X

El señor y los hombres

Se aliñó cuidadosamente. Algunas prendas traicionaban su condición de notable, además de su porte natural. Por únicas armas eligió flechas y aljaba de cacería, para no inspirar desconfianza a las patrullas que merodeaban por los caminos familiarizándose con la zona. Irguióse en toda su talla, mas luego aflojó su rigidez; no era el orgullo sino la persuasión lo que debía orientar sus pasos. Se cargó el morral al hombro y palpó el cuchillo en su sitio. Ante la perspectiva de largas caminatas pensó en sus piernas; las supo vigorizar, aptas. Nada estaba fuera de lugar en su casa; nada desagradaba o producía azoro. Su casa permanecería, bajo la discreción rectora de las mujeres y el afán rutinario de los sirvientes.

Traspasó el umbral y dio unos pasos. Sin volverse, presintió a las mujeres acompañándolo con la mirada. Un soplo de lujuria le calentó las ingles al imaginar una larga ausencia abstinente y castigada. Siguió andando. Por la orilla del barranco rodeó la ciudad hasta el arrabal del norte y se adentró en una callejuela. Anochecía.

Con suavidad tecleó en el portón de los Balamit. Los rumores le indicaron que adentro deliberaban con suspicacia. Ahora se andaba en desconcierto; los Señores, particularmente, cuidaban su prestigio substrayéndose en la calle a las preguntas de los vecinos que siempre los suponían enterados de todos los secretos comunitarios, al enconado silencio de la gente pobre.

Tocó de nuevo.

—¿Quién es?

—Siete Cañas.

El patio se hallaba a oscuras. Al ras del suelo, desplazándose con lentitud, brillaban chispas coloradas en los ojos de los perros. Sombras pasaban a prisa, con murmullo de telas bastas.

Lo hicieron entrar por detrás de la mansión. Apenas cayó la cortina encendióse una pequeña antorcha. Los hombres estaban sentados en círculo. Sus rostros eran graves y herméticos. Algunos bebían chocolate; otros fumaban. El dueño de la casa lo invitó a acomodarse a su lado.

—No podremos estar reunidos mucho tiempo —empezó Balamit—. Debo decirte que si concurrimos aquí es para escuchar, no para opinar, nos has convocado y hemos accedido, en honor a quien eres, a las hazañas que nos ligan y a la lealtad a nuestra casta de iguales. Ninguno de los Más Altos Señores está presente, según tu deseo; pero te advierto que les haremos saber, punto por punto, lo que aquí trates.

Ixcayá hizo un signo afirmativo.

—Ruda es mi palabra y mi mensaje corto —dijo—. Vengo a pedirles que en secreto organicemos nuestras Casas, movilicemos a los hombres de todas las comarcas hasta donde se extiende el reino, busquemos alianza con los otros reinos sojuzgados y hagamos guerra al imperio de los Tucur. Tomada nuestra resolución, los Más Altos Señores no pueden dar la espalda a su deber y al clamor de los pueblos.

Los hombres, incómodos, se agitaron y profirieron expresiones descompuestas. Balamit esperó a que se calmaran.

—Nos sorprende tu propuesta —dijo—. Es altanera y afrenta las costumbres de nuestros muertos. ¿Desde cuándo la guerra se declara a escondidas, fuera del palacio de la majestad y sin los auspicios favorables de los dioses?

—Hablas de la guerra que se declara en paz. Pero no estamos en paz.

—Nos han vencido.

—¿Para siempre? ¿Cuánto durará nuestra condición?

—Depende de los dioses.

—No: depende de nosotros, los guerreros, los jefes, los Señores con vergüenza. Los dioses están en receso, ya lo sabes. Otros dioses se han instalado en sus moradas.

Las protestas subieron de tono y menudearon. Balamit reclamó silencio con un ademán seco.

—Nadie debe saber que estamos aquí. Es peligroso —dijo enérgico, y bajando la voz añadió—: No podemos discutir lo que propones. Dirígete a los Más Altos Señores, para que nos convoquen.

—Ellos conducen la política. Esta no es hora de política.

—Dirígete a los Más Altos Señores.

Ixcayá se levantó, puso en orden sus vestidos y cargó su morral.

—Presentía esa respuesta y otra semejante —dijo con calma—. Quise, sin embargo, reunirme con mis iguales por última vez. Desde este momento ya no somos iguales. Con tu permiso, señor de Balamit, seguiré mi camino.

