IX

Los nuevos dioses

—¿Qué es ese ruido?

—Así suenan los truenos, cuando nacen.

—No son truenos.

—Son los animales de la montaña, que vienen de estampida.

—No son animales.

—Son ejércitos.

—Estamos en paz, no son ejércitos.

—Son nuestros dioses, que descienden para protegemos.

—¡Sí, son nuestros dioses!

—Aparecerían aquí. Para eso tenemos templos.

—Tal vez son hordas nómadas. Ya nos invadieron una vez.

—Puede ser.

Los señores de la guerra se reunieron aceleradamente a disponer los aprestos. Desde lo alto de las pirámides convocaron las trompetas. Los hombres corrían en busca de sus corazas de cuero, sus plumajes, sus yelmos, sus lanzas, sus macanas. En las plazas se formaban los escuadrones. Las entradas de la ciudad fueron cubiertas; unos amontonaban piedras y otros calentaban miel y aceite en enormes calderos.

Los redobles se acercaban.

Despavorida, la gente se amotinaba en torno a los cuarteles en busca de noticias. El mercado se vació. Las mujeres huían con sus niños y se encerraban en las casas. En la cima de los templos se encendieron las hogueras propiciatorias.

El rumor fue precisándose. La música era alegre. Sonaron caracoles con mensaje de amistad. El vigía de mirada más penetrante avizoró la vanguardia.

—¡Vienen muchos hombres sin armas! —gritó desde su atalaya—. Sus estandartes traen guirnaldas de paz, nubes de servidores cargan las literas y los altares humeantes con dioses de los caminos.

La tensión se fue relajando. La multitud se agolpó en el pórtico, junto a la cabeza del puente.

—¡Son los Tucur, los embajadores de los Tucur!

No era bueno; pero sí mejor de lo que se temía. Las mujeres se asomaron a sus puertas y los chiquillos salieron corriendo. A ellos y a quienes pensaban como ellos les fascinaban los imperios, los desfiles, el exotismo y los atuendos de los forasteros.

Entró el cortejo, invadiendo la ciudad con el batir de los timbales. Al frente iban los bailarines, con sus máscaras amables. Seguían los embajadores en sus andas, sonrientes, coronados de flores y plumas. Cerraban el desfile los esclavos, cargados de bultos. A ambos lados, los músicos, esmerándose en sus ejecuciones.

El cortejo se detuvo frente al palacio del gobierno. Penosamente echaron pie a tierra los enviados, cubiertos de polvo. Atabal con Distancia los esperaba, acompañado de los Principales.

—En nombre de nuestro señor, el que impera sobre el mundo, te saludo, cabeza de este reino.

Era Memoria de Zorra, alegre y protocolario. Atabal se inclinó. En los vencedores prefería la arrogancia a la perfidia.

—Devuelve el saludo a tu emperador —dijo.

La audiencia se improvisó en el salón de ceremonias.

—No te esperábamos tan pronto —dijo Atabal, interpretando el desconcierto de los principales.

—Lo mismo da que sea ahora puesto, que de todos modos tiene que ser —repuso sin inflexiones Memoria de Zorra.

Extendió en el suelo el rollo donde constaba el destino de los reinos. Caminos, sembrados, ciudades, aguajes, montes, pesos, medidas, todo aparecía cuidadosamente dibujado; hasta los pasos que iban a dejar las caravanas. Los Principales estaban boquiabiertos al reconocer sus lares.

—Con los sacerdotes trataremos sobre religión; con ustedes, lo demás —dijo el enviado—. Que se abran los entendimientos, que se destapen los oídos y que hablen poco las lenguas, para que más pronto acabemos.

Mientras iba explicando el nuevo orden, el viejo Tucur señalaba los papeles de agave, que eran su razón y su fuerza.

—Los pequeños reinos son víctimas fáciles, no sólo de los que vienen de afuera sino de los que están adentro. En defenderse unos de otros y en tratar de ser distintos, como los adolescentes, consumen la mejor energía de sus generaciones.

