía ufana de nuestra familia engrandecedora de las Casas, por quienes no pierden instante para grabar en el corazón de los demás el recuerdo con que anhelan ser recordados. Me dio muerte muchas veces, casi tantas como días cuando despertó en busca de un gran cataclismo del universo para que las cosas renacieran de distinto modo que como nacieron sin su anuencia ni la de quienes en nada mediamos para prolongar su dolor, como el de afilada espina que penetra en el cráneo perforando las carnes más tiernas con tal insistencia que no da tiempo de llorar un dolor, porque otro lo sepulta remozándolo, igual que si nunca hubiese existido con suficiente largueza para que uno de él se hiera. Fui con él y ahora lo compruebo porque debí dejarme matar por mi hermanito tacaño con su pena desde que empezó a odiarme, para interrumpir el constante fratricidio del que soy más culpable puesto que lo alimenté con mi vida sin la generosidad de ofrecerle mi costado como blanco de su dardo o del cuchillo que aprendió a manejar tan sólo para hallar el camino de mi sangre, hoy envenenada por la pesadumbre de haber causado envidia y maldad en un ser al que ama de seguro, más que nadie amó a lo largo de las seiscientas cincuenta lunas que ambuló por la tierra con esterilidad de ver su mejor sueño realizado.
»Se llamaba Flecha de Cumbre y es extraño que venga su nombre en este instante de mi agonía, propicia al recuerdo de las personas de un modo más profundo, sin rostro, igual a las divinidades no por abstractas menos nuestras, sin necesidad de distinguirse por algo tan humano. Somos nuestro rostro y el rostro es nuestro nombre, modesto ruido que llena un poco los silencios del mundo, aunque Flecha de Cumbre y otro nombre cualquiera digan tan poco en realidad cuando dejan de pertenecer a un hombre alentado y los evoca otro ya a punto de reunirse con él, tal vez sin sentimientos ni menester de llamarlo de alguna manera para no sacarlo de su condición de ausente. Ala lo amo desde antes de conocerlo porque había una rara semejanza entre la ajenidad de ella y el odio de él, ambas cárceles de sus almas amurallándolas contra la benigna blandura del afecto, como si no fuese indispensable pertenecer a alguno de los seres que transitan por la senda de nuestros pasos y adueñarse en cierta medida de ellos. Lo amaba ella con suciedad silenciosa y oculta para quienes sólo debían tomarla como esposa de mi padre, renuente a reconocer algo tortuoso y para él inconcebible en la gente, toda obligada a la rectitud aunque menos que su propia gente conminada a reflejar como los espejos humeantes las cabales virtudes y hasta las renuncias más dolorosas e imposibles para una mujer con tan poca vida de adentro hacia afuera como Ala. Mi padre advirtió con absoluta certeza el amor por ella, rezumado lo mismo que la inocencia de mi hermano mantenida sin complicidad hasta la conquista de su gloría en la batalla, pero no mi atisbo de su pena y mi triste respeto por dos seres igualmente llenos de pasiones, que por no haberse consumado les dieron tormento y tal vez algo de pureza inconcebible para mi padre, capaz de haberme matado y así conservar sin testigos la vergüenza de no encontrar fuerzas para matarla a ella, según era su derecho de Señor y su obligación de modelo de hombre a los ojos de una descendencia en la que grabó de sí una imagen, no sólo inmaculada sino resuelta a conservarse invariable aun a costa de causarse los mayores martirios.