—Has honrado mi casa con tu presencia. Mis sirvientes te conducirán a la calle. No saldrás por donde llegaste.

Siguiendo a un hombre de pequeña estatura que lo guiaba en la oscuridad, tras un amplio rodeo Ixcayá se encontró en la calle. Respiró a pulmón lleno e hizo un breve examen de la situación. Había cumplido con sus pares y recibido el desaire sin inmutarse. No sentía cólera ni decepción. Estaba satisfecho. El valor de los guerreros se contaba por heridas y batallas y privaciones y heroicas proezas de compañerismo. Mas sus pares eran también Señores y los Señores se preocupaban ahora en salvar sus rangos y fortunas. No esperaba otra cosa: el reino comenzaba a ulcerarse.

Desanduvo el camino por la orilla del barranco, bajó la vereda, subió al cerro del otro lado y atravesó el bosque durante la noche. Amaneciendo divisó las milpas de un poblado. Bajo un fresno se acosto a dormir y soñó que era un manto negro al cual una mano enorme doblaba en dos, en cuatro, en ocho, hasta desaparecerlo.

A los dos días arribó al primer reino vecino, el del gordo Huáscaro, goloso, alegre y realista. Huáscaro lo aposentó en su casa y citó a los notables para que lo escuchasen. Ixcayá quiso principiar de inmediato el negocio que lo traía; pero el anfitrión no se lo permitió.

—Vienes cansado y necesitas esparcimiento. Primero comeremos y beberemos.

Un rato después, los Señores del reino reían a carcajadas.

—Me tocó en el botín, y apenas me fijé en ella. Era chiquita, desgreñada y mordía como un coyote. La hice bañar y la llamé a mi presencia. Le puse un bozal y le hice cosquillas en la barriga con una pluma, hasta que por señas prometió que se portaría bien. Mas apenas la abracé me mordió en el hombro. Entonces ordené que le sacaran los dientes, le llené la boca de miel y gocé de ella, hasta dejarla extenuada.

—Acabábamos de ganar la última batalla a los Puruanda y entramos a su capital, hambrientos de todo —contó otro—. ¿Te acuerdas, Huáscaro? Ordenamos que nos trajeran a las mujeres para seleccionar a las que llevaríamos con nosotros. Las bonitas se habían desgarrado las ropas, se enmarañaban el pelo y se embadurnaban la cara de lodo. Eran graciosas, a pesar de la mugre; parecían muñecos largamente jugados por los niños. Entonces les untamos salsas y se las dimos a los perros para que las lamieran. Las dejaron limpiecitas y pegajosas. Son bonitas las mujeres de los Puruanda.

—Cuando fui joven me gustaban las mujeres gordas; pero todas las de nuestra ciudad son flacas porque trabajan mucho. Entonces introduje cambios en mi casa. Tomé a dos muchachas que había comprado para el servicio, las metí en una jaula y les di de comer mucho tiempo, día y noche. Pronto empezaron a echar carnes. Yo había fijado medidas previas, a mi gusto, y estaban a punto de alcanzarlas. Una se hartaba tanto que reventó. A la otra tuvieron que llevarla a mi lecho cargada. Pero una vez se acostó a mi lado, la maldita sacó agilidad de tigrillo y se me encaramó encima. Estaba ahogándome y tuve que llamar a los criados para que me la quitaran. Desde entonces volví a las flacas.

Ixcayá era el único que no reía. Fumando parsimoniosamente su pipa, aguardaba. Huáscaro lo notó y le dio unas palmadas en el muslo con su mano gordezuela y pringada de manchas cafés.

—En estos tiempos cuesta mucho divertirse —dijo secándose la cara enrojecida—. Disculpa. Dentro de un momento te atenderemos.

Luego contaron historias de animales. La que mayor hilaridad causó fue la del ratón que se introdujo en las fauces abiertas de un puma dormido, y tras defecarse en su lengua escapó a la carrera.

Era de ver cómo bebían y gozaban los Señores. Algunos se retorcían como si tuviesen calambres. Otros lloraban, entre espasmos. Ixcayá fumaba su pipa, sin perder la calma.

—Basta, basta —sollozó Huáscaro.

Los criados acudieron sigilosamente a limpiar los vómitos.

—He venido a hablar de nuestra posición frente al imperio —dijo Ixcayá.

