Capítulo IX

INSOMNIO Y MUERTE EN LAS TRINCHERAS

Entre la pérdida de Euzkadi por los republicanos y la conquista de Santander por las fuerzas del general Franco media una gran batalla: la batalla de Brunete, que de ser ganada por los republicanos paralizaría la ofensiva de Franco sobre la región santanderina.

Era la primera operación en que Castro participaba en calidad de Sub-comisario General de Guerra y Comisario Inspector del frente de Madrid. Volvió a Madrid con alegría, aunque esta alegría no le quitara la pena de ver la agonía del Norte y comprender todas las consecuencias que se vendrían sobre los republicanos si esta operación de ayuda —la operación Brunete —, no terminaba con una victoria sobre Franco. Llegó días antes de que comenzara la concentración de las fuerzas que iban a intervenir en la acción sobre Brunete-Navalcarnero, objetivo fundamental para cortar las comunicaciones del ejército franquista del Centro con sus bases de abastecimiento. Se presentó, era una obligación, en la casa del Comité Provincial del Partido. Saludos cordiales y el ofrecimiento de una casa donde dormir mientras estuviera en la capital republicana. Y con Baena a aquella casa de varios pisos, situada en la calle del general Pardiñas. Un centinela les abrió la puerta y Baena, seguido de Castro, subió varios pisos. En uno de los últimos se detuvo. Y llamó. Y una muchacha joven con delantal blanco y aires de doméstica celestinesca abrió la puerta del departamento. Y entraron. Y Baena comenzó a enseñar la casa a Castro; una sala lujosamente amueblada; varios dormitorios montados con lujo y con pequeñas y discretas luces. Y bebidas y tabaco americano en cada dormitorio. En uno de ellos Baena se sentó en un sillón e invitó a Castro a sentarse en el otro:

—Este será tu dormitorio.

—De acuerdo.

—Puedes venir a la hora que quieras. Y llamar a la criada. Ella te preparará el baño, la cena si quieres cenar, te dará ropa limpia… En fin, lo que quieras…

—Gracias, Baena.

El otro se limitó a sonreír.

—¿Quiénes más habitan aquí?

El otro le miró fijamente a los ojos. Luego con cierto aire confidencial comenzó a hablar en voz baja.

—Ahora tú… Y Dolores que siempre tiene una habitación reservada al lado de otra habitación que tiene reservada Antón y que se comunican entre sí… Pero esto, Castro, no lo debe saber nadie… Si te lo he dicho es porque tú eres un viejo camarada…

—No tengas cuidado.

—¿Vendrás?

—No vendré, Baena… Es preferible dormir en el coche en pleno campo, o en las trincheras aunque te llenes de piojos o de sarna… Todo es preferible a dormir en el gran prostíbulo del Partido…

—Castro…

—Sí, yo sé, camarada Baena… ¡Dolores es Dolores!… ¡Nuestra gran camarada Dolores!… «¡La Pasionaria!»… Cómo no voy a saberlo… Y tú, viejo camarada Baena, eres el hombre al que el Partido ha encargado un gran trabajo: cuidar de los camaradas dirigentes… ¡Tú debes asegurar su córner, su dormir, su fornicar y su higiene!… No deja de ser un trabajo del Partido, camarada… ¡Hay que cuidar a los jefes…! ¡Hay que cuidar a los jefes!

—Hombre, Castro… Yo…

—No me expliques nada, camarada Baena… ¡Yo soy un hombre discreto!… ¡Extraordinariamente discreto!

Y se levantó.

Y comenzó a bajar las escaleras de aquella casa de varios pisos, lujosa y discreta.

E hizo un ademán de despedida y se subió a su coche que esperaba con las luces apagadas.

—Llévame al Ministerio de Hacienda.

—A tus órdenes, comisario.

