La joven esposa
Cuando llegó Ala —sólo así se llamaba— llevando el chocolate, ya Antes estaba arrodillada frente al lecho del señor de Ixcayá ofreciéndole una jícara repleta. Ella se hincó también, con ese gesto de entregarse por completo que la convertía en una suerte de utensilio cada vez que se acercaba al esposo. Antes le lanzó una mirada reprobatoria.
Siete Cañas entreabrió los ojos con densa lentitud y los posó en la espuma de la bebida. Racimos de ópalos diminutos daban una infinidad de luces tornasoladas antes de reventar sin sonido. El hombre anticipó el aroma, la fina grasa disolviéndose en el paladar y se sintió bien. Confusa, pero gratamente, comprobó a sus mujeres solícitas, exclusivas. Eran las dos necesarias y lógicas en su casa. La una hermosa, turbia y sin embargo hermosa como un pantano en medio de la selva, con profundidad incierta y nenúfares inmóviles, bajo los cuales podían disimularse ranitas verdes, huevos de libélula o serpientes de chatas cabezas. La otra enfurecida y amenazadora como los ídolos, con amplitud de tierra labrada, fecunda a pesar de sus centurias, terrible su fuerza y mansa por la mansedumbre de su condición. «Soy un hombre completo», pensó Ixcayá; «completo, por lo mucho que tengo y lo poco que me falta, y debo sanar cuanto antes, para rendir los servicios de que se compone mi vida». No quería, sin embargo, ocuparse del futuro; le bastaba con reponer fuerzas y recapitular sus obras, acaso no muy notables, pero si dignas.
Las dos mujeres aguardaron, dóciles. Ala miraba al hombre; Antes la miraba a ella igual que siempre, asombrada y rencorosa, irritada porque fuese así y no de alguna otra manera; con reproche, porque la suponía dispuesta a tenderse en cualquier parte y a fornicar con toda su carne, invadida de espeso cabello azulado que cubría mal las formas, las desnudaba más bien con pudor hipócrita. Eso provocaba al hombre, y al hombre no debía provocársele porque necesitaba su fuerza entera para el trabajo, la meditación y el servicio; la mujer debía esperar, esperar siempre borrosa, neutra, hasta que el hombre la requiriera encendido por el deseo.
El enfermo bebió en silencio las dos jícaras. La muchacha sonrió.
—¿Por qué sonríes? —habló Antes sin levantar la voz—. Tú siempre haces cosas incomprensibles. Siempre te acercas, te acercas. —No era eso lo que quería expresar; pero lo repitió muchas veces, cual si la palabra fuese aprehendiendo gradualmente la connotación despectiva que buscaba darle—. Te acercas, te acercas… Eres un animal, un almizclado animal nocturno de esos que trotan en los basureros y asustan a las familias. Nunca te admitirán en el interior de un templo. Nunca podrás divinizar nada. Deben haberte amasado con saliva nauseabunda.
—¿Por qué me odias? —repuso Ala irguiéndose—. En nada te he lastimado nunca. No tengo la culpa de que reúnas más años que yo. Se puede ser vieja con decoro, sin enfurecerse porque otras son jóvenes. Todas las personas vamos adquiriendo edad, humildemente. ¿No fuiste joven alguna vez? Sí, sí lo fuiste y entonces te debió haber dolido la injusticia de tus mayores, como ahora me duele tu injusticia. De alguna manera, tienes que haber sido joven. He visto en el arcón tus pendientes, tu collar de cristal, tus mantas bordadas, tus conchas de madreperla. Alguna vez pegaste a ellas la oreja para oír el murmullo del mar, ¿verdad? Eras joven entonces, y te echabas vainilla entre los pechos y canela en el vientre.
—No te odio —dijo la mujer, ya de pie frente a la otra y esforzándose por disimular su turbación—. No te odié cuando entraste en esta casa ni después, cuando tuve que compartir mi dominio contigo. Si no hubieras sido tú habría sido cualquiera otra. No te odio ni siquiera cuando nuestro señor te cubre.
