I

El señor y sus mujeres

La guerra los había dejado acezando. La sangre cansa, lo mismo la dispersada en los campos que en los graderíos de las pirámides. Acababan de lavarse la cara y aún veían rojo, el río rojo y las nubes rojas y las manos rojas y el aliento y el sueño rojos de tanto ser sangre y cansancio y empezar otra vez a vivir sus vidas salvadas de sus muertes, cada quien con sus muertos a cuestas y su gana de que durara largo tiempo su vida sin sangre de la que apesta cuando empieza a volverse costra y cuero cubierto de hormigas con más vida que la sangre y adentro más muerte que los muertos.

Poco había que vender en los mercados y mucho que añorar en las casas donde las mujeres hablaban solas, como locas, de los que no habían vuelto y de unas cosas oscuras que tal vez les salían del vientre con deber de hincharse y de parir a otros que tampoco iban a volver. Poco tenían para creer en hoy o en mañana, para no ser errante esqueleto con carne quemada encima, carne que trajina y maldice, que obedece y espera que de la llama del templo salga la forma de su nombre para recibir el filo del jade, dos dedos debajo de la tetilla y aventar el corazón. Y sin embargo ahí estaban todos, pululando en sus casas de cañas, junto a las moles de los templos y los observatorios, donde el sol entraba por resquicios dejando el misterio de las fechas y la verdad de los cielos, corroborada por las estrellas más grandes y por los contornos de las nubes que a nadie hablaban sino a los sacerdotes. Ahí estaban todos, fornicando y comiendo y durmiendo y pensando que mañana saldrían a los campos ateridos a labrar con las estacas y a buscar el viejo camino de las semillas.

La casa de Ixcayá daba al barranco, cerca del puente que habían defendido cuarenta flecheros ahora y doscientos en la otra guerra y cuatrocientos en la más remota, la que contaban estremecidos entre sus dientes flojos los ancianos de años innumerables. Por las cuarteaduras de la casa de Ixcayá entraba primero el primer aire de noviembre, el primer canto de los cenzontles que anticipaban el aguacero, el primer grito de los Tucur, los del reino enemigo, cuando irrumpían en el pueblo para hacer guerra. La casa de Ixcayá daba al barranco en cuya sima rodaba el agua del río cuando había agua y se pudrían los conejos y las testuces de los venados comidos por los tigres, o las carroñas de los vencidos que las huestes victoriosas dejaban insepultos para que desparramaran peste y asustaran a los niños con sus cuencas negras donde pronto anidaban lagartijas y se quedaban trabados de cabeza los zopilotes.

En la casa de Ixcayá estaba sentado Ixcayá sobre un tronco junto al fuego, mirándose las manos lerdas como mazos; mirándose nada más, para no hablar. Tres hijos se le habían quedado en las batallas; uno con una lanza en el pecho, otro con el cráneo destripado por una macana y el otro abrazado a un sauce, deteniendo en pie la alegría de haberse acercado antes de morir al cumplimiento de su deseo más profundo. Allí lo habían dejado porque lucía hermoso como un estandarte, con su sonrisa amarga y su penacho de guerrero ondeando al viento. Ixcayá —que se llamaba Siete Cañas— no pensaba en nada, sólo en los mocos que su mujer vieja sorbía a cada rato mientras echaba las tortillas al fuego con lágrimas y un hilo de palabras agudas, más bien lamentos, que le salían a todas las madres aquella noche.

—Los tres, los tres. —Alcanzó a decir ella adivinando rencorosamente la guirnalda de flores colgadas de la lanza.

Lanza de guerrero, vestida por la Guerra Florida, la que imponían los Tucur cada fin de ciclo, cada año que las aves migratorias pasaban volando en cruz, en augurio, por todo el cielo del altiplano. Se llevaban atados por el cuello a cuatrocientos muchachos para comérselos o para transportar las moles que entrarían en la construcción de los nuevos templos, y a cada guerrero le dejaban cinco flores que olían dulce y se iban desintegrando en las casas con fijeza de ojos blancos, de pájaros o dedos tiernos de los que señalan breves milagros. Hasta la próxima guerra, que siempre harían los Tucur para aprenderla y que siempre ganaban porque no les importaba morir y porque sus dioses eran fuertes.