Algunos Señores asintieron. Otros estaban en guardia, convencidos de que todo lo procedente de los Tucur era dañino y torcido.

—Las Guerras Floridas son necesarias: adiestran soldados, proporcionan esclavos, enseñan a morir con sentido heroico. Pero sólo contra los reinos enemigos del imperio, no contra los que formen parte de él.

—Los vasallos, quieres decir —terció Siete Cañas.

—Los reinos que integran el imperio no son vasallos, señor de Ixcayá. Son aliados.

—Y pagan tributo —cortó Trece Obsidianas.

—Las alianzas se concluyen entre Señores y los Señores no pagan tributos: los cobran.

—¿Significa eso que dentro del nuevo orden los señores de los reino recaudarán los tributos y se beneficiarán de ellos?

—Sí, media vez hecha la deducción para el imperio. Los Principales se arremolinaron y hablaron todos a un tiempo. Atabal levantó su vara de mando reclamando orden.

—Oiremos hasta el fin —dijo.

Memoria de Zorra, que no se había inmutado, prosiguió.

—Sólo los fuertes pueden implantar el orden. Sólo los muy fuertes pueden hacerlo duradero. Ese es el papel del imperio. Esa es su misión sagrada y obligatoria ante los dioses.

—¿Cuáles dioses? —espetó Nube de Truenos.

—Los nuestros.

—¿Por qué?

—Porque son los que triunfan. Perdona que te recuerde hasta dónde llegan los derechos de un vencedor. La unidad de toda la tierra bajo los mismos dioses y el mismo emperador no se había planteado antes como visión política. Esa unidad nos hará fuertes a todos.

—Los Señores que se someten a otros dejan de ser Señores —dijo Ixcayá.

—Los Señores de los pueblos pequeños gastan más años procurando ser Señores que siéndolo de verdad. Servir a un imperio y contribuir a su unidad no es misión de criados sino de amos.

—Cada reino tiene su historia, sus respetos, sus costumbres —dijo Guarida de Pumas—. ¿Para qué quiere el imperio amigos sin dignidad?

Memoria de Zorra hizo un ademán de cansancio.

—El imperio no busca amigos sino aliados. La historia apenas empieza a formarse, y desde luego no puede ser la de cada hombre y cada barrio. Las costumbres deben cambiar.

De nuevo se rebelaron los Principales. Esta vez estrecharon el circulo en torno al embajador amenazadoramente. Atabal con Distancia golpeó el suelo con su vara de mando y dijo en voz tonante:

—Memoria de Zorra es nuestro huésped, es anciano y se limita a transmitir la voz de su imperio. Sus vencidos somos, todavía. Lo escucharemos hasta el fin.

Ronceando, sin apartar la vista de las insignias de la majestad, retrocedieron y ocuparon de mala gana sus sitiales.

—Cada pueblo no es sino un conjunto de costumbres —salmodió Atabal, como si hablase para sí.

—Por eso hemos pensado en educar a las nuevas generaciones. Los tozudos, los renuentes, quedarán apartados de la historia.

—¿Cuándo empezarán las suplantaciones? —preguntó Ixcayá.

—Los cambios, querrás decir.

—Sí, los cambios —terció Atabal refrenando al de Ixcayá con una mirada seca.

—Hoy.

—Nuestra gente conoce las leyes y las acata —dijo Atabal—. Las prácticas que vienes a imponer son desconocidas. Hasta hoy las guerras habían sido contactos fieros, pero momentáneos. El ganador se llevaba el botín y los pueblos regresaban a su vida diaria a restañar sus heridas y a reparar sus descalabros.

—El poder del imperio no era el mismo que hoy, ni iguales son las exigencias para robustecerlo. Los imperios avanzan o perecen.

—Hemos comprendido —murmuró Atabal con Distancia—. Si nos oponemos arrasarán nuestra tierra hasta que no queden vivos ni los Piojos. ¿No es cierto?