—Sí, es entonces cuando duermes con los ojos abiertos y me das miedo. Tu respiración se entrecorta y aprietas los labios para no maldecir.
—¡Mientes! Yo siempre duermo con los ojos abiertos. Es mejor. Así se ve la profundidad de las cosas y se piensa con justicia en lo que una ha hecho durante el día; así se mide el tiempo y la distancia de las estrellas. ¡Tú qué sabes de eso! Tú eres como las crecientes que riegan hedor a ras de tierra. No te odio ni siquiera después de que dejas dormido a nuestro señor entre tus piernas. Pero tampoco te perdono que no hayas sido otra, una mujer como hay tantas que comparten hogares. Yo sé que te parieron con un destino siniestro, que ensucias a mi casa y mi pueblo, no sólo porque eres extranjera sino por ser como eres. Si no estuviese vedado a las personas impedir el cumplimiento de los destinos ajenos, te mataría.
—¿Desde cuándo sabes tanto como los brujos? Sólo ellos y los sacerdotes están autorizados para medir la vida y traducir lo que hay detrás de las sombras. ¿Qué culpa tiene una de ser como es? Si tú no fueras como eres, sino una mujer amable, ¿resultaría yo tan mala a sus ojos como resulto a los tuyos? Yo pertenezco a nuestro señor; tú también. Esto solo te debería humanizar y aconsejar que no me hirieras todos los días y todas las noches. Estamos ligadas como las fibras de los hilos, como los pilares que sostienen esta casa.
—Eso es lo más repugnante. Estás ligada a nuestro señor, a mí, a esta casa, a los de nuestra sangre, a los hombres y mujeres del reino. Todos lo estamos, porque ninguno es nada por si solo. Pero tú nos perteneces como un bocio, un tumor, un panal de gusanos. Tú perteneces haciendo daño.
—Tienes celos de mí, eso es. No debes violar las costumbres de las Casas Grandes. Las mujeres debemos dar, no recibir. Dar es también perdonar y entender, y tú no lo haces.
—¡Qué sabes tú de dar! ¡Qué sabes tú de obediencia a las costumbres! Tú eres el revés de las cosas, el revés de la hoja, el lado que tiene espinas gangrenadoras. Tú devoras hasta cuando te entregas; cuando te entregas es como si parieras hacía adentro. Por eso nunca tendrás hijos. Tu vientre no se hermana con nuestra semilla.
—Eres perversa. No me eches encima tus costras y tus piojos. ¿Sabes qué dijeron los sacerdotes cuando nací? Me mostraron al sol en alto, rindieron homenaje a mis padres y dijeron que prolongaré a mi gente en la muerte. Eso dijeron. ¿No es esa también una manera de ser madre, y mejor que la tuya, que consiste en parir con facilidad de rata hijos que nacen muertos o que mueren jóvenes?
—¡Mis hijos ya han ascendido al sol porque murieron en combate! ¡Y es lástima que no tenga más, para llorarlos también con alegría! —gritó orgullosamente Antes—. La gente que ama demasiado la vida, como tú, es la más dispuesta a cometer las mayores bajezas. Voy a decirte lo que quisieron decretar los sacerdotes: quisieron decretar que prolongas la muerte en la vida, no lo contrario. Esa es la peor manera de ser estéril, no la mejor manera de ser madre. Ojalá nunca alumbres hijos, porque serían cobardes y avergonzarían a nuestros muertos.
El señor de Ixcayá tuvo un sacudimiento en su duermevela e hizo una mueca de desagrado. Las mujeres callaron.
Ala salió del aposento con la cabeza abatida y fue a sentarse en una estera a devanar madejas de algodón. Unos esclavos que por ahí andaban con el oído atento, redoblaron sus quehaceres.