Y mientras el coche caminaba sin prisa por aquella ciudad a oscuras y silenciosa, pensó con pena en Baena… «En el camarada Baena»… Era un viejo miembro del Partido, antiguo dirigente de la Asociación de Empleados de Comercio que tenía su domicilio en la calle de la Puebla. Un hombre inteligente y activo. El Partido le había utilizado varias veces en trabajos especiales y cuando las elecciones del Frente Popular en la Comisión Electoral Nacional del Partido. Castro se le hubiera figurado en cualquier otro lugar, menos en aquél. Pero el Partido era el dios indiscutible. Marcaba las tareas y designaba a quienes tenían que realizarlas…

Y lo que hacía Baena era una tarea de Partido.

Entró en el Ministerio de Hacienda. El viejo general, como un pequeño César, andaba de un lado para otro mirando a sus subordinados que trabajaban con prisa en aquel periodo preparatorio de una operación de la que se esperaba detener la agonía del Norte.

—¡Salud, mi general!… ¡A sus órdenes!

El general levantó la cabeza y le miró en silencio de arriba abajo por encima de sus gafas… Y dejó dibujar una sonrisa que no llegó a cuajar…

—¿Qué hay?… ¿Qué hay, Castro?… ¿Otra vez por Madrid?

—Sí, mi general.

—Malo… Malo… Eso quiere decir que al general Miaja le esperan días agitados… Días en que será un general a medias… Días en que tendrá que andar de un lado para otro diciendo a todo que sí… ¿No es verdad, comandante?

—Subcomisario, mi general.

—Perdone… Perdone…

—No olvide, mi general, que como siempre estamos a sus órdenes…

Que como siempre venimos a ayudarle cuanto sea necesario y podamos…

Como antes, mi general.

Y se retiró a su despacho. Allí estaban en aquel momento el general Rojo, el coronel Matallana, el teniente coronel Jurado que iba a mandar el XVIII Cuerpo de Ejército y Modesto el jefe del V Cuerpo. Y Francisco Antón, comisario de Miaja que andaba de un lado para otro, elegantemente vestido y pasándose de vez en cuando la mano por la cabeza, de la que comenzaba a desaparecer el pelo, lo que parecía preocuparle mucho. Y en otro rincón estaban los dos comisarios de los dos cuerpos de ejército que iban a actuar: el comisario Delage, comisario del V Cuerpo; y el comisario Zapiráin, comisario del XVIII Cuerpo.

—Salud —dijo en voz alta y mirando a todos.

Y se volvieron… Y estuvo un pequeño rato estrechando manos. Y luego dejó que ellos hablaran, dedicándose solamente a escuchar a unos y a otros. Rojo explicaba el plan general de la operación, los objetivos de cada uno de los dos Cuerpos que iban a tomar parte en ella, los demás le escuchaban y asentían. Al final señaló que en cuanto a los detalles generales los jefes de Cuerpo tenían libertad para determinar la mejor manera de realizar sus respectivas misiones.

—¿Qué te parece? —le preguntó Modesto.

—Bien.

—¿Vas a dirigir tú el trabajo político de la operación?

—Sí… Pero, a través del Comisario del frente y de los comisarios de los dos Cuerpos de Ejército.

Modesto sonrió.

Y respondió con cierta sorna.

—¿Claro?… A través de los comisarios del Ejército y de los Cuerpos de Ejército.

—Así es.

—¿Cuándo comienzas, Castro? —le preguntó Antón.

—Ya he comenzado… Ahora saldré para las bases de los dos Cuerpos de Ejército con los camaradas Delage y Zapiráin con el fin de organizar las tres etapas de nuestro trabajo político.

—¿Las tres etapas?

—Sí… El trabajo político en la etapa de preparación de la operación militar; el trabajo político en el desarrollo de la batalla; y el trabajo político después de terminada la batalla… No es igual ninguno de ellos aunque, en general, sean una y la misma cosa…

—Sí, claro.

—Caro, camarada Antón.

Y dirigiéndose a los otros dos comisarios de Cuerpo de Ejército.

—¿Vamos?

—Vamos, camarada Castro.

* * *

La ofensiva sobre Santander había comenzado.

* * *

—¿El objetivo Brunete-Navalcarnero?