No quería oír lamentos y menos de su mujer vieja, que en cada uno de ellos se desgarraba recordándole su impotencia y lo que eran los muchachos cuando ocupaban sitio en la casa y frente a los deberes de sus años y de su abolengo. La mujer vieja lloraba apretándose, igual que si se exprimiera sin dejar cavidad ni pedazo del cuerpo mojado de lágrimas y de pesadumbre; por eso demoraba tantos años en volver a llorar. Ixcayá no quería oír lamentos, para que no se tambaleara su fe en la suerte luminosa de los guerreros, sus hijos.

—Cállate —dijo, casi sin abrir la boca, como si escupiera.

La otra mujer. Ala (sólo asá se llamaba), mesaba la ropa del señor y ocultaba los ojos entre la mata de pelo suelto. Ojos sombríos, con humedad de pantano, siempre con hambre, calientes como resina hirviendo, esos ojos de Ala, la mujer joven de Ixcayá. Cuando el muchacho se quedó abrazado al sauce manando hilitos de sangre a lo largo del cuerpo, Ixcayá no sintió nada de lo que se siente por un hijo muerto sino mucho de lo que se siente por un hombre a quien miran fijo, desnudos unos ojos como los de Ala. El muchacho no lo había buscado; era tan solo como era, con su sagrada rispidez de joven marcado por la muerte, estrenando una risa con cada manera de su odio, tonta su palabra, abierta la carne para recibir lo que dolía, los golpes o las uñas que su padre le dejaba ir por los brazos, de la pura cólera. Ahora Ixcayá no quería pensar ni ver a esa muchacha. Más tarde, con la barriga llena y las sienes abrasadas, caería sobre ella y ella permanecería inmóvil, como si fuera a morir, y él nunca sabría lo que pensaba, nunca, nunca, ni cuando le descargaba los puños sobre los pechos que morados volvían a erguirse bajo los collares de madreperla, collares de familia ilustre que Ixcayá le colgaba para taparle algo todo eso particularmente obsceno que ella tenía.

Ixcayá sólo anhelaba llenar su pensamiento con la mujer madre, la que lloraba junto al fuego. Era un modo de saberse limpio. Ella era el fuego en ese momento. Le resplandecían los brazos, la frente, los labios llenos de lágrimas de mocos. Le salían llamas por los muslos, consumiéndose y echando lumbre antes de la ceniza, triste igual que siempre, triste de vivir como vivía, uncida a quinientos palmos de tierra de todo el mundo, cien pasos donde dormía y engendraba y cocía maíz y donde luego iban a enterrarla envuelta en una estera, con su piedra de río bajo la lengua y sus agujas y su huso de tejer y una bolita de jade en el cuenco de la mano, como esposa de gente principal.

—Cállate —dijo suavemente el hombre, y al tomar la tortilla le rozó la muñeca caliente; porque la pena da calor.

La mujer dejó de llorar. Se llamaba Antes, sólo así, y en el mercado le besaban la mano y le preguntaban con qué se cura el mal de ausencia y las bubas y el temblor de los miembros. Se llamaba Antes, sólo así.

—¿Cómo iba Jaguar de Montaña? —Preguntó la mujer.

—Ya te lo dije —murmuró Ixcayá.

—¿Cómo iba?

—Al frente de la fila de cuatrocientos muchachos, con sus heridas abiertas y su cara levantada, cantando por el camino.

Ixcayá lo repitió en tono desapegado, para ocultar su orgullo. Jaguar de Montaña el único de sus hijos que se había salvado. Pronto moriría, como guerrero; cubierto de flores se echaría al fuego a media plaza, entre el rugido de la muchedumbre, envidiado porque se convertiría en luz por valiente y porque bailaba con gracia y agilidad de animal joven. Jaguar de Montaña era hijo de su primera mujer, una que había muerto al dar a luz sobre un escudo a aquel ser espléndido. Ella misma lo llenó de tierra nueva cuando las mujeres se lo entregaron limpio; lo elevó con las manos para ofrecerlo al cielo, se lo puso entre los pechos y cerró los ojos con fuerza, iracunda por morir y carecer ya de bríos para anunciar a gritos el milagro de haber parido aquella pluma de gala, aquel hijo completo. No lo amaba Antes porque era hijo de otra y Ala le tenía vergüenza porque lo sentía capaz de penetrar las tinieblas que le ocultaban la mirada. Era solitario. Una vez mordió a su padre porque quiso castigarlo, y ya de grande fue capitán de mucha tropa. De dos guerras se había salvado. Los niños le tocaban las piernas y las muchachas le ofrecían agua de beber.

—Mañana irás al campo solo —dijo Antes.

—Es mejor —respondió Ixcayá.

