La muchacha
Un año llevaba confinada en la Casa de las Doncellas. Poco antes de que se cerrara tras ella el portón se dio cuenta por primera vez de que afuera había un mundo: la geometría de la ciudad, las cumbres de los templos, los cielos limpios, el desorden armonioso de la gente, los gritos de los chiquillos, su familia. Todos estaban ahí, ufanos de haber brindado una hija para el sacrificio. Ellos arrojarían las primeras joyas en el pozo sagrado, antes de que se disolviera el remolino abierto por su cuerpo al sumergirse hasta las profundidades, y añadirían una nueva ponderación a su linaje, que viviendo y muriendo acataba las leyes del pueblo, y un nuevo vínculo de particular cercanía con los dioses. Sus rostros estaban satisfechos, en paz, la tarde en que agitaban los cascabeles antes de desbandar el desfile que la había rodeado a ella, toda cubierta de flores, obediente, silenciosa, demasiado joven para tener recuerdos que defienden.
Las Ancianas le dieron las primeras instrucciones en voz neutra, suave, la misma que empleaban para impartir las órdenes más terribles, y la dejaron sola en su celda. Corazón Pequeño había estado sola muchas veces, la mayor parte de su vida; pero ahora lo supo, con absoluta diafanidad y paseó los ojos lentamente por los cuatro muros desnudos, entre cuyas piedras ella no podía encontrar diferencia, interés ni consuelo. Le fue creciendo, hasta hacerse desmesurada, una sensación completa de todas sus vísceras laboriosas; sus cabellos, sus pies descalzos, totalmente pegados a la tierra, como si ya nadie pudiere arrancarlos nunca de donde se encontraban. Y se quedó aguardando, maravillada, que le agitaran las ramas y echase flores por los dedos y alojara nidos en los hombros.
Había sido en su casa un simple rumor, una pequeña cosa siempre próxima al suelo, ligeramente útil, que estorbaba un poco los menesteres de los demás. Desde los rincones veía discurrir los pies, yendo y viniendo interminablemente. Esta visión monótona la aislaba de los ajetreos cotidianos. Todos los rostros, los objetos, las voces, se remontaban sobre ella y pululaban a una altura incalculable, en un mundo cercado. Cuando creció, ese mundo dio en alejarse todavía más, ajeno y cabal en sí mismo.
Jaguar de Montaña, el hermano mayor, solía detenerse frente a ella para admirarla; lo mismo, pensaba ella, miraba a los pavos y a los conejos del corral. Sonriendo, se agachaba, le hada una caricia en el mentón y la llamaba por el nombre de algún ave pequeña. Jaguar de Montaña olía a hierba. Los Cerbataneros, los gemelos pobladores de leyendas, la alzaban y se la arrojaban entre sí por el aire, riendo a carcajadas, y ella sentía el corazón atribulado contra sus manos hábiles, tocadoras de flautas y caramillos. Los Cerbataneros olían a pluma.
Al otro, el de en medio, lo recordaba torvo, midiéndole la estatura, los mínimos gestos que se atrevía a hacer en su presencia; le decía cosas fieras, espantables, que luego asediaban sus sueños, y destripaba con el pie sus juguetes. Flecha de Cumbre, el de en medio, olía a tigre mojado. Ella le contaba a sus juguetes —hilos, ramas, un hueso de paloma, un viejo caracol donde se oía el mar— que tenía cuatro hermanos que mucho la amaban, incluso el triste, el del ceño nudoso, a quien de seguro avergonzaba su cariño por un ser tan insignificante como ella.
Las mujeres le daban tareas siempre superiores a los años que iba adquiriendo, y ella las cumplía con rutinaria precisión, ausente, con una diligencia apenas distinta a la de los esclavos. Nunca la alegraron sus deberes, sus obras, porque no contentaban a nadie.
Su madre, Antes, la amaba; esa seguridad no le faltó, a pesar de que la amaba de un modo que dolía: detrás de un rostro inexpresivo que aparentaba indiferencia para complacer al señor de Ixcayá, disgustado porque fuese mujer y no otro varón capaz de fundar linajes y llevar armas y vigilar autoritariamente los granos, hasta su fructificación. Antes no la acariciaba; cuando estaban a solas y ella se le abrazaba a las piernas, permanecía rígida. Una noche, sin embargo, la niña despertó con un alacrán sobre el pecho; paralizada del terror estuvo buscando mil años un grito de angustia, una llamada de socorro. El animal caminaba despacio hacia atrás, hacia adelante, alzada su cola rubia. La madre se incorporó de un salto, despertada por su presentimiento y de un manotazo destripó al pequeño monstruo. Entonces abrazó a la niña con todas sus fuerzas y las dos lloraron bajito, para que nadie turbara su soledad compartida. Al día siguiente buscó ansiosamente la continuación de aquella ternura; pero la madre había vuelto a su remotidad. Antes, la madre vieja, la amaba sin duda; pero de un modo que dolía.