—Sí.

—¿Dónde se ha situado el puesto del Estado Mayor del general Miaja?

—En el Canto del Pico.

—Bien… Estaré allí solamente a ratos… Mis movimientos serán de un Cuerpo de Ejército a otro Cuerpo de Ejército… De los Estados Mayores de los Cuerpos de Ejército a las divisiones, a las brigadas, a donde haga falta, camaradas… ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Entonces, camaradas, comencemos, primera fase, explicar a todos los comisarios la importancia de la tarea a realizar por sus unidades; la necesidad imperiosa de que cada tarea que se les marque sea realizada rápidamente y bien; despertar el entusiasmo en los combatientes hablándoles de que «nuestros hermanos del Norte» esperan nuestra ayuda que les salvará de la derrota y la muerte. Hablarles de que, además, salvar el Norte es decisivo para la suerte de la guerra… ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Segunda fase:mantener la combatividad de las unidades al máximo; provocar el heroísmo individual y colectivo; entusiasmar a los combatientes con la idea de que vamos a destrozar al ejército de Franco que asedia a Madrid; asegurar la comida de los combatientes; la evacuación de los heridos: la vigilancia de los mandos militares en todos sus escalones… Y estar pendientes de que no se produzca el pánico… Sí… Porque, sin duda, Franco lanzará contra nosotros la mayor parte de lo que tiene: porque no es sólo salvar al Norte, es también salvar a Madrid… ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Tercera fase: la reorganización rápida de las unidades para que estén dispuestas a trasladarse a otros frentes y seguir combatiendo sin treguas demasiado largas… ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Quiero deciros algo más: del trabajo cerca del general Rojo me encargo yo… Pero sobre vuestro trabajo acerca de los jefes de los Cuerpos de Ejército y de las divisiones quiero deciros algo.

—Di…

—Al teniente coronel Jurado le conocí en Somosierra… Es un hombre vacilante… Tiene su familia en Marruecos y tiene miedo de que una victoria sea la sentencia a muerte de los suyos… Quiere decirse que operará sin entusiasmo, limitándose a cumplir, pero posiblemente dominado por el deseo de que sea una batalla sin pena ni gloria… ¡Tenlo en cuenta, Zapiráin!… En cuanto al camarada Modesto le conocemos bien: un gran camarada, pero todavía no cuajado. Hay que procurar por tanto que las opiniones de su jefe de Estado Mayor, el comandante Estrada, miembro del Partido, sean escuchadas… Luego tenemos a los jefes de división: Líster, «Campesino», Mera, Gal, Galán y Martínez Cartón… ¡Hay que obligarlos a combatir a como dé lugar!… ¡No olvidarlo, a como dé lugar!… Sin genialidades, pero sin estupideces… ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Castro.

Y se separaron.

Y se fue a ver al comandante Ortega, al viejo comandante del Quinto Regimiento, al camarada Ortega, al que Castro consideraba como un gran santo rojo…

—¡Ortega!

—¡Castro!

Y se abrazaron, porque se querían… Y Ortega le invitó a cenar… Y a que durmiera, si no tenía otro sitio, en donde él dormía: en una casa que había frente a la antigua comandancia del Quinto Regimiento…

—¡Comenzamos a estar viejos, Castro!

—Sí… Pero tú más que yo.

Se sonrió Ortega… Y a Castro le dio pena haber dicho lo que había dicho. Porque Ortega era un hombre que se iba consumiendo de pena, que sabía que se iba muriendo poco a poco…

—¿Nos acostamos, Castro?

—Sí.

