VIII

La casa de Tziquín

—Traerás cuatro de ellas; cinco, mejor. Deben venir limpias y bien pintadas. Aquí las cubriré de perfumes.

—Se hará como tú digas, gran señor —respondió el mayordomo inclinándose hasta el suelo—. Mas permíteme recordarte que tienes en tu palacio las mujeres más hermosas y las más sabias; las has renovado con nobles de todos los confines. Hasta los reyes te envidian. Temo por tu salud, señor.

—Harás lo que te mando —dijo imperioso Frente Alta—. Las quiero jóvenes, muy jóvenes. Desde esta tarde cerrarás el lugar donde se venden para que puedas escogerlas a mi gusto. Una debe ser alta, espigada y troncharse como flor cuando anda; cantará con voz ronca y tendrá recuerdos que le entristezcan la mirada. Otra debe ser menuda, muy negra, tan negra que se le vean los ojos con destellos; sentirá celos porque no viene ella sola y será la única que junte audacia suficiente para robarse una joya. Otra debe ser llena, con hoyuelos en los codos y en las mejillas, y grandes pechos donde se pueda reposar a gusto; será necesariamente imbécil: reirá hasta por lo malo que le ocurra. Otra será ágil como un cabrito rojo, dura, de húmedo hocico y uñas agudas para clavarse bien en el instante de los suspiros; será la única que presienta a qué viene, la que se odie por necesitarlo y la que tenga inteligencia para no hacérmelo ver. Resérvate a la otra, porque voy a regalarte dos de sus noches; que no desmerezca junto a sus compañeras, porque me repugna la fealdad, hasta la mía. Sí, ya sé: eres púdico y llevas tu reverencia hasta el extremo de hacerme creer que ningún servidor debe imitar a su amo en nada. No te agradezco tus recatos. Si no tienes debilidades no envejecerás junto conmigo y apenas te compruebe joven, te arrojaré a los caimanes. Ve a cumplir mis órdenes.

El mayordomo se retiró caminando de espaldas.

Frente Alta Tziquín se arrellanó en su estera cubierta de plumas y vellones, enlazó las manos bajo su vientre suntuoso y entró en ensoñación. La vida no había sido mala para él. En su palacio nadie asentaba el pie sino en alfombras finísimas de algodón en las habitaciones menores, plumerías recamadas de plata en los salones principales. Sus espejos eran famosos y las mujeres de las casas nobles tenían a gran honor que les permitiese mirarse en ellos. Usaba túnicas de ceremonia que sólo se ponía unas cuantas veces y colgaba a sus sirvientes montones de collares de pedrería. Dormía con una máscara de mosaico de turquesa, porque hasta el más delgado rayo de luz molestaba sus párpados sin pestañas, y en sus almacenes se amontonaban granos y mantas como para saciar el hambre y cobijar el frío de un pueblo. El agua de sus estanques estaba purificada, para que dejase ver hasta las arenillas del fondo, y por sus jardines se paseaban soberbias las garzas rojas y morenas, y los pavos de crestas amarillas, su mesa era un panorama, donde a diario lucían pájaros que se licuaban en la boca al primer mordisco, perros cebados con finas viandas, huevos de colores, pescados y frutos traídos desde parajes distantes que sólo conocían sus proveedores. Estragado, acariciaba su tedio como quien pasa la mano sobre el lomo de un tigrillo, y sólo comía ojos y bocados que sus trinchadores debían separar con minuciosidad de cirujano.

La vida no había sido mala para él.

El reino tenía lejanas posesiones de las que se sabía poco. De tarde en tarde enviaban sus tributos; hule, extrañas carnes ahumadas, raíces medicinales, pieles, cacao, plumas de lujo, tintes, alas de mariposa. No era mucho; pero sí lo bastante para dejar constancia del vasallaje y de la disponibilidad de hombres en caso de guerra.

Una vez al año iban los enviados a reanudar los juramentos de alianza y a obsequiar a los caciques joyas elaboradas por los mejores orfebres de la metrópoli, y muchachas de clara piel. Ansiosos de regresar, los enviados tardaban poco por aquellas tierras donde hacía calor y caían tempestades con rayos más gruesos que los troncos de los cedros. La gente, además, era brusca, irreverente y se golpeaba las nalgas al reír a carcajadas.