Memoria de Zorra arqueó las cejas, cerró los ojos y suspiró hondo, por toda respuesta.

—Abrevia, entonces, y cumple tu misión —dijo Atabal. Los Señores no se movieron.

—El emperador de toda la tierra te envía un presente, que espera encuentres de tu agrado —dijo el Tucur en un tono que quiso ser festivo.

Un mayordomo depositó a los pies del trono un cofrecillo envuelto en fina tela. Contenía un pectoral de turquesas, perlas y jades engarzados en una gruesa chapa de oro.

—Regalo y oportunidad dignos de tu emperador —dijo Atabal sin tocar la joya.

—Con tu venia y el permiso de tus Señores, debo ir al mercado a supervisar los cambios —anunció el Tucur incorporándose.

—Como cobrador de los tributos del reino, cargo con el que me honraste, te acompañaré —dijo sonriendo Frente Alta, el Jefe de los Tziquín.

Memoria de Zorra le contestó con una leve inclinación de cabeza, y salió con su séquito de la estancia.

Los Principales del reino no se movieron.

Pasó largo rato. Atabal con Distancia alzó la vara de su majestad y la estrelló contra el pectoral. Las piedras preciosas saltaron como chispas en todas direcciones.

Algunos viejos estaban llorando.

—¿Por qué acepta vender los nuevos productos?

—Porque si no los vendo yo los venderá otro de los nuestros, o los venderán mercaderes enviados por el imperio.

—Podríamos hacerles la competencia. —El traficante escupió un hilo de saliva.

—Si bajamos los precios, ellos regalarán, hasta convertimos en mendigos.

—Toca esta tela; es inferior a las nuestras.

—Diremos a los compradores que es mejor que las nuestras.

—La gente conoce.

—Sí; pero dentro de una o dos lunas no tendrá más remedio que comprar, porque será lo único que se venda.

—El viejo Tziquín coloca espías en todas partes.

—Los espías tienen precio.

La gente contemplaba los cambios en silencio.

—Nosotros somos parte de estos pueblos, de todo corazón. —El otro traficante escupió un hilo de saliva.

—El comercio no tiene fronteras.

—Cierto es, cierto es.

En un amplio puesto del mercado instalaban tinajas ventrudas, rebosantes de licor blanco. Mucha gente se agolpaba frente al negocio.

—¡Acérquense, acérquense! Nuestros señores, los Tucur, nos han ordenado que durante siete días demos de beber a todo el que quiera.

Unos empezaron a bailar. Las tinajas quedaban vacías rápidamente y los bodegueros volvían a llenarlas. Un río blanco parecía brotar inagotablemente desde las entrañas de la tierra.

Antes, una de las esposas de Ixcayá, seguía las actividades con fiereza.

—Abuela, gran abuela, compra la loza venida desde lejos. Nunca se ha visto nada más bello.

Antes se inclinó a recoger la alfarería. Una a una, fue arrojando las piezas contra el suelo.

—Blanda y mal cocida —dijo—. Fea de color. Vulgar y ajena. Cara y mala.

—Abuela, gran abuela, compra el nuevo sustento. Es barato y bueno.

Antes se inclinó a recoger un puñado de semillas y una fruta, las mordió y se las sacó de la boca con asco.

—Caras y malas —dijo.

—De hoy en adelante tendremos que comerlas.

—En mi casa se comerá lagartijas y gusanos, agua acedada se beberá y nos vestiremos de harapos. Todo eso será malo; pero nuestro —vociferó la mujer.

Y a paso lento y retador, se marchó del mercado diciendo:

—Nos han cambiado el sustento…

Reunieron a los maestros y a los preceptores de los altos centros de las ciencias y las artes. Apenas cabían en el vasto patio de la Casa de los Estudios. Llegaron de veinte distritos, de los pueblos comarcanos.

