GRACIAS, MUCHAS GRACIAS, CORONEL
Con el peso a Francia la vida de Castro estrenaba un nuevo capítulo. Un capítulo más a sus ya muchos capítulos. Pero no tenía tiempo para pensar en esto. El Partido le ordenó ir a Perpignan. Y allí estuvo unos días en lo que todavía se consideraba Consulado republicano. Y con él muchos: Modesto y Líster, Rodríguez, el último jefe de la II División, López Iglesias, el jefe de Estado Mayor de Líster y muchos, muchos más. Dormía en el suelo y comía lo que buenamente podía. Y cada noche observaba cómo algunos de sus compañeros se tragaban perlas o brillantes; y por la mañana cómo con la minuciosidad de un antropólogo hurgaban sus excrementos, sacaban perlas o brillantes, los lavaban mejor que sus propias manos y a buscar compradores. Una de aquellas tardes de tristeza y espera llegó allí el general Rojo, saludó a unos y a otros y luego arrastró a Castro a un rincón.
—Negrín me ha pedido que marche a España.
—¿Irás?
—No, aquí hay centenares de millares de hombres a los que hay que ayudar intensamente…
—¿Y allí no hay millares de hombres a los que podrías ayudar, Rojo?
—No, Castro, allí no hay nada que hacer… ¡Nada, Castro, te lo aseguro! Aquello es la agonía, una agonía inevitable… Después llegará la muerte, una muerte terrible: la muerte de una etapa, la muerte de un régimen, la muerte de la esperanza de millones de gentes.
—Yo sí iré.
—No vayas.
—Sí… Iré… Lo manda el Partido… ¿Te das cuenta?… ¡El Partido!… No importa que vaya a contemplar una terrible agonía, no importa eso, ni que esa agonía me envuelva…
—Es un sacrificio inútil.
—No lo creas, Rojo… El Partido nunca sacrifica a nadie inútilmente. ¡Nunca!… Cuando él nos manda a los jefes militares y políticos del ejército allí, es por algo, Rojo… ¡Y por algo muy importante!
—¿Por qué?
—No lo sé… No me interesa tampoco saberlo… Sólo sé una cosa: que cuando el Partido hace algo el Partido tiene sus razones, poderosas razones… Porque sabrás una cosa, Rojo: el Partido nunca se equivoca: el Partido siempre tiene razón…
Se miraron fijamente. Después se estrecharon las manos. Y Rojo se fue. Y nunca más volvieron a verse.
* * *
Un día alguien le dio una orden:
«Debes salir para Toulouse. Contigo irá López Iglesias. Y esperar allí».
Y se fueron a Toulouse.
Y esperaron.
* * *
«Giorla te espera, Castro» y le dieron una hora y una dirección. Y fue allí. Era un hotel con algo de prostíbulo. Pero no se preocupó mucho de ello. Subió varios pisos y llamó a una puerta Y desde dentro una voz: «Entra». Y empujó la puerta y entró:
Y una habitación pequeña.
Y una cama.
Y en la cama Giorla, Y a su lado una mujer joven y gorda. Y olor a sudor y a esperma.
—Salud, Giorla.
—Hola, Castro.
—¿Tú dirás?
—Preparaos. Mañana saldrá un avión para España. Iréis tú y López Iglesias y otros camaradas más. En el Consulado republicano os dirán la hora exacta.
—De acuerdo.
Y Castro salió de allí y se dirigió al Consulado republicano. Una casa pequeña. Y nadie en la entrada. Y entró. Y comenzó a abrir puertas. Y a mirar. Y a no ver a nadie. Cuando hubo recorrido la planta baja subió al primer piso. Y comenzó a abrir puertas y mirar… Y nadie… Y otra puerta abierta… Y nadie… Y otra puerta abierta… Y… Un hombre alto y con gafas que se vuelve como asustado y que pregunta:
—¿Qué?… ¿Qué?…
—Soy yo, camarada Del Vayo.
—Hola, Castro… ¿Cómo, usted, por aquí?
—A saber el día y la hora que saldré para España… Giorla me dijo que aquí me lo dirían…
—Sí, Castro, sí… Aquí se lo diremos… Pero, espere, espere un momento. Creo que no tardará en llamar el camarada Léon Blum… ¡Importantísimo! ¡Casi decisiva esta llamada, camarada Castro!
