VI

La profecía

El Templo Mayor alzaba su mole en el centro de los pensamientos del pueblo aquella madrugada. Las cervices, las frentes, los hombros, los riñones, las corvas, los calcañales, los músculos todos, recordaban el cansancio de las generaciones que lo habían derribado y erigido tres veces: una porque así lo ordenaron los augurios celestiales; otra porque así lo ordenaron los vencedores, unos montañeses de confusa lengua y carniceros colmillos, cuyas hordas cayeron sobre el reino y luego desaparecieron por los caminos dejando nubes de polvo entre los alcores, y otra porque así lo ordenaron los augurios de la tierra, los que interpretaron los sacerdotes reclamando que se amontonaran piedras hasta las nubes. Ahora, el Templo Mayor se antojaba más sombrío, más lleno de rumores fúnebres que le bajaban a la gente zigzagueando por la espalda. Sus jeroglíficos, sus esculturas aglomeradas sin tregua para el ojo, sus graderíos que trepaban con audacia hasta la niebla, los relámpagos que convertían los taludes en cegadores espejos, sus voces incomprensibles allá arriba en la plataforma de los sacrificios, sus manchas de sangre seca, y la memoria de cautivos desollados de cabezas cercenadas y pechos abiertos, apretaban la garganta e infundían gana de taparse los ojos con los puños y las orejas con pegotes de cera, y de golpearse los labios con la palma de la mano para que no pronunciaran blasfemias ni emitieran horribles gritos que harían tambalear la fe. Aquella madrugada, el pueblo no pensaba en otra cosa que en el Templo Mayor. Era ahí, sin duda, donde iban a discutirse los extraños signos que perturbaban a la gente desde que acabó b guerra: la berra ar tragó a un ciervo decapitado que pasó comértelo entre los maizales; una ciénaga hirvió hasta convertirse en humo; un rayo cayó en pleno día, pulverizando el Templo de las Calaveras.

Los señores del Concejo ascendieron lerdamente por los estrechos escalones hasta la primera plataforma. Largo tiempo tardaron en reunirse porque unos estaban viejos, agobiadoramente viejos, y otros llevaban noches y días en vela, esperando la convocatoria de los sacerdotes.

—¿Puedes subir? —preguntó Atabal con Distancia a Siete Cañas.

—Si. Me ayudarán mis servidores.

Continuaron. Gimoteando, roncando, resollando como si exhalaran la última respiración de que eran capaces, escalaron la segunda plataforma y de ahí hicieron bajar a todos los capitanes, los hijos, los parientes, y cirnieron las sonajas. En la cúspide sonó un caracol cuatro veces, una hacia cada horizonte; era la señal: podían continuar.

—¿Alcanzarás a subir? —preguntó de nuevo Atabal con Distancia.

—Sí. No te preocupes —repuso el señor de Ixcayá.

Movía las piernas con regularidad, casi suavemente, como si caminara dormido.

Trescientos sesenta y cuatro escalones, y llegaron. Nadie los contó, porque sabían de memoria su número ritual. Acezando, con las pestañas y las cejas mojadas de sudor, los ancianos tardaron en recuperar el aliento. Algunos nunca habían estado tan alto sobre la faz de la tierra. La ciudad se perdía en lontananza, donde comenzaban las siembras, los bosques, los cerros, los animales libres. Daba orgullo, en verdad, que la hubiesen erigido los hombres tras difícil meditación sobre los rumbos, los materiales, las proporciones, la congruencia con los vientos y la luz, el tamaño justo para la vida, el espacio exacto para el ceremonial.

Ocuparon los sitios que se les tenía asignados, según sus dignidades. Parecían distintas personas de las que llegaron exhaustas después de creptar entre los hirsutos jeroglíficos de la piedra. De lo más legítimo, de lo más oculto y conquistado les salía de pronto un aire orgulloso, indispensable ahora que iban a enfrentarse como una casta con la otra, ambas las más encumbradas del reino. Al centro se situó Atabal con Distancia; a sus lados, por orden de edades, los demás señores. Al frente, dos novicios mecían incensarios a todo lo largo de la estera de la majestad, veinte aprendices se arrodillaron, hicieron reverencia y se abrieron por la mitad dejando el camino libre al cortejo.

