II

El de en medio

Los signos eran ambiguos cuando nació Flecha de Cumbre. Empedernidos, los sacerdotes se mostraban ansiosos de ayudar. Arrojaban una y otra vez los frijoles colorados, contaban las estrellas que caen y en el trasiego de los licores oreados a la luna buscaban inspiración para tomarse menos recelosos. Nada. El recién nacido, con todo y ser hijo de Principal, estaba llamado a menesteres pequeños y a morir, como cualquiera, a las seiscientas cincuenta lunas de su edad. Así lo indicó el tecolote; así el contorno del humo alzado desde los incensarios; así el ulular del viento aquella noche desfavorable para que encontrasen voz los sucesos que la buscaron durante el día.

—Siete Cañas, señor de guerreros, márchate con las manos vacías de promesas —le dijeron—. Tu hijo tiene nombre de combates, nada más.

—Será capitán —invocó premioso.

—Tiene nombre de combates.

—Será cabeza de pueblos…

—Tiene nombre de combates.

—Será padre muchos hijos…

—Tiene nombre de combates.

Se fue, abrumado. Contaba diez u ocho años, cada uno con su herida, y una desmesurada hambre de remontar el nombre de su casa y de los fastos de su pueblo y de esparcir la fama de su nombre en prole que bendijera su rectitud y pasara por la calle con la cabeza aposentada de pájaros y el aire resplandeciente de los indispensables para poblar el lienzo donde se inscriben los hechos de los difuntos.

Frente a la Casa de la Justicia tropezó con un hombre de los Tziquín, que en nada lo ofendía.

—Ancha es la calle y tienes ojos para mirar. ¿Por qué andas como idiota? —le dijo.

—Saliste bruscamente de la esquina. No te vi.

—Me has golpeado. Lo hiciste de propósito, por maldad, como procede siempre la gente de tu inmunda casa.

—Me estás provocando. En nada te he injuriado.

Ixcayá insultó al hombre aún más y se liaron a golpes. Rodaron calle abajo, hasta el barranco, buscando afanosamente alguna roca para destriparse la frente. Los peores enemigos no llegan a odiarse tanto. Sobrecogidos por semejante cólera, unos guardianes de la Casa de la Justicia los separaron, magullados y sin aliento.

—Te acusaré. Has bebido —jadeó el hombre.

—No. Tengo encrespado mi corazón.

—Has bebido.

Los que aplican la ley le olieron el aliento y lo dejaron ir, conmiserados porque se le percibía dentro del pecho un ronco hervor de animales despedazándose. Camino de su casa Ixcayá se sintió sucio, porque había sido injusto. Flecha de Cumbre fue creciendo. A su tiempo aprendió a tirar la honda y el arco, a clavar la lanza a un conejo en fuga, a tender trampas y a trabajar. En nada era mejor o peor que los muchachos de su edad. Rasado con la vara invisible que no sobrepasan ni una pulgada los cualquieras, aguardaba tan sólo la hora de los combates para honrar su destino.

Se enamoró a los diecisiete años de una muchacha de la familia Tziquín. Eran orgullosos, más que los Ixcayá, y se contaban en mayor número. Diez hiladas de granos de maíz no hubiesen bastado para enumerar sus esclavos, ni veinte veces de hacer así con las manos daban la suma de sus mantas, de sus cotos, sus calvos perros. Flecha de Cumbre ni siquiera enteró a su padre de sus deseos; la ley de los mayores le otorgaba derecho a buscar mujer por sí solo, porque ya era guerrero probado.

Frente Alta, el jefe de la Casa de los Tziquín, escuchó en silencio al Principal que medió para conseguir a la muchacha en matrimonio.

—Todavía no le ha salido completamente su carne —ronceó.

—Señor, éste es amor de adentro, no de afuera —insistió el mediero.

Frente Alta no recibió los presentes ceremoniales ni prometió que lo iba a pensar en su cabeza como se estilaba en esas ocasiones para dar esperanzas. Entre sus incontables arrugas, cerró los ojos, apretó la boca y ya no quiso hablar.

