«STALIN TIENE RAZÓN»
La pérdida del territorio del Norte y después los resultados finales de la batalla de Teruel habían creado en realidad una situación de crisis en el gobierno que presidía el doctor Negrín. Se mantenía oculta aún, pero era un hecho innegable. Para Castro no era un secreto. Sus conversaciones con el general Rojo, los mismos editoriales de la prensa del Partido y alguna que otra conversación con los consejeros militares rusos o con Palmiro Togliatti, el nuevo consejero político, le habían puesto en conocimiento de ella. Pero Castro no veía esta crisis como el problema fundamental en lo que en verdad era el comienzo de la agonía militar de la II República. Para Castro había algo más importante.
Lector asiduo de Stalin recordaba insistentemente las palabras de éste en el XVIII Congreso del Partido Comunista Ruso: «Ser prudentes y no permitir que nuestro país se vea arrastrado a conflictos por los provocadores de guerras, acostumbrados a que otros les saquen las castañas del fuego» ¿Qué significaba esto? ¿Podría significar un triunfo republicano el «motivo» que pudieran utilizar los provocadores de guerras para arrastrar a la U.R.S.S. a un conflicto armado? ¿Sería una manera de evitar el peligro de una provocación contra la U.R.S.S., el dejar que la resistencia republicana se apagara, que Franco ganara la guerra y que con ello se aplacaran los miedos de Alemania e Italia, de Inglaterra y Francia? En relación con esto, Castro recordaba la actitud del general Gorev en Bilbao y la del general Stern en Valencia. Y Castro comenzó a ser envuelto por una gran tristeza. Creía en Stalin, pero le dolía España. Y entre la fe y el sentimiento se entabló una terrible batalla. Una batalla sorda, angustiosa, interminable, de la que Castro no podía hablar con nadie, porque nadie hubiera comprendido en el seno del Partido su dolor de España. ¿Acaso él no había sido educado en el odio a todo lo que no fuera el Partido, lo que no fuera la revolución, lo que no fuera Rusia, lo que no fuera el socialismo?… ¡Nadie le hubiera comprendido!
Y Castro empezó a enfermar de pena.
De una de esas penas de la que es difícil curarse en la vida.
Él veía la mirada de los combatientes, una mirada que era una interrogante. Y se volvía de espaldas a ellos para evitar la respuesta. Y para tranquilizarse se decía así como con rabia y firmeza: «Stalin tiene razón». Él veía el mirar de millares de gentes de la retaguardia que buscaban una medicina para su incertidumbre. Y se volvía de espaldas a ellas para evitar la respuesta. Y para tranquilizarse se decía a sí mismo con rabia y con firmeza: «Stalin tiene razón». Él veía en su vivir por los frentes, muertos y heridos a montones; y pueblos convertidos en escombros. Y frente a todo aquello que parecía preguntar, él se respondía para tranquilizarse: «Stalin tiene razón». Era un monstruo de fe, de una fe atornillada a su alma en sus largos años de militancia; era un monstruo de disciplina, de una disciplina que le había convertido y con él a millares y millares de comunistas en sangrientos autómatas.
«¡Stalin!»
«Tú nos has dicho que «la causa de la España republicana es la causa de la humanidad avanzada y progresiva». ¿Por qué, Stalin, esa humanidad avanzada y progresiva nos deja agonizar, nos deja morir?… «Tú siempre tienes razón, camarada Stalin»… «Siempre… Pero qué terrible es para España tu razón, camarada Stalin».
Y a veces el mordisco de la duda:
«¿Es verdad, camarada Stalin, la fuerza militar de la U.R.S.S. de la que nos hablaba hace muy poco tu amigo y camarada de armas, el camarada Vorochilov?… ¿Es verdad la superioridad de fuego de una de tus divisiones sobre una división de no importa qué país?… ¿Es verdad la potencia de tus tanques?… ¿Es verdad la superioridad de tu aviación?… ¿Es verdad, camarada Stalin, lo que nos dijiste en el XVIII Congreso de tu Partido: «No tenemos miedo a las amenazas de los agresores y estamos dispuestos a devolver dos golpes por cada golpe de los promotores de la guerra que intenten atentar con la inviolabilidad de las fronteras soviéticas»?
«Entonces, ¿por qué?»
«¿O es que tienes miedo?»