La escena se había repetido incontablemente, cada vez en tono de mayor violencia. Ala sentía que Antes formaba y deformaba con la voz, igual que los Hacedores en la primera noche del génesis, cuando sólo el verbo poblaba la inmensidad del universo. Había forjado una imagen y la estaba convirtiendo en ella. «Me odia porque es vieja… Son celos, celos», se repetía hasta la fatiga. Pero las voces la rodeaban, la acosaban, ordenándole reír ante los muertos o quebrar el silencio de una meditación religiosa con su canto o alzarse la túnica para trastornar a un anacoreta o quedarse inmóvil y vacía, horas y horas, en espera de que comenzase un nuevo tiempo para vivirlo y advenir estrepitosamente desde la nada. Ella no era dócil ni obedecía sin resistencia. El sudor le bañaba la nuca, la espalda y la estremecía al enfriarse. Algunas noches tenía que vagar por el campo, prorrumpiendo en lamentos y arrancándose cabellos, hasta que pintaba el sol y podía regresar a acurrucarse junto a los dormidos, con el cuerpo extenuado y húmedo de rocío. Esa mañana siempre moría alguien en la comarca.
Una vez recogió a un loro en el bosque y le hizo una jaula. Era muy viejo y sabía palabras en una lengua incomprensible, aprendida a través de sus vuelos por el ancho mundo o inventada por él para desasosiego de los pájaros y de los hombres. Ella le enseñó a decir una sola palabra, «mañana», y desde entonces el loro olvidó las que sabía. Interminablemente, furioso, como exigiendo que la muchacha le devolviera su lenguaje o le enseñase algo nuevo, repetía la palabra: «Mañana, mañana»… Nunca lo decía suavemente, ni cuando estaba triste o había vomitado la comida o dormía mal en las noches de ceremonias, invadidas por el retumbo de los atabales y los gritos de los guerreros. Enternecida, la muchacha lo acariciaba y el pájaro la mordía; pero ella no retiraba la mano, alucinada por las pequeñas gotas de su sangre y por los ojos del animal, giratorios, enrojecidos, malignos. Cuando Antes le abrió la jaula y lo dejó escapar, la muchacha sintió alivio y agradecimiento. Pero el loro ya jamás se alejó de los contornos; merodeaba entre los árboles al otro lado del barranco y repetía sin cesar su única palabra: «Mañana, mañana». Nadie podía escucharlo; sólo ella. Necesitaba librarse de aquella letanía, cuyo significado era cada vez más tremendo y enloquecedor pero los esclavos y los cazadores no lograban ver al loro, y ella no sabía disparar la flecha o la cerbatana, ni poner trampas ni atraer a los animales silvestres con los sonidos que empleaban los domadores.
Recogía objetos, también ramas retorcidas, piedras de extrañas formas, fundas transparentes que dejaban las culebras al mudar de piel esqueletos vidriosos de insectos, huesos de animales roídos por las fieras, colmillos que perdían los jabalíes en sus peleas, nidos; moscardones de bruñidas alas metálicas, de esos que se posan en los ojos de los cadáveres apenas quedan solos. Los llevaba apretados contra sí, a veces largo tiempo, hasta que resolvía dónde esconderlos. Entonces ya no podía librarse de la angustia. Era absolutamente preciso rescatar las cosas sin que la sorprendieran y devolverlas a donde las había encontrado, ahí y no en otra parte. Algo malo podía ocurrir, de lo contrario; algo muy malo, irreparable. Finalmente lograba su propósito; pero surgían voces, ahora recriminatorias, y le decían que el mundo no era para ser trastornado sino para ser como era y permanecería siempre; los dioses lo conservaban en orden y en desorden, y los hombres sólo podían moverse entre lo existente, igual que si ambularan sonámbulos por un bosque de árboles corpulentos.
El mundo sólo podía cambiarse de otro modo; pero las voces no revelaban cómo.
De pronto, mientras su señor y alguno de los vecinos discutían un tema serio de la administración o del gobernado movimiento de los astros o de la guerra o de la irrigación o de las cuestiones del templo, ella sentía el impulso irrefrenable de intervenir y lo hacía con un conocimiento y una autoridad que dejaban perplejos a los hombres, no sólo porque una mujer se atreviera a opinar sobre tales cosas sino por cómo lo hacía y porque además fuese ella, hermosa de veinte años. Tan irreflexivamente como había empezado, callaba y se encontraba como acabando de despertar, cercenada de un tiempo que se iba hacia atrás y otro tiempo que se iba hacia adelante, como los dos fragmentos de una culebra partida de un tajo. Entonces agobiada la cabeza, el cabello le caía sobre el pecho y la mirada, y se refugiaba allá abajo y entraba de prisa en la casa con la piel doliente, cual si la hubiesen maltratado.