De una de esas posesiones llegó cierta vez un joven de mediana estatura, fácil sonrisa y palabra amaestrada. Llevaba siempre la cabeza erguida, echada hacia atrás, y la gente le puso el nombre de Frente Alta. Dijo que era noble y para evidenciarlo mostró sus manos pulidas y sin callos, sus talegos llenos de oro y dos arcones de joyas. Halagaba mucho y gastaba aún más, y los Principales le creyeron. Se presentaba como embajador de los caciques costeños para concertar sutiles pactos, y dijo que volvería a su tierra tan pronto se elaborasen.

Frente Alta era, en efecto, un consumado político y no tardó en hacerse indispensable a los señores del reino. Conocía los puntos flacos de las fortificaciones, las debilidades humanas y las lenguas de todos los pueblos vecinos. Hacia unos recomendaba amistad y hacia otros guerra, con unos trato llano y con otros intriga y perfidia, según fueran las ventajas.

Tenía la mente más ordenada que las grecas geométricas de los templos. En un instante, mientras los señores se embarullaban al calcular el riesgo de sus acciones, él lo reducía a costos y saldos. Ningún rico se atrevía a emprender negocios sin su consejo y muchas veces, sin su participación, que él no negaba si las perspectivas eran óptimas. Sólo él conocía los lugares de hambruna donde el maíz se pagaba a precio de oro, o los lugares de excesiva abundancia donde por nada se compraba el cacao. Sus cargadores iban y venían en caravanas por valles y cerros. Quienes aspiraban a lucrar dentro de esa red debían aceptar la dependencia y la deuda, que Frente Alta cobraba en jirones de honor cuando se le hacía necesario.

Su fortuna creció hasta confundirse con la bonanza del reino. No bastaban los ojos para dominar sus tierras, ni barrios enteros para albergar a sus esclavos. Ya nadie quería recordar que Frente Alta era forastero y que su Casa, la de Tziquín, procedía de líneas colaterales. Ahora su orgullo era mayor que el de cualquier notable, y más estrictas las normas que imponía a los suyos para que nadie dudara de su poder y su riqueza.

Marejadas de odio, de envidia o desprecio se agitaban de vez en cuando contra él.

—Es como la hormiga arriera, que todo lo devora.

—Ave de presa, que vomita sobre lo que no puede robar.

—Cuervo de los maizales ajenos.

—Es la peste del pueblo, que todo lo va corrompiendo.

—Enseña la avaricia y el amor por las cosas a nuestra gente, que ha sido grande por su ascetismo y sus virtudes.

—Nunca loa a los dioses ni rinde tributo a los sacerdotes.

—Mentira, mentira que sea noble. Era el criado de un alto embajador enviado por las provincias y lo asesinó, con todo y su comitiva, para suplantarlo.

Pero sus enemigos morían pronto y sus rivales empobrecían hasta la descastación y la indigencia. Cuando el resentimiento crecía demasiado, mandaba empacar pretenciosamente sus ajuares y decía con humildad a los más encumbrados dignatarios:

—Mi misión está cumplida. Regresaré a mi tierra y no volveré jamás. Soy indigno de la hospitalidad de este reino, donde mi torpeza ha aconsejado pactos nocivos, políticas equivocadas, negocios ruinosos y conductas que perjudican los deberes y el buen nombre de las Casas Grandes y del sacerdocio.

Los sacerdotes calculaban las dádivas que ya no llenarían los cofres de los templos; los guerreros calculaban el riesgo de que el hombre pertrechase a otros ejércitos como los que habían hecho respetable y fuerte al reino, y los mercaderes se inquietaban por la visión de ganancias mermadas hasta desaparecer. El incidente siempre terminaba de igual manera: una delegación de notables comparecía ante el personaje, sumaba unos cuantos privilegios a los ya otorgados y le aseguraba que los dioses y los hombres lo consideraban puntal de la gloria colectiva.