Y se fueron cada uno a su habitación. Y cerraron las puertas y cada cual se quedó con su problema, con sus problemas… Y deseando los dos que amaneciera para comenzar una tarea de la que en realidad dependían muchas cosas. Castro se sentó en un viejo sillón; encendió un cigarro y comenzó a pensar en los hombres sobre los cuales pesaba la responsabilidad de ganar o perder… En realidad la batalla de Brunete era una nueva prueba, una nueva tarea que no se parecía ni a la batalla del 7 de noviembre en los suburbios de Madrid, ni a la batalla del Jarama, ni a la batalla de Guadalajara… Esto era otra cosa… Había que penetrar en el dispositivo enemigo por una estrecha franja y utilizar la sorpresa para llegar rápidamente a los objetivos previstos; y luego resistir a como diera lugar para obligar a Franco a «tirar» de sus fuerzas del Norte… Si tal cosa no se lograba en las primeras veinticuatro horas… ¡el Norte habría comenzado a morir!…

Dos días antes de la operación llegó a Madrid Dolores Ibárruri, «La Pasionaria»… Y comenzó, acompañada de Castro, a visitar las unidades… Y ella y él a hacer discursos para enloquecer a aquellos hombres que iban a luchar y muchos a morir… Después regresó a Madrid.

Y Antón detrás de ella.

La víspera de la batalla salió para el frente muy temprano. Le acompañaba Carlos Contreras con el que se había encontrado en Madrid.

Un alto en la carretera.

Tumbados sobre la cuneta, Elya Eremburg y varios famosos escritores de todos los continentes que querían ser testigos de la victoria republicana. Carlos conocía a algunos de ellos. Y se los fue presentando… ¿Hemingway?… ¿Dos pasos?… Castro les saludó sin pronunciar una sola palabra. Sólo habló cuando Eremburg le preguntó.

—¿Todo preparado?

—Supongo.

—¿Objetivos?

—¡Creo que es un secreto militar!

Eremburg hizo un gesto de desagrado. Y comenzó a hablar con los otros. Castro no sabía inglés. E hizo una seña a Carlos Contreras. Y los dos se subieron al coche y reanudaron la marcha.

* * *

Todo estaba dispuesto.

Y la noche ocultando todo.

Y al amanecer, una hora antes del amanecer, Castro habló con el comandante Estrada, jefe del Estado Mayor del V Cuerpo.

—Si Líster hace una penetración rápida sin preocuparse de sus flancos, el 60 por ciento del éxito de la operación está asegurado… Creo que «El Campesino» será capaz de ocupar Quijorna y de apoyar el flanco derecho de Líster… Y confío en que el teniente coronel Jurado ensanche la brecha… Mi única preocupación, Castro, en estos momentos es Modesto… Modesto cree que él es el dios de esta batalla… Ha elegido su puesto de mando en una cota y no quiere saber de su Estado Mayor, en estos momentos en que más le necesita…

—Tengamos confianza.

—Sí.

La II División inicia su marcha… «El Campesino» avanza hacia Quijorna que defienden fuerzas de Regulares. Castro piensa que Galán, Gal y Martínez Cartón avanzarán a estas horas hacia Villanueva de la Cañada para asegurar el flanco izquierdo de Líster y, para una vez asegurado, volverse hacia su izquierda, sobre las espaldas del ejército de Franco…

Y comienzan los primeros disparos.

Luego la artillería habla.

Castro abandona el puesto de mando de Modesto y se dirige hacia el puesto de mando de «El Campesino». Se ha detenido ante Quijorna Los regulares se defienden encarnizadamente. Y «El Campesino» no es capaz de maniobrar. Golpea de frente. Y rebota. Y vuelve a atacar de frente. Y vuelve a rebotar.

—Envuélvelos, asegúrate de que no puedan salir y continúa avanzando… ¡No te detengas, Valentín, no te detengas!

—Sí, Castro.

Y Castro vuela en su pequeño «Mercedes», que había pertenecido a Catalina Bárcena y que las malas lenguas afirmaban que después había sido usado por una amiga del señor Giral. Y en el puesto de mando del teniente coronel Jurado, sus fuerzas están detenidas ante Villanueva de la Cañada… Piden angustiosamente el apoyo de la artillería y unos vuelos rasantes de la aviación para liquidar la resistencia y proseguir el avance…

—¿Qué hace tu jefe, Zapiráin?

—Espera.