Los sacerdotes entraron en el recinto y ocuparon los sitios que se les tenía asignado según sus dignidades.

Minuciosa fue la salutación, vagas y elaboradas las fórmulas protocolarias. Calvos, lastimados por las flagelaciones y las espinas, los aprendices distribuyeron el licor sagrado sin alzar los ojos y se retiraron. La sala estaba iluminada por hachones, a pesar de que ya había salido el sol.

—Venimos a oír la voz y el decreto, la verdad y la justicia —dijo Atabal con Distancia—. La guerra terminó. El tributo está pagado y se fueron los recaudadores. Pronto vendrá la comisión de los enmendadores de dioses, de los arrasadores de lo sagrado, de los introductores de las costumbres nuevas. El pecho de la gente hierve; unos quieren llorar, otros quieren humillarse y otros quieren pelear. Venimos a oír la voz y el decreto, la verdad y la justicia.

Consultó con fugaz mirada a los miembros del Concejo y éstos se inclinaron para refrendar que lo dicho era lo acordado.

Flaco, casi transparente la piel, extrañamente fija y acuosa la mirada, el cráneo deformado por el casco de oro, el Gran Brujo del Agua saludó tres veces con las manos, palmas arriba. No temblaba, no titubeaba; tampoco se excedía en gesto o movimiento. Una serena y terrible inteligencia se desprendía de cada una de sus palabras, de sus ademanes, de sus pausas.

—¿Tú qué preguntas, tú qué dices, tú qué deseas, tú qué ordenas? —dijo con voz aguda y ceceante.

—Perdona que me calle, por ahora. Te transmito lo acordado por el Consejo. Venimos a oír la voz y el decreto.

—¿Vienes a obedecer?

—Los señores no obedecen —dijo secamente Atabal.

—Así es. Esa es la ley —respondió el supremo sacerdote. Saludó de nuevo tres veces con las manos, las dejó caer completamente inmóviles en el regazo, tardó mucho tiempo con la vista perdida, fruncido el ceño y añadió—: El Ciclo está terminado. Mala es su luz, malos sus presagios, malos sus aires. Parca su lluvia. Estancadas y traidoras sus aguas. Empieza a llorar ceniza el cielo y a llenarse de pesadumbre el maíz.

—Todos los Ciclos son negros cuando terminan —dijo el jefe.

—Sí: negros y malos. Amargas sus cáscaras, despoblados sus campos, escasos los granos, prestos los venados para la huida, recelosas las pequeñas bestias para la trampa, invisibles los peces. Así son casi todos los Ciclos cuando terminan. Pero éste es distinto: éste es peor. Este es el Ciclo de los trastornos primordiales.

Su cara de calavera, su boca de calavera parecían hablar en vaho denso, en volutas que se quedaban suspendidas en el aire, igual que las palabras en los tableros de las pirámides. Sus ojos fulguraban, enrojecidos por los hachones.

—No hay trastorno de la tierra ni trastorno del cielo que no traiga su carga sobre los hombres —dijo Atabal con Distancia.

—Sí, su carga sobre los hombres. Pero este Ciclo es peor: éste es el Ciclo de los trastornos de la gente. Ciclo de fornicadores y de ladrones y de irreverentes y de maldecidores de sus padres y sus madres. Porque no se obedece las leyes antiguas.

—Hablas verdad —dijo el jefe—. Y de serviles y mendicantes, pedigüeños y usurpadores, infidentes y personas que cotizan sus lealtades, y de traidores grandes y pequeños, jóvenes y viejos, y de guerreros que no quieren morir y de vivos que no quieren recordar la grandeza de los muertos. —Atabal se refrenó y bajando la voz, dijo—: Porque no se obedece las leyes antiguas.