El señor de Tziquín engordó pronto; perdió los dientes, la seguridad en el pulso y la energía para mantenerse erecto. Mas su inteligencia trabajaba con inmutable lucidez y mayor astucia que nunca. Como carecía de ancestros, prolongó su personalidad y robusteció su casa en hijos y vasallos. Los hijos eran tan soberbios como él, y más osados; violaban mujeres, acaparaban tierras y después de sus festines invadían la ciudad con tropel, rompiendo las puertas de los comercios y embadurnando con porquería los signos edificios. Frente Alta hallaba en estos desmanes un motivo de pícaro regocijo y ocasión de cultivar su prepotencia. Tendría alrededor de sus vástagos una trama compleja e imperceptible de protecciones. Iban a la guerra, igual que los muchachos de todas las Casas Grandes; pero se les destinaba a retaguardia, como cuidadores de los lábaros y de las imágenes de los dioses. Falanges de esclavos les guardaban las espaldas, y para el recuento de los rehenes, cuando se perdían las batallas, se hacían los muertos en tanto el anciano negociaba jugosas compensaciones para las embajadas de los vencedores.

No se entristecía porque le nacieran hijas. Para él eran un negocio más. Las casaba con Principales y las utilizaba para espiarlos, y cuando lo traicionaban por amor a sus hombres, las hacía matar. Porque Frente Alta no toleraba las deslealtades. Quería imperar sobre el mundo no como monarca, no aislado de los hombres por las exigencias del servilismo y del temor y de la jerarquía establecida, sino entre ellos, para jugar con sus pasiones y experimentar a diario su propia reciedumbre.

—Lo único que le interesa es vengar quién sabe qué oscuras humillaciones —decían sus enemigos—. Vengar su cuna de basurero y su sangre de perro y su incapacidad de verdadera grandeza.

Frente Alta conocía esos rumores y le ocasionaban accesos de furia. Por eso ensuciaba con la calumnia y llevaba cuenta y razón de todas las miserias del pueblo: el escondite de los ladrones, la fecha en que se emborrachaban los guerreros fuera de las ceremonias, con quiénes cometían adulterio las mujeres, sobre qué mentían los principales, cómo estaba bastardeado el linaje de alguna familia, qué mugre tenía la procedencia de su fortuna. Y odiaba a los puros; los odiaba con toda la vehemencia de que era capaz. Para aborrecerlos rejuvenecía y se transformaba en un dios lleno de ferocidad.

Porque en el reino había también Señores preciados por el honor, invulnerables a la ambición del lucro y a las tentaciones del poder. Esos hombres no eran capaces de odio, pero sí de desprecio hacia la gente como el valetudinario Tziquín. No pudiendo destruirlo ni prescindir de su maña, se contentaban con vivir apartados de sus caminos. Para Frente Alta, este menosprecio estaba demasiado lleno de debilidad para humillarlo por completo. A diario recibía estímulos para enaltecerse; lo que él representaba iba cobrando preeminencia y lo que representaban los puros iba marchitándose, como los árboles que ya alcanzaron su mayor estatura o las piedras que envejecidas, se asemejan a la arena.

A nadie execraba más el viejo que a su vecino, Siete Cañas. La vida del Señor de Ixcayá era una perpetua acusación, una obligada referencia para comparaciones. Lo creía ocupado en rebajarlo deliberadamente. Todos los medios empleados en someterlo fracasaban: sobornos, halagos, amenazas, sumisiones. Como lo sabía ufano del pundonor con que desempeñaba sus cargos, se obstinaba en ocuparlos después de él con lujo teatral y esplendidez; sin embargo, en sus manos los cargos perdían dignidad. Entonces Tziquín convirtió el aniquilamiento del Señor de Ixcayá y de su Casa en idea fija. No podía, empero, trabar esta lucha sin recato, para no incurrir en deslealtades de casta. Pero cuando había guerra, por ejemplo, se las ingeniaba para que los estrategas enviasen a los Ixcayá a la vanguardia, donde eran más nutridas flechas, lanzas y pedradas. Luego contaba los muertos del clan:

—Cinco, seis. Quedan cincuenta y nueve, quedan cincuenta y ocho, quedan cincuenta y siete.

Y encerrado en su palacio, celebraba festines como si el triunfo hubiese coronado de flores los estandartes del reino.

La suerte de Jaguar de Montaña le produjo gran alivio. El varón que sabía tanto como un abuelo, el que miraba con limpieza y destacaba sobre todas las generaciones, se cruzaba a menudo en uno de los caminos que para el viejo eran fundamentales: el de la política. Se topaba con él en las juntas de notables, no sólo como mayorazgo de la Casa de Ixcayá sino como capitán de los batallones escogidos. Hablaba sólo cuando se le requería y callaba en punto justo, sin ánimo de ofender o de vilipendiar a quienes sometía a sus razones. Frente Alta le recordaba entonces su juventud como una condición despreciable; pero Jaguar de Montaña suplía su falta de memoria viva con las experiencias de los ancianos presentes, los que sí habían hecho historia. Este joven impertinente y amenazador iba a morir pronto, y nadie en su familia calzaba el tamaño de sus sandalias.