Los Señores trataron de aparecer respetables. Sonrieron con benevolencia y examinaron, un poco extrañados, a ese hombre venido de lejos, tan solemne, que se alarmaba por el imperio. En verdad, imponía su continente. Nadie ignoraba sus servicios. En verdad, era admirable que hubiese emprendido tan largo viaje para recordarles lo que procuraban olvidar desde hacía muchas lunas. Algunos hubiesen querido abrazarse a sus rodillas, para agradecer su cuidado.

—Sí, el imperio —dijo Huáscaro, con la misma expresión que si realizara esfuerzos para recordar algo otrora familiar e importante.

—Los señoríos están amenazados. Debemos unimos para defendemos. Este reino puede levantar cinco mil guerreros —dijo Ixcayá.

Algunos se despabilaron del todo, se incorporaron tras notables esfuerzos y sigilosamente abandonaron el salón. Momentos después, sus risotadas llegaban desde el jardín.

Otros siguieron contando historietas. Ahora hablaban de borrachos.

Huáscaro tomó a Siete Cañas por el brazo y lo condujo a sus habitaciones.

—Perdona a los señores —dijo con urbanidad—. Ya hemos discutido largamente la situación. No tiene salida. Mayores son los riesgos de oponerse a ella que los de contemporizar y esperar nuevos tiempos.

Ixcayá iba a objetar, terco, contra ese punto de vista; pero el anfitrión hizo un gesto conciliatorio, que no dejaba de ser terminante.

—Nadie podrá derretir la cera que tenemos en los oídos. Creemos que nuestras razones son buenas; nos ha costado adoptarlas y carecemos de fuerzas para cambiarlas, a pesar de nuestro odio.

—Otra cosa será cuando vengan las embajadas de los Tucur y reduzcan a polvo el orgullo y la historia del reino.

—Ya vinieron, señor de Ixcayá. También hubo gente encolerizada como tú; hoy ya no existe.

—¿Cómo es posible que hayan cambiado de opinión tan pronto?

—No cambiaron de opinión: los sacrificamos en los nuevos altares. Porque aquí también han empezado a edificarse los nuevos altares; en todas partes a donde vayas. El imperio es eficiente.

Siete Cañas ya no pudo articular palabra.

—Descansa. Te enviaré a dos mujeres para que te mimen. Mañana decidirás lo que te convenga. Permanece bajo mi techo cuanto quieras.

A medianoche, Ixcayá abandonó el palacio y emprendió la caminata hacia el próximo reino. Cuatro días tardó en llegar y uno en ascender hasta el peñasco donde se encontraba la capital.

Apenas se distinguía entre las rocas. Casas, palacios, templos, calles, dioses, monumentos, cementerios, todo era de roca gris, hermética, invulnerable a las ventiscas de aquella altitud donde el aire era tan ralo que costaba respirarlo, la gente se movía despacio y su tez estaba quemada por el frío; la nariz se les dilataba con voracidad y su respiración se escuchaba distintamente, honda y penosa. Una quietud mineral y sobrecogedora se prolongaba desde los picachos hasta los abismos. Era de día en las cumbres y de noche en las simas junto al rugido de los torrentes. Por primera vez Ixcayá veía volar aves abajo de él, al ras de los declives, y otro techo de nubes distinto al cielo. En la lejanía, los gañanes silbaban y tocaban largas notas en instrumentos tristísimos, cuyos ecos parecía que no fuesen a terminar nunca. Escarbando entre los intersticios de las piedras con unas patas filosas que antojaban herramientas, pequeñas bestias lanares triscaban unos yerbajos pardos, casi metálicos, y desafiaban los precipicios escalando como arañas las pendientes. No se divisaba una sola mancha de verdura; los árboles también parecían de piedra, dolorosamente retorcidos por las heladas, con unas formas que databan de las primeras edades de la tierra. Incisiones hondas como dentelladas marcaban las rocas, quizá por obra de los aludes, quizá por manos de pueblos muy antiguos.

Los guerreros de aquel reino eran renombrados por su forma de combatir; cubiertos con pieles, avanzaban en grandes y cerradas masas pisando sus muertos y los del enemigo, sin emitir gritos de guerra, y sólo se detenían cuando la tierra quedaba vacía hasta el horizonte. Eran parcos y la gente de los valles interioranos no dejaba de considerarlos salvajes, pese a la severa grandeza de sus ciudades y a que no mentían, no robaban y no holgazaneaban jamás.