—Hablas verdad —comentó el sacerdote. Esperó a que se apagara el eco de las imprecaciones y más suave que nunca, en tono impersonal, continuó—: Así andan los pueblos. Así se comportan las gentes. Todo está escrito en los papeles.

—Sí, por ahí cuentan los nuestros cosas extrañas; pero también las cuentan los hombres de otros reinos. Común era la tierra que pisamos, común el firmamento que completa las pirámides, común nuestra suerte determinada por los movimientos de la tiara y del cielo. Mas luego los pueblos se esparcieron desde el lugar donde nace la caña; distintos fueron entonces sus idiomas y sus dioses, sus armas y sus aliados, el amor y el odio de sus hijos. Y distinto el resultado de la guerra. Para unos son las flores en las puntas de las lanzas, los botines, las heridas ostentosas, las bravatas de los capitanes en las plazas públicas. Para otros las casas destechadas, los gusanos que pululan por las calles, los sesos que embadurnan las paredes, los muertos, el rencor, la duda sobre la estrategia de los capitanes y el valor de los guerreros, la putrefacción moral que emana de las derrotas, y la servidumbre, la servidumbre de todos, desde los caudillos hasta las mujeres, la servidumbre constante, sin una pequeña luz en las tinieblas.

—Todo está escrito en los papeles —replicó el sacerdote.

—Los hombres de guerra no pueden pensar como los sacerdotes mientras les queden armas y fuerzas.

—Los sacerdotes no pueden pensar como los guerreros mientras les queden dioses.

—Todos somos instrumentos de los dioses, alimento de los dioses. Tú lo has enseñado así, y nosotros lo creemos. No hemos venido a discutir lo inevitable sino a sopesar lo posible. El reino de los Tucur ya no respeta sus fronteras. Un hambre insaciable lo conduce a triturar a los pueblos, a escupir sobre nuestras creencias, a bastardear los pactos, a saquear nuestro trabajo, a introducirse como pesadilla en nuestros sueños.

—Nadie puede defenderse de los signos del cielo.

—Los signos de la tierra los escriben los vencedores. Te repito que nos quedan fuerzas para borrarlos y escribirlos de nuestra mano. A eso hemos venido, a que nos digas si debemos defendemos.

—Los hombres no escriben los signos, gran señor Atabal con Distancia. Simplemente les son dictados por los dioses.

—¿Dónde están los signos que nos obligan a no borrarlos? ¿Dónde están los signos que nos condenan durante todos los soles y todas las lunas?

El Gran Brujo del Agua alzó su mano escuálida y señaló el firmamento, los muros tachonados de jeroglíficos.

—Están ahí, ahí, ahí, ahí… Desde que dejamos de ser tribu errante y nos asentamos al pie del árbol rojo, donde nada el agua. Y están allá, allá, en la ruta de las estrellas. Y están en todo lo que muere y reverdece, en lo que es luz y sombra, en todo lo que existe para nuestro solaz o nuestro martirio. Hay muchos signos, muchos signos —gritó. Esta vez fue él quien tuvo que dominarse y, pausadamente, añadió—: Ya te lo dije, este fin del Ciclo es el de los trastornos de la gente.

—Gran Brujo del Agua, te entiendo mal. Perdona. No soy más que un señor con tierra holgada y nobles hijos, que entiende de política y de lo mensurable. Sé que hablas la verdad; pero no sé por qué. La historia de nuestro pueblo nos demuestra que caemos y nos levantamos, y la historia de otros pueblos nos demuestra que hasta los más poderosos imperios encuentran la hora de su ceniza. Queremos saber por qué estamos perpetuamente condenados desde la última derrota. Queremos saber si nos humillamos, si obedecemos o si peleamos de nuevo. Dilo.