Y Castro se sentó a esperar… Y pasó el tiempo, mucho tiempo… Y «camarada» Blum sin llamar…
—Me voy, «don Julio»… Muy temprano le vendré a ver de nuevo ¡Hay que llegar pronto allá, «camarada» Del Vayo…!
—Sí… Claro, sí, hay que llegar pronto…
Y Castro abandonó la casita «republicana». Y lentamente se dirigió a casa en que dormía; la casa de un mutilado de la primera guerra, que tenía una mujer guapa, un perro chiquitito que ladraba mucho cuando Castro llegaba y un establecimiento en el que vendía plumas estilográficas y algunas cosas más. Durante el camino se acordó del general Rojo. ¿Por qué no habrá querido regresar a la zona Centro-Sur?… ¿Será verdad que no hay nada que hacer?… ¿Será verdad que esto es un sacrificio inútil?… Después acordó de Del Vayo. Y sonrió, Y murmuró algo: «Es un imbécil… imbécil de una imbecilidad incurable»… «Qué ganas tenía de que todos estos cabrones se fuesen a la mierda… ¡Qué inmensas ganas!»
Y la casa.
Y el perro que ladra.
Y la mujer del mutilado que abre la puerta y se muestra simpática y atractiva. Y el mutilado que ronca.
Y después el silencio.
* * *
El avión sobre el mar. Y luego frente a Valencia un ángulo violento y un descender rápido. Y la salida precipitada de aquellos hombres que el Partido mandaba a «reforzar» la dirección política y militar del ejército; que mandaba a ver qué se podía salvar en el derrumbe inevitable y próximo.
Después una reunión con el Buró político.
Y un análisis de la situación militar.
Y Castro que habla: «Creo que hay que organizar la retirada, una tirada lenta y costosa para el enemigo, una retirada que nos dé tiempo a preparar al Partido para su paso a la ilegalidad, una retirada que nos permita dejar organizado el movimiento de guerrilleros».
Y Manuel Delicado, andaluz y sombrerero en Sevilla, miembro del Buró Político en los últimos tiempos que interrumpe congestionado de dignidad y rabia, de pasión y heroísmo:
«¿Retroceder?… ¿Quién habla de retroceder?… Ni un paso atrás, camaradas, ni un paso atrás… Nada de ceder terreno, nada de pesar en la derrota… ¡Resistir y resistir:»
Castro le mira mientras sonríe. Después mira a Checa, luego a Togliatti. «La esfinge italiana». Y a continuación unas palabras con el que está a su lado, un gran militar: «¡Has visto qué imbécil!» Y le respuesta del otro: «Más que un imbécil, un cabrón demagogo y tonto».
«Proponga —habla Checa con la aprobación de Togliatti —, que se reúnan los camaradas militares y comisarios con el camarada Jesús Hernández y elaboren un plan que presentarán al Buró Político… Convendría que el plan estuviera terminado mañana».
Y una reunión en el hotel en que vive Jesús Hernández. Y un plan. Y Hernández y Uribe que se quedan encargados de presentárselo al Buró Político. Y después a Madrid. Todos tenían prisa por llegar a Madrid. Era allí, solamente allí, en donde se podía tomar el pulso a la agonía.
* * *
Después de la pérdida de Cataluña los informes sobre la actividad y propósitos en el campo enemigo daban el siguiente cuadro:
Se observaban diversas concentraciones enemigas que parecían acusar el propósito de ataque simultáneo llevado a efecto por dos grandes masas principales.
1ª —Una al sur del Tajo y que parecía tener como dirección de esfuerzo: Aranjuez-Almansa-Alicante.
2ª —Otra al norte del Tajo que debía de llevar a efecto el corte absoluto de las comunicaciones de Madrid con Valencia para lograr el aislamiento de Madrid y continuar en dirección a Denia o Gandía, convergiendo sobre el sur del Tajo, que parecía llevar el esfuerzo principal del conjunto centro del plan general.
3ª —Quedaba una masa menos importante que podía ser reserva general o tener como misión la ocupación de Madrid y limpieza del espacio comprendido entre las dos líneas convergentes de la penetración señalada.