Su rey, Yupanka, era tan anciano que había visto desplomarse a la gran estrella cuya cauda tiñó el cielo de refulgencias más de cien años atrás, según registraban los anales de todos los reinos. Desde entonces abría muy poco los ojos, tal vez para no borrar la imagen del portento.

Tardó varios días en recibir al viajero, mientras acudían los gobernantes de las parcialidades aún más remotas y sumergidas entre las brumas de la cordillera. Ixcayá permanecía sentado a media plaza central, sin externar la menor impaciencia. La gente se dedicaba a sus quehaceres, como si no lo advirtiera. Sólo unos ojos permanecían clavados sobre él. Eran de un ser estrafalario, casi enano, acurrucado bajo un portal; sostenía una larga cerbatana en la mano, con la misma quietud con que se afirman los pastores en el cayado.

El palacio de Yupanka era modesto. Ni un adorno sobresalía de la lisura de las paredes. Desde el monarca hasta el último de sus Señores se sentaban en piedras desnudas, con una austeridad que parecía inspirada por la arquitectura. El sol clarísimo y los reflejos de las nieves y las lajas bruñidas les habían cocido los párpados. Apenas despegaban los labios para hablar y en el cuerpo no les sobraba un solo movimiento, un solo gesto descuidado.

Ixcayá expuso su querella con gran compostura. Esta vez no aludió al honor, porque el honor ahí sobraba. Recordó, tan sólo, el éxito de las acciones emprendidas por los reinos federados, y el cúmulo de infortunios que los abrumaban desde que combatían separados.

Yupanka solicitó opinión a los Señores, y estos intervinieron uno a uno. El vaho que les brotaba de la boca otorgaba a sus palabras el misterio de los vientos entre los abismos.

—No es posible.

—Nos vencerán de nuevo y nos exterminarán.

—Sólo hay una manera de defendemos; vivir como somos.

—La inercia es más poderosa que la acción.

—Los destinos ya están trazados.

—Que cada quien lleve su carga de lágrimas.

—Los imperios son impotentes para saber, y más aún para extirpar lo que los hombres piensan en su cabeza y sienten en su corazón.

—Es verdad. La fuerza sólo puede someter a los cuerpos. Adentro de nosotros seguiremos siendo libres.

—Un solo Ciclo cubre la historia de todos estos reinos. Nuestro destino es común; no podemos modificarlo ni substituirlo.

—Cuando se acerque el ocaso del imperio nos levantaremos para aplastarlo y defecaremos sobre su agonía.

—Aún es temprano para predecir lo que entonces vaya a ocurrimos. No podemos elegir nuevos caminos mientras exista el imperio.

—Es inútil que amasen sus templos sobre los nuestros. Los dioses no están hechos de vegetales ni de minerales; los dioses se sustentan con nuestra meditación y nuestro agradecimiento. Existen por ahí, sin cuerpo, entre la majestad de la cordillera. Nadie podrá asirlos; nadie podrá darles cuerpo, nunca.

—La gente está cansada.

Permanecieron callados hasta el crepúsculo. Yupanka, sin abrir los ojos, volvió el rostro hacia Ixcayá. Su cuerpo entero se reducía a un odre parvo y surcado de incontables arrugas. Mas a pesar de su senectud, denotaba un fuego interno todavía poderoso.

—Sigue tu camino, señor de Ixcayá —dijo.

—Y si los otros reinos se alzasen, ¿cambiarán ustedes de opinión? —preguntó Ixcayá.

—No se alzarán. Los pobres no se interesan en nuestras guerras; son ellos los que mueren.

Ixcayá no quiso insistir. Yupanka abrió los ojos y una sombra incandescente, una luz cenicienta, un lóbrego resplandor se filtró hasta caer sobre el viajero.

—No haremos más guerra —dijo, y su voz procedía de la región de la niebla—. Mañana, a la caída del sol, ganarás con tus pasos los confines de este reino.

Los párpados volvieron a sellarse.

—Está bien, dijo Siete Cañas. Al menos, ha hablado tu dignidad y tu angustia, no tu conveniencia.

—Ve en paz, señor de Ixcayá.

Anocheciendo, divisó los confines del reino. Desde el fondo del valle se encumbraba su infinita mole de rocas y de hielo. En los picos se reflejaban las estrellas.

