IV

El tributo

Llegaron de mañana los recaudadores de tributos, el rostro impávido, pérfida la mirada, lentos, con aire de familiaridad y de cansancio, como si fueran a radicarse. No eran guerreros; los guerreros no criaban esa fofa carne de gente sentada, de gente presa, docta para hacer cuentas con nudos, voraz para comer y beber hasta que los jugos y las salsas y los pellejos se les derramaban por el manto —arroyos de grasa y de saliva— y les mojaban los muslos flacos hasta el sexo, que era sólo una papilla.

Tomaron asiento en semicírculo sobre el terraplén del Palacio de Justicia, frente a las balanzas, al brasero para el crisol y las varas de medir, meticulosamente señaladas. Al centro clavaron el estandarte de los vencedores, florido y tan alto que parecía crecer entre las piedras del edificio de manera natural y retadora. El Gran Consejo los rodeaba de pie; los brazos cruzados, baja la mirada, las prendas ceremoniales levemente sacudidas por el viento, el sol detenido sobre la frente rajada como cuero por arrugas de tristeza.

—Doscientas barras de oro, y veinte granos para el viaje —pronunció Memoria de Zorra, el jefe de la delegación.

No obstante sus años incontables, sus movimientos eran seguros, sus ojos despejados, despierta la curiosidad para observar una a una las caras que lo rodeaban y para adivinar los sentimientos que hervían tras la indiferencia y la compostura.

Atabal con Distancia, el más alto señor de la ciudad, asintió con la cabeza.

—Pésalos —dijo.

Los esclavos dejaron caer el metal frente a los recaudadores, hasta formar un montón que no rutilaba, bajo el polvo y el sudor.

—Ciento setenta y ocho —contó Memoria de Zorra.

Atabal con Distancia extendió solemnemente los brazos, con las manos vueltas hacia arriba.

—Ya no hay más.

—Faltan veintidós.

Los señores del Consejo se consultaron con la mirada. Estaban acostumbrados a pensar juntos, a omitir palabras y a llegar en silencio a sus acuerdos. El más alto señor del pueblo anduvo unos pasos, hasta el pretil. Abajo, el gentío congregado murmuraba en torno a los ochenta soldados de la escolta de los cobradores. Examinaba sus armas, sus ajorcas, sus brazaletes, sus pectorales, sus músculos en reposo; sus cascos con cabezas de jaguares, pumas, caimanes, serpientes, águilas, gavilanes, perros. Y les contaba las heridas, que ellos se habían pintado de blanco, fachendosamente. Los vencedores siempre parecían más altos, poderosos, extraños, reconcentrados.

Un prolongado siseo saludó la aparición de Atabal con Distancia. Luego la gente enmudeció por completo.

—Todo aquel, hombre o mujer, que posea oro, suba y entréguelo —ordenó.

El desconcierto no fue prolongado. Unos se fueron, veloces, a traer sus tesoros, y subieron el graderío con la solemnidad que inspiraban el poder de los Señores y la majestad de la justicia. Otros, los pobres, se repasaron el cuerpo con las manos ávidas y serviciales, cual si no supieran de antemano que nada iban a encontrar. Humildes, como avergonzados de ser miserables, esperaron junto a la escolta.

Quienes traían algo quedaban inmóviles frente al cónclave.

—Allí —apuntó Atabal con Distancia señalando el pequeño montículo de oro.

Un hombre se arrancó la nariguera de golpe, desgarrándose la ternilla, y la arrojó con todo y muñón. Otro dejó su pectoral; otro sus anillos. Una mujer, ya gruesa de siete meses, se quitó los aretes y antes de echarlos al botín les desprendió con los dientes los jades. Aros, idolillos, pepitas en bruto, moldes, sellos, láminas más delgadas que los papeles de agave, filamentos, diademas, todo fue cayendo, aportado por una larga cadena que subía y bajaba ordenadamente por las gradas del palado.

Los cobradores pesaban con experta mano la riqueza.