»¿Fueron amigos los que tuve? ¿Hasta dónde se puede ser amigo cuando se sabe que el dar no cuenta porque nada es de uno ni tan sólo el servicio propio del hombre y la humilde alegría de amanecer un sol más lejos del nacimiento? Eran amigos sin embargo aquellos muchachos con quienes nos reíamos por carecer de todo y aprendimos la dimensión del mundo recorriendo bosques en cacería de pumas, bajo las estrellas que alumbraban nuestro riesgo en la aventura, como más tarde alumbraron nuestras vigilias de aprendices de guerrero o nuestro alerta de centinelas cuando aún no éramos dignos de marchar entre los atabales junto a los que saben morderse las heridas y cargar el peso de las armas. Amigos fueron sin duda los que estaban orgullosos de mí y me infundían orgullo por su juventud inválida a pesar de los escudos y el poder de sus ejércitos, sólo destinados a modesta recolecta de guirnaldas siempre menos numerosas y esplendentes que los caídos, a quienes exclusivamente envidiábamos entre todo lo que existe sobre la tierra, porque juntos aprendimos la añoranza de acabar así, como justificación de respirar y ancha puerta hacia la inmortalidad. Amigos fueron sin duda los que me rodeaban en las noches cerradas hablando de muchachas, a las que daba igual quién de nosotros amaba porque ellas eran mansos bienes compartidos por todos en nuestros sueños, así como los miserables otean desde los portales de los ricos las mesas copadas de viandas y color variado de frutas más caras cada una que un perro, o hablando de los astros y de los fenómenos eternos y de lo perecedero, con ansia de averiguar quién inventaba o sabía un poco más allá de las enseñanzas que nos impartieron en la Casa de Estudios o algún sabio ciego de los que saben qué cosa es uno cuando no es nadie, por ser joven y obedecer designios trazados de manera tan indeleble bajo los pies, como los jeroglíficos que chamuscan los pirograbadores en los dinteles de las casas de oración. Solos quedaron mis amigos esperando su hora con la buena envidia de saberme adelantado en la ruta que emprendimos juntos y ahora queda abierta a sus trayectos, ojalá fecundos en hijos y sementeras que ya reverencio como mías por ser suyas igual que respeté sus debilidades y el enojo a veces provocado por mis austeridades sin congruencia con nuestros pocos años ni ventaja efectiva para el reino.
»¿Fueron enemigos los que tuve? ¿Hasta dónde se puede ser enemigo cuando se sabe que el arrebatar no cuenta porque nada es de otro, ni siquiera el servicio propio del hombre y la tristeza de amanecer un sol más cerca de la muerte? Eran enemigos sin embargo aquellos muchachos entre quienes heredamos el odio divisorio de nuestras Casas y la misión de hacemos daño desde que nuestros brazos infantiles podían blandir hondas hasta que nuestros brazos de hombres fueron diestros en el manejo de las armas guerreras, esgrimidas quizá con menos furia en las batallas contra reinos vecinos que entre nosotros mismos, apenas nos encontrábamos en parajes donde la soledad aconsejaba mal a los corazones, destemplándonos el cuerpo con helada fiebre de miedo y cólera. Tres de los Tziquín se toparon conmigo cuando regresábamos de las cosechas, engalanados con mazorcas largas como antebrazos; dejamos caer las cargas y las herramientas campesinas para miramos con todas nuestras fuerzas, esperando el menor gesto para sacar la daga tan pálida como se había puesto nuestra piel ante la inminencia de la reyerta por los cuatro angustiosamente querida desde que nuestros padres señalaban la barba medianera de las heredades, inculcándonos una visión estremecedora de males como la ponzoña, agazapados ahí al otro lado. Serpientes parecíamos esperando el momento de arrojamos con los colmillos desnudos, como los ojos a morder hasta que llegásemos a la reciedumbre del hueso o para enroscar anillos hasta que manara linfa de los lagrimales, mientras tanto humedecidos por una gota fría y muy pequeña incapaz de rodar sobre la mejilla, para no traducir nuestro miedo de matar o morir antes de la ocasión de las batallas dignificadoras del camino hacia la morada de nuestros ancianos, los primeros que contemplaron la aurora. Nos insultamos un poco para crecemos ante nuestros propios ojos oyendo voz segura bien clavada a media frente de lo que tanto habíamos aprendido a odiar, y fuimos cerrando el círculo paso a paso hasta vemos desde las pestañas al mango de las dagas en una sola mirada escudriñadora, ya por completo entrelazada con la riña fuera del poder de hombres o de dioses o de nosotros mismos, que ya no éramos nosotros sino herencia intacta de nuestros mayores, prolongada hasta la confusión entre honor y aborrecimiento. Les dije cobardes porque eran tres y despreciables porque a los tres juntos necesitaba para mis fuerzas o para picarles la vanidad obligándolos a que saltaran a la pelea uno a uno, con lo cual aminoraba el riesgo de mi derrota, que por cierto contaba menos por la muerte que por la vergüenza de mi casa y la humillación irrestañable de mi padre tan soberbio en todo lo que a los Tziquín concernía, no sólo por rivalidad de Casas sino por incompatibles formas de entender la nobleza y el honor.