El propio Memoria de Zorra explico los nuevos cambios. Grave era su voz, pausada era su voz. Fue breve como quien ordena, no razonador como quien persuade. «Se enseñará una lengua común; una historia, un orgullo, un destino comunes: los del imperio. Puesto que han cesado las diferencias entre los pueblos, deben cesar las causas que las provocan. Esas causas son la enseñanza pequeña y rencorosa, la ignorancia de lo que hay en toda la amplitud de la tierra y de la gloria de quien la domina. No más vencedores ni vencidos: sólo fieles de los mismos dioses y súbditos del mismo emperador». Así dijo.

Y como a sus palabras siguió un silencio de cobre, Memoria de Zorra invitó a los maestros a expresar su pensamiento. Todas las miradas convergieron en un hombre recio y feo que había movido la cabeza con desaprobación durante el discurso del embajador imperial. Le abrieron paso y se dirigió al frente. Ahí se plantó, como encontrando base en la tierra. Se llamaba Un Cedro y su mirada carecía de temor.

—Te hemos escuchado —dijo— y podemos repetir palabra por palabra tus consejos.

—Mis órdenes —cortó sin brusquedad el delegado Tucur.

—Cada pueblo enseña a respetar lo que cree; esa es la única grandeza de la enseñanza. No por provenir de un imperio es más grande que la de una aldea, si no es justa. Conocemos la historia del imperio porque somos los más pequeños y porque no podemos permitimos el lujo de ignorar lo que nos perjudica, El verdadero artista es múltiple, capaz, se adiestra; dialoga con su corazón y encuentra las cosas con su mente. El maestro y el artista verdaderos todo lo sacan de su corazón. No podemos enseñar lo que no es respetable.

Memoria de Zorra se acarició lentamente la barbilla. No dudaba, no buscaba las palabras; ni siquiera meditaba lo dicho por Un Cedro.

—Eres adulto y probablemente no podrás cambiar —dijo—. Muchos de tus compañeros tampoco. Pero esto sí van a entenderlo bien. Toda la enseñanza está inspirada por la política; es decir por los que mandan. Lo aceptan ustedes o cerraremos las escuelas, las Casas de Canto, los talleres de los artesanos. Las juventudes volverían entonces a la jungla. A su tiempo, el imperio abriría sus propias escuelas.

Un Cedro se tambaleaba, en pleno silencio de los maestros.

—Nos hemos entendido —decretó Memoria de Zorra, incorporándose—. Las escuelas recibirán toda nuestra ayuda para su prosperidad y éxito.

Los niños vieron pasar el cortejo de los Tucur.

—¿A qué vendrían? —preguntó uno.

—A aprender de los maestros —dijo otro, con certeza—. ¿No ves que los maestros son sabios?

—Estuvieron hablando mucho tiempo. ¿De qué hablarían?

—Pues… de la vida.

La comitiva pasó al Templo Mayor. Ahí estaban todos: el Poderoso del Pedernal Negro Escorpión, Hundido en el Agua, Trece Máscaras que Lloran, El Avasallador de Relámpagos, detrás del sumo sacerdote, el Gran Brujo del Agua. La reunión se había prolongado ya mucho tiempo y la embajada de los Tucur daba señales de impaciencia. Sin embargo, Plumaje Verde, jefe de la delegación religiosa, que era gran sacerdote de un distrito importante de su capital que conocía el delicado manejo de lo sagrado, se puso de pie.

—Es verdad: los dioses no perecen —dijo—. No conviene que perezcan, porque sobre ellos se fundan las religiones de los reinos. Un pueblo con la fe perdida es mal vasallo del imperio, cuyo poder sólo existe por delegación de las divinidades. Pero los dioses de este reino no son substancia ajena a los nuestros, sino sus enviados, sus encarnaciones. Los nuevos templos se erigirán sobre las piedras ilustres de los antiguos templos. Nuestros símbolos los enriquecerán, les darán majestad y pronto el pueblo llegará a comprenderlos y a reverenciarlos como los únicos símbolos verdaderos.