Extrañamente, con menor júbilo se enteró de la muerte de Flecha de Cumbre, no obstante que por su culpa había partido el cráneo a su propia hija. Flecha de Cumbre no traspasaba el rasero de los iguales y además, aunque hasta un extremo atroz, le había brindado ocasión de imponer su potestad y su designio.

En cambio, la muerte de los Cerbataneros colmaba sus anhelos. Lo rebajaba abominar tanto a dos rapaces que a sus ojos nada habían escrito aun en los anales del reino. Por invulnerables, por alegres, pusieron en entredicho su omnipotencia, turbaron su sueño y estropearon el concierto de sus heredades.

Sin ellos, a la Casa de Ixcayá le faltaba razón para contar con hacedores de leyenda. Sin mayorazgo, la Casa de Ixcayá iba a disolverse entre parientes de poco brillo. Se enmontarían las tierras; las habitaciones crearían moho, se poblarían de arañas y ratas, y pronto una colina de basura marcaría el sitio donde se había engendrado la maldita raza.

Frente Alta sonrió entre sueños y al despertar le descubrió nuevas maravillas al mundo. Asomóse al jardín y estuvo contemplando las flores, los juegos del agua, el corretear de los niños, la jaula de los pájaros a los que había sacado los ojos para que cantaran con mayor dulzura. Un colibrí rondaba un racimo de frutos maduros y permanecía quieto mucho tiempo en el aire, para su deleite. Conforme su vista se fue aclarando, el viejo señor distinguió muros de piedra, ceibas, sólidas techumbres, columnas de humo perdiéndose en el cielo, signos todos de permanencia y de paz y de riqueza abroquelada.

Esa noche prohibió a sus esposas que lo molestasen y cuando llegaron las muchachas, se encerró con ellas en el salón de los jades y las hizo bailar hasta la madrugada. Las pellizcaba, las mordisqueaba con sus encías desnudas y las hacía gemir arrastrándolas por los cabellos. Les dio de comer hasta que quedaron ahítas y las hizo postrarse sobre las joyas.

—Contemplen, malditas, y toquen lo que nunca podrán poseer. Esta esmeralda es más grande que tu pezón y esta perla no cabe en tu ombligo; con este pectoral de oro podría rajarte la cabeza y este abanico de plumas de quetzal cubre a dos de ustedes. ¡Rían y bailen! Regocíjense porque no hay nada más abajo de ustedes y porque desde esa sima resplandecen mejor quienes nos parecemos a los astros.

Las jóvenes prostitutas reían y bailaban. El sudor les deslavaba la pintura del rostro y de los muslos. Una, la que se cimbraba como flor al caminar, tal vez estaba llorando. La oscura de piel recogía a manos llenas las piedras preciosas y se bañaba con ellas.

—Bésenme, todas a un tiempo. Bésenme, como si estuvieran bebiendo después de atravesar desiertos calcinados, como si me agradecieran el don de respirar y el de alquilar por buen precio sus sexos. Aquí, aquí, aquí, aquí, aquí…

El viejo chillaba de placer y de cosquillas. De pronto se puso a llorar y apartó a las mujeres a golpes. Moqueando, con las pequeñas manos simiescas apretadas, se incorporó en los almohadones.

—Podría poseerlas, una a una, hasta convertirlas en piltrafas. Luego me orinaría sobre ustedes y me erguiría para cantar, con el miembro duro. Y las poseería otra vez, hasta que implorasen tregua, una a una. Pero no quiero. Me repugnan. Mi gozo es despreciarlas; no tomarlas, alimañas…

Las muchachas se apretaron una contra otra en un rincón, amedrentadas por la súbita rabia del obeso señor. Se cubrieron con sus desgarradas túnicas y se limpiaron la cara, avergonzadas de recordar lo que eran.

El viejo volvió a reír.

—Malditas… ¡Ah, qué muchachas malditas!