El sacerdote miró a derecha e izquierda. Quietos, en tensión, los adivinadores, los brujos del templo, los que sabían los secretos, le dirigieron simultáneamente la mirada, como autorizándolo a responder. Ahí estaban todos: El Poderoso del Pedernal, Siete Espinas, Negro Escorpión, Hundido en el Agua, El Lector de la Obsidiana, El Guardador de Miel, El Gran Flaco, El Marchito de la Quebrada Voz, El Guiador de Flautas, El Señor del Jade, Nueve Amarguras, Cuatro Ceibas Partidas, El Sonajero Nocturno, Once Venado Cola Blanca. El Tecolote de Ojos sin Tope, Trece Máscaras que Lloran, El Aventador de Frijoles, El Durmiente de la Ocarina, El de Corazón Rugoso, El Avasallador de Relámpagos… Todos, hechos oídos ronco hervor de preocupación solidaria con los perdidos honores, temor de comprender; desposeídos de las llaves de la noche veedores del desastre, hermanos mayores asentadores de la palabra, intérpretes de dioses estremecidos y ahora esperando reconfortarse con la oración y la dádiva.

Los señores del pueblo tuvieron miedo al silencio.

Habló el Gran Brujo del Agua no para que lo escuchasen, sino como leyendo en voz alta lo que escribiera aceleradamente en un rollo interminable de papel con destino a la Casa de los Archivos, donde descansaban la historia y la enseñanza.

—Los Tucur ya no son un pueblo entre otros pueblos, un orden dentro de otros órdenes. Son un imperio petulante, greyes de presa, ejércitos que se enseñorean de la tierra entera, comerciantes que venderán lo más sagrado y comprarán nuestros ídolos a pedazos para engarzarlos en sus brazaletes, suplantadores de troncos y esteras, contaminadores de la paz y del silencio de los hogares, estafadores de la caridad. Sucias tienen sus manos, sucias sus lenguas, baratos sus pensamientos. Baratos son los mecanismos de su fe porque han puesto a los dioses al servicio de los hombres. La ley la harán todos los días y la reharán todos los días. Están preparados para justificar la usura y el predominio. Vendrán; sí: vendrán a manosear lo sagrado como vinieron a manosear lo profano. Los templos tiemblan y los dioses están enojados. Así dicen los signos ahí, ahí y allá afuera, en toda la vastedad del cielo y de la tierra.

Varios señores lloraban, golpeándose la cara a mano abierta. La pausa larguísima que siguió fue aún más triste que la profecía.

—Y los dioses… ¿lo permitirán? —murmuró Atabal con Distancia.

El sumo sacerdote apretó sus facciones como si quisiera ocultarse entre sus incontables arrugas. Cuando faltaron sus ojos en la sala, se hizo oscuro y cundió el frío. Una larga disciplina de pensamiento y de responsabilidad le permitió recobrar el aplomo y repuso:

—Puede que sí, puede que no.

—Dinos, pues, qué hacemos.

El Gran Brujo del Agua se puso de pie. Desde toda su altura magra y flexible, dejó caer su veredicto:

—Obedecer.

Los señores se agitaron, murmuraron, manotearon. Tintineaban los metales de sus vestiduras; rechinaban sus dientes; silbidos de culebra emitían sus labios. Apenas recuperaron un poco la calma. Atabal con Distancia preguntó.

—¿Dijiste pelear?

—Obedecer.

—¿Dijiste humillarse?

—Obedecer.

Atabal con Distancia se irguió bajo el palio correspondiente a su jerarquía. Era hermoso, en verdad. Agobiaba la mirada. Era firme. Recordaba el árbol rojo de donde salieron las carnes de los primeros abuelos. Recordaba las piedras sin juventud ni decadencia, cuyas formas conservaban su perentorio mensaje aún bajo el desgaste de las ventiscas. Era un Señor, en verdad, y los Señores comprobaron que encamaba los tamaños de su casta frente a los sacerdotes.

—Puedo mandar lo que me plazca —dijo.

—Sí; puedes hacerlo —admitió suavemente el sacerdote.

—Puedo llamar a los hombres con el redoble de los tambores y la nota imperativa de los caracoles y enviarlos a la muerte.