Flecha de Cumbre espiaba a la muchacha por entre los magueyes. Cuando se divisaban de lejos, sonreían. Buscaba él la soledad y jugaba a que la ardilla capturada era ella. Otras veces pisaba lentamente el rastro que ella había dejado. Una noche la vio en sus sueños y le contó su mediocridad, toda su mediocridad, lo más desesperadamente suyo; era tan larga la cuita que amaneció antes de que ella pudiese responder algo, o al menos sentir lástima. Nunca pudo volver a soñarla.

Eso fue todo.

Sin añadir desaires, con su autoridad proceril y antes de que se abriera algún cauce nuevo para la mezcla de las Casas, Frente Alta Tziquín ordenó a su hija que lo acompañase al campo. Pareció extraño porque un Señor no andaba sin séquito, menos cuando era tan viejo, y porque las mujeres apenas se alejaban de sus hogares hasta donde llegaba la última tibieza de los fuegos. Con la niña a la zaga cruzó el lomerío hasta que se espesó el follaje.

—Híncate —le dijo.

La muchacha se arrodilló.

—Di que agradeces todo lo que has tenido.

—Agradezco todo lo que he tenido —repitió la muchacha, y se quedó pensando que las mujeres nada tenían nunca.

El viejo le hundió un hacha en el cráneo. Cayó despacio, asombrada, vados los ojos de reproches. Allí mismo fue enterrada, hondo, para que no la encontraran los zopilotes.

En el templo le dijeron que lo hecho estaba bien, y Frente Alta ofrendó doscientas cargas de maíz, dos mil pencas de maguey, cuarenta pavos y un puñado de jades para el culto de la diosa fértil, la que se ornaba el vientre con yemas reden nacidas y con cabezas de serpientes.

Flecha de Cumbre dijo que no comía porque estaba triste su corazón. Luego dedicó sus bríos al arte de pelear y su diligencia a la recolección de las cosechas. La muchacha se le había olvidado.

Los emisarios de los Tucur llegaron a imponer otra Guerra Florida y a él le tocó defender el puente. Cien de sus compañeros perecieron y él siguió a un capitán que barranca abajo iba llorando y se arrancaba los pelos. Peregrinaron por los montes mientras duraba la cuenta de esclavos y de gente destinada al holocausto. Una noche oyó el silencio. Los árboles, las flores, las aguas, los animales, el viento, las constelaciones, las entrañas de la tierra, elevaron su voz hasta llegar al grito; después se fueron apagando, uno a uno. Flecha de Cumbre sintió que se petrificaba y que en su derredor, adherido a toda su intimidad, el mundo también era de piedra.

—Ya somos hombres —dijo el capitán, que tenía diecinueve años.

Luego lloraron, mucho tiempo.

Así terminó su primera guerra. Volvió a sus menesteres, cumplidor, ceñudo, rasado por la vara de los iguales que estaban a salvo hasta la próxima guerra.

Él era el-de-en-medio. Lo era todo. No se alzaba muy alto ni muy bajo en las filas de los danzantes que cargaban el palo de veinte brazas para clavarlo a media plaza los días de fiesta, cuando los hombres se transformaban en pájaros y surcaban el aire girando desde la cumbre hasta volver a tierra. No era muy gordo ni muy flaco cuando le medían los cinturones para jugar a la pelota. No sabía demasiado ni ignoraba demasiado entre los alumnos de la Casa de Canto.

Tal vez por eso empezó a odiar con un odio pastoso, sin violencia ni objetivo. Empezó más bien su gana de odiar.

Con pocos alternaban los hijos de las Casas Grandes. Excesiva carga daban los trabajos de la tierra, el rito, el ejercicio de la obediencia. Entre sí aprendían su noción de gente alentada, de pueblo, de hijos del árbol rojo. Tal vez por eso empezó a odiar a quien sentía más próximo, al mejor de sus hermanos, que era Jaguar de Montaña.