»Los cuchillos eran de una espléndida virilidad erectos de a jeme, hambrientos de hender la carne e inyectar su borbotón de muerte y regar sobre el pasto en memoria de su conquista unas gotas de sangre de la que ya en ese momento nos hervía sin perturbar la labor aguda de la inteligencia, capaz de salvamos y distinguir entre la finta astuta y el traspiés fatal que expone el costillar donde la vida palpita con mayor intensidad cercana, cosa que distinguí con cabal celeridad cuando el más joven de los muchachos quiso ganar solitaria fama y se adelantó a sus hermanos sin poder contener sus bríos, ni su prisa por grabar en la cacha de su arma una incisión conmemorativa de la muerte de un guerrero. Apenas mi daga completó el semicírculo del tajo bien lanzado, el corazón asomó temblando como un ave hasta los labios de la herida y nos quedamos maravillados cual si no supiéramos que así es el corazón de los hombres, sin exceptuar a éste que caía de espaldas, arqueándose igual que si danzara en un prodigioso escorzo para ganar nuestro aplauso o desvanecer; cualquiera duda de que morir es en los jóvenes un percance o un acto de gracia, de transcurso tan corto que no permite el menor asomo de lamento por lo no logrado. Tardamos petrificados ante el holocausto en el que yo oficiaba el sacerdocio para que el joven destino terminara justo cuando lo llevaba predicho desde los sahumerios de su nacimiento, hasta que los dos hermanos se me echaron encima y nos confundimos en una lucha sudorosa y jadeante con destello de armas y revolotear de pies sobre la sangre que la tierra fue borrando tan aprisa como manaba, no sólo del costado abierto sino de las heridas nuevas en nuestros brazos y nuestro pecho. Otro cayó exánime y quedamos el más fuerte de los Tziquín y yo, recostados en los encinos para recobrar aliento y juicio sereno y mutuo sobre nuestra destreza probada otra vez en lucha más recia, que también nos dejó de pie admirándonos y acaso lamentando la maldición de ser enemigos obligados a sobrevivir uno solo y erguirse junto a los cadáveres, sintiendo la responsabilidad del homicidio ya sin arrogancias ni razón para no amar a gente tan igual a uno, por joven y maltrecho a lo largo de un destino tan avaro. Cuando nos encontraron los labradores, todavía nos cazábamos el corazón a puñaladas ya sin fuerzas para alzar los brazos, pero agarrados a sendos troncos que nos permitían sostenernos hasta acumular un poco de fuerzas y lanzar cualquier golpe ciego hasta el cuerpo acribillado. Cuando mi padre supo lo ocurrido sin dejar de contar mis heridas me llamó decrépito, lengua de fuera, aprendiz zonzo, mancha de los guerreros y otras cosas ruines, porque no logré matar al tercero de los hermanos, y me dejó dudando sobre las razones para que yo fuera todo eso y no ave de lanzas y tigre de dardos, como me llamaron los amigos.
»Adiós, mis montañas. Adiós ríos, veredas, cubiles de fieras, rastros de venados que incitaron mi carrera, bandadas de pájaros que en su vuelo enseñan geometría, rojos hormigueros coronados de pétalos, nidos vacíos, peces que adornaron mis lanzas, extraviados cachorros que no han aprendido a callar para que no los descubran los jaguares hambrientos, lechuzas agoreras, sombras de copadas ceibas donde me eché a dormir abrazando mis aljabas. Merece despedida lo que dio placer aunque sea pasajero. El canto por todas partes anda en mi corazón. Disparo flechas sólo por verlas esparcidas en el cielo y de ahí no caerán porque siguen en pos de las estrellas. Renombre y dicha de los Señores es morir en la guerra; vivo estoy aún para loarlo y dar por buenas todas las penalidades que me han conducido al decoro de mi fin. Vivo debo estar si percibo los aromas y las distancias y si puedo decir imprecaciones o preces a mi arbitrio. Ahí va el camino de mi casa; tuerce al pie del monte y trepa hasta las cumbres por donde se divisa lo más ancho de la tierra. Puedo seguirlo, gritar en la bajada y entrar en mi ciudad con los brazos abiertos alborotando a las palomas y encendiendo alegría en las miradas del pueblo. Pero eso sería vivir de nuevo y sólo una vez se vive, nunca vuelven a engendramos nuestros padres, nunca más llevamos el nombre que nos dio rostro. ¡Ay, si no muriera, si jamás desapareciera! Aquí está la delicia y la riqueza. ¿En qué lugar, en cambio, habitan los que no tienen cuerpo? ¿Adónde nos lleva el tortuoso camino de la muerte y cuánto, cuánto dura? ¿Habré de ver allá a mis padres, a mis hermanos, a los que conducen el largo río de la sangre de mi casa hasta los primeros abuelos, los que brotaron del árbol rojo? ¿Seremos huérfanos allá como lo fuimos tanto en este mundo? ¿Cuántas veces se muere, y no sólo aquí? ¡Ay, si tan sólo una vez pudiera ser de nuevo, portar cantos, medir el tiempo con esperanza y la distancia con el asombro de lo que a cada paso en ella se descubre! Pero ¿acaso estoy vivo aún? El muchacho que regresa con el haz de leña a su choza de pobre ha pasado junto a mí, he oído su aliento; he venteado el hedor de su cansancio, su almizcle de gente joven, y no me ha visto. Sombra soy. Huérfano he quedado sobre la tierra, donde ya no tengo casa ni habré de ser sembrado otra vez.