—Sí; puedes hacerlo.

—También… también puedo deponer mi investidura e irme a casa a llorar entre mis mujeres.

—Sí; puedes hacerlo.

—Porque la mitad de lo que has dicho es profecía y la mitad lo piensas en tu cabeza.

—Así es —admitió con cierta amargura el Gran Brujo—. Pequeña es nuestra sabiduría, corta la vida para completarla, pobre el entendimiento para aprender los grandes mensajes. Todos somos por mitad hombres; así debe entenderse nuestro servicio.

Frente Alta, el cabeza de los Tziquín, se irguió penosamente en su estera y habló.

—Di si ha llegado nuestro turno de opinar.

—Sí, ha llegado —decretó el jefe, ocupando con lentitud su sitial.

Frente Alta arregló los pliegues de su manto y recorrió con los ojos al cónclave entero. El silencio probó el interés de todos por escucharlo.

—Tú eres el Señor más grande, porque te hemos elegido —dijo.

—Es cierto. Y porque soy cinco veces nieto y una vez hijo de señores que han gobernado —dijo Atabal con aplomo.

—No importa. El mando te viene de la elección que hicimos entre los de tu Casa.

—Y de todas las leyes de los hombres —cortó el jefe.

—Di —apremió el anciano Tziquín al gran sacerdote.

—Tú tienes razón, y tú también —decretó.

—Puedes deponer tu investidura e ir a llorar entre tus mujeres. Pero no puedes enviar al pueblo a la guerra sin anuencia del Concejo —dijo Tziquín.

Atabal con Distancia saltó con agilidad de muchacho y agarró el mango de su cuchillo.

—¡Mientras gobierne, puedo hacerlo!

El Gran Brujo del Agua terció con suavidad inapelable.

—La duda se discutiría conforme a los papeles y se zanjaría. Pero no es eso lo que importa ahora. Los pueblos no te obedecerían sino después de transcurridos los cuarenta soles en que impera la ley de los vencedores. Entre tanto, debes consultar al Concejo y el Concejo se dividirá: unos dirán que sí y te seguirán y otros dirán que no y no te seguirán; porque de ellos, como Señores, depende la movilización de la gente.

—¿Y los dioses? ¿Qué dicen los dioses? —gritó el jefe.

—Los dioses… están en receso —murmuró el sacerdote.

Atabal con Distancia examinó uno a uno los jeroglíficos: los frisos rojos, azules, amarillos, verdes, negros; las inscripciones de las columnas; los rostros de los sacerdotes, de todos ellos: El Poderoso del Pedernal, Siete Espinas, El Marchito de la Quebrada Voz, Trece Máscaras que lloran… Parecían grandes caracoles moribundos.

—¿Todos están en receso, todos los dioses? —preguntó el Jefe con una trizadura en la voz.

—Sí —repuso el sacerdote.

—Bien: obedeceremos.

—Hay muchas formas de la obediencia —dijo sin pausa Frente Alta—. Se obedece frunciendo el ceño y se obedece sonriendo. Se obedece en movimiento y en quietud. Se obedece con el corazón resignado o con la boca amarga. Se obedece porque así lo dicen nuestras leyes o porque así lo dicen las leyes del imperio.

—Se obedece con dignidad o sin ella —cortó Atabal.

—Se obedece con soberbia o sin ella —puntualizó el viejo—. Ya escuchaste al sabio, al poderoso, al infalible, al alumbrador, al apiadado, al benefactor, al intérprete de los Señores del cielo y de la tierra. El Ciclo está terminando y los signos son adversos. Nuestra soberbia irritaría a los vencedores, a los dueños de toda la extensión del mundo. Es mejor colaborar con ellos; así ganaremos su piedad y salvaremos muchos de nuestros fueros.

—El gran sacerdote ha dicho obedecer, no humillarse —arguyó Atabal.