—Ya lo has explicado —dijo el Gran Brujo del Agua—. Nuestros dioses se revelaron en el ombligo de esta dudad; ahí nacieron también nuestros cantos, donde murieron nuestros ancianos. Esos dioses presiden la vida y la muerte de los hombres, su fe y su obediencia. ¿Quién creerá a los sacerdotes si traicionamos a nuestros dioses y loamos a otros?

—Los dioses se entienden por los símbolos.

—¿Cuáles? ¿Las serpientes y las águilas de sus templos? La fe es un misterio.

—Los dioses existen, Gran Brujo del Agua. Tú y yo lo sabemos, porque hemos crecido manejando lo sagrado. Pero unos pierden y otros ganan. Los dioses que pierden dejan de ser omnipotentes y así lo entienden los pueblos.

—Otros vendrán y harán polvo los templos de ustedes.

—Los imperios no merecen tal nombre ni sobreviven pensando en la posibilidad de sus derrotas, sino en las causas y el efecto de sus victorias. ¿Quién podría creer en fuerzas sagradas o terrenales que prometieran su propia degradación y su mina?

—Y pretendes que nosotros exaltemos la victoria de tus dioses…

—Es la única salvación que les queda. El sacerdocio es indispensable en los reinos y para el imperio. Un pueblo sin ellos es como una pirámide sin altar. Los guerreros pueden destruirse entre sí; la fuerza necesita evidenciarse para que se le respete. Nosotros representamos lo sagrado, y lo sagrado no debe evidenciarse para merecer respeto. Nosotros no podemos dividimos.

—¿Y si rehusamos?

Plumaje Verde frunció el ceño, concentró su pensamiento y repuso, dejando caer las palabras lentamente:

—Por extraño que parezca, no hemos previsto semejante alternativa. Pero sería grave. Levantaríamos los templos de todos modos y cambiaríamos los ritos. Pero crearíamos un nuevo sacerdocio. Un nuevo sacerdocio que desacreditaría sistemáticamente al tuyo y a tus dioses como falsos y tan inválidos como los que pueblan el valle de los descamados.

El Gran Brujo del Agua contempló largamente las piedras labradas, las cuidadosas proporciones de la arquitectura, los frisos con mensajes para él diáfanos y familiares. Miró a los sacerdotes, uno a uno. Nadie hacia el menor esfuerzo por ocultar sus pensamientos. Eran hombres ahora, sólo hombres atribulados por su impotencia y la pérdida del sentido de la historia en cuya cumbre habían medrado. El Gran Brujo del Agua se vio por dentro, mineral, ponzoñoso, y con una voz que nunca habla emitido, dijo:

—Mañana, a la caída del sol, tendrás nuestra respuesta.

El sacerdote Plumaje Verde se inclinó y retuvo el rostro bajo mucho tiempo, para que nadie notara su turbación, su conciencia de haber participado en un magnicidio que sólo podía justificarse por cumplir con un designio inevitable.

Comenzaron a raspar unos muros, a derribar otros. Con los escombros dilataron la base de los templos, y sobre ellos fueron yuxtaponiendo piedras recién desbastadas, que ajustaban con admirable precisión. Los canteros no se daban tregua; bajo la guía de artífices y sacerdotes llegados desde la capital del imperio encajaban los cinceles y descargaban golpes de martillo, moldeando los signos de la nueva fe. Fauces y alas, garras y colas, bestias que vomitaban corazones y pájaros que los rescataban, jaguares y monstruosos seres providentes, calaveras y crótalos, espinas y mariposas, llamaradas y volutas empezaban a nacer en los taludes, en las columnas, en los pórticos, en los dinteles. Figuras humanas, guerreros y sacerdotes sepultaban bajo sus masas el tejido de abstracciones que habían utilizado como idioma los dioses vencidos. En las plazas, frente a las construcciones, se desplegaban las maquetas, los planos de lo que sería el centro ceremonial. Millares de hombres acarreaban las piedras vírgenes, doblegados bajo el peso. El afán continuaba de noche, iluminado por hogueras y por las chispas que escupían las rocas. Polvo amarillo, polvo verde, polvo gris, polvo ocre, colmaban la atmósfera.