—Faltan los veinte granos para el viaje —decretó Memoria de Zorra.

Atabal con Distancia empuñó las manos con tal furia que se le pusieron lívidas.

—Ya no hay más —respondió.

—Faltan los veinte granos para el viaje.

El gran señor se acercó al primer miembro del Consejo y le abrió la boca, y al segundo y al tercero. El cuarto ya lo aguardaba; era Siete Cañas. Con su propio lábaro de mando, el jefe le derribó los dos dientes. Y al sexto dignatario uno y al noveno otro, porque los llevaban rellenos de oro, como señores que eran. Reunió todos los dientes en el cuenco de la mano y los dejó caer sobre el tributo. Sonaron igual que el maíz, igual que granizo de una reda helada, igual que los frijoles colorados que descifran los agüeros.

—Sobra uno —dijo el sopesador.

—Para el viaje —repuso Atabal con Distancia.

Memoria de Zorra no se dignó mirarlo pero escupió un hilo de saliva rala sobre el oro.

—Los vencidos carecen de soberbia —dijo, y tiró a los pies del jefe el diente pringado de sangre.

—Cien plumas de quetzal —pronunció Memoria de Zorra. En una manta las fueron colocando, con el primor que imponía su belleza.

—Ochenta y seis, ochenta y siete… noventa y cuatro…

—Ya no hay más —dijo Atabal con Distancia.

—Faltan seis.

—Nadie en el reino las posee.

—Faltan seis.

—Mañana ordenaré que vayan a cazar dos pájaros a la montaña.

—¿Cuándo estarán de vuelta tus servidores?

—Cuando las tengan.

—¿Cuándo?

—Sólo dos gemelos podían cazarlos en pleno vuelo con sus cerbatanas.

—Que comparezcan.

—Murieron en la guerra.

—Ordenarás que traigan diez plumas, para compensar la demora.

Atabal con Distancia extendió el brazo y señaló:

—Tú, Tres Soplos. Partirás ahora mismo.

Sin dar la espalda, el joven se alejó.

—¿Volverá? —preguntó Memoria de Zorra.

—Es mi hijo —repuso el dignatario.

Prosiguió la cuenta. Quinientas piezas de hilado; ochocientas cargas de algodón en rama, prensado y seco; doscientos tarros de miel, trescientas cargas de cacao, veinte manos de jade; un centenar de cueros de venado de a seis cuartas, como mínimo…

—Uno de mis hombres dará la medida de las cargas —decretó Memoria de Zorra—. Será fuerte, como todos en mi reino.

Subió un guerrero y se despojó de la armadura y de los atuendos. Su nuca parecía un tronco; sus espaldas, moles de cantera; sus tobillos eran tan gruesos como los parales de una casa. Daba la impresión de que recién salía de los golpes del cincel.

Le echaron a cuestas una red y la fueron llenando de cacao.

El hombre pujó dos veces.

—Camina —ordenó Memoria de Zorra.

Descendió el guerrero cuarenta y dos escalones y se derrumbó hasta el suelo; un reguero de granos oscuros llovió sobre la multitud.

—Que suba —ordenó el recaudador. El guerrero amasó dos puñados de tierra y se los estregó en las llagas. A paso firme volvió a la cúspide del palado. Le echaron encima otra red y la fueron llenando de cacao. El hombre pujó dos veces.

—Camina —ordenó Memoria de Zorra.

Esta vez bajó doblegado, lentamente. Las piernas se le cimbraban y le crujían los huesos. Frente a la escolta aventó el bulto, resollando.

—De ese tamaño será la carga —prescribió el recaudador.

—Mañana, con la caída del sol, lo tendrás todo —dijo Atabal.

—Veintidós muchachas para nosotros y ochenta muchachas para los guerreros de mi escolta —demandó Memoria de Zorra.

—Así será —repuso Atabal con Distancia.