—No digo humillarse, sino disimular, complacer. Grandes son sus huestes, cuando nos vencieron. Esto lo saben los demás reinos vencidos. Tengo noticias de que todos se aprestan a colaborar.

—Nos quintuplican, siempre nos han quintuplicado y por eso dominan en las guerras que nos imponen. Acuérdate, sin embargo, tú que eres más viejo que el musgo: si no hubiéramos conservado la dignidad ya no existiríamos. Nunca nos hemos humillado. Y si tú tienes noticias de otros reinos, yo también tengo las mías. Hay mucho resentimiento y alguien podrá aprovecharlo contra el imperio que nos sojuzga.

—No podemos aprovecharlo ninguno de los vencidos. No basta el odio común; nuestros intereses profundos son distintos y ni siquiera hablamos la misma lengua. Hay que reconocer el destino unificador de los vencedores. Grandes deben ser sus dioses puesto que los nuestros no pueden contrarrestarlos. —Terminó diciendo en voz opaca.

El Avasallador de Relámpagos desganó sus vestiduras y se clavó las uñas en el pecho. Era un hombre recio, muy oscuro de piel. Se le temía en toda la anchura de los valles, hasta lejos. A él acudían los que cargaban pleitos, los que querían meter sapos en el vientre del enemigo, los que andaban agobiados por el aborrecimiento porque eran tristes o solos o desgraciados. Era un brujo nocturno que oficiaba en cuevas sólo por él conocidas.

—Estás en el templo y se pueden hundir las piedras bajo tus pies —barbotó—. Los dioses están en descanso; pero los sacerdotes guardan su poder y sus iras. Eres insidioso. Estás acobardado por tus años y por el temor de perder tus bienes, y estás lleno de baba por el cargo con que sirves a los Tucur.

—¡Estoy en paz con los dioses!, —gritó Frente Alta Tziquín—. Para eso cubro de riquezas a su templo y a quienes lo administran. Trato de salvar al pueblo, de salvar a los Señores y a los sacerdotes, sin los cuales no hay orden urbano ni respeto en los campos sino una despreciable promiscuidad, como entre los animales. Portémonos como vencidos inteligentes. Los vencidos carecen de soberbia.

—Así te enseñó a decir tu amo, el rapaz, el cobrador, el cubierto de grasa, el que nunca ha expuesto su vida —dijo Atabal con Distancia.

El Gran Brujo de Agua golpeó tres veces el largo tambor de madera. Al extinguirse el último eco, volvió el silencio.

—Si quieres debatir el poder de tu jefe no lo hagas aquí: para eso está la sala del Palacio de Justicia. Esa es la ley. Los poderes no se deben interferir ni debilitar, tan siquiera revelando sus miserias entre sí. Esa es la ley y la experiencia. Has venido a escuchar el parecer de los sacerdotes y lo has escuchado. No justifiques, no convenzas, señor Frente Alta. Tal vez —murmuró dolorosamente— podrías ganar otros pareceres y añadirías un presagio a favor de la amenaza que se cierne sobre nuestra historia.

Frente Alta alzó los hombros y acurrucándose en su estera, tuvo una sonrisa dura y ya no habló más.

—Te agradezco tu palabra —dijo Frente Alta poniéndose de pie—. Hemos venido a preguntar y has respondido. En nombre de los señores de las Casas Grandes, te dejo agradecimiento y la promesa de que obraré como gobernante y no como guerrero.

Después de las reverencias y las libaciones ceremoniales, el caracol sonó cuatro veces. Con la misma dificultad con que habían subido, los ancianos bajaron hasta donde los aguardaban sus hijos, sus servidores y sus andas.

Atabal con Distancia tendió la mirada hasta la cima del templo, donde los aprendices sostenían los hachones y tocaban rítmicamente las sonajas, y entre el acompañamiento propio de su rango se fue a su casa.

Esa noche no lloró ni gritó ni habló. Brutalmente, apretando los dientes, poseyó a tres de sus mujeres y en la madrugada se bebió una jarra de licor, hasta que rodó por el suelo.