El padre nunca se dignaba mirarla. Su voz, llena de autoridad, sólo se dirigía a los demás; ella pensaba que como el viento, arrastraba las hojas y se iba quién sabe a dónde. Una noche los malos sueños la despertaron y su padre estaba poseyendo a su mujer joven. Ella supo que el hombre sufría y que de pronto iba a llorar, y apretó los ojos con todas sus fuerzas para no verlo caer desde su inconmensurable altura. Apenas amaneció, fue a contarle a sus juguetes que su padre se convertía de noche en un gran pájaro y por la boca devoraba la vida a las mujeres. El padre era un dios majestuoso, autorizado para menospreciar a los hombres y lanzar destellos hacia las constelaciones. ¿Cómo iba a amarla? Sin embargo no le temía, porque lo más que podría hacerle era daño y ella no se consideraba merecedora de otra cosa.
Cierta mañana estaba hilando en el patio. Todos habían ido a las fiestas de la cosecha, animados por los licores ceremoniales y la música, y la olvidaron en la casa. Los perros husmeaban por los rincones y quemándose las pezuñas, hurgaban entre las brasas. Luego empezaron a gruñir y rondaron cada vez más cerca de ella. Uno le lamió la pierna; miróla fijamente con sus ojos legañosos, no sin ternura, y volvió a lamerla. La lengua era áspera, hialina, pegajosa, caliente. Quieta, ella lo dejaba hacer. Siempre le habían gustado los perros, rechonchos, calvos, feos, silenciosos; apenas engordaban se los comía la gente, y ella sentía pena cuando entre las ollas removidas por las gordas paletas de las mujeres pasaban las cabezas mondas de ojos saltones, enseñando los dientes. De pronto el perro la mordió, muy suave, gimiendo, como si pidiese perdón, y después fuerte, con presión gradual, cerrando los ojos. Ella lanzó un grito. Los otros dos perros se le arrojaron encima, enloquecidos. El primero, que era el más fuerte, les salió al encuentro y se trenzaron en una sola pelea. De la masa que giraba a gran velocidad salían fauces abiertas, colmillos, gargantas lóbregas, garras que aruñaban el aire. Los perros dejaban a veces en medio a la niña tumbada, no pudo correr ni defenderse; los perros eran muy importantes en la casa y le habían enseñado a respetar las jerarquías. El huso rodó lejos y el hilo se enredó a las patas y a las colas. La niña esperó a que reconciliados, los animales la devorasen. Pero un esclavo que regresaba temprano de las labores con una red de maíz a la espalda, los dispersó a garrotazos. Con su gemido sofocado, el único que podían emitir sus gargantas mudas, corrieron a esconderse. La niña estaba llena de heridas, de polvo, de hilos de colores. El esclavo la acostó en una estera y la curó con hierbas.
—No dirás nada —rogó ella—. Tenían hambre.
El esclavo nunca la había oído hablar y le pareció que su voz tenía rumores de plata. Hubiera querido contestarle; pero le habían cortado la lengua porque se negó a delatar el destino de un compañero en fuga. Se rascó la cabeza y sonrió, para que ella supiera que la había comprendido, y cuando llegaron los amos nada dijo.
Pero la madre se percató de lo ocurrido porque la niña dejaba manchas de sangre en su estera. Antes de que tuviese tiempo de curarla, Ala sobó los cabellos en las heridas.
—Apártate, suda —chilló la madre—. Tú sólo sirves para enfermar a los hombres, no para curar a nadie.
—Déjala —ordenó Siete Cañas, el señor de Ixcayá—. Su pelo ésta embrujado. Sirve para todo.
Corazón Pequeño aprendió entonces lo que era agradecer. Dentro, cerca de donde nace la respiración, escuchó susurros como de piedrecillas que ruedan en el fondo del río. Los susurros no llegaban hasta los labios; pero daban gana de sonreír, y de llorar un poco.