4ª —En el plan general enemigo parecía desprenderse un ataque general en todos los frentes a desencadenar una vez conseguida la ruptura en el Centro. Se hablaba de concentraciones en la zona de Córdoba y eran seguras concentraciones en la retaguardia enemiga de Levante. El enemigo preparaba sin duda en todas las direcciones de penetración posible, columnas motorizadas de no gran potencia militar con el objetivo exclusivo de efectuar rápidamente las operaciones de limpieza en la explotación decidida del éxito, que esperaban conseguir en los frentes del Centro y de Extremadura.
No existía objetivamente ninguna razón militar para que este dispositivo, terminada su concentración, en la última semana de febrero, se mantuviera inactivo.
¿Por qué esperaba el enemigo?
* * *
Inmediatamente que llegó a Madrid, Castro se lanzó a buscar a Daniel Ortega, el antiguo comandante del Quinto Regimiento que formaba parte del Estado Mayor del coronel Casado, jefe del Ejército del Centro. No pudo encontrarle hasta la noche, en que Ortega regresó a la pequeña habitación que tenía en un edificio del Socorro Rojo Internacional, situado frente a la antigua Comandancia General del Quinto Regimiento, en la calle de Lista, casi esquina con la de Velázquez.
—¡Castro!
—¡Ortega!
Y se abrazaron. Y después estuvieron mirándose unos segundos. Y luego Ortega hizo una seña a Castro de que se sentara. Y él también se sentó frente al otro.
—¿Qué cuentas, Castro?
—¿Qué cuentas, Ortega?
Y los dos se sonrieron.
Después el comandante Ortega se levantó, se acercó a la mesilla de noche, abrió el cajón, sacó una pistola y se la alargó a Castro.
—La vas a necesitar pronto.
—Habla, Ortega.
—La situación es grave, terriblemente grave. El coronel Casado y Besteiro están buscando a través del teniente coronel Garijo llegar a un acuerdo con Franco para entregarle lo que nos queda.
—¿Seguro?
—Sí, Castro, seguro. Lo sé yo y lo sabe la dirección del Partido porque yo se lo he dicho varias veces ya… Pero tengo la impresión de que o no me creen o no les importa que se subleven Casado y Besteiro… Ten en cuenta, Castro, que aquí ya no existe la esperanza.
—Pero, ¿el Partido no te cree o no te hace caso?… ¡Qué extraño, camarada Ortega, qué extraño!
—Sí.
—¿Crees que debería yo hablar con Pedro Checa y con Togliatti?
—Habla.
Y aquella misma tarde, Castro regresó a Valencia. Pero antes quiso cerciorarse de algo muy importante. Y acompañado de Líster hizo una visita al general Miaja. Saludos, cazurrería y tanteos.
—¿Sabe lo que dicen de usted, mi general?
—¿Qué?
—Que está usted en conversaciones con el enemigo.
El otro se limitó a sonreír. Y les acompañó hasta la puerta del despacho. Y después que ellos salieron entró una mujer enlutada y guapa. Desde allí, Castro, sólo, se dirigió a visitar al general Menéndez, jefe del Ejército de Levante.
—Mi general…
—Hola, comisario.
—¿Querría usted ser tan amable, general, que me diera su opinión sobre su frente y sus posibilidades de resistencia?
—Cómo no…
Y extendió sobre la mesa unos mapas… Y comenzó a señalar a Castro la situación del frente, sus líneas fundamentales, el despliegue de sus reservas… Luego se quedó un momento en silencio.
«Sólo existe la posibilidad de que pueda ser desbordado por mi flanco izquierdo, en la unión con el IV Cuerpo… Es todo el peligro que se cierne sobre nosotros».
Y se callaron. Luego el general mandó traer dos copas de coñac. Bebieron. Se estrecharon las manos. Y Castro abandonó aquella casita donde un viejo republicano aún estaba decidido a continuar la lucha… Y desde allí al Estado Mayor del general Miaja, cuyo jefe de Estado Mayor, el general Matallana, era conocido de Castro desde las primeras semanas de la guerra. Después de saludarse, Matallana cerró la puerta de su despacho, hizo una seña a Castro para que se sentara. Y después le miró.
Y Castro a él.
—¿Qué quieres saber, Cuatro?
—Las posibilidades de lucha.
