Los invulnerables
Dos eran, como las Estrellas Gemelas; como los lados del cuerpo, los cotiledones de las grandes semillas. Dos eran, eran dos, cada uno incompleto y aterido huérfano y triste mitad exangüe labio solo ojo a media frente testículo sonto. Dos eran la voz y el eco, el amor con su amor compensado, el ritmo que se expande y se descrece los que soñaban juntos, los puros de tanto reír, los invulnerables, los dos señores niños de la leyenda más hermosa de las tribus.
Cuando nacieron, la madre les escupió encima.
—Son como ratones —dijo valerosamente, aunque los amarraba desde que los soñó juntos.
Los patriarcas del clan aconsejaron ponerlos al sol hasta que se convirtieran en criaturas logradas de las que enorgullecen a su estirpe, y se olvidaron de ellos. Mas los pájaros les dejaban caer maíz y las hojas se hacían cuenco y almacenaban agua para su sed.
A los cuatro años de su edad, los patriarcas de la familia aconsejaron extraviarlos entre el bosque. El padre los llevó uno bajo cada brazo, envueltos en hojas de plátano para que la gente pensara que cargaba fruta. La obediencia lo encolerizaba más que lo humillaba, porque los viejos del clan siempre tenían razón y contra ella no podían alzarse los sentimientos ni las vanidades de ser hombre en su propia casa, donde uno daba voces y órdenes, aunque fuesen injustas, por el simple gusto de la impunidad. Mas el pueblo entero arrojó sobre los Ixcayá un silencio reprobatorio.
—Los gemelos no deben morir —ronceaban los vecinos—. Nacieron para señorear nuestra leyenda más hermosa. Malos son los Ixcayá, malos y soberbios.
Remolón, de nuevo encolerizado por la obediencia, el padre tuvo que errar, tres días con sus noches, hasta encontrarlos. Los niños estaban jugando con crótalos de serpiente; parvadas de gorriones volaban en torno a sus cabezas. Desde entonces los Ixcayá los dejaron vivir, resignadamente, abrumados por el prodigio que debería cumplirse.
Los dos Cerbataneros, los dos Jugadores de Pelota, los Narradores, tenían mil nombres pues alentaban en todo lo que se da por parejas, en lo que muere y renace, completo e indispensable a los sentidos y al pensamiento porque la gente lo necesita para creer y sonreír y soñar un poco.
A los siete años de su edad, el padre se los llevó al campo.
—Esta es la tierra donde los de nuestra casa aprenden a trabajar —dijo—. Sin esclavos, igual que la gente pobre, cada uno cultivará su parcela. El maíz que salga será su maíz, la semilla para sus hijos y sus nietos y los hijos de sus nietos. El maíz que no salga será su vergüenza y su hambre y su desdicha y la maldición de sus hijos y sus nietos y los hijos de sus nietos.
Así dijo Siete Cañas, y dejando a su prole en la era, se fue sin volverse ni una sola vez.
A mediodía les llevaron la comida. Mucho antes de que cayera el sol terminó su faena Jaguar de Montaña. Al filo de la oscurana terminó Flecha de Cumbre. A medianoche aún no acababan los Cerbataneros, los Narradores, los de mil nombres, los que conversaban con los animales.
Casi la mitad del camino de regreso a la ciudad llevaba recorrida Jaguar de Montaña cuando decidió volver al campo. Flecha de Cumbre venía por el atajo con un tepezcuintle a cuestas, lánguido en su muerte, atravesado por un flechazo.
—Mira —dijo arrojando la presa al suelo—, yo lo maté. Corría a veinte brazas.
—Tiras bien —dijo el hermano mayor.
—Sí. Ojalá tú también lleves suerte. Ojalá encuentres aunque sea un conejo, para no volver a casa con un ramo de flores, como las muchachas —dijo Flecha de Cumbre.
—Tienes bueno tu corazón —dijo riendo Jaguar de Montaña.
—Eres hipócrita y estás lleno de envidia. ¿Verdad que estás lleno de envidia?
El hermano mayor le dio la espalda y siguió su camino.
—¿Adónde vas?
—A buscar mi conejo.
El de en medio metió los dedos entre la sangre que chorreaba de la herida del animal.
—Que te muerda las ingles la culebra barba amarilla; que se desgaje la más gorda rama de la pinada y te parta la cabeza; te tragues una araña y se te prenda en la garganta y no la puedas escupir ni con las raíces de la lengua —murmuró entre saliva amarga el de en medio, el que no sabía ni ignoraba demasiado, el que daba la talla exacta de los iguales, el que era todo su propio aborrecimiento.