Acurrucado sobre una piedra musgosa, el enano lo miraba.

Los jóvenes guerreros a quienes encargara el reclutamiento de los pobres ya habían reunido en el altozano a una multitud al otro lado de los cementerios, donde el bosque era espeso.

Los pobres no dejaban de sentirse confusos, halagados e inquietos. Los demoledores no se daban punto de descanso y la gente mal podía comportarse con soberbia, escarnecida como se encontraba después de la derrota. Las fronteras entre las castas, sin embargo, sólo se desvanecían durante la guerra, cuando la muerte azotaba parejo y peligraba el reino, que era la fe y el hogar y la trama establecida para los menesteres ordenados del hombre. Algo trascendental acontecía si los Señores bajaban de sus Casas Grandes y departían con los poetas, los orfebres, los escribas, los músicos, los albañiles, los tejedores, los alfareros, los talladores, los hortelanos, los cargadores, los que elevaban las preces en nombre de los torpes, los monteros que extraían el látex y las resinas perfumadas, los que buscaban hierbas medicinales, los que repujaban el cuero, los componedores de noviazgos, los que cazaban en la jungla, los que llevaban las cuentas, los que enterraban a los muertos. Pobres los Señores; atribulado debían tener su corazón para rastrear tan bajo.

Ixcayá no añadió gran cosa a lo que el pueblo ya sabía. Dijo, además, que la defensa del reino sólo podía confiarse al pueblo, amenazado de servidumbre, y que la muerte era preferible a la humillación que a todos aguardaba.

Los pobres escuchaban atentamente, mientras iban pensando. «¿Quién gana y quién pierde las guerras? Ciertamente no nosotros. Igual siguen los de arriba y los de abajo. Para nosotros nunca hay amenaza de esclavitud, así como para el agua nunca hay riesgo de mojarse. Nosotros somos la servidumbre. Lo mismo da trabajar para unos Señores que para otros. Estamos marcados sin remisión, colocados sin remisión bien abajo. Nos avergüenza ver a los Señores buscando nuestro apoyo, como si fuéramos sus iguales, no está bien que se desmoronen las jerarquías y se entremezclen las gentes. El chocolate consta de asiento, líquido y espuma. En fin, si estalla de nuevo la guerra, iremos, como hemos ido siempre. ¡Pobres los Señores del reino!».

Así lo dijeron a Ixcayá en coro, como solían expresarse.

—Debes ver a los Más Altos Señores. Que ellos dispongan, nosotros obedeceremos y defenderemos el reino. Dispensa, poderoso señor, bondadoso señor, que así piensen nuestras torpes cabezas.

Los jóvenes guerreros, casi todos compañeros de armas de Jaguar de Montaña, destemplaron la voz y llamaron cobardes a los pobres. Siete Cañas impuso silencio a grandes voces.

—¡Valientes de palabra, niños sin historia, nacidos en los basureros!, —increpó a los hijos de sus padres—. No se puede exigir que tomen decisiones los que no han hecho otra cosa que obedecer. No se puede exigir que los criados sientan nuestra causa como suya. Ellos tienen razón. Hablaremos con los Más Altos Señores.

Su inesperada cólera lo había fatigado. Parecía envejecido el señor de Ixcayá, en opinión de la multitud que se abrió respetuosamente para cederle paso. Parecía muy viejo el señor de Ixcayá cuando franqueó cabizbajo la puerta de su casa y se derrumbó vestido en el lecho a dormir sin interrupción dos jornadas del sol y dos jornadas de la luna.

Encogido, con escorzo de ídolo que se cierra sobre su propio cuerpo, el Incompleto lo veía aproximarse desde la escalinata del palacio.

—Van a recibirte. Ya te avisarán. Allí los admirarás, indigestos de astucia.

—¿Cómo te atreves a expresarte así del supremo Concejo?

—Lo mismo me expreso de los sacerdotes, con quienes aprendí. Esos sí saben. Sólo ellos juzgan. La fe sólo dura cuando la santidad es creada en un solo lugar.

—¿Por qué no la crean en otra parte?

—Porque toma cientos de años aprender a inventar lo sagrado.

El Señor se sintió incómodo. No le gustaba hablar de cosas de dioses.

—Tu palabra se arrastra, como las culebras —rezongó—. Hablas igual que la hedentina de las cloacas.