Seguía con la mirada a Ala —sólo así se llamaba—, desde el alba hasta el anochecer.
Nunca se acostumbró a su presencia, para ella siempre maravillosa. Así supo que sufría; no porque la gente la tomase como extraña, o de dolor por su hermosura —que resaltaba casi con insolencia junto a todas las mujeres—, sino por algo sombrío que le enfermaba el corazón. La niña se consideró disculpada ante su madre por la conmiseración que le provocaba un ser tan infeliz.
Una noche, todos dormían: hasta el de en medio, a quien por lo general las pesadillas agitaban el sueño. Ala estaba acurrucada junto al Señor y la niña se le acercó con infinito cuidado. Era hermosa, sin duda; hermosa y terrible, aun cuando los párpados apagaban el calor de sus ojos. Mucho tiempo estuvo contemplándola. Su tristeza parecía detenida, suspensa en el momento más agudo. Le tomó una punta de la larga trenza y se la pasó sobre el corazón, siguiendo el diseño que trazaban los brujos para cumplir con sus más secretos exorcismos. Sólo el pelo de aquella mujer, que curaba males ajenos, podría curarle su propio corazón. Allí dentro estaban todas las sombras dolidas, el destino de ser triste; sólo ella, con todo y ser tan chica, le debía agradecimiento.
Las Ancianas de la Casa de las Doncellas se deslizaban sin hacer ruido. Esto las hacía probables e inesperadas en todas partes, a todas horas. Las novicias llegaban a verlas hasta en sueños, sin edad, sin sentimientos, sin prisa, cada día más amenazadoras. Inesperadamente, las Ancianas las sacaban a medianoche de su habitación y las hacían besar el polvo de las baldosas, de bruces. Otras veces se les acercaban hasta quemarlas con el aliento y les decían que nada eran, ni basura, ni alimañas. O les hablaban de los dioses día y noche, día y noche, pinchándoles las manos con espinas para que no se durmieran. Los dioses brotaban su envoltorio de palabras y cobraban forma viva, próxima. Serpientes ceñían su cabeza, calaveras su cintura, tigres les salían del costado y sus manos antojaban fauces de caimán. Los dioses también recordaban a las muchachas que nada eran, que su único sentido era alimentarlos, una vez su carne hubiera perdido la fetidez del orgullo y mereciera la transubstanciación en flores.
Las muchachas iban cobrando así gran terror a su carne. A oscuras, iluminadas apenas por las estrellas más pálidas, se miraban los pechos enemigos, los muslos enemigos, el vientre enemigo, el sexo enemigo, surcados de gusanos y de lenguas bífidas y de esa espuma de diminutas burbujas que surge de lo que se está pudriendo. Y se tapaban la cara para espantar la vigilia y retener el poco sueño que les venía creciendo después de los largos días de aprendizaje y de vejaciones y látigos cayendo sobre sus espaldas y pedruscos destrozando sus pies y la voz de las Ancianas, sin tregua, penetrando en sus oídos igual que un chorro de lava recordándoles que no eran nada y que había que matar la carne y olvidarla y vivir con una luz prodigiosa que uno tenía dentro y que las muchachas, para su angustia, no vislumbraban.
También los recuerdos debían morir y eso era más difícil, porque cada quien trataba de limpiarlos de máculas. Los recuerdos ataban, como inmensas raíces que cruzasen la dudad entera, desde las entrañas hasta los hogares sosegados donde estaban los padres, los hermanos, los pájaros, los esclavos, los perros, y quizá el rostro lampiño de algún muchacho que alguna vez las había mirado con dulzura sobre las tapias y había soltado una risa de dientes blancos, como quien regala un nido. Era preciso olvidar. Pero las Ancianas y los dioses musitaban que los recuerdos todavía estaban ahí, y que se advertían tras las frentes, entre las palabras escapadas a medio sueño. Era preciso olvidar para no pertenecer, para un merecimiento total a la gran entrega, la única pura, la de las vírgenes sin carne, receptáculos de la pequeña luz, ánforas de greda blanca, alimento de la eternidad, adorno de las aguas que esperan. Y las muchachas, mientras cantaban o bailaban girando se perdían alucinadas en su sombra y se repetían que eran solas, singulares, nacidas sin madre ni padre, solas, cada vez más dignas, cada vez más solas.