Jaguar de Montaña llegó al sembradío, limpiándose el sudor de los ojos y miró. Bajo unas estrellas de leche, tirados sobre la única jiba que habían levantado en la tierra que se les asignó para el maíz de la prueba, el maíz para remotos mañanas, los gemelos contemplaban el firmamento, los brazos en cruz, las piernas laxas, la boca abierta, las pupilas sonrientes, pausada la respiración. Una paz sin noche ni día, una música de quietud les brotaba de los poros; parecía que les cantase el cuerpo.
«Son pequeños», pensó el hermano mayor. «La tierra todavía puede más que ellos, y juegan mejor que trabajan». Y fue inmensa su ternura porque los sintió pequeños.
Atravesó despacio el campo, igual que si temiera despertarlos y traslucir, bajo su severidad, la gana de jugar con ellos.
—¿Qué han hecho ustedes, mis hermanos? —dijo examinando la labor.
Se incorporaron y en la noche les brillaron los dientes, casi todos los dientes alegres.
—Nada. Casi nada.
Así respondieron, y parecía que fuesen a danzar.
—Yo les ayudaré —dijo el hermano mayor.
—Siéntate aquí. Mira, por entre aquel boquete de la nube. Mira: una estrella que se mueve. ¿La ves?
—Allá, fíjate…
Jaguar de Montaña veía otras cosas, muchas. Él también era fundador de leyendas; pero de otras leyendas, no de esas de los cielos. Ésas no le correspondían en el reparto de los linajes.
—No la veo —protestó, mohíno.
—Espera. Haz como que duermes. Luego despiertas.
Irritóse el hermano mayor, no contra sus hermanos sino por el límite de sus ojos. En otra oportunidad les hubiese pedido que describieran lo que veían, y todo se habría transformado en un cuento rico e inacabable.
—Haraganes. Ustedes son la vergüenza de la casa de Ixcayá.
Los niños se pusieron serios, casi graves, y le pasaron las manos por el cabello.
—No te enojes —rogaron.
Jaguar de Montaña los rechazó de un empellón.
—Mañana nuestro padre medirá las tareas —advirtió, alejándose.
—No te enojes —suplicaron los gemelos.
No pudo dejar de contemplarlos hasta que llegó a la sombra de los primeros árboles del bosque. Allí la sonrisa le invadió los labios, derrotando el gesto huraño al que nunca conseguía revestir de convicción frente a aquellos dos seres esplendorosos.
Pensando en los cuentos que contaban, se marchó a trancos para no tardarse en la cañada yerma donde pululaban los alacranes.
Cuando de madrugada apareció Siete Cañas con sus dos hijos crecidos, toda la campiña estaba lisa, pulida, recién sembrada, sin una hoja seca ni una piedra ni una huella de conejo ni hormigas ni picotazos de cuervo ni manchas de polvo estéril. Jugando con una pelota de barro, desnudos, los gemelos correteaban a la orilla del bosque.
Jaguar de Montaña quedó pasmado; pero nada dijo.
El padre recorrió la sementera lentamente.
—Está bien —declaró.
—Los ayudó Jaguar de Montaña.
Era Flecha de Cumbre, naturalmente.
El padre se encaró a su hijo mayor, ceñudo.
—¿Es cierto?
—No, no los ayudé porque no quisieron.
—¿Es cierto? —preguntó el padre a los gemelos.
—Así es, señor nuestro padre —respondieron.
Ixcayá sabía que Flecha de Cumbre no era mendaz; pero que la denuncia se justificaba de alguna manera torva.
—¿Tú lo viste? —preguntó.
—Lo vi regresar, cuando yo iba a medio camino de nuestra casa. Até un tepezcuintle a veinte brazas. Él nada traía.
—¿Tú lo viste?
—Lo vi alejarse, por la vereda, hada acá.
—¿Tú lo viste?
—Ya te habías dormido cuando él volvió a casa. Era tarde. Casi de amanecida.
—¿Tú lo viste?
—No, no lo vi Pero ¿qué hubieras pensado en mi lugar, qué hubiera pensado cualquiera en mi lugar? —gritó apremiante, desafiando el castigo.
El padre se inclinó a recoger un puñado de tierra: la olió, extendióla en su mano y la dejó caer como si fuera agua.