El Incompleto alzó los hombros e hizo una mueca de cansando.

—Me asignaron al templo no por mi pureza sino porque sé servir. Y serviré ahora y en el momento de los rayos.

—¿Cuáles rayos?

—Unos rayos. Los que caen; los que convierten en cenizas a los caobos, los cedros, las palmeras, los nogales, las ceibas, los robles, las encinas. Los que hacen rezar a los incrédulos.

Siete Cañas no comprendió. El mundo se había llenado de presagios; cada temblor de hoja, cada curso de avispas, cada ulular de búho podía significar algo terrible. El pensamiento lo fatigaba hasta el sopor, y sin embargo nunca había sentido más necesidad de preguntar.

No era el Incompleto, de fijo, el más indicado para auxiliarlo. Lo hacía a uno caminar por el talud de abismos en cuyo fondo hervían detritus e invisibles alimañas. «A cualquier enemigo dirá lo que sabe», pensó, inquieto. «Por fortuna enuncia las Cosas oscuramente y acaso nadie lo comprenderá. Los signos de los muros tampoco podrán descifrarse aunque estén ahí, a la vista de los que pasan».

—Dime —preguntó siguiendo el curso de su meditación—, ¿todos los misterios de la religión y del poder están ahí?

—¿Dónde?

—Cavados en los frisos de los adoratorios, en las columnas de los palacios, en los dinteles.

—No. La santidad no se escribe; el verdadero poder tampoco. Todo lo sagrado que se divulga, perece.

—No perecerá, mientras existan los sacerdotes y los Señores.

—Los dioses se corroen, las piedras se corroen; también el poder.

—No me digas más. No quiero oírte. ¿No temes morir?

El Incompleto destrenzó sus miembros y lo miró de soslayo con sus ojuelos igual que mocos. Nadie había despreciado a Siete Cañas aún; y por eso no supo lo que significaba aquella mirada.

—¿Y tú? —preguntó.

—Yo sí —confesó el Señor orgullosamente—. Temo morir sin grandeza.

—Grandeza de los vivos… ¡Qué bien se ve que no has sido novicio en la gran pirámide! Todos los aprendizajes humillan; pero unos dejan rencor y gana de venganza contra los débiles, como los de los guerreros, y otros dejan rencor contra los dioses y destrozan la fe en la inteligencia, como los de los santos. Tú sólo eres un hombre con fe. La fe es la más reacia de las debilidades; surgió después que los dioses soplaron a los hombres en los ojos para que su mirada no franqueara los horizontes.

—Los perversos no son adivinos. Por eso nunca llegaste a sacerdote.

—Es verdad.

—¿Puedes hacer vaticinios?

El Incompleto abrió desmesuradamente sus ojillos zarcos.

—¿Hasta ahí llegan tu desamparo y tu fe?

—¡Contesta!

—Sí. A esta hora ya no es difícil hacer vaticinios.

—A ver, di —urgió ansiosamente el Señor.

—A pesar de lo que sepulta nuestros templos, a pesar del odio, a pesar de lo que ahí adentro te responda el Consejo, no pereceremos —sentenció alzando su vocecilla. Volvió a encarrujarse como un ídolo en posición fetal y repitió, casi bisbiseando—: Eso es lo peor, no pereceremos.

Un mayordomo apareció en el rellano de la escalinata y dijo:

—Señor de Ixcayá, el muy alto Concejo va a recibirte. —El palacio de Atabal con Distancia era el palacio de un rey. Encendido, el tabernáculo presagiaba que un acontecimiento de importancia iba a tener lugar aquella mañana. Gruesos cortinajes colgaban de los pórticos, para mantener alejado el bullicio de las construcciones.

En la espaciosa cámara de las audiencias, próximos al trono, ocupaban sus sitiales los Señores Más Altos del reino: Doce Plumas de Guacamaya, Nube de Truenos, Guarida de los Pumas, Trece Obsidianas, El Gran Dormido, y Frente Alta, cabeza de los Tziquín.

Contentaban la mirada y provocaban deseos de ensalzar los dignatarios. En verdad, contentaban la mirada, con sus plumajes y sus joyas, sus maneras y sus años. Seiscientos ochenta años entre todos, calculó Ixcayá siete siglos de poderío.

Ixcayá tocó el suelo con la rodilla y permaneció de pie, esperando venia.