—¿El qué?… ¿Acaso cuesta mucho ordenar a la artillería que apoye la acción de sus divisiones?… ¿Acaso es muy difícil comunicar al mando de aviación la necesidad de una o dos pasadas de los aviones?

—No sé, Castro… Él dice que hay que esperar.

Castro se dirigió hacia donde estaba el teniente coronel Jurado. Estaba pálido y de mal humor.

—Buenos días, mi teniente coronel.

—Buenos días, comisario.

—¿Qué pasa que sus divisiones se han detenido?

—No sé… No sé… Yo estoy enfermo… He pedido al general Rojo que me releve… ¡Tengo almorranas!… ¡Almorranas!… Y no puedo más… Si no me relevan me voy…

—No se puede usted ir.

—¿Por qué?

—Usted lo sabe mejor que yo.

Y se callaron. Castro miró con sus prismáticos hacia Villanueva de la Cañada, que estaba a los pies de donde ellos se encontraban… Los defensores se movían inteligentemente centrando la intensidad del fuego de todas sus armas en la dirección más amenazada… La lentitud de los republicanos les permitía cambiar los emplazamientos de sus ametralladoras y de dos cañones de pequeño calibre… Y los republicanos desconcertados… Castro abandonó el puesto de mando del XVIII Cuerpo. Y se fue lo más de prisa que pudo hasta las divisiones del XVIII.

«¡Mierda!»

«¡Mierda!»

Los tres jefes de las tres divisiones no sabían qué hacer. Iniciaban el avance y en cuanto el enemigo reanudaba el fuego se detenían. Varios tanques ardían en medio de nubes de humo negro.

—A la mierda los jefes de división… Que la caballería maniobre simulando que va a atacar… Que los tanques aprovechen el desplazamiento del fuego enemigo hacia la caballería para acercarse y batir los nidos de ametralladoras y los emplazamientos artilleros, que la gente emplee las bombas de mano… ¡Pronto!… ¡Pronto!…

La gente comenzó a moverse.

Los jefes de división miraban.

Y Francisco Antón que llega. No llega ni habla como comisario. Habla como Partido.

—¿Qué has hecho, Castro?

—Prescindir de ellos.

—¿Por qué?

—Lo puedes ver.

—Castro, no se puede desplazar a tres jefes de división que son miembros del Partido… Yo no discuto si existe una razón militar o no… Incluso supongamos que exista… Pero, ¿acaso no es un golpe contra el Partido del que se aprovecharán sus enemigos? ¿No te das cuenta que si esto llega a oídos de Prieto, que está aquí, apoyará tus desplazamientos de estos tres camaradas y cargará el fracaso de la operación, si fracasa, sobre el Partido?

—Sí.

—Te hablo en nombre del Buró Político… Es posible que desde el punto de vista militar tú tengas razón… Mas, ¿acaso hay alguna razón superior a la razón del Partido?

—No.

—¿Estamos de acuerdo?

—Estamos de acuerdo.

Y Antón se fue a hablar con los tres comandantes. Y Castro comenzó a retirarse hacia su coche bajo la mirada de los combatientes desperdigados por aquella llanura que no comprendían el porqué de su silencio y su marcharse… Y Castro no les podía decir la verdad. La verdad una vez más era un crimen contra el Partido.

Y comenzó a andar entre sol y polvo. Y se encontró con Carlos Contreras. Y siguieron caminando llenos de mala leche. Y Carlos queriendo calmar a Castro, que iba gritando las innumerables blasfemias que había aprendido en su agitada vida, que no eran pocas… Y sobre un alto dos hombres: el ministro de la Defensa, Indalecio Prieto y el Jefe del Estado Mayor Central, general Rojo. Y un poco más lejos unos cuantos hombres armados hasta los dientes: eran los ángeles tutelares del ministro.

Saludaron.

Rojo devolvió el saludo.

El ministro de la Defensa no. Se limitó a mirar a aquellos dos hombres llenos de polvo y rabia.

—¿Qué cuentas, Castro? —preguntó Rojo.