—Lo mismo —dijo, y por el rencor de Flecha de Cumbre sintió una piedad que lo redujo al silencio.
Siete Cañas echó a andar rápidamente hacia la ciudad, seguido de sus cuatro hijos. Pensaba, complacido, que había engendrado hombres cabales de palabra, aptos para el trabajo, que le darían larga y notable descendencia.
El Juego de Pelota se hallaba al costado del Templo Mayor, con la gran plaza para el descanso de los peregrinos de por medio. Vacío, multiplicaba los ecos hasta trece veces, hasta trece veces, tac, tac, tac, tac, que repercutían en los muros en los graderíos y enroscaban entre los anillos sagrados y pasaban entre las fauces de los tigres en los paneles de los altares y morían en los templetes de las inscripciones, bajo los cuales se acomodaban los sacerdotes a contemplar los partidos. La ciudad estaba orgullosa porque ningún otro juego de pelota multiplicaba tantos ecos.
Los gemelos de los mil nombres, los que sabían cosas sin aprenderlas, solían jugar a jugar cuando la palestra estaba desierta, mientras el gentío iba a exaltarse con las vírgenes arrojadas a los pozos ceremoniales o los hombres hacían armas en las llanuras o los ritos alcanzaban plenitud en los maizales porque brotaban los primeros cogollos o porque se cortaban las primeras mazorcas.
Una mañana, bajo la calígine veraniega, los Cerbataneros retozaban en el juego de pelota. Ni un zopilote, ni un cuervo, ni un gavilán surcaba el cielo. No había rumor de agua ni voces ni risas; oreada al sol, la ciudad parecía desierta. Por entre el caserío, hasta la plaza mayor y los templos y el altozano destinado a los atabales y los palacios rebotaba el eco de la pelota tac, tac, tac, tac, con sus trece veces, produciendo trallazos y sonido de escudos que entrechocan y de corazas que se rajan y de lanzas quebradas y rocas que se desmoronan por los barrancos.
Tac, tac, tac, irrumpiendo en el poblado sin viento y medio despabilando a los perros inmóviles y sin fuerzas para espantar a las moscas que les bebían legañas en los ojos colorados.
El eco de la pelota enronquecido tum, tum, tum, como si rodase enloquecido bajo la tierra.
—Son esos malditos, esos enanos de reposadera, esos renacuajos del peor sapo, esos fetos de Ixcayá —tronó despertándose de su siesta Frente Alta, el anciano, el orgulloso, el patriarca de la casa de Tziquín, la que vivía recamada de oro.
Ya apenas podía moverse. Echado en una estera recubierta con plumillas de garza, rodeado de pedrería y mujeres que lo cuidaban, Frente Alta tenía el sueño corto, el oído fino y la noción de propiedad siempre a flor de piel. Le irritaba que las cosas ocurrieran fuera de sitio, fuera de hora, y que las castas interrumpieran el ejercicio del mando inapelable y dejar vacante el solio para que lo ocupase algún inepto. Aquellos niños de Ixcayá desafiaban los poderes terrenales; los aborrecía por invulnerables y desencadenaba contra ellos su cólera en mil formas. Les había echado encima los perros enseñados para devorar hombres, porque invadían sus huertos para robarle la fruta; sus esclavos tenían instrucciones de apedrearlos en cuanto los divisasen por los contornos de sus anchas heredades.
Una vez les puso trampa, como a los animales; les dejó golosinas en el centro del corral. Treinta esclavos que acechaban les cayeron encima y los condujeron a su presencia suspendidos de un palo.
—Háganlos bailar sobre brasas y desuéllenlos —ordenó—. Con sus pieles astrosas haré tambores para llamar a los coyotes que han de devorar sus carroñas.
Se llevaron a los niños y los empujaron dentro de un campo de brasas avivadas con abanicos. Los niños se pusieron a bailar. Eran graciosos sus gestos; eran sutiles sus gestos, y evocaban una desmesurada fiesta en la que parecían confabularse los cielos y la tierra. Los verdugos cedieron al incontenible impulso de tocar los atabales y las flautas. Estaban muy alegres, agitados por esa alegría que humedece los ojos de los miserables negados a la alegría. Entre tanto, el fuego languideció y se apagó. Cuando se presentó Frente Alta Tziquín en sus andas para complacerse en la ejecución de la sentencia, los esclavos bailaban y cantaban y dispersaban torpemente los brazos, como los borrachos.
—Quiero una astilla de sus huesos calcinados; sus dientes negros para ver cómo se ríen en la muerte.