—Escúchame, Castro… Yo soy un hombre de honor… ¡Esto obliga a mucho!… Sólo te diré una cosa al mismo tiempo que te ruego que no me hagas preguntas porque me sería doloroso no contestarlas: si queréis prolongar la lucha tendréis que crear la situación del 7 de noviembre de 1936 en Madrid… ¡O así, o nada!
—Gracias, Matallana.
Y se fue a la casa del Comité Central. Pero el Buró Político se había trasladado a un pueblecito de Alicante, Elda, en cuyos alrededores había varios aeródromos y próximos los puertos de Cartagena y Alicante, en donde el presidente Negrín había instalado su residencia en un viejo palacio al que llamó por unas horas «Posición Yuste» para seguir jugando a la guerra.
Se encogió de hombros y salió a la calle. Y en la calle se encontró con Delage, el comisario del coronel Modesto.
—Te invito a café, Castro.
—Vamos.
Por el camino ambos se dieron cuenta de que Valencia ya era campo enemigo: la «Quinta Columna» salía en los anocheceres en espera de una señal para la insurrección y la revancha.
—¿Llevas pistola, Delage?
—Sí… ¿Y tú?
—También.
Y entraron en un café. Y tomaron café en silencio. Y después salieron y se dirigieron a una casa del Partido en donde estaban viviendo.
Y se acostaron sin hablar una sola palabra.
* * *
¿Y el gobierno del presidente Negrín?
Con extraordinario relieve destacaban sus errores principales en esta última etapa de guerra y vida de la segunda república:
1.° —El gobierno después del corte del territorio republicano no comprendió que el centro de la guerra se había desplazado a la zona Centro-Sur y por ello mantuvo los órganos fundamentales de dirección política y militar en Cataluña que, a pesar de su frontera con Francia, era un teatro de guerra secundario.
2.° —Mantuvo en sus puestos en la zona Centro-Sur a pesar de todo lo ocurrido a los hombres que se habían manifestado como dudosos, incapaces y traidores y reforzó inclusive sus posiciones al declarar el Estado de Guerra que ponía en manos de aquéllos los últimos resortes del poder.
3.° —Al llegar a la zona Centro-Sur en vez de buscar de una manera decidida el contacto con el pueblo y el Ejército y convertirse rápidamente en un auténtico poder ejecutivo vagó de un lado para otro y se instaló después en Elda, dando con ello nuevos argumentos a los enemigos y perdiendo toda posibilidad de dirigir la guerra de una manera directa y no por medio de decretos que habían perdido en realidad toda fuerza en la nueva situación.
* * *
En el pueblo y en el ejército republicanos dos angustiosas preguntas:
—¿Hay todavía posibilidades de ganar la guerra?
—Y si no hay posibilidades de ganar la guerra, ¿cuáles son nuestras perspectivas?
Pero nadie se preocupaba por responderles.
* * *
En la madrugada del 4 al 5 de marzo se produce una sublevación fascista en Cartagena que es aplastada antes de que Franco pueda llegar con sus fuerzas a la playa de Mazarrón.
Esa misma noche el coronel Casado y el ilustre socialista Julián Besteiro se dirigen al país. Primero con un ataque implacable contra el gobierno del presidente Negrín y los comunistas; después presentando su programa: Garantía de la independencia nacional; garantía de una paz sin crímenes. Y dan a conocer el Consejo Nacional de Defensa integrado por:
Presidencia: General Miaja
Defensa: Coronel Casado
Estado: Julián Besteiro (socialista)
Gobernación: Wenceslao Carrillo (socialista)
Justicia y Propaganda: Miguel San Andrés (republicano)
Comunicaciones: Antonio Val (C.N.T.)
Hacienda: González Marín (F. A. I)
Instrucción Pública: José del Río (republicano)
Secretario del Consejo: Sánchez Requena (sindical)
* * *
—¡Castro!… ¡Castro!
—¿Qué?
—El coronel Casado y Besteiro se han sublevado contra el gobierno de Negrín.
Seguido de Delage se dirige rápidamente a donde vive Jesús Hernández, comisario del general Miaja. Cuando llegan ya están allí Uribe, Larrañaga, Ortega, comisado político del general Menéndez, y Hernández. Se inició la reunión rápidamente:
«¡Tenemos dos divisiones que constituyen las reservas del Ejército de Levante que pueden desplazarse sobre Madrid».
«Tenemos los tanques en nuestras manos».
«Las unidades de guerrilleros están en manos del Partido».
