Capítulo XIX

UN HOMBRE, SU CONCIENCIA Y UNA PEQUEÑA CASA

«¡No me mires, “Concud”!»

Y «Concud» le siguió mirando. Fijamente. Y cuando él le miró vio en sus ojos como un velo de pena y compasión hacia aquel hombre que le quería tanto. No se movió.

Siguió mirándole.

«¡No me mires, “Concud”!»

Y «Concud» le siguió mirando. Y se levantó de la silla. Y se acercó a «Concud» con el terrible afán de dejarle ciego para que no le mirara jamás, Y «Concud» se hundió en sí mismo, como si se empequeñeciera. Y esperó. Pero Castro era cobarde ante estas pequeñas cosas Y no cegó para siempre aquellos ojos de pena y compasión. Estuvo mirando un gran rato al perro. Luego le pasó la mano por la cabeza. Y el perro meneó el rabo y le siguió mirando.

* * *

—¿Qué piensas, Esperanza?

—¡Es el fin, Enrique!

—Es el fin de una etapa, Esperanza.

—¿Por qué me engañas?… ¿Acaso yo te he engañado a ti alguna vez?

—No te engaño, Esperanza. Nuestro camino hacia el socialismo es esto: etapas… etapas… Etapas maravillosas… Etapas terribles… ¡No te engaño!… ¡Te digo lo que dice el Partido!… No sé decir otra cosa, Esperanza… No sé… Si supiera te hablaría de algo ajeno y lejano a esta tragedia… De tu vivir y mi vivir… Pero no sé, Esperanza… No sabría jamás decirte eso… ¡Compréndelo!… ¿Cómo quieres que ahora te diga lo que nunca me enseñaron a decir?…

—Invéntatelo, Enrique.

—No sé, Esperanza… ¡Todo está inventado o descubierto o dicho!… Marx, Engels, Lenin, Stalin no han dejado nada por decir… Y he aprendido de memoria mucho de lo que ellos dijeron… ¡Es todo lo que he aprendido en la vida… ¡No sé más!… ¡No sé más, Esperanza!

—Sueña.

—No sé.

—Eso es lo terrible, Enrique… Eso es lo terrible: el que los hombres no sepan soñar.

—Ya, Esperanza.

—Sí… Sé que sufres… Te dejo… Enciérrate en tu despacho con «Concud» y con Enrique… ¡Con Enrique y «Concud»!… Y con nadie más… Y desahógate… Cuanto puedas… Yo no sé si ha muerto una ilusión… Sí… Posiblemente sin saberlo yo esté de luto por el fin de una gran ilusión, de mi gran ilusión… Pero, ¿para qué te hablo de mis pequeñas cosas?…

Y después de besarle en la frente se fue.

Y «Concud» siguió mirándole.

Y al cabo de un rato se dio cuenta que sobre aquella vieja mesa había dejado caer unas cuantas lágrimas.

«¿Qué me está ocurriendo?»

«No, no es el miedo al fin de una guerra y al posible fin de mi vida… No… La muerte y yo ni nos queremos ni nos tememos… Es algo peor: el remordimiento por la muerte de los demás… ¿Qué han hecho estas gentes, que no han hecho nada, para que tengan que morir?…»

«Concud» le miraba.

Fuera de allí, el silencio.

Le hubiera dado vergüenza llorar ante los hombres… Pero ante «Concud», no… Y rompió a llorar… Y para que Esperanza no escuchara sus sollozos, se puso el pañuelo en la boca… Y siguió llorando… Pero seguía adorando a Lenin… Seguía adorando a Stalin… Seguía amando a la revolución. Seguía soñando con el socialismo… Era todo cuanto le habían enseñado… Fuera de eso no sabía nada… ¡Nada! Y ni el llanto acabó con su angustia.

* * *

«¿No será mejor morir en la última batalla?

* * *

—¿Crees en mí, Esperanza?

—Sí.

—¿En mí?

—En Enrique, sí… En el camarada Castro, no.

—¿Por qué?

—No sé.

—¿No sabes, Esperanza, que yo no puedo ser otra cosa que el «camarada Castro»?

—Sí… Lo sé…

* * *

—¿Crees en la revolución, Esperanza?

—No.

—¿Por qué no crees ya?

—Porque yo ignoraba que para llegar a ella había que caminar sobre nuestros muertos: la muerte muerte y por la muerte en vida.

—No te comprendo.

—Sí, el camarada Castro sólo comprende a Lenin, sólo comprende a Stalin.

* * *

«¡Escúchame, España!… No es que no te quisiera… Te quería mejor… Menos fea y más feliz… ¡Comprende y perdona!… Recuerda con qué cariño he recorrido tu suelo, he sentido tu sol y tu luna, tus fríos y calores, tu soledad y tu angustia… ¡No, yo no te quería matar!… Yo te quería joven, feliz, sonriente… Yo quería que te desprendieras de tu viejo luto, de tu antigua pena, de esa terrible pena nacida de la incomprensión de los demás… Sí, de esos que no comprendieron tu grandeza, tu generosidad.»

España no respondía.

Y abrió la puerta de su despacho. Hizo una seña a «Concud» y salieron al camino.

Y él delante y «Concud» detrás… Y el camino interminable y sol. Y árboles y huertas en las que cada noche Esperanza robaba la comida de otro día. Y él, sus pensamientos y «Concud» detrás de él caminando despacio, sin mirar a ningún lado, solamente a los pies de su amo que marcaba el camino… Y frente a un viejo árbol el comienzo del retorno a la pequeña casa. Y el silencio. Y la noche. Y la luna. Y él, «Concud» y su conciencia paseando por el viejo camino abandonado y polvoriento. Y en el horizonte la silueta de las montañas. Y olor a campo.

Y pena.

Y más pena.

Y la entrada en la casa silenciosos. Y otra vez a sentarse en la silla de siempre, frente a los mapas, frente a una ventana cerrada, frente a «Concud» que acostado en el suelo le miraba.

* * *

«Hemos querido curar las heridas de España con nuevas heridas.»

—Acuéstate. Enrique.

—Sí.

—Y duerme… duerme… Lo que tenga que pasar pasará… La vida o la muerte no dependen de ti… Aunque no sé de quién dependen.

—Sí.

Y la siguió… Y se fue desnudando poco a poco… Y se hundió entre aquellas sábanas blancas… Y la sintió a ella acostarse… Y apagar la luz… Y escuchó la respiración de «Concud». Y se acordó de su padre: «Gracias a Dios por tanto favor como nos hace».

Y no tuvo fuerzas para blasfemar.

Sólo su conciencia vivía. Una conciencia extraña que se esforzaba inútilmente en ignorar a Lenin.

Y la noche.

Y el sueño.

Y el final de un día más.