No, no era mejor; era peor, horriblemente peor saber que la tierra que cuidaba volvería al pueblo por falta de hijos a quien dejarla. La niña no contaba. La niña pertenecía al templo donde estaba el noviciado. Después, cuando le reventase la carne de madura, la vestirían con algodón del más fino, la cuajarían de joyas y la aventarían al cenote para que se perdiera en el légamo lleno de oro y de turquesas y de esqueletos blandos de vírgenes.

—Mañana irás al campo solo —dijo Antes.

—Es mejor —respondió Ixcayá.

No, no era mejor; era peor. En las deliberaciones su palabra sería huérfana sin la voz de Jaguar de Montaña, que con sencilla pertinencia era sabio como un anciano.

—No te importan los otros tres —adivinó la mujer, y siguió llorando.

El hombre tomó otra tortilla y se la metió a la boca casi entera. Sí, le importaba el muchacho de la risa helada; estaba bien que hubiese muerto.

—Todos los hijos duelen —rezongó.

—Está mentirosa tu boca —protestó Antes.

Ixcayá —que también se llamaba Siete Cañas— supo que ya era viejo porque no quería tener razón, ni exculparse ni buscar preeminencia sobre el prójimo ni ser arisco cuando lo zaherían ni atemperar los gruesos pensamientos para que no se le rebalsaran como futesas o como monstruosidades. No quería pensar siquiera, porque las dudas siempre acababan llenándolo de temores y de un sentimiento de derrota por no saber el manejo de las palabras más allá de las cosas, igual que los hombres inteligentes a quienes admiraba en secreto la capacidad de echar luz sobre la sombra.

—Soy viejo —murmuró.

A media espalda le cayó la mirada de Ala —así se llamaba—, se le enroscó en la nuca, le entró por las axilas y debajo de la piel, chamuscando y escociendo.

—Aquí está tu ropa —dijo ella.

«Después de ser más suciamente desnuda que todas las mujeres, se mira el vientre igual que si llevara un hijo», reflexionó el hombre. Le arrebató la ropa de un manotazo y estuvo largo rato embebido en la textura, los hilos, la trama de los bordados de plata, la tibieza que dejan las manos en las telas, la forma limpia, más suave después que se le remueve la mugre y la costra. Aquella tela poseía más de doméstico que ningún objeto de la casa; la tela era lo primero que había hecho la mujer en el mundo, en el transcurso de su primer reposo y desde entonces su uso, su tacto, su olor, su mera apariencia eran prodigio de origen y labor de hembra que alejaba al varón de la barbarie. Antes, la madre, la tejedora. Antes, con la faja de cuero ajustada a las nalgas, tramando en la tela colores y relieves, frondosas sendas de abejas. Todo iba a desembocar en ella ahora. Ella, sin recriminación, con su puntual verdad saliéndole de los labios igual que las volutas de las calaveras en los frisos mortuorios; ella, con tanto de terrible y más aún de perdonadora.

—Duerme —dijo Antes.

—Sí, duerme —repitió la joven.

Ixcayá se puso de pie dificultosamente, estiró los brazos y bostezó hasta que los ojos se le nublaron. Ahora sentía que ésta era una casa con rumores y cosas ordenadamente suyas.

Ala —así se llamaba— recogió las prendas esparcidas y las guardó en el arcón. A ella le gustaba el arcón; cuando estaba vacío le pegaba con los nudillos para que sonara como tambor por el barrio donde la casa de Ixcayá se apartaba un poco de las otras, ya grises de estar solas, ya húmedas de no tener moradores, ya semejantes a barcas con gente sumergida hasta esa, la más cercana, ahí donde se había ahorcado un hombre. Ala golpeó el arcón con los montes de la mano.

—No hagas ruido, animal hediondo —dijo Ixcayá.

—Tal vez llama a los muertos. Ella siempre llama a los muertos —decretó sin inflexiones Antes.

El hombre miró a la vieja. Estaba indinada sobre el fuego y lo apagaba cuidadosamente para no levantar ceniza; guardó el rescoldo en tres montoncitos, cada uno con su cuarzo y sus siete granos de maíz, y saludó con el brazo extendido a los cuatro horizontes. Ixcayá miró a la joven. Por entre el pequeño taparrabo le asomaba el parco vello y la comba del sexo. Le refulgían los hombros. Enmarañado el cabello, rendida la cabeza, parecía una mata entera de cabello, toda próxima a que la arrastraran por la plaza hasta la piedra laja, la de los sacrificios, la que nunca le tendría encima porque sólo aguardaba a las de mirada sin niebla y oficio de pureza.