—Solicité a mis pares que hicieran suya mi esperanza; también al pueblo, el que culpa a las castas superiores de no ofrecer jefatura en estos momentos. Recorrí nuestras tierras y las de reinos con quienes hemos hecho armas juntos. Os he reservado de último, para que contéis con todos los elementos necesarios a un veredicto justo y bueno.

Los ancianos escuchaban reconcentrados, con los ojos fijos en el mosaico del suelo. Atabal hizo signo de que prosiguiera.

—Unos quieren guerra, otros no; unos seguirán a los que se decidan a colocarse a la vanguardia, otros no. Todos creen que el imperio es invulnerable y que nos ha puesto de rodillas para siempre. Hay muchos encendidos, sin embargo; muchos que recuerdan que chispas salen de las brasas, pero nada de la ceniza. Ellos y millares de otros nos seguirán, si el reino da el ejemplo. Pero nadie lanzará un dardo sin vuestras órdenes.

Hizo una pausa, miró de frente a los siete miembros del Concejo y añadió:

—Debemos alzamos contra el imperio antes de que nos reduzca a polvo. A nombre de todos los que se consideran incapaces de vivir en el oprobio, a nombre de nuestros muertos y del orgullo que debemos heredar a nuestros hijos, vengo a pediros, padres del puebla que declaréis la guerra al imperio de los Tucur.

Doce Plumas de Guacamaya se golpeó los muslos con los puños y dijo:

—Nadie puede acusarme de no haber aceptado jefaturas. Al frente de cinco mil hombres tomé una ciudadela y con mi propio cuchillo le saqué el corazón a doscientos cautivos y me embadurné la cara con su sangre. Yo me introduje solo a un fuerte por el canal del desagüe; cuatro días estuve inmóvil bajo los escudos y una noche salí, atravesé con mi lanza a seis guerreros que cuidaban el portón y lo abrí a nuestras huestes. Daban gusto sus penachos enrojecidos por el sol.

—Mi nombre era Nube Sola y el pueblo me llamó Nube de Truenos. Gané ese nombre en la guerra del Sur, cuando tú todavía jugabas con las boñigas de los conejos. La ciudadela estaba rodeada por un canal. Muchas veces intentamos cruzarlo, inútilmente. Con mi macana partí el cráneo a cincuenta de nuestros guerreros, entre ellos a dos de mis hijos; llene con ellos la zanja y entré en la ciudadela al frente de mis hombres.

Dijo Guarida de Pumas:

—El reino me envió a espiar por la sierra del Norte. Cargaba un bulto de mercancía y conseguí introducirme en cuatro ciudades y descubrí sus secretos. En la última me aprehendieron y me quemaron los pies hasta calcinarme los huesos. Pude huir. Mis datos sirvieron para invadirlos. Mis cicatrices se hallaban aún rosadas cuando entré, el primero, en la ciudad y maté hombres ensartándoles el cuchillo en los ojos. Lo último que vieron fue mi justicia y mi ira.

El Gran Dormido se puso en pie de un salto. Se agarraba el pecho como queriendo mostrar una herida. Los ojos se le saltaban y una baba rala le chorreaba por el cuello. Quién sabe lo que significaba el rugido bronco que estremecía su cuerpo.

—Le sacaron la lengua —dijo Trece Obsidianas—. Se la destriparon sobre una roca y se la dieron de comer a sus hijos. Fue él quien tuvo el derecho de encabezar a nuestros guerreros cuando entramos en el reino enemigo. Desolló a treinta Señores y les untó chile y los colgó de los pies a campo abierto, hasta que se los comieron los zopilotes, los aprovechadores de los muertos.

El Señor mudo pugnaba por contar otras gestas, sin duda. Morada tenía la cara y pequeños hilos de sangre le goteaban de los ojos.

—Es mucho más de lo que podría relatarnos —dijo Trece Obsidianas mientras, casi dulcemente, hacia sentar al Gran Dormido en su estera—. Yo he mentido, he robado, he engañado, he huido, he asesinado por el reino. Tomé parte en dieciséis batallas y tengo veinticuatro heridas. Una de ellas me partió el vientre. Mis tripas colgaron, como las de los tapires cuando los alcanzan los tajos de nuestras lanzas. Con las tripas y mi herida en la mano seguí peleando, hasta que se me nubló la vista sobre un mar de muertos enemigos.