Entre las vírgenes se fue entablando la misteriosa solidaridad de los que comparten un destino. Eso no podían verlo las Ancianas y aparentemente, no interesaba a los dioses. Casi nunca hablaban entre sí; mas el simple roce de unas trenzas o de la punta de las túnicas establecía comunicación más honda que un largo discurso. Ni siquiera se miraban entre sí y nadie les había dicho sus nombres; pero los sabían: La Recién Llegada, Siete Briznas, Don de la Madrugada, Pequeña Abuela, Nueve Cañas de Rio, La que Parte sin Querer, Pasos Iluminados, La del Borrado Silencio, Cuatro Ciervos. La de las Flores Nuevas. Esos nombres querían decir muchas cosas para ellas; mas tal vez les estaban permitidos porque no eran recuerdos de los que atan a la gente sino recuerdos futuros, de los que atan a los dioses; recuerdos de su noviciado y de su perfeccionamiento y de su plena entrega y de su muerte joven, no mitigada, salvadora de pueblos, breve y hermosa como las flores tan cercanas a su vida y a su muerte.
Por eso reían, reían de millones de maneras, al cantar, al bailar, al olvidarse de sí mismas. Y era su sonrisa una especie de súplica, de oración, parte de la vida y parte de la muerte joven, la única que tenía derecho a poseerlas. La risa de las muchachas no era mala, sin duda, porque las Ancianas no podían verla y los dioses la recogían, dementes y agradecidos.
Un letargo inconmensurable fue apoderándose de ellas, conforme se olvidaban de sí y las embriagaba el miedo a su carne y las Ancianas dominaban sus sueños y sus vigilias. Los azotes ya no hacían mella sobre su espalda, ni las coronas de espinas, ni la danza interminable y pausada bajo el sol ni las cosas horribles que cantaban en letanía en el atardecer ceniciento, para vejarse y recordar su destino, mientras los últimos pájaros surcaban presurosos el cielo buscando su refugio. Se habían convertido en una pasta dócil, como la de los alfareros, donde sobrevive la impresión de las papilas con sus intrincados surcos y se quedan pegados los élitros de los insectos. Habían olvidado su voz, sus palabras queridas, sus alarmas, las sorpresas, los gemidos. De una manera extraña, sin embargo, vivían más que nunca, vivían con su muerte, cada vez más cerca de los dioses ataviados de serpientes y de fieras, desollados y munificentes para destruir y consumir, pero munificentes al fin, como todos los que dan y quitan la existencia.
Las Ancianas ya no hacían daño; robustecían, tan sólo, la fe en el sacrificio y la transformación de los actos en magia: magia de la danza y del canto, magia de la risa y de la quietud, magia del olvido y de la desintegración, magia del alimento en que se estaban convirtiendo para su sustento y perennidad de los dioses. Las muchachas amaban a las Ancianas cual si de ellas no hubiesen recibido más que bien y justicia, o por todo lo que les habían hecho y ya no les hacían, o porque en su aislamiento era preciso guardar rastro de la bondad y de lo que se es antes de perecer.
Nadie les hablaba sino las Ancianas, y El Incompleto, guardián de la puerta, el único que salía del templo a ponerse en contacto con el mundo. Era pequeño, enjuto y podía permanecer horas inmóvil, sentado sobre sus piernas, adosado al muro, contemplando el vacío con sus ojos deslavados. No tenía edad; pero sí un hervidero de recuerdos que brotaban de sus labios delgados y secos convertidos en palabras muy lejanas, de lo que había sido. Los guerreros lo recogieron en el campo de batalla aterido, cuando juntaban sus muertos contándolos con lágrimas. Llevaba tres noches de ver agonías y rugidos de hombres que no se resignaban a morir. Era entonces un niño, o lo parecía porque el terror y las blasfemias lo habían dejado magro e inútil en todos sus servicios; pero tenía los ojos zarcos y los guerreros, por respeto, lo entregaron al Templo Mayor. Ahí pasó muchos años, olvidado como un animal inofensivo, ambulando entre los novicios y durmiendo a cielo abierto. Los sacerdotes llegaron a respetarlo porque memorizaba todas las liturgias, era capaz de ayunos sin medida y se quedaba quieto bajo la lluvia para llorar sin que se notara. Un día, los sacerdotes lo sorprendieron junto a la piedra del sol, donde una víctima arrojaba borbotones de sangre por el hueco vacío del corazón; iba totalmente desnudo y mientras sus ojos se abrían desmesuradamente, el falo se le puso enhiesto. Entonces lo castraron y empezaron a adiestrarlo para el servido del templo de las vírgenes. Todos los aprendizajes humillan; pero éste era el peor, el que debía imponer la fe simple y la humildad sobre el rencor por la soberbia destrozada y la inteligencia para la duda y la sabiduría adquirida en contacto con los hombres que manejaban lo sagrado.