—Hoy no te metas con ella. Hoy no —dijo Antes ocultando su intención de ruego.

Ala golpeó de nuevo el arcón.

Ixcayá se sentía viejo. El tun tun lo llevaba lejos, a los cerros donde había visto nacer el sol por vez primera. Y a sus seis años, la noche del temblor, cuando rodaron las cabezas de los dioses hasta dentro de las viviendas y la pirámide se rajó como si la hubiera pateado en la cúspide el Dios de Una Pierna. Y a aquella otra noche en que había descubierto la luna y la vieja que reía como lechuza lo sobresaltó diciéndole que el sol había muerto. Lo llevaba a la batalla donde cayeron todos los hombres que amaba, la que duró dos siglos, al cabo de los cuales distinguió muy próxima a la suya la cara del jefe grande, terrible, tranquila, compadecida tal vez de cuyas arrugas salieron aquellas palabras que lo habían hecho de pronto el más adulto de los mortales: «La vida sólo es una manera de estar solo». Lo primero que recordaba del mundo era ese tun tun que traspasaba los montes con mensajes de greyes que aún no sabían hablar, de las lejanísimas greyes anunciadoras de aguas gordas como torrentes, plagas de langosta que asolaban las siembras, huestes invasoras de los Tucur, sequía, venados y jaguares huyendo despavoridos del bosque más aprisa que las otras bestias porque llevaban el incendio de la pelambre. No podía escuchar el tun tun sin regresar a algo y escribir el círculo hasta su vejez de ahora, tan urgida de la absoluta soledad del sueño sin olor a pelo ni a campo ni a piel ni a nada. No era una mujer la que había de tocarlo y cuantimás ésa, ahora, el ahora de ahí y de sus años. Abrió la mano y se la examinó minuciosamente, igual que siguiendo el curso de la más breve de las arañas, la que camina por entre las líneas —decían— y tarda un mes en viajar del monte gordo a la pulpa del meñique. Abrió la mano hasta que se le puso escuálida y se la dejó caer dos veces en lo que debía ser la cara, allá debajo del pelo suculento.

—No le pegues —dijo Antes.

Había terminado el quehacer y estaba de pie, algo encorvada con el hombro derecho más bajo que el izquierdo, como si fuera a extender el brazo y pedir limosna.

—Vieja asquerosa de los basureros —murmuró Siete Cañas con ese modo reverente que adoptaba para insultarla.

La mujer pasó muy junto a él. Infinitamente cansada. El corazón le resonaba con el tun tun de las greyes errantes. Le contó los nudos de las vértebras que se tendían en curva, con regularidad de cola de serpiente cascabel. Siete, ocho. Fue tras ella y esperó que se tendiera en el lecho. Ahora se alargaba, se enderezaba solemnemente como siempre que su piel tocaba la tierra, e iba perdiendo, sin fin, las huellas de los dedos que la habían moldeado, y le salían otras más largas y tenues, igual que en las vasijas donde el alfarero va borrando su tacto y deja las últimas huellas eternamente. Ahora estaba rígida, cubriéndose los pechos usados, extrañamente vacía y amenazadora.

Siete Cañas se tendió a su lado y con mansedumbre juntó, gruesos, calinosos los párpados para no malgastar la paz que le venía naciendo. La supo cercana, compañía ardida sin nada de calinoso en la carne, cosa, solo tinaja con agua fresca. Y sintió un ansia incontenible de doblegarse sobre sí mismo, gran feto que procediera de un gran sueño y fuese a otro, lleno de esplendores.

A pasos menudos, la muchacha se acercó a su señor, sacudió la cabeza con un gesto fiero de uno a otro lado y su melena pobló la habitación de sombras; largo rato miró a la pareja y sus labios se movieron al traicionar algún oculto pensamiento. Luego fue a acurrucarse junto a la ceniza.

Una mujer respiraba con amplitud de odre, de enorme bestia fatigada; la otra entrecortadamente, con espasmos librados entre sollozos coléricos. El hombre se llenaba el pecho e iba exhalando despacio, temeroso de despertar y de que se acordaran de él.

El rescoldo chisporroteaba, sofocándose. En todas las casas del barrio la gente dormía. Los grillos elevaban un coro cerrado que hacía más presente la soledad. En lo alto del Templo Mayor sonó el caracol anunciando que de los cerros acababa de emerger la estrella perseguidora de la luna, la más espaciosa de cuantas pueblan los cielos.