—¿Quién ahorcó al mono?

—Jaguar de Montaña.

—¿Quién rompió el escudo?

—Jaguar de Montaña.

—¿Quién vapuleó al muchacho de los Tziquín?

—Jaguar de Montaña.

—¿Quién apedreó la casa del sacerdote?

—Jaguar de Montaña.

—¿Quién miente, quién roba, quién daña, quién traiciona, quién flaquea, quién muestra rencores, quién huye, quién sueña cosas feas que pueden averiar el destino de los de su sangre?

—Jaguar de Montaña.

Puntual, exacta, saltaba su denuncia o su calumnia. Siete Cañas lo alzó una vez por el cabello y se le encaró con una proximidad casi imposible. Echaba fuego por la nariz y rechinaba los dientes.

—¿Por qué lo acusas siempre, siempre?

—Porque eres mi padre.

—Él es tu hermano. Él es tu casa, jugo de la misma fruta, dedo de la misma mano, agua del mismo río, punta de la misma estrella, señor de la misma tierra, nombre de tu mismo nombre. ¿Por qué lo acusas?

Estrangulada, incisiva, volvió a salirle la voz.

—Porque eres mi padre.

A veces Flecha de Cumbre tenía razón y el padre golpeaba al hijo mayor. Lo golpeaba con saña, pensando en que fuese el otro, el de en medio, el que delataba por oscuras pasiones.

Un día. Jaguar de Montaña se llevó a su hermano a los montes.

—He aprendido a tirar la cerbatana —le dijo.

La cargaba, en efecto, adornada con plumas de colibrí, como cumple a quien ya acierta a una paloma en pleno vuelo.

Con cera le pegó a la frente un disco de obsidiana.

—No te muevas —le previno, al tiempo que retrocedía, atento, serio.

Al principio Flecha de Cumbre distinguía la boca de la cerbatana, el leve temblequeo de las plumas, el fuego chiquito centrado en los ojos de su hermano. Luego sólo la silueta que alzaba los brazos y elevaba el arma con interminable lentitud.

—No te muevas. Está envenenado —profirió la voz, lejana.

No se movió. Con los ojos cerrados, tragó un cuajarón de bilis. Silbando, el dardo se estrelló en mitad de la obsidiana y cayó a sus pies con la punta destrozada.

—No te muevas —volvió a decir la voz. Apretados, los párpados cortaron dos hilos de lágrimas que le resbalaron por el pecho y se le perdieron en las ingles. Partió la flecha y se estrelló justo en el disco de obsidiana.

Bajo la melena, una marejada rebotaba en todos los huesos del cráneo, sin pensamientos, como el ronquido de un mono descomunal.

Jaguar de Montaña le arrancó la piedra de golpe. Muy de cerca, tranquilo, preguntó:

—¿Por qué no tienes miedo?

—Porque no me ibas a matar.

—¿Por qué no?

—Porque no me ibas a matar.

Flecha de Cumbre despertó completamente, con voracidad que recobraba lo perdido en ese instante en que creció la rabia por saber que no iba a morir.

—Por eso te odio —farfulló clavando las uñas en la garganta de su hermano.

Jaguar de Montaña le enredó el pie a la pantorrilla y lo derribó con limpieza. Con el revés de la mano secó la sangre y la chupó lentamente.

—También es tuya —dijo sin inflexiones, casi cordialmente.

—No; la mía es capaz de aborrecimiento.

Jaguar de Montaña le tendió el brazo y de un tirón lo puso en pie. Sonriendo, le volvió la espalda y se echó al camino.

Flecha de Cumbre le contaba las heridas jóvenes, los nudos de músculos, las gotas de sudor. Después se le enturbió la mirada. Jaguar de Montaña iba desprevenido y le presentaba la espalda como ofreciéndose al sacrificio alegremente. Era capaz de eso, el maldito. Él no llevaba armas; pero atinaba con piedras, desde bien lejos. Un zumbido enloquecedor le llenó la cabeza y le recorrió las venas. Una piedra, una sola piedra…

El hermano mayor se detuvo en seco y sin volverse dijo:

—Pasa al frente.