—Todo se quemó, señor, todo, hasta sus brazaletes de oro —mintió un servidor, el más viejo, el que era sólo piel y esqueleto, el que había sido capitán de vencidos hacía mucho tiempo.
Frente Alta era torvo; sabía engañar mejor que nadie y no se le podía engañar. A diez esclavos flacos, los que ya no trasportaban cangilones de agua, los azotaron hasta la muerte y los echaron a los basureros, para que las hormigas les mondaran los huesos.
El tum-tum de la pelota antojaba ya el fragor de una batalla.
—¡Agárrenlos! —chilló Frente Alta, tapándose los oídos.
Un tropel de hombres corrió en busca de los Cerbataneros. Cautamente rodearon el Juego de Pelota tan estrechamente que cada uno podía ver la chispa de luz en los ojos de sus vecinos. Los pasajes secretos que conducían al Templo Mayor fueron bloqueados; otros montaron guardia junto a la tumba de la gente principal que por ahí estaba enterrada, y otros más cegaron las madrigueras de los topos y los canales de drenaje. Con una red de cinco brazas de circunferencia se fueron acercando, despacio. Uno que sabía pescar la arrojó en amplio vuelo; pero al cerrarse sólo había polvo. Los Cerbataneros saltaban por toda la pista y se encaramaban a los muros igual que los monos. La algarabía cundió por el pueblo y llegaron curiosos a mirar la extraña escena. Los perseguidores comenzaron a fatigarse.
—Deténganse, ustedes, los dos muchachos —imploró de rodillas uno de los servidores de la casa de Tziquín—. El señor nos matará si no los cautivamos.
Los niños se detuvieron, cogidos de la mano. Tenían bueno su corazón y se apiadaron de los esclavos.
—Vamos a su presencia —dijeron.
Frente Alta se mordía los brazos hasta hacerse sangre. No pudo hablar.
—Ahora morirá —musitó una mujer joven de su séquito, y le volcó una canéfora de flores rojas a los pies.
Los niños lo observaban, curiosos y también se apiadaron de su ira. Desde chicos les habían enseñado que la ira tiene algo de sagrado. En su honor se pusieron a cantar.
—¡Cállense! —bramó de pronto el anciano—. ¿Sólo eso saben, bagazo de gente?
—Sí. señor Frente Alta Tziquín, poderoso y viejo —respondieron—. Sólo eso sabemos. El canto y las flores son lo único verdadero de la tierra.
La lucha entre el sopor y la venganza lo fue dejando dormido. Del brazo donde sus seis dientes habían impreso huella manaba un hilo cárdeno, una especie de sabia de árbol cargado de milenios.
Los gemelos salieron de puntillas, acariciados por las esferas bordadas de oro.
Los animales invadieron el pueblo. Salamandras, moscas, lagartijas, arañas, escarabajos, avispas, pulgas, ranas, piojos, cucarachas, niguas, garrapatas, lombrices, comadrejas, se desparramaron por todas partes como abalorios sonoros y hediondos y alegres. Unos llevaban moñitos atados a las tenazas, a las colas, a los palpos, a los garfios, a las mandíbulas, a los cuernos. Otros iban pintados de amarillo, verde, morado, grana azul. Unos crepitaban y otros siseaban, unos zumbaban y otros silbaban. Rápidos en ordenado concierto, sin topar entre sí, acarreaban migajas, harapos, hilos, briznas, cáscaras, palitos, hojas, estambres, pétalos, granos, semillas, piltrafas.
—Se quemó el bosque y vienen.
—El río se salió de madre y vienen.
—Los Señores de los árboles están enojados y vienen.
—Son encamación de los Tucur.
—Son encamación de los Dueños de la entraña de la tierra. Así decían unos con la sabiduría de las parábolas, otros con la persistencia de los más antiguos recuerdos, otros con la imaginación del miedo; otros porque algo había que decir para explicar aquella invasión semejante a la diseminada por la peste hacía cincuenta y dos años, anunciando el Ciclo que ahora iba a fenecer.
Arriba, en la loma donde el templo de la sabiduría astronómica se alzaba solitario, los dos Cerbataneros reían a carcajadas. Alguien los divisó.
—Son ellos, esos abortos, esas sabandijas…
Así mataban a la multitud reunida en el mercado los vasallos de Tziquín, apuntando hacia la loma.