Cuando los sacerdotes entregaron al Incompleto a las Ancianas, su rectitud era perfecta, y total su destreza para administrar las necesidades externas de una casa tan poblada. El Incompleto tenía otra misión, y era pulir el aprendizaje de las vírgenes recordándoles con su presencia que tampoco el hombre cuenta si lo han dedicado a los designios oscuros de los dioses.
Cuando las muchachas, agotadas por los menesteres sagrados, reposaban y meditaban solas, se arrastraba hacia ellas y solía hablarles.
—Resultabas entre las bailarinas como una flor y en el coro como un pájaro —dijo una tarde a Corazón Pequeño.
—No es cierto. Soy igual a las demás.
—Eso es lo que te dicen las Ancianas; pero no lo creas. Nunca se ha visto en este recinto silueta como la tuya; hasta la sombra que haces tiene grada. Mírate en el estanque, cuando te inclines a beber. Y tócate, cuando estés sola. Toca tus hombros, tus costados, tus muslos. Estás viva, viva como las ágiles bestias del bosque.
—No es cierto. La carne es mala.
—Eso es lo que te dicen las Ancianas; pero no lo creas. ¿Cómo sabes que tu cuerpo ha perecido, puesto que no le has dado la oportunidad de gozar? No creas que volverás a esta tierra. Solo estamos aquí un momento, y debemos aprovecharlo con todas nuestras hambres. No es verdad que vengamos a dormir y a soñar y a morir sobre esta tierra. Eres una mujer completa, resplandeciente, mientras no te arrojen al pozo donde tus huesos se convertirán en fuegos fatuos.
La muchacha estaba paralizada de miedo. Moviendo los labios tenuemente, recitó de prisa todas sus lecciones contra la vanidad y la sensibilidad. Hubiera querido gritar, hasta que desapareciese El Incompleto.
—Tu destino está trazado a tus espaldas, sin que le hayas visto al mundo más que la cara triste, la de tus humillaciones y tu soledad, la de tu condición de muchacha sacrificada para la vanagloria de tu Casa y el hambre de los que van a devorarte. Pero el mundo tiene otra cara. Escucha —prosiguió El Incompleto bajando la voz—: Comienza la noche y tintinean los crótalos de las bailarinas en el mercado. Van desnudas de cintura arriba, pintadas de grana y violeta, y a cada paso les suenan las ajorcas de oro y los collares de madreperla. Los hombres las miran, las lamen con la mirada: las tocan, las bendicen con el tacto. Huele a canela y las frutas se apiñan en los merenderos. Un muchacho de ojos de venado y cuerpo plano está esperando, recostado contra el friso de jaguares a que pase alguien como tú, para echarle encima su aliento y acercarle su vientre caluroso. Se mezcla la saliva de las parejas, el suspiro de las parejas, el pulso de las parejas, y en las esteras hay guirnaldas y mantas de algodón para acariciar los abrazos. Escucha los rumores del agua y del fuego y de los licores que se escancian…
«Nada soy. Podrida está la carne, y llena de gusanos. El martirio acerca a la luz. ¿Es verdad que se vive sobre la tierra? No para siempre en la tierra. Sólo un poco aquí…».
—Hoy, cuando duermas, soñarás que todo tu cuerpo arde y se funde y se derrama en la copa de tu sexo. Y toda tú serás un sexo soñando que se sueña. Despertarás temblando y te demandaras para qué sirve tu sacrificio, puesto que nuestro reino se ha desquiciado y las jerarquías ya no existen y nuestros dioses están en derrota. Y ahora olvidarás, olvidarás, olvidarás, olvidarás que te he hablado. Demasiadas veces ha acabado la peste a las multitudes que tienden los brazos implorando clemencia y ofreciendo a sus hijas a la furia consumidora de los altares vacíos. Y cuando se te acerquen las Ancianas verás que se están encogiendo y todo les queda grande: la piel, la cabellera, las uñas, los dientes, la ropa, la palabra. Y dudarás, porque ahora ya sabes que eres hermosa y que estás viva, por completo viva, descomunalmente viva…