LA GRAN SEMILLA ENTRE MUERTOS Y ESCOMBROS
Hombres y soldados entraban en Francia. Era una interminable procesión de dolor y pena.
Castro, de uniforme, miraba.
A aquellos soldados que arrastraban sus cuerpos por un camino insensible a la gran tragedia; a aquellos viejos y mujeres y niños; a aquellos carros de los que tiraban unos animales muy tristes y en los que se había cargado con precipitación los restos de millares de hogares arrancados de su raíz. Y aquellas montañas que parecían fotografiar la historia de un pueblo. Y a los oficiales franceses que despreciaban a aquellos vencidos que también habían luchado por ellos.
Allí estaba el general Rojo.
Y el coronel Estrada.
Y muchos otros.
Y el coronel Chaponov elegantemente vestido, con los representantes de su embajada a sus lado. Y cerca, muy cerca, el eco de los últimos instantes de la más terrible de las batallas: la última batalla, la batalla de la gran derrota. Y él con un mirar obsesivo sobre aquella masa que le recordaba a Cristo con una cruz, pero esta vez mucho más pesada, sobre sus espaldas. Alguien le habló al oído. No quiso escuchar. Quería seguir mirando. Después sintió que alguien le arrastraba a un lado del camino.
—Salud, Castro.
—Salud, camarada Castro.
—Salud, comisario.
—Salud, mi comandante.
—Se volvió, de espaldas a aquella gente que se despedía de él. «Cabrones. Cabrones… Terminaréis por hacerme llorar…» Y posiblemente estuviera llorando.
—Castro.
Se volvió. A su lado estaba uno de sus más viejos colaboradores en e1 comisariado: Climent. Un muchacho rubio, lleno de vida y de pena.
—¿Qué quieres?
El otro no contestó.
—Pasa ya la frontera, Castro.
—Todavía no, camarada.
—¿Por qué?
—Me da pena y miedo dejar esta tierra… ¡La nuestra, Climent!… Quiero estar sobre ella hasta el último momento, hasta ese momento en que la presencia del enemigo me lo impida.
—Es terrible.
—¿Qué es terrible, Climent?
—La derrota.
—Escúchame, Climent… Y no olvides nunca cuanto voy a decirte… ¿Un millón y medio de muertos?… ¡Qué importa!… ¿Miles de casas destruidas?… ¡Qué importa!… Eso hará que nuestra derrota sea, temporal… ¡Sí!… Temporal… En muchos años, posiblemente en cincuenta años, nadie podrá curar las heridas ni los rencores de este pueblo… Está envenenado de dolor y odio… Ese dolor y ese odio, esos muertos y esos escombros serán el surco maravilloso en el que crezca la semilla de nuestra gran revolución, la semilla de la victoria definitiva…
—¿Lo crees así?
—¡Lo creo!… Los viejos morirán abrazados a su odio… Los niños recibirán de los senos de las que les parieron el odio acumulado en esta larga batalla… Los árboles destrozados serán las banderas del odio hecha jirones… Los escombros de los hogares de tantos lugares de España impedirán el olvido… Y por si algo pretendiera borrar todo esto se alzarán silenciosas y enlutadas las madres, las hermanas, las viudas y los hijos de los muertos.
—Vamos, Castro, el enemigo se acerca.
—Vamos.
Y comenzaren a andar lentamente.
Y en los límites de la vieja España, Castro se detuvo. Miró al cielo y movió sin ruido los labios.
¿Qué dijo?
Sólo él lo supo.
«¡Hermano, hermano Pedro!… No te rías… No reces por nosotros… No pidas a Dios clemencia y ayuda… ¡No la queremos!… ¡No!… Y espérame, hermano Pedro, espérame en el cielo o en los infiernos. Espérame, que llegaré hasta ti. Y cara a cara saldaremos nuestras viejas cuentas».
Alguien le gritó.
«Vamos».
«Vamos».
Tiró su vieja pistola sobre un montón de pistolas. Y sintió sobre él las manos ansiosas de los Guardias Móviles que buscaban otras armas como botín… Y luego alguien le empujó. Y se unió a la gran fila, a la interminable fila de los vencidos. Y comenzó a caminar al lado de sus antiguos soldados. Miraba al cielo. Y sus pasos eran polvo y vacilación.
Y mentalmente.
«Un-dos… Un-dos… Un-dos».
Y le pareció ver en el cielo una hoz inmensa… Y un inmenso martillo… Y rojo como fondo.
«¡Un-dos!… ¡Un-dos!… ¡Un-dos!»
Y mientras creía caminar como un soldado, marcando el paso, pero en realidad arrastrando los pies y dejándose ahogar por el polvo, comenzó a arrancarse las insignias de comisario.
Y a caminar.
«¡Un-dos!… ¡Un-dos!»
Porque a pesar de su pena no había dejado de ser un soldado. Un soldado del gran ejército del odio y la revancha, de los vencedores del mañana. «¡Un-dos!… ¡Un-dos!»
Y caminar y caminar… Apoyándose en su odio, en su odio que se alzaba por encima de escombros y muertos, de la derrota y el dolor para ayudarle a seguir caminando hasta ese día en que retornará a España para encender la mecha de la última batalla.
«¡Un-dos!… ¡Un-dos!»
—Hablas, Castro.
—No… No hablo, Climent… Camino, solamente camino… Casi como un buen soldado.