»Aquí fue la batalla donde cayeron mis hermanos, donde el estrépito de los escudos silenció las voces, los lamentos de quienes perdimos. Nunca vi a mi padre más gallardo, más hermoso, más henchido de orgullo por el desempeño de su prole. Las turbas de soldados ocultaron a su vista el último desenlace, nuestro cautiverio, nuestra marcha atados y cabizbajos entre los vencedores que refulgían como jades y no cesaban de cantar y reír con sus dientes blanquísimos. Aquí sonaron los caracoles del triunfó sobre el campo de escombros y muñones, sembrado de dardos lanzas rotas y de arcos que se tensaban desesperadamente amagando lanzar sus flechas imposibles. Aquí cayeron mis hermanitos, los gemelos, los hacedores de leyendas, los que nos hacían maravillosa la existencia con su poesía, su travesura y las notas de sus flautas. Aquí cayó mi hermano El de-en-medio, tremolando junto al pino, angustiado por saber que su odio hacia mí quedaba inconcluso. Llevaré conmigo las piedras donde se vertió su sangre. Algunas flores producen nuestra carne y por ahí queda, marchita. Llevaré conmigo estas piedras donde se durmió su sangre pequeña, a la región del misterio, la que tiene vida, estoy seguro, estoy seguro, la que tiene la vida de la muerte».
El gentío ya lo estaba esperando y se encrespó como marejada antes de abrirle paso. La algarabía fue disminuyendo a medida que avanzaba el Varón de Ixcayá ataviado con sus galas más espléndidas, y se transformó en murmullo.
Se cumplieron exactamente veinte días con sus noches desde que la capital del imperio lo vio partir.
Un séquito de guerreros escogidos lo escoltó hasta la cumbre del templo y le hizo reverencia. Jaguar de Montaña se inclinó hasta rozar con sus plumas el suelo y dijo:
—Grandes enemigos sois, aunque en los muros de la Casa de las Mariposas estéis inscribiendo vuestro hundimiento y el de todos los pueblos que llevan en su frente el mismo signo. Polvo cegador levantan vuestras huestes y envidia da al cielo el tremolar de vuestros pendones. Os saludo, hermanos, ciegos compañeros de viaje. Que mi sacrificio se cumpla como lo tengo prometido por vuestra magnánima justicia.
Esmeralda, lucero fresco, jaguar de oro, lanza de águilas lo llamaba la gente.
Las llamas de la hoguera se elevaban hasta el techo de los palacios y el humo hasta las nubes. Un repentino ventarrón la apagó tres veces y de nuevo fue encendida.
El sacerdote dijo:
—He ahí la mansión de luz que te espera. Ardiente agua encendida es, escala para que tu mejor substancia ascienda hasta allá donde serás alimento sagrado del sol y resplandor. La Guerra Florida ha terminado.
Jaguar de Montaña caminó derecho, y se arrojó al fuego. Príncipe que vive grabado en maderas, en papeles y esculturas, lo llamaba la gente.
Un vasto estremecimiento recorrió el imperio de los Tucur.
Todos supieron, con dolor y angustia, que algo insustituible se había ido para siempre de la tierra.