Se serenó, ordenó sus ropas y sus ralos cabellos, distendió las mantas de su lecho y paseó en torno la mirada, inquisitiva cual si descubriese el recinto por primera vez. Dio un golpe seco en el yunque de plata y se entretuvo escuchando el eco que se perdía por corredores y patios.

—A tus órdenes, señor —dijo el mayordomo, descorriendo el cortinaje.

Abatió la vista para no enterarse del menor detalle de la orgía ni encontrar rastro para menospreciar a su amo. Ocultaba también lo ocurrido entre él y la prostituta a quien había llevado a su alcoba por órdenes de Tziquín. La hizo acostarse en una estera junto a la suya. «Duerme», le dijo. «Si no te complazco no me pagarás», rezongó ella. «No dirás a nadie que no te he tocado. Te pagaré lo mismo. De madrugada te despertaré, cuando se vayan tus compañeras». Puso entre sus manos unas pepitas de oro y se arrebujó en su manto. La muchacha apretó el metal contra su estómago. «Si me duermo me matarás y me quitarás tu regalo», dijo temblando. El mayordomo no contestó. La muchacha acunó su tesoro entre las manos con la misma ternura que hubiese calentado a una paloma aterida. Pocos momentos después, dormía.

—Despacha a estas mujeres —ordenó el señor de Tziquín. El mayordomo las invitó a salir con un amplio ademán del brazo; su solemnidad limpiaba de vergüenzas a la escena. Tintineaban las ajorcas de los tobillos cuando se marcharon de prisa; una de ellas botó una jarra con la punta de su túnica y el salón se llenó con un estampido seco, de barro hecho añicos.

Frente Alta permaneció inmóvil con las manos sobre el vientre. En nada pensaba. De nada se arrepentía. Era como si el tiempo se hubiese roto también y comenzara de algún modo ignoto y enteramente propicio. Ixcayá no podría ya juzgarlo, el ocaso de su maldita sangre se hallaba próximo. La razón última la tenía él, Frente Alta Tziquín, arquitecto de victorias, convencedor y tutor de pueblos, evidencia irrecusable de que la vida valía la pena vivirla con un buen sentido de lo necesario, más que con un depresivo temor a lo malo.

Los celajes empezaron a teñir el Oriente detrás de la cordillera. Bandadas de ánades pasaban graznando a mucha altura.

De pronto el anciano abrió inmensamente los ojos. Sus dedos se crisparon y entre las arrugas distendidas de su rostro se abrió su boca desdentada, buscando las palabras.

—Claro —murmuró—. Claro… Así será, inevitablemente. Perfecto, perfecto…

Tocó el yunque con insistencia para llamar al mayordomo.

—Mañana irás al templo de las vírgenes a buscar al Incompleto. Me urge verlo.

—Señor, gran señor, estás invadiendo terrenos sagrados.

—Los terrenos sagrados sólo existen porque los reconocemos nosotros, los creyentes. No te preocupes. El que vendrá es él.

—Tú sabes que debe negarse.

—Vendrá, porque tiene precio.

—Él no maneja riquezas propias. Lo que vive dentro de su túnica es lo único que posee.

—Hay otros precios. Págalos, cualesquiera que sean.

—Señor, temo por ti. Las mujeres podrían hablar en el mercado.

—Nadie les creerá. En poco daña el mal intentado a tan ínfimo nivel. No se puede ensuciar la nieve de los volcanes con el lodo de los barrancos. Esos son los privilegios de mi casa.

El señor Frente Alta Tziquín fue cayendo despacio sobre el mullido lecho.

—La herencia… —dijo entre bostezos—. ¿Qué es la herencia? Fetidez de muertos, red agujerada. Todavía no saben todo lo que puedo. ¡Ya verán, príncipes de los que dan placer al mundo! Ya verán. Llorará el cielo que los cubre y se llenará de pesadumbre su maíz. Cerró los ojos y musitó, ya casi dormido: La vida no es mala.

El mayordomo permaneció largo tiempo sin saber qué hacer. El amo no había tenido tiempo de ponerse su máscara de turquesas. Se acerco de puntillas y lo arropó con mantas.

Antes de retirarse hizo una reverencia. Una cuchilla roja de sol atravesaba el pecho de Tziquín. En su rostro, ahora increíblemente avejentado, había cierta beatitud.