Un espeso silencio petrificaba la atmósfera. Los cuerpos habían quedado inmóviles mientras los recuerdos seguían galopando, hasta perderse.

—Ya ves, señor de Ixcayá —dijo Atabal con Distancia—. No es el miedo el que inhibe nuestras decisiones. Nadie en este reino, en ningún reino ni imperio, puede disputamos el derecho a estar sentados aquí como los más encumbrados guías de nuestro pueblo.

—Atabal con Distancia es modesto —dijo Tziquín—. De sí mismo podría contar más largamente que el texto de uno de nuestros papeles pintados. Pero no lo ha hecho, ni lo hará. La modestia y la prudencia también son dones indispensables para dirigir pueblos. Pero tratemos ahora de algo menor de tu conducta. Siete Cañas. Has concitado a tus pares a la desobediencia, a la subversión contra el poder del Concejo. Has recorrido tierras y discutido con sus jefes en tu nombre, sin misión alguna de tus superiores. Has propuesto planes de levantamiento, de alianza y quién sabe qué tratos comprometedores para nuestro reino. Y has llegado al colmo de mezclarte con la plebe y de rogarles que te concedan respaldo para tu guerra. Has traspasado los limites de tu autoridad y de tu casta, y has afrentado a las jerarquías. ¿Qué tienes que responder?

—Es cierto. He hecho todo eso, pero no del modo como lo dices. He hecho todo eso porque lo creo indispensable para nuestro reino, usando de la misma iniciativa que la que usa un jefe en la batalla para salirse en un momento dado de los planes superiores. Tú no has honrado nuestras batallas con tu presencia; por lo tanto no sabes a lo que me refiero. Y sin comprometer a nadie ni a nada, he venido a someter mi investigación y mis conclusiones al Concejo, para que decida.

—Compareces cuando ya está todo hecho, cometido.

—Comparezco cuando no está nada hecho, para que se haga.

—Tus jueces seremos nosotros; tú eres el responsable, nada más que el responsable. Muy alto, muy prudente, muy sabio señor —dijo de pronto Tziquín dirigiéndose a Atabal—: Propongo que antes de que tomemos decisión sobre cualquier otro asunto, juzguemos la conducta de Siete Cañas, señor de Ixcayá, aquí presente.

—¡Sí, sí! —gritaron dos de los ancianos, sólo dos.

Atabal con Distancia elevó el símbolo de su mando.

—Señor Frente Alta, te hemos oído con todo el respeto que merecen tu experiencia y tu celo por los intereses del reino y de las jerarquías superiores. Te recuerdo, sin embargo, que no podemos juzgar a un Señor sin que haya sido juzgado por sus iguales, los jefes de las Casas Grandes.

—¡Hay que convocarlos inmediatamente! —dijo Nube de Truenos.

—Antes debemos discutirlo —dijo Doce Plumas—, y sin la presencia del Señor de Ixcayá.

—Ya no es posible contar los años que honran mi edad, y en todos ellos no había visto un caso tan grave como éste —dijo Tziquín—. No podemos esperan ¡Convoquemos a los Señores inmediatamente!

—El señor Doce Plumas está en lo justo. Antes debemos discutirlo —dijo secamente Atabal—. Siete Cañas, te agradecemos tu celo. Debes abandonar el palacio. A su hora te haremos saber nuestro veredicto.

—Alto y poderoso señor, eso no responde a lo que he venido a solicitar.

La faz de Atabal con Distancia se ensombreció. Evidentemente, no era fácil para él hallar palabras dignas en aquel momento. Sabía lo que pensaba el Concejo sobre la guerra contra el imperio. Sabía que eran los políticos, sólo ellos, los llamados a conducir al reino en la difícil etapa siguiente a la derrota. Inquisidoras eran las miradas de miles y miles de hombres y mujeres puestas sobre los cabezas del pueblo. El Ciclo era malo, el Ciclo iba a terminar muy pronto. El odio contra el Imperio no equivalía a la determinación de combatirlo. Era un odio de inferiores, de gente acongojada por los presagios. ¿Cómo explicar todo esto a un hombre ciego de pureza, a un hombre que no pensaba en lo suyo, a un hombre iluminado por la rabiosa esperanza de morir por aquello que creía justo y que probablemente lo era?

—Señor de Ixcayá —dijo Atabal con entonación cansada y triste—, también sobre tu demanda te haremos saber nuestro juicio. Puedes retirarte. Ve en paz.