«Y tenemos en Madrid tres cuerpos de Ejército mandados por tres miembros del Partido: los cuerpos de Ejército I, II y III que mandan los camaradas Bueno, Ortega y Barceló».
Y una propuesta de Hernández:
«Que Castro y Delage vayan a ver a la dirección del Partido a Elda y que ésta diga si debemos marchar sobre Madrid o no».
A las dos horas Castro y Delage salen para Elda. Tuvieron que hacer un gran rodeo antes de llegar a donde estaba el Partido y el gobierno, ya que todos los controles estaban en manos de las fuerzas o partidarios del coronel Casado. Fue un avanzar con las pistolas amartilladas, esperando a cada momento que alguien los reconociera, que alguien disparara sobre ellos… Llegaron al anochecer: Dolores Ibárruri jugaba a las cartas con Modesto y Líster. Delicado paseaba ceremoniosamente por la sala.
«¡Vengo de Valencia, camaradas».
Y la partida de tute prosigue. Castro abandona la sala. En la escalera se encuentra con Stepanov, búlgaro, viejo agente del Komintern y segundo de Togliatti.
—Hola, Castro.
—Hola, Stepanov.
—¿De dónde vienes?
—De Valencia.
—Y…
—Tuvimos una reunión. Los camaradas acordaron que viniera a comunicaros que están en condiciones de marchar sobre Madrid y aplastar a Casado y a la junta.
—Y…
—Los camaradas siguen jugando al tute.
—Vete a descansar, Castro… Yo informaré a la directiva del Partido inmediatamente… Y hablaremos con los camaradas de Valencia… ¡Descansa, Castro, descansa!…
Y Castro se fue a descansar.
Era el lugar de descanso una maravillosa residencia campestre. Allí estaban como hoteleros el poeta Rafael Alberti y su mujer, María Teresa León. Y como domésticas varias jovencitas preciosas y ligeras de ropa, amables y serviciales Y buenos dormitorios. Y buena comida a base de conservas. Y un paisaje tranquilo y encantador. Allí se encontró con todos: con Modesto y Líster, con Tagüeña y Molero, con Climent e Hidalgo de Cisneros, con Delicado e Irene Falcón, la azafata de la reina roja «Pasionaria». Modesto estaba impaciente, había sido ascendido a general y temía no tener tiempo de hacerse el uniforme y de estrenarle; Líster maldecía para sus adentros porque seguía siendo coronel; Delage comenzó el asedio de la mujer de Molero; Alberti paseaba melancólico entre los árboles; López Iglesias sonreía. Y Castro contemplaba todo aquello un poco extrañado… Se fue a dormir a la misma habitación en que se había instalado López Iglesias. A la mañana siguiente alguien le dijo que fuera a la «Posición Yuste». Y fue. Allí estaba Negrín metido en grueso albornoz, a la cabecera de una mesa cubierta de latas de conservas abiertas. Comiendo y mirando. Mirando y enseñando su anatomía, Y contemplándole con un gesto impecable de mayordomo profesional el general Antonio Cordón, subsecretario de la Defensa.
Y Negrín comiendo y mirando.
Y los demás mirando y sin comer.
—¿Qué hay por Valencia, Castro?
Y Castro contó la reunión habida en la casa de Hernández. Y casi nadie le prestó atención.
Negrín era la atención.
Y Negrín come que come. Y el general Cordón acercándole las pequeñas latas que el jefe del S.I.M. (Servicio de Información Militar), la N.K.V.D… republicana ha traído de Francia.
Y se fue a dormir. Le despertaron poco tiempo después. Era Modesto. El Buró Político había acordado que se hiciera cargo de los puertos. Castro rompió a reír. Después se levantó y fue a ver a Checa. Una conversación breve. Y Checa por una vez en mucho tiempo desbordó su sonrisa característica. Y después le nombraron jefe de los guerrilleros que defendían la «Posición Yuste» y el aeródromo. Luego la visita a Negrín que abandonaba el territorio republicano. Les estrechó la mano a todos. Después lo hizo Álvarez del Vayo que seguía en su papel de Ministro de Estado: ceremonioso e importante. Y Negrín y Del Vayo se fueron. Momentos después «Pasionaria», la reina roja, huía en un «Dragón» hacia África acompañada del matrimonio Alberti y de Irene Falcón. Luego Delicado que le llama, que le invita a subir a un automóvil y que le lleva al aeródromo.