Por la cuesta, a todo correr, saltando y rascándose, venían tres hombres muy gordos. El vientre se les movía de arriba hacia abajo y los gruesos pellejos les entrechocaban con chasquido aguanoso. Una muchacha, cuyo oficio se adivinaba por las pinturas de los muslos y los senos, lanzó una carcajada inconmensurable. Empezaron a brotar otros gestos de hilaridad y el mercado entero se echó a reír, con esa risa que provoca llanto y calambres en la barriga. Los animales se asustaron y con la misma presteza con que invadieron la villa huyeron en dirección al barranco.
—Muchachos malditos…
—¡Ah, qué muchachos!
—Porque fueron ellos, sin duda fueron ellos.
—Malditos…
Pero lo decían regocijados, como si la traviesa complicidad los volviera un poco niños.
Los dos narradores, los dos poetas, allá en lo alto giraban y giraban, como aves portadoras de augurios buenos.
Crecieron astiles, planos los vientres, rápidas las piernas, bonitas las manos que tocaban instrumentos y se movían como ramas para acentuar la cadencia de sus historias.
Siete lunas llevaban ya sin comparecer por la ciudad. Concilios, ceremonias, procesiones y fiestas se habían celebrado sin ellos.
—Es el colmo. Ahora, en este año de las trece esteras, cuando necesitamos de todos los hombres…
—Es el colmo. Ahora que se reconstruye el templo…
—Es el colmo. Ahora que los Tucur nos han impuesto otra Guerra Florida…
—Tienen pereza y se esconden.
—Tienen miedo y se esconden.
Así chismoseaban los maledicientes, para vergüenza de la Casa Grande de Ixcayá, acreditada por sus servicios y el pundonor de sus guerreros.
Andaban vagando por los bosques; eso era todo. Cazaban pájaros con sus cerbatanas y atravesaban truchas con sus dardos. Se tapaban con hojas cuando les daba frío y uno simulaba dormir para que el otro no se entristeciera recordando. Porque algo había cambiado en el mundo para ellos. Una suerte de garra les apretaba la garganta, truncando hasta sus canciones tristes, las únicas que deseaban cantar. El corazón les pulsaba sin concierto y un hervor maligno les jugueteaba en el sexo.
Tenían diecisiete años y se habían enamorado de la Doncella de la Encina.
La encontraron llenando su tinaja en el río y de lejos la siguieron hasta el pueblo. Era un pueblo reseco, enano, con un solo templo indigno de albergar plegarias y una mezcla de estilos propia de lo adventicio y lo improvisado. Por entre las casas desportilladas discurrían los animales y en los tedios se desperezaban los zopilotes vigilantes de la carroña y el mendrugo. Los utensilios eran de piedra o de madera, lerdos, inacabados, contundentes como armas.
Toda la gente ahí era triste, hosca y evitaba a los cazadores extraviados para esconder su descastamiento. Había huido de un gran reino ordenado y próspero, cansada de la esclavitud, y estaba pagando su soberbia en ímprobos esfuerzos para redescubrir hasta las más simples combinaciones de las formas y las materias. Porque nada querían de sus antiguos amos, y en este rechazo heroico cifraban la razón primordial de su existencia. Para ellos la extinción de un fuego era una catástrofe definitiva, porque sólo sabían prenderlo con los rayos o con las brasas que transportaban en sus caminatas. La única compensación de su miseria era la libertad, la posesión indiscutida del origen de todos los caminos, por donde se aventuraban a su placer aunque fuese para disputar a las fieras el cobijo de una cueva, los alimentos y los bebederos.
Sólo engalanaba aquella tierra la Doncella de la Encina, la que se había salvado virgen de las pernadas de los altos señores allá en el reino opulento, para recibir la semilla de la vida recta, de la vida que creptaría a través de los siglos hasta la hora de la reivindicación multitudinaria de las tribus.
Los Cerbataneros la presintieron como parte lógica de su leyenda y la solicitaron al padre, un ser contrahecho, minúsculo, ennegrecido por el humo de las cavernas donde interpretaba los misterios para la gente. Era zahorí y capitán y yerbero y maestro de artesanías. Su pueblo temblaba al pensar que muriese sin transmitir su ciencia, porque nadie más podría decirles cuándo sembrar y cuándo ayuntarse y cómo rezar al sol y cómo dar cumplimiento a los ritos que justificaban la vida y la muerte. Él era providente, por soberbia; pero a la vez maligno, porque carecía de esperanza y adivinaba que su pueblo estaba herrado sin remisión para la esclavitud interior, la del alma, la que subsiste aun cuando precariamente se pueda ambular con albedrío semejante a la libertad. Porque su pueblo había roto la escala de las dignidades, el orden establecido por la ley de los muertos que obligaba a obedecer en la derrota, a reverenciar la casta propia y la ajena.