¿Por qué no sabía amar ella, precisamente ella, a quien unos arroyos portentosos le caldeaban las venas; ella, dueña de las manos más suaves de la tierra y de una curiosidad infinita por la ternura? Se lo preguntaba viendo copular a los pájaros y hasta a los insectos más humildes; se lo preguntaba viendo a los animales galopar por parejas o cuidando a sus crías. Y se lo preguntó, desesperadamente, después de lo ocurrido con la hija de su señor. Corazón Pequeño tenía a la sazón cinco años; jugaba a las barcas en el jardín y la recibió sonriendo.
—¿Qué traes en la mano? —preguntó sin interrumpir sus viajes.
—Una semilla.
—¿Semilla de árbol o semilla de flor, semilla de viento o semilla de agua?
—Semilla de flor.
—¿De qué flor? ¿Flor de fiesta o flor de agua, flor de comer o flor de oler?
—Flor de muerto.
Las voces se lo ordenaron; ella no quería, pero las voces se lo ordenaron. Tendió a la niña en el suelo, con los brazos y las piernas abiertos.
—Esta semilla no crece en la tierra; sólo en la mujer, y en una mujer niña como tú. Saldrá la planta, lozana y dará primero una flor y luego otra y otra, hasta que te haga sombra.
—Y entonces moriré —dijo alegremente la niña.
—No; vivirás como las plantas y serás al mismo tiempo raíz y fruto, en silencio.
Le introdujo la semilla en el sexo, primorosamente, y la regó con el agua que cabía en el cuenco de sus manos.
Corazón Pequeño sintió que la semilla reventaba y daba una yema y luego una tallo y luego follaje y una flor amarilla, más grande que su sexo. Y se sintió tierna y tuvo ganas de explayarse, tranquila, hada los cuatro horizontes, para que la recorrieran los pies descalzos de los vagabundos.
Entonces la azotaron y lloró de angustioso agradecimiento, y besó el látigo y los pies de Ixcayá y los de Antes, que también la golpeó con un collar de jades hasta desgranar las cuentas. Pasó muchos días torva y desolada porque no sabía amar ni siquiera a aquella criatura que le trenzaba el pelo y la comparaba con la luna nueva para hacerla feliz. No sabía reconocer su amor, ni volcarlo; era como los pumas que sacan los ojos a sus cachorros a fuerza de acariciarlos.
Los hombres la miraban; siempre la habían mirado, desde que tenía nueve años. Esto la complacía, no por saberse hermosa sino porque sentirse recorrida por la avidez de los hombres era un modo de pertenecer, puro, igual que un sentimiento de fraternidad, de solidaridad tribal. Sin embargo, ella no podía expresar ese limpio reconocimiento; apenas sonreía a alguien, apenas se detenía un instante a su paso, algo perturbaba todo el orden del pueblo.
Cierta vez, una mujer colérica y fea se le fue encima hasta hacerla pegar la espalda contra el muro y le habló mucho tiempo a dos dedos del rostro. Sus ojos eran pequeños, llorosos, con las córneas amarillentas y los párpados temblando, igual que los de las aves de rapiña.
—¡Déjalo, maldita! —pronunció entre los dientes—. No quiero que salgas cuando él sale, que te aparezcas dónde él esté.
La muchacha no sabía de quién se trataba.
—No te hagas la tonta. Ayer le regalaste una guedeja cerca del mercado. ¿Verdad que te acuerdas?
Quiso decir que no, que nada reprobable había hecho.
—Es mi hijo, mi hijo. ¿Comprendes?