—¿Por qué?

—Por lo que vienes pensando.

—¿Qué importa?

—Tú si puedes matarme, y no es mi hora de morir.

—¡Maldito, hijo de los hedores, vómito de cuervos! —masculló el de en medio, tomando la delantera.

Llegaron a la casa y se sentaron junto al fuego. La madre les pasó en silencio las jícaras de chocolate y tortillas calientes. Colgada de un garfio, sobre el humo, goteaba grasa una pierna de jabalí. Los hermanos gemelos se echaban puñados de tierra a la cara y la niña miraba fijamente una concha de mar.

Ixcayá fumaba con fruición su pipa más preciada, la de raíz negra. Sin dirigirles la mirada, dijo:

—¿Quién dejó abierto el postigo? Se fueron los pavos.

—Jaguar de Montaña —espetó inmediatamente Flecha de Cumbre, con la boca llena.

Era verdad; pero Ixcayá estaba fumando y le pesaba orondamente el estómago.

—Tienes una mancha roja entre los ojos. ¿Qué te pasó? —dijo sin ganas, siguiendo el curso de la voluta del tabaco.

—Fue Jaguar de Montaña —respondió Flecha de Cumbre.

Era verdad; pero Ixcayá estaba fumando y le pesaba orondamente el estómago.

Al de en medio le complacía su odio. Su odio no podía compararse con personas, sentimientos, sueños, esperanzas, recuerdos, cosas. No era más grande o más pequeño que algo, ni del tamaño de algo: existía tan sólo, único, intransferible, confundido en su ser. Su totalidad, igual que la de los dioses, no humillaba; por el contrario, crecía a fuerza de creer en ella, otorgaba protección y hacía nacer un sentimiento de soberbia humilde y de menosprecio generoso hada quienes carecían de tal fuerza. Exculpaba también para descender a las más abismales bajezas con una frecuencia dulcemente viciosa. A veces, cuando iba solo camino de las sementeras. Flecha de Cumbre se llevaba las manos al pecho para acariciar el amargor que le sofocaba el aliento. Ningún otro en el pueblo de los hijos del árbol poseía eso sagrado, destructivo y a la vez luminoso y germinador, como el fuego; ni el enano de dos jibas, el que mendigaba en los mercados y entendía el lenguaje de los sapos; ni el flaco triste de los ojos zarcos, el que decían que era hijo de un perro; ni el sordomudo del templo, el que sin párpados llevaba la cuenta de los soles y las lunas derramando lágrimas amarillas, acaso por lo que sabía y no podía loar o denunciar; ni el albino, el lechoso hijo de la madrugada en que rodó lava por los barrancos, dejando un manto lúgubre desde el cráter del volcán hasta la llanura costeña. Nadie era dueño de tanto odio; sólo él. Era su sangre, su tuétano, su pensamiento, su desposada, su ancestro, su descendencia. Por eso no le importaba carecer de hembra a sus años; por eso olvidó a la hija de Tziquín, la que había muerto por él con el hacha clavada a media frente.

No alcanzaba a odiar a sus hermanos menores, los Cerbataneros, porque ya no le cabía más odio en el pecho. Se contentaba con saber lo que les dolía y decírselos.

—Yo soy hermano mayor.

—No, el hermano mayor es Jaguar de Montaña.

—Jaguar de Montaña no es hijo de nuestra madre. No tuvo madre; lo recogió nuestro padre en el basurero, cuando lo amamantaba una coyota.

Los niños reflexionaban. Era posible; todavía estaban en la edad de creer que todo es posible.

—Y ustedes son los hermanos menores.

—No; la menor es la niña.

—La niña no cuenta. Es mujer.

—Entonces tú eres el mayor.

—Sí, y a ustedes los parió nuestra madre juntos y por eso son mitad hombres. Son mitad de una fruta. Mitad de una estrella de cinco picos. Son mitad de gente.