—Estamos a mano. Bendigan ustedes, los vencidos, la magnanimidad de nuestro señor, cabeza del imperio. Bendigan a sus dioses porque les han permitido cumplir con sus deberes. Bendigan a la Guerra Florida, que ha regocijado nuestros corazones una vez más, en este Ciclo que termina. Bendigan a la muerte que no les llegó, porque se han salvado para respirar y agradecer y para gloria de nuestro imperio y vasallaje a nuestro señor. ¿Es justo?

—Es justo —respondieron a coro los vencidos.

—Bien. ¿Quién es el señor que recauda las contribuciones ordinarias?

—Yo.

—Te conozco. Eres Siete Cañas.

—Sí, yo soy.

—Mi señor ordena que se remueva a este hombre de su cargo y se le otorgue a otro.

—Ha sido electo. Esa es nuestra ley —dijo Atabal con Distancia, áspero.

—Durante los treinta días siguientes a la derrota, son las leyes del vencedor las que imperan —arguyó el recaudador.

—Para los tributos, para la obediencia a tu monarca, no para las costumbres de mi pueblo, de ningún pueblo vencido —repuso conteniendo mal su enojo el dignatario.

—Así era. Pero así no será.

—Sólo puedes disponer cambios a las normas establecidas cuando empiece el nuevo ciclo de cincuenta y dos años. ¡Respeta la estatura del vencedor y el buen nombre de tu imperio!, —gritó el jefe.

Memoria de Zorra se acarició los muslos y encendió la pipa acercándose al brasero del crisol. El destello blanco del oro abrillantó sus ojillos perversos, sus dientes descaecidos.

—Así es —admitió con calma—. Pero ojalá no te pase nada, por demasiado pundonoroso.

Un anciano que asistía a la ceremonia reclinado en sus andas se incorporó con dificultad.

—Yo soy miembro del Consejo y también recuerdo las leyes —dijo.

Era Frente Alta Tziquín.

—Si un miembro del Consejo está enfermo, si un funcionario está enfermo, otro lo puede reemplazar hasta que cure. Este hombre está enfermo —dijo señalando con su colgante labio inferior a Siete Cañas.

—No más enfermo que quienes han perdido sus dientes de oro. No más enfermo que tú, que ya llevas musgo en la espalda —dijo Atabal.

—Tú no eres hechicero, ni como alto jefe puedes violar las leyes. El único que dice cuándo se está imposibilitado por enfermedades es el Jefe de una Casa Grande. ¿Verdad que estás enfermo? —preguntó el viejo, insinuante, a Siete Cañas.

—Es cierto —repuso con voz opaca.

Atabal con Distancia se plantó frente a él y lo miró fijamente.

—No tienes nada. Di que no tienes nada.

Era casi una súplica, una esperanza urgente.

—Sí, estoy enfermo. Aquí, adentro. Tengo una sierpe que me corroe y me da gana de vomitar ponzoña y de morder. Aquí, mira. ¿No la ves?

Y empuñando bruscamente su cuchillo de obsidiana, se abrió el cuello, de la oreja a la clavícula. Un borbotón de sangre salpicó las baldosas del palacio.

Atabal con Distancia le cerró la herida de golpe con la mano. La Presencia inesperada de la sangre borró momentáneamente las jerarquías, el abismo entre vencidos y vencedores. El acto de Ixcayá era peor que un insulto o una blasfemia: restablecía la vergüenza y agrandaba la magnitud de las trampas, de las artimañas y el servilismo que por lo visto eran parte de las nuevas costumbres de la guerra.

Todos callaban, agobiados por los gruesos pensamientos.

—Que lo curen —murmuró el jefe.

Cuatro Principales ayudaron a caminar al señor de Ixcayá.

—Sí: aquí dentro, aquí está la enfermedad —gritaba, y sus voces caían hasta la multitud como ceniza lúgubre.

Nadie supo de pronto cómo reanudar la ceremonia. Pero Frente Alta intervino de nuevo.