Ahora recordaba; pero seguía sin entender por qué era malo regalar un rizo a un muchacho que se la había quedado mirando sin pedir, sin ofrecer, igual que si ella surcara el cielo con una cauda resplandeciente. El muchacho todavía no era hombre y en su mutismo revelaba un arrobo sacramental; era el Adolescente de las estatuas, el ser con todas las posibilidades de la vida y de la muerte, todavía cubierto de signos mágicos para la protección de sus conturbados deseos y su destino incierto. La muchacha le puso la guedeja en la mano como ofrenda a su edad corta y no obstante capaz de tan grave ternura. Eso fue todo.
Ala —sólo así se llamaba— ni siquiera reparó en que la enfurecida mujer le agarraba por las trenzas y tiraba con todas sus fuerzas.
—No te vuelvas a atravesar en su camino. ¿Entiendes?
¿Qué vía, qué surco del mundo le tocaba a ella, entonces?
Fue gente que no la odiaba quien desde temprano la hizo columbrar que su vida sería escabrosa. Veinte muchachas bañaban ritualmente en el río a una novia en vísperas de su boda. Risas y goterones salpicaban las rocas, las espaldas, el cañaveral. Era de ver la algarabía, la cándida fraternidad de las iguales en años y en hermosura. La marcada, la que parecía ausente, llamó aparte a Vuelo —así se llamaba—. Había crecido en la vecindad de su casa; era fuerte, alegre y parecía agradecer con sencillez e inocencia la cordialidad que a raudales le deparaba el mundo.
—¿Por qué me tratan así? —preguntó Ala—. ¿Qué hago para merecerlo, para que no me consideren como una de ellas?
Vuelo alzó los hombros y después de buscar reflexivamente las palabras, sólo pudo decir:
—No sé. Eres distinta.
—¿Por qué? ¿En qué son distintos mis quince años de los tuyos?
—No es por tu edad; o tal vez también sea por eso. Tú tienes quince años, como nosotras; pero también tienes cien o doscientos.
—No comprendo.
—Sabes mucho.
—¡No es cierto, no es cierto! Aprendo lo que puedo, despacio, igual que tú. Siempre estoy callada, para que no sientan mi presencia.
—No importa que estés callada. Tú eres… tú.
—En nada las molesto, aun siendo yo, como soy, y sin embargo las muchachas me evitan.
—No quieren hacerte daño. Pero te sienten distinta… ajena. Perdónalas.
Vuelo le pasó dulcemente la mano sobre el hombro y echó a correr. Ala permaneció a la orilla del río, mientras sus compañeras subían hacia el pueblo como aliviadas de haberse apartado de ella. Le hubiera gustado llorar; mas prefirió concentrarse en el grave pensamiento de lo que significaba ser distinta y ajena.
—Tu humildad es orgullosa —le decía Antes con la saña que empleaba al hablarle.
Tal vez sí, tal vez sí era orgullosa. Procedía de altos señores temidos y violentos, con esclavos y gestas inscritas en los anales del pueblo. Rompedor de lanzas, sensual, su padre hinchó vientres en seis comarcas y le nacieron muchos hijos; pero todos murieron en la infancia. Ella sola le quedó, para su desesperación y como cuenta final de una luenga estirpe. Las mujeres de la casa trataron de hacerla aceptable al señor; en ello les iba cierto anhelo reivindicatorio, aunque secreto para no exponerse a la censura colectiva. Pronto dominó todos los menesteres, la sabiduría doméstica, las artes de la plumería y del canto y del bordado, y hasta de las misteriosas fórmulas de los brebajes que hacían sonar paraísos. No bastaba; el padre la creía un testimonio y un reproche a su impotencia: las hijas no coronaban el desempeño terrenal de un hombre, y menos si era responsable de abolengo; por ello se hizo huraño, porque tenía triste su corazón.
Entonces los Señores del clan tomaron a su cargo a la muchacha y la enseñaron a discernir sobre las siembras y los animales, a contar la historia del reino, a ordenar con aplomo y a obedecer con gallardía, a manejar su pensamiento con sistema y lucidez como los varones, a desenvolverse en el arte de la política y a mirar fijo, la cabeza erguida sin impertinencia ni sumisión, a los guerreros y a los sacerdotes. Mas no bastaba; el padre la creía un testimonio y un reproche a su impotencia, y por eso tenía triste su corazón.