Los gemelos lloraban y nada preguntaban al padre, para no saber la verdad. La verdad siempre se averigua, si uno la busca; eso ya lo sabían los Cerbataneros a sus años.

—Lloren. Está bueno. Así no crecerán y se quedarán del tamaño de los renacuajos —amonestaba la madre.

Los gemelos se miraban, sonreían y las lágrimas se les secaban, abrasadas por su regocijo.

—No sueltes veneno contra los de tu carne —ordenó Antes a Flecha de Cumbre—. ¿Por qué dices cosas que arden? ¿No sabes que eso pudre la lengua y da aliento de tripa recién sacada?

—Tú no te metas. Tú eres mujer ignorante —espetó el-de-en-medio.

La madre no respondió. Ella sabía en dónde se originaba aquella ira. Ella veía al joven transparente, como si no tuviera piel, desde hacía tiempo y con tanta impotencia que ya apenas se conmiseraba de él. De alguna manera oscura, ella también era responsable, puesto que lo había parido.

Flecha de Cumbre estaba irritado adivinando el rencor de su madre.

—Vamos a luchar. Pónganse sus manoplas.

Los Cerbataneros se ajustaron las manoplas. En ese momento llegó el padre.

—Juntos te vencerán —advirtió—. Juntos vencen a todos los hombres.

Flecha de Cumbre lo recordó, de pronto. No sentía miedo a los golpes y a las heridas. Nadie en el pueblo sentía miedo porque llevaba la muerte continuamente aposentada a la espalda de su pequeña vida, y porque así le habían enseñado de padres a hijos, de padres a hijos, hacia atrás, hacia el día en que la abuela de la noche hizo llover obsidianas de donde salieron unos hombres. Sin embargo, el joven sombrío ya no luchó con los Cerbataneros, para no dar complacencia a su padre.

Fue Flecha de Cumbre el único en la casa que se alegró cuando los caracoles anunciaron la inminencia de la Guerra Florida, y el primero que compareció en la explanada con su pintura de combatiente y el presuntuoso canto ceremonial a flor de labio.

«Ahora», pensó, «el hermano mayor tal vez morirá».

Los valientes iban juntos, blandiendo sus ochenta manos. Jaguar de Montaña disparaba flechas y descargaba macanazos y destripaba rostros con sus manoplas y degollaba con su cuchillo y abría carnes con su lanza y ahogaba capitanes con sus puños y cegaba ejércitos con el fulgor de sus atavíos. Doce Flechas también cumplía; pero como los demás guerreros, como cualquier guerrero, ni más ni menos. Una miel ácida le salía de la boca; una miel fétida le salía de la boca: el rebalse del odio, su compañero, su substancia de hombre de en medio, su dios con sino de perder. Y lloró entre el fragor de la batalla, infinitamente solo, porque columbró que le llegaría la muerte sin terminar de odiar.

Nunca supo que los ojos de Ala —así se llamaba— lo habían mirado con suciedad, sin darle pábulo a una correspondencia cómplice. Nunca supo que su padre lo celaba. Nunca supo que cada golpe que el padre daba a Jaguar de Montaña era para él, por una suerte de duplicidad indigna de quien figuraba en los libros pintados del reino como cabeza de los Ixcayá. Nunca supo que era él por no traspasar el rasero de los iguales, quien más historia negra dejaba en el pueblo. Estas postreras culminaciones de su odio le fueron vedadas aún hasta el instante en que se rió con toda su alma al ver que dos macanas caían juntas en el casco de Jaguar de Montaña, aun cuando se abrazó al árbol para que su risa durara más tiempo tremolando; aun cuando la mirada de su padre se le deslizó entre las pestañas ya próximas a juntarse para siempre. Nunca supo que su odio seguía viviendo, y así quedó, incompleto, rígido como el poste del estandarte, adherido al sauce, muerto de morir a su hora exacta, seiscientas cincuenta lunas después que los sacerdotes auguraron que tenía nombre de combates, y nada más.