Castro empezó a vivir desde entonces una nueva y doble vida. Seguía siendo el ciento por ciento, pero trabajosamente, angustiosamente. Porque él que se creía curado del amor a España, del amor a sus gentes, del amor a lo suyo, auténticamente suyo, se daba cuenta ahora, ahora que era un ciento por ciento, que no era verdad… Pero le daba miedo decirlo, porque él sabía que decirlo hubiera sido confesar un pecado mortal del que nadie se limpia si no es con la muerte. Porque el Partido perdona algunas cosas, muy pocas cosas, pero lo que no perdona nunca es la duda, es que uno de sus miembros no comprenda que por encima de todo y de todos, está Stalin, está la U.R.S.S., está el socialismo del que los camaradas rusos hablaban muchas veces como si el socialismo soviético fuera la mejor de las glorias, una gloria mejor que la que ofrece Dios a los que en vida son maravillosamente buenos…
«¡Stalin!»
Lo gritaba en silencio. Porque tenía miedo que alguien supiera que cada día preguntaba a Stalin, preguntas que en realidad era un poner en duda el primer gran mandamiento de su extraño y terrible mundo: «¡Stalin siempre tiene razón!».
«¡Stalin!»
Como le hubiera gustado tener su plegaria como la tuvo su padre, aquella plegaria tantas veces escuchada: «Gracias a Dios por tanto favor como nos hace». Y poder decir con el mismo fervor que lo hacía su padre: «Gracias a Stalin, par tanto favor como nos hace». No podía. Había algo que impedía el hablar. Algo que le impedía tener un pequeño consuelo cada día. «¡Stalin!»
—¿Qué dices, Enrique, que te oigo decir y no entiendo? —Y Esperanza le miraba a los ojos.
—Nada, Esperanza.
—¿Nada?
—¿Quién no sueña, Esperanza? ¿Y quién cuando sueña no mueve los labios como si hablara; o murmura algo que parece algo y que no es otra cosa que palabras entrecortadas, sin sentido?… Nada, Esperanza, nada, porque nada son los murmullos de un hombre que duerme y sueña…
—Siempre quieres tener razón.
—Sí.
—Sí, Enrique… Tú eres como el Partido… Y el Partido… ¡Infalibles!… ¿No crees, Enrique, que estáis dominados por una terrible locura?… Deja de pensar por unas horas en la «línea», deja de pensar por unos minutos en la «tarea», deja de pensar en Stalin por un instante de tiempo…
—¿Para qué?
—He hecho algo más, Enrique, en estos tiempos, que arrastrar mi enfermedad o mi pena: he pensado. He pensado mucho. He pensado en los que están muriendo, he pensado en lo que se está destruyendo… Y he pensado en tu «razón», en la «razón» del Partido…
—¿Y qué?
—Tengo dudas, Enrique, de que vuestra «razón» sea la gran razón, la razón de España.
—No es eso: ni lo que tú dices, ni lo que yo pueda murmurar cuando sueño… Es que estamos cansados, terriblemente cansados. Esperanza, camarada Esperanza… ¡No es que no tengamos razón! Es que nuestro cansancio nos impide defender nuestra razón con la misma fuerza que ayer, con la misma fe que ayer… ¡Eso es todo!
—Muy fácil.
—¿Muy fácil, qué?
—Tu diagnóstico.
Ella apagó la luz. Pero la luna mantenía la habitación en una penumbra en la que menos los pensamientos de aquellas dos gentes se veía todo.
—¿Duermes?
—No.
—Procura dormir… Es una manera de olvidarse del cansancio, Enrique… Y duerme tranquilo. Y si quieres soñar, sueña… Procuraré no oír lo que digas… Sí, duerme tranquilo. El subconsciente, Enrique, tu subconsciente no es el camarada Castro, son los restos de aquel muchacho de los años verdes del que me has hablado tantas veces… Son los residuos de un niño, no la presencia de un hombre.
—Gracias.
Y un insomnio común y disimulado. Y un pasar las horas. Y el día sustituyendo a la noche.
Y el despertar del «camarada Castro». El levantarse con la obsesión de la idea. Y el marchar a su despacho del Comisario General de Guerra a firmar nombramientos o informes, a precisar las tareas de los comisarios políticos en la nueva etapa de la guerra. Y cuando le sobraban unos segundos, cuando disponía de unos segundos de tiempo y soledad a pensar en la gran máquina de hacer revoluciones, a buscar cuidadosamente qué era lo que no funcionaba como debiera funcionar: al ciento por ciento.
Entonces se olvidaba de España, de los combatientes que preguntaban con su mirar, de los muertos y los escombros que también preguntaban con su presencia.