—Tú eres el responsable de su defensa… Tú debes asegurar la salida de la dirección del Partido.
—De acuerdo.
Y desde lejos presenció cómo Delicado repartía dinero entre Modesto y Líster, entre Delage y otros más: libras esterlinas, francos, dólares… El futuro estaba asegurado.
Castro llamó al capitán de los guerrilleros.
—¿Qué hay, camarada?
—El aeródromo comienza a ser rodeado por las fuerzas de Casado… ¿Qué hago?
—Distribuye a tus hombres alrededor del campo… ¡A la expectativa nada más!… Que nadie dispare, que nadie se mueva sin mi orden… La única batalla a ganar es salvar a la dirección del Partido… ¿Me entiendes, camarada?
—Te entiendo, Castro.
Y se dedicó a pasear de un lado para otro mirando al cielo porque tenía ansias de que llegara la noche… Y llegó la noche… Y un camión con las luces encendidas que avanza hacia el aeródromo. Y Castro que llama al capitán de guerrilleros.
—No sé quiénes serán, camarada… Pero sitúa a veinte de tus hombres con bombas de mano en la entrada del aeródromo… Que coloquen algo en el canino que les obligue a detenerse y os dé tiempo a reconocerlos… Si fueran gente de Casado no esperéis ni un segundo… ¡Destrozarlos… Y que tu otra gente aguante mientras tanto para dar tiempo a que los aviones se eleven… ¿De acuerdo?
—Sí.
Castro empuñó la pistola…
Y espero.
Y luego escuchó voces y risas… Y varias veces la palabra «camarada»… Eran los jefes y comisarios que el Partido había traído de Francia y a los que el Partido dejaba abandonados. Eran los jefes y comisarios encabezados por Climent, el antiguo ayudante de Castro, que no se resignaban a ser abandonados allí mientras quedaban muchas plazas vacías en los aviones.
—¡Climent!
—A tus órdenes, Castro.
—¿Qué pasa?
—A ti te lo puede, decir… ¡Nos han engañado!… Nos ocultaban que la huida estaba próxima… ¡Una cabronada, Castro, una cabronada!…
Le miró.
—Pero, ya estás aquí.
Los pilotos calientan de vez en cuando los motores. Cada vez que ponen los motores en marcha la gente se precipita hacia ellos casi enloquecida pensando que van a elevarse.
Y así una vez.
Y otra.
Y otra más.
A la medianoche Castro es llamado a una reunión. En uno de los rincones del campo, Togliatti, Checa, Uribe, Delicado, Líster y Modesto.
Y Togliatti que pregunta:
—Camarada Modesto, ¿hay alguna posibilidad?
—Ninguna.
—Camarada Líster, ¿hay alguna posibilidad?
—Ninguna.
—Creo entonces que es el momento, después de la afirmación de los camaradas Líster y Modesto, de salir de aquí.
—¿Y qué piensas tú, es decir, la Internacional Comunista? —pregunta Castro.
—La reunión se ha terminado —dice Checa —. Dentro de unos minutos nos reuniremos el camarada Togliatti, Uribe y yo para decidir qué camaradas deben salir y cuáles deben quedarse.
Y se levantaron todos.
Y Castro comenzó a pasear de nuevo por el campo envuelto en la oscuridad. Y a su lado el capitán de los guerrilleros.
Luego alguien llamó a los pilotos. Después los motores se pusieron en marcha.
«¡A los aviones, camaradas!»
Uribe se acercó a donde estaban Castro y el capitán de los guerrilleros.
—Camarada, asegura la salida… Después a las sierras… El Partido no se olvidará de vosotros… Y tú, Castro, al avión…
Castro sacó su pistola y se la dio al capitán.
—Es lo único que puedo darte, camarada… A ti te hará más falta que a mí.
—Gracias, Castro.
Y se abrazaron.
Uribe sacó un montón de billetes republicanos.
—Toma, camarada, por si te valen. —Y rompió a reír.
Y a los aviones.