El viejo hechicero atendió a los gemelos de los mil nombres sin despegar los labios ni los párpados, humillado porque dos genitores de leyendas le deparasen la exaltación de su estirpe. Los obligó a rogar hasta el llanto y luego les dijo que no.
Se fueron abatidos a esperar a la Doncella de la Encina junto al río donde tuvo lugar el primer encuentro. Pasaron tres días con sus noches, hasta que una anciana les reveló que el cacique había ordenado a sus servidores que le sacaran el corazón a la muchacha entre la espesura del bosque.
Un sol tardaron en encontrar el sitio, un calvero cuya piedra de sacrificios hedía a rescoldo y a orines de tigre.
—¿Dónde está su corazón? ¿Dónde sus guedejas de cuervo, sus pechos de tomate, su don de esperar su nombre de árbol? ¿Qué haremos ahora que hemos quedado huérfanos de esposa, sin cauce para los sueños, con hijos sin forma alentada ni poder para multiplicarse en hijos? ¿Qué haremos sin el amor que esperaba, sin trono, refugio, lecho, descanso, piedad, orgullo, paz ni agradecimiento? ¿Qué haremos si el mundo ha quedado sin flor ni canto, y nuestras ánimas caducas sin envejecer, y nuestros sexos en agraz y nuestra lengua muerta para decir las únicas palabras imperecederas, las de merecimiento y ternura? ¿Dónde está su corazón?
Así dijeron, sollozando, y se acurrucaron junto al ara para dejarse morir.
Mas abrióse la espesura y llegó con menudo paso la Doncella de la Encina.
No lloren, ustedes, los dos muchachos, mis hermanos, mis esposos, mis dueños. Los esclavos no tuvieron entraña para matarme. Han huido a la espesura y formarán otro pueblo de rompedores del orden, como nosotros. Tal vez los mejores reinos, los más felices, se han fundado sobre el perdón de una vida.
La coronaron de laurel, la acostaron en el altar, le escupieron las manos y así la preñaron, como decía la leyenda. Se acostaron sobre sus pechos y soñaron que sus nombres ilustres desfilaban por el futuro y que poblaba la tierra la justicia de los dioses y el ir y venir de la gente no demasiado buena ni demasiado mala, de la gente que merece aprovecharse de los dones y de los portentos de los sueños, porque sabe agradecer.
Encrespada estaba la batalla cuando los Cerbataneros se alinearon junto a los suyos. Exponían sus pechos con desdeñosa generosidad y eran aderezo de su pueblo por el valor en el combate.
Siete Cañas alzó su escudo y su lanza y gritó a las huestes, cual si ya la victoria estuviese conquistada:
—¡Aquí están! Mírenlos… Y que se le gangrene la lengua a quienes dudan de los valientes.
Lucha larga, fiera, perdida. Estruendosa guerra que siempre ganaban los Tucur porque así lo tenían decretado sus dioses. Iban cayendo los muertos, los mutilados, los agonizantes, los embaucadores. Alegres, invulnerables juntos porque el uno era dueño del Norte y del Oriente y el otro del Sur y del Poniente, los Cerbataneros diezmaban las filas del enemigo y obraban milagros para los suyos. Ya nadie temía apogeos de miseria, tiempos de sed, extenuación ni heridas.
Pero alguien preguntó:
¿Dónde está la que venía con ustedes, la Doncella de la Encina, la joven abuela, la de las manos fecundas?
Sólo uno de los hermanos escuchó el cuidado y abandonando la batalla, corrió en busca de la Doncella. Desde muy lejos, un guerrero de ojos relucientes le disparó su venablo y se lo clavó en el costado. Un mazo de granito le partió el cráneo al otro hermano.
¡Qué muerte tan muerte tuvo que ser para acabar con mil nombres, con los gemelos de la poesía y del canto! ¡Qué separados tienen que haber estado para morir los que siempre vivieron juntos, y por eso invulnerables!
El padre los vio morir, entre el sudor y las lágrimas que le empañaban los ojos, unos ya para siempre con nubes, que no verían lejos. Y al otro hijo también, a Flecha de Cumbre, el que acabó de pie, como estandarte.
El padre los vio morir.