Cuando el de Ixcayá la eligió por esposa tuvo que hacer guerra para conquistarla, porque la Casa Grande de la muchacha a nadie consideraba digno de ella. Y en los campos quedaron esparcidos muchos miembros y rotos muchos escudos.
Por eso decía Antes que Ala traía la misión de diseminar la muerte entre los pueblos.
Una vez formó parte de la casa de Ixcayá, todo el clan la segregó como extranjera. Le inculpaban hablar muchas lenguas y saber demasiadas cosas, o la llamaban hipócrita cuando permanecía en silencio.
La soledad la hizo volver los ojos hacía el más solo del reino al que se había incorporado: Flecha de Cumbre. Lo pensaba, lo adivinaba y lo compadecía. Cuando el muchacho, por sus torvas cóleras y sus pobres maldades quedaba expuesto al castigo de su padre. Ala trataba de desviar los golpes hacia sí; llegaba hasta el punto de cometer alguna falta grave contra el orden de la casa, para que Ixcayá olvidase al de en medio. Era el único ser a quien ella podía cuidar y en su mente lo fue convirtiendo en un hijo; de noche, antes de dormirse, le dedicaba algún pensamiento, algún mimo susurrado tan bajo que nadie iba a escuchar. Cuando el muchacho se hizo hombre. Ala lo promovió al rango de ser extraordinario, incomprendido y atosigado por la envidia de la gente. Por sus miserias lo sentía igual a ella, su hermano, su compañero lógico. A escondidas se apoderaba de alguna prenda suya y la escondía junto a las cosas recogidas en el bosque; mas nunca se valió de esas prendas para embrujarlo.
El temor y la angustia avasallaron a estos sentimientos cuando Ala descubrió que Flecha de Cumbre vivía sólo para odiar. Le era imposible acompañarlo en ese viaje martirizante y destructor. Jaguar de Montaña no inspiraba odio sino respeto, por su calidad de varón legendario y derecho como cuchillo; daba pudor y miedo, también, por su capacidad de ver para adentro, hasta donde la gente solapaba sus más confusos deseos. Este odio alzó una muralla entre la muchacha y Flecha de Cumbre. No obstante, ella continuó llenando su soledad con el pensamiento a él dedicado, con la conmiseración y la ternura.
Ixcayá descubrió un día la mirada que reflejaba esa identidad crecida bajo su techo. En el aire tórrido del verano zumbaban las moscas; acezantes, agobiados, los perros no podían dormir. La joven señora estaba bordando; a ratos suspendía la tarea y miraba a Flecha de Cumbre, que alistaba unos aparejos de pesca, totalmente embebido. No cruzaban palabra. Nadie más había en la casa. En uno de esos instantes regresó Ixcayá y a la muchacha no le dio tiempo de devolver los ojos al bordado. Ixcayá nada dijo; con ambas manos empinó una jarra y estuvo bebiendo demasiado rato, la nuca enrojecida, la cara oculta en el agua.
Siete Cañas no modificó por ello el trato a su joven esposa. Le daba joyas porque así correspondía a los jefes de las Casas Grandes; mas la poseía con rencor, en silencio y después, muchas veces la insultaba y la golpeaba. Ella llegó a creer que acaso ésa era la única forma de la ternura, de la ternura que iba a tocarle mientras estuviese en la tierra.
En vísperas de la batalla decisiva contra los Tucur, Ala limpió la coraza, el escudo y las armas de Flecha de Cumbre. El señor de la casa lo notó: pero nada dijo porque adivinó que la muchacha anhelaba más que nadie, más que él mismo, la muerte de Flecha de Cumbre en la guerra.
Por eso decía Antes que Ala portaba la misión de diseminar la muerte entre los pueblos.
Y por eso decía la gente del reino que Ala —sólo así se llamaba— era distinta y estaba maldita.