La gente abandonó sus labores. Al principio oteaba el cielo, esperando que cayeran rayos e irrumpieran los dioses y sumergieran al universo en las tinieblas y el caos. Sin duda, de un momento a otro se alzarían las huestes de las brumas de la muerte y empezarían a desfilar, sin carnes, con gemido de huesos fosforescentes, sobre toda la extensión de la tierra. Ahora la gente ya nada esperaba. Compacta, silenciosa, acometida por los desvelos y la catástrofe y el estruendo de las obras, pasaba las horas junto a la demolición, sin frío ni hambre, privada de voluntad, entre sobrecogida y maravillada.

Nadie nació y nadie murió en esos tiempos. Los ríos agotaron su caudal y se marchitaron las milpas. No había a quien clamar. Los Señores estaban encerrados en el palacio con los embajadores del imperio. Los maestros estaban encerrados en la Casa de Estudios con los embajadores del imperio. Los sacerdotes permanecían en la cima del Templo Mayor, y la cima del Templo Mayor iba descendiendo, cavada por las piquetas de los obreros. La ciudad se había convertido en un suave lamento. Ya no había palabras ni imprecaciones ni blasfemias ni injurias ni súplicas; sólo lamentos.

Entonces despertaron las mujeres. Enrojecidos tenían los ojos, rajados los labios y saturados de polvo; desnudos llevaban los senos y muchas, el sexo. Desordenados los cabellos. Andaban gimiendo entre los escombros, y de noche recorrían los suburbios y los barrancos.

—¡Ay! Han muerto nuestros dioses. ¿Dónde están nuestros jefes, dónde los jóvenes engalanados por sus heridas, dónde los sabios que curan el dolor, dónde los sacerdotes que descifran los augurios? Hombres del reino del árbol rojo, los que apenas podían caminar bajo el peso de las viejas glorias, ¿dónde están sus escudos? ¿Dónde los sexos de varón, que adornábamos con sartas de flores rojas? ¿Por qué quedaron tan lejos las flechas, rotas en los cuatro horizontes? ¿Quién melló los cuchillos, quién despuntó las lanzas donde dormía la claridad de la luna? Hombres del reino del árbol rojo, despierten, si no quieren que nunca más vuelvan las mujeres a pintarse la cara por ustedes.

Entonces principiaron los hombres a amotinarse. No llevaban armas ni escudos. Sólo un poco de muerte en los ojos, y mucha vergüenza en el corazón. Los lamentos cesaron y sólo se escuchaba el golpeteo de los cinceles y el estampido de las moles que rodaban a tierra, y un rugido creciente que se desborda. Eran los muertos y los vivos, que rechinaban los dientes y se libraban del sueño y del tiempo detenido. Hileras de sombras pasaban en la noche, masas enfurecidas se apretaban durante el día.

—¿Dónde están nuestros jefes? Despierten, hombres del reino del árbol rojo…

Entonces apareció el guerrero, uno solo, ataviado con su peto de cuero y sus muñequeras de plata y su casco de águila y su penacho de plumas de guacamaya. Llevaba lanza y cuchillo, y un broquel adornado con flores. Así lucía el guerrero del imperio.

Caminaba sobre los mismos pasos de Norte a Sur, de Sur a Norte, mirando lejos. Un solo guerrero. El guerrero del imperio, montando guardia.

La multitud permaneció quieta.

La obra continuó, la multitud veía pasar al guerrero de Norte a Sur, de Sur a Norte, bajo el polvo, sobre los escombros del reino.

Lejos, entre las carroñas, se escuchaba en la oscuridad él mismo.

—¡Ay! Han muerto nuestros dioses…