Y minutos después hacia Francia. Los «héroes» marchaban al exilio. Limpios de culpa. Ellos no habían sido vencidos. Ellos no habían capitulado. Había sido el general Miaja, el coronel Casado, Besteiro y Wenceslao Carrillo y otros más los que habían abierto el camino a Franco. Con la sublevación de Casado-Miaja los comunistas se habían salvado de la responsabilidad histórica de la catástrofe, de la última catástrofe…
«¡Oídlo, españoles.»
«Os enviamos a nuestros mejores hombres para ayudaros a prolongar la resistencia en espera de que surgiera una posibilidad de alcanzar la victoria… Pero los traidores lo impidieron… ¡Que sobre ellos caiga la maldición del heroico pueblo español».
Y para sus adentros:
«¡Gracias, coronel, muchas gracias!»
* * *
«Arriba España» en la crónica de Espectador escribía el 4 de marzo:
«Yo, para mejor gozar de esta sensación indescriptible (la que proporciona poder contemplar Madrid) y tal vez para tener la fortuna de presenciar acontecimientos de relieve histórico he logrado autorización para pasar varios días en la Ciudad Universitaria».
«Giornale D'Italia»:
«Parece ser que el coronel Casado estaba desde hace algún tiempo en relación con Franco para discutir las condiciones de la rendición. Desde el primer momento, Franco le había hecho saber que no aceptaría más que una rendición total y sin condiciones».
«Daily Telegraph» escribía el 7 de marzo:
«Los sucesos de las últimas 48 horas en Madrid y Cartagena revelan al mundo la existencia de una situación bien conocida por los gobiernos británico y francés desde hace por lo menos una semana. Entonces se supo en Londres que el coronel Casado y Besteiro preparaban un golpe de Estado. Se decía que habían tenido ya entrevistas con los agentes de Franco y que después de apoderarse del poder procederían inmediatamente a la conclusión de un armisticio».
Léon Blum en «Le Populaire» escribía el 10 de marzo:
«El momento tenía que llegar en el que Negrín apareciera, incluso para muchos de sus compañeros, como el jefe más capacitado para negociar la paz real e imponerla, bajo la amenaza de una resistencia desesperada. Pero ¡ay!, nadie era capaz de hacerlo después de él. Su caída ha dejado y tenía que dejar la república vacante»
* * *
«¿Por qué dijiste, Rojo que no había nada que hacer?»
Sí.
Quedaba algo por hacer.
Y ya lo hemos hecho.
«¡Hemos salvado el honor del Partido!»
«¿Te parece poco, general?»
* * *
El 27 de marzo el Consejo Nacional de Defensa abandona Madrid y se marcha a Valencia.
Besteiro se queda en Madrid.
Miaja huye en un avión.
El resto de los miembros de la Junta del coronel Casado se alejan de España en un barco de guerra inglés.
* * *
El día 25 de marzo el general Franco comienza su ofensiva en el frente extremeño; el día 26 en el frente de Andalucía; el día 28 entra en Madrid: el Cuerpo de Ejército Italiano avanza hacia el litoral y ocupa Alicante el 1.° de abril.
La guerra ha terminado.
* * *
En París los comunistas hacen balance.
Están contentos.
No deben nada.
El oro español depositado en Rusia es la garantía de una deuda sagrada… ¿Cómo iban a consentir los comunistas no pagar aquellas armas enviadas por Stalin y construidas con el esfuerzo más animal que humano de millones de ciudadanos del país de la felicidad?
* * *
«Gracias, muchas gracias, coronel».
«Sin tu sublevación los que hubiéramos tenido que capitular hubiéramos sido nosotros… Lo que hubiera sido grave… Muy grave… Pero tú fuiste un gran hombre: cuidaste del honor del Partido tan bien, tan bien que ni nosotros lo hubiéramos podido hacer mejor».
«Gracias, muchas gracias, coronel».
* * *
En el Kremlin, Stalin enciende su vieja pipa mientras mira a Vorochilov.
Y sonríe.
«Hemos ganado treinta y dos meses».
«Sí, camarada Stalin».
Y sonríen los dos.
Y de la vieja pipa cargada con el aromático tabaco del Cáucaso salen espirales de humo que impregnan de un delicioso aroma la sala desde la que Stalin presenció a distancia el sacrificio de un pueblo por la causa sagrada del «socialismo», de la U.R.S.S., del nunca bien amado Stalin.
Fuera nieve y noche.
Sólo las estrellas que coronan las torres del Kremlin viven y contemplan un mundo.