—Mal… «El Campesinos está detenido en Quijorna… Éstos en Villa-nueva… Lista sigue avanzando, pero llegará un momento que la inseguridad de sus flancos le detendrá… El teniente coronel Jurado tiene almorranas y pide que se le releve… Y no sé si me quedará alguna porquería más que contarte.

Rojo le miró.

—¿Me verás luego?

—Sí.

Y se fue detrás del ministro que parecía aburrido y cansado. Y Carlos sacó los cigarros. Y fumaron…

—¿Cómo lo ves?

—Mal.

—¿Por qué?

—Si los flancos no avanzan el contraataque enemigo obligará a Líster a replegarse… Y la batalla habrá terminado con un fracaso…

—¿No se puede enviar reservas a Líster?

—¿Qué reservas?

Otro día.

Castro ha ido a comer al Canto del Pico. Allí están Prieto, Rojo, Miaja, Álvarez del Vayo, Francisco Antón y mucha gente más. Y una mesa. Y todos sentados en torno a ella. Y el ministro llevándose con los dedos las patatas fritas a la boca. Y hablando mal del general Kleber. Y Miaja con su cazurrería de siempre poniendo una vela a Dios y otra al diablo… Y de pronto, afortunadamente, el ruido de aviones… Y una lluvia de bombas incendiarias… Y Prieto que deja de comer patatas fritas. Y Miaja que deja de reír para precipitarse hacia el piso de abajo. Y Antón disimulando su miedo que una extraordinaria palidez delata. Y los soldados apagando los incendios.

—Me voy, Rojo.

—Nos veremos, Castro.

Y se fue riéndose por dentro. Y desde allí a donde tenía el Estado Mayor el general ruso Stern, que actuaba de consejero en las operaciones, Cuando abrió la puerta de aquella casita de campo pobre y blanca se encontró con un cuadro que no esperaba. Stern pálido y desencajado vomitaba en un cubo; la Kravchenko, su traductora, parecía una muerta sentada sobre una silla. Y otros rusos de pie o sentados hacían lo que Stern o la Kravchenko.

—¿Qué, pasa?

—Ha sido envenenada la comida.

—¿Hay detenidos?

—Sí… Todo el personal doméstico.

—¿Se hacen averiguaciones?

—Sí… Nuestros camaradas han comenzado los interrogatorios.

Y cuando se iba a dirigir a la puerta para marcharse, Stern le llamó.

—Dime, camarada Stern.

—Espera… Vamos a reunirnos.

Y minutos después comenzó la reunión.

—Informen, camaradas —ordena Stern.

Y comienzan a informar. Y la Kravchenko traduciendo a Castro. Y Stern alternando sus vómitos con sus preguntas.

—Camaradas, hay que aconsejar que se metan todas las reservas de que disponemos. Reforzar el dispositivo de Líster. El enemigo ha comenzado a contraatacar…

Y la noche.

Y el comienzo de una batalla que no se esperaba: la aviación enemiga comienza a volar al atardecer y así sigue horas y horas durante toda la noche… El ruido de los motores, las explosiones de las bombas con que riega el frente y la incertidumbre no dejan dormir a los hombres que deben comenzar a combatir al amanecer.

Y otro día.

Y el enemigo acumulando fuerzas y dando mayor intensidad a sus ataques.

Y la noche.

Y la continuación de una batalla que no se esperaba.

Los muertos descansan; los vivos no pueden. Los hombres combaten entre bostezos. Piensan más en el sueño que en la victoria.

Otro día.

Y la noche.

Los oficiales y comisarios tienen que desenfundar sus pistolas. Pero ninguno se atreve a dispararlas contra aquellos hombres que no hablan, que no protestan, que solamente hacen sus últimos y desesperados esfuerzos para que el sueño no les venza.

Se ha tomado Villanueva de la Cañada. Pero ya es tarde. El enemigo repuesto de la sorpresa es ya más fuerte en tierra y aire que los republicanos. La batalla ha entrado en su epílogo. Los hospitales están llenos de heridos. Los campos cubiertos de muertos.