—Bendigo a mi señor, cabeza del imperio, por el respeto que profesa a las leyes del vencido, a los fueros de los Principales y por la merced que pueda concederme para servirle bien, con todas mis modestas dedicaciones —dijo.

—Tú serás el cobrador de tributos —decidió Memoria de Zorra—. Esa es la ley. ¿Verdad?

—Así es —habló Atabal con Distancia.

Hasta perder sus ecos en los barrancos sonaron los caracoles y los tambores, anunciando que la ceremonia había terminado. La noche estaba fría y lloviznaba. Los templos se humedecieron y se esponjaron como pieles.

—Tenemos hambre —dijo Memoria de Zorra, casi alegremente.

—Comerán. Son forasteros. Esa es la costumbre —dijo el alto jefe.

Los aposentaron en el palacio vacío, donde se contaban los huesos para sacramentar la base de las pirámides. Nada faltaba, pero tampoco sobraba a los dispositivos; manos iracundas habían hecho desaparecer los adornos, los lujos, los objetos placenteros.

—Que vengan las muchachas —dijo el cobrador de tributo.

Llegaron en triple fila, con las manos juntas sobre el regazo sin joyas, sin flores. No iban a dar contentamiento a sus cuerpos yertos, sus alientos contenidos, sus fríos muslos. Los cortinajes del Palacio de los Huesos cayeron pesadamente. Risas viejas, andares presurosos y uno que otro grito se oyeron dentro.

El gentío miraba en silencio.

Altivos, como ausentes, los dignatarios del reino se internaron en la ciudad.

A los tres días el botín estaba ordenado por bultos iguales en la plaza, a la vera de los templos. En larga caravana, los muchachos más fornidos se cargaron las espaldas y echaron a andar.

Atrás iban los recaudadores, unos a pie, los más diligentes, otros en andas, los más gruesos. Los guerreros con yelmos de fiera precedían y cerraban la marcha. Era, en verdad, un desfile imponente, de conquista y opulencia.

Los Señores del Concejo que los acompañaron hasta el puente con la cabeza erguida para no reparar en los rostros agrios, la mirada llena de odio, los gestos de quienes se sentían desposeídos a pesar de las leyes de la guerra; mustia asomaba detrás de las piedras, entre las máscaras de los dioses, la gente. Los niños correteaban a los flancos de la caravana, jugando con los faldellines de los guerreros y los plumajes de las andas. Los niños no entendían aún de solidaridad y los padres hubiesen querido romperles la cabeza.

—Se ha cumplido la ley —dijo Memoria de Zorra.

—Se ha cumplido —dijo Atabal con Distancia.

—De hoy en adelante deben despachar en el mercado dos puestos nuevos: uno para los líquidos y otro para los sólidos que vende el imperio de mi señor.

—Nosotros producimos nuestra comida y nuestra bebida y nuestra ropa —protestó el jefe.

—Pero nosotros vendemos nuestras cosas y ustedes tienen que comprarlas.

—El pueblo compra a quien le place.

—Así era; pero ya no será.

—Estás rompiendo las costumbres, recaudador.

—Los vencedores deben hacer progresos; de otra manera dejan de escribir la historia.

—El pueblo decidirá.

—Como quieras. Pero si se rehúsan, tú, su señor, adquirirás las mercancías a precio de cacao. Atabal, el gran jefe asintió en silencio.

Atravesando el puente. Memoria de Zorra se incorporó en sus andas y gritó:

—Pronto vendrán los que rehacen los templos y los que enseñan las costumbres.

—Nosotros tenemos nuestros dioses y nuestras costumbres.

—Dioses de substancia transcurrida, dioses vencidos, costumbres antiguas —gritó el cobrador.

Los señores del Concejo oteaban a lo alto, esperando que el cielo escupiera fuego.

—No busquéis en el cielo; hay demasiado que ver en la tierra. Hay una joven grandeza que admirar —dijo el recaudador, y siguió su camino, dando tumbos en sus andas.

Los dignatarios volvieron al centro de la ciudad entre el silencio de las casas. Parecía que hasta los fuegos se hubieran apagado. Ni una voz, ni el susurro de una tela les anunciaba que el pueblo sobrevivía. Fue un momento de gran pesadumbre, en que la autoridad agobiaba con vergüenza.

En el palacio se congregaron para deliberar. Olía aún a gente dormida, a digestión y vagamente, a sexo. El jete se acercó a la estera donde Siete Cañas reposaba inmóvil, con los brazos cruzados.

—No debes hablar —dijo con dulzura—. Estás eximido de tu obligación de dar tu mejor juicio, que yo respeto por indignado y por justo.

Ocupó su trono e hizo signo para que hablase quien tuviere algo que decir.

—Hay que obedecerlos porque son fuertes —dijo Frente Alta Tziquín—. Sí bien los servimos, se apiadarán de nosotros.

—Arrasarán nuestros templos y plantarán otros dioses sobre las piedras vivas de las ruinas —dijo uno de los jefes.

—Nos harán aprender danzas y cantos y juegos ajenos —murmuró otro.

—Podemos pelear de nuevo —dijo en voz tonante un joven.

—Sí, sí; podemos pelear…

—Son fuertes; obedezcamos —arguyó otro.

—Sí, es mejor —apoyó Frente Alta.

—Podemos irnos, nuestros abuelos dirigían éxodos largos. La tierra es vasta.

—Eso fue antes que se edificara la ciudad. Ya no es hora de dispersar nuestras obras y nuestros cantos.

—Todos habían aportado su palabra. Faltaba Atabal con Distancia, quien debía hablar el último.

—No podemos romper nuestras raíces. No podemos pelear, tampoco —dijo sin inflexiones, baja la vista—. El Ciclo acabará dentro de cuatro lunas. Malos y negros son sus últimos momentos.

—Tú no eres sacerdote. Que digan los sacerdotes su palabra —espetó sin reverencia un joven capitán.

—Dirán lo mismo. Ellos saben.

—Que lo digan. Pero que lo digan ellos, después de imponerse de nuestra furia.

—Su sentencia se ajustará a la verdad. Pero yo soy el más alto jefe y también digo la verdad. Gente distinguida, gente principal, señores de las Casas Grandes, guerreros, ha empezado a obrar el mal, puesto que tenemos alacranes y serpientes en nuestra propia casa. No se puede luchar contra dos enemigos.

—El pueblo aguarda. El pueblo peleará.

—El pueblo obedece demasiado o se insubordina demasiado —recalcó un anciano.

—La Guerra Florida siempre tuvo consecuencias medidas, cabales. Las de ahora traspasan el decoro y la tradición.

—No son los vencidos sino los vencedores los que fijan los límites.

—Se alzará la gente.

—Si hay alzamiento —rezongó Frente Alta—, volverán los Tucur y destriparán la cabeza de los jefes y quemarán a los Principales y arrasarán los palacios. Todo el reino quedará como pasto de los animales comedores de cadáveres. Y tendremos que ambular de nuevo a través de los desiertos y los bosques, igual que cuando nuestros abuelos andaban buscando el sitio donde nace el agua, el sitio donde crece el árbol rojo, el sitio de la promisión y del reposo.

—Entonces nuestra gente llevaba dioses recamados de victorias.

—Eran tan brillantes que cautivaban la mirada. Pero no se puede ambular sin dioses o con dioses en derrota.

—Que digan los sacerdotes.

—¿Es ese el parecer?

—¡Sí que digan los sacerdotes! —corearon muchos.

—Así será —murmuró agobiando la cabeza Atabal con Distancia—. Concertaremos una audiencia en el templo.

Bajo el dosel de plumas, rodeado de todos los señores de las Casas Grandes, sin que faltara nada a la pompa debida al acto. Atabal con Distancia ocupó sus andas.

Por el redoble de los atabales, el pueblo se enteró de que pronto tendría lugar un trascendental acontecimiento.