LAS VIEJAS MONTAÑAS ARDEN
Comenzaba a tener odio al mar.
Sobre todo a aquel mar Mediterráneo silencioso y quieto. Mar sin tempestades ni olas gigantescas que de acuerdo con la época arrasaran las playas y se llevan los muertos. Solamente le veía en las noches y al amanecer. En las noches aquel mar solamente era quietud y reflejos; en el amanecer, cuando le veía mejor, le perecía un muerto inmenso que la niebla al deshacerse se lo enseñara en su inmensidad inmóvil.
Comenzaba a tenerle odio.
Y ya casi ni le miraba.
Pero le oía y le sentía. Y ello aumentaba el odio. Porque él era hombre de tierra adentro, de esa Castilla de silencio y panoramas inigualables, rescoldo permanente de una raza, de un pueblo y de una gran civilización; de esa Castilla cuya edad es la historia de un mundo; de esa Castilla que se deja pisar y herir por millares de hombres enloquecidos y que no se queja porque ella es tiempo y dolor.
Sí.
No podía gustarle el mar. Y le daba la espalda. Y buscaba con su mirar tierras y sierras y no podía conseguido. Se interponía aquello: un gran jardín pleno de color y aroma. Algo así como un Sorolla con la frágil belleza de naranjos y limoneros. Y a él le gustaba el Greco y Goya, pintores de tierras gigantes, de cielos inmensos y broncos, de hombres-hombres y de tragedia que eran en sí montañas de hondura y dignidad nacionales.
Soñaba con Castilla.
Soñaba despierto y con los ojos cerrados. Y recordaba días lejanos de su leer a Unamuno y Azorín.
Era un soñar encantador.
Pero se rompió el encanto.
Se rompió cuando murió el silencio.
«¡Castro!»… «¡Castro!»
Amartilló la pistola y se acercó al balcón, Y volvió a escuchar: «¡Castro, el camarada Checa te espera!»… «Bien… Encender las luces. Poneros delante de los faros y alzar la cabeza para que os vea bien»… Y lo hicieron… «Bajo en seguida». Al volverse se encontró con Esperanza.
—¿Quiénes son?
—El Partido me llama.
—¿A estas horas?
—El Partido me llama, Esperanza… ¿Qué importa la hora?
—Ten cuidado.
—Sí, tendré cuidado.
Y regresaron a la alcoba. Él se vistió rápidamente Y comenzó a bajar las escaleras sabiéndose mirado por ella. Al llegar a la puerta levantó el gatillo de su pistola y abrió la puerta muy despacio…
—Salud, Castro.
—Salud, camaradas.
—¿Dónde quieres sentarte?
—Atrás, camaradas, es una costumbre.
Y después de quién sabe cuántos minutos de un marchar vertiginoso, la casa del Partido. Abrió la puerta y descendió. El chófer, un viejo comunista, le miró fijamente.
—Nadie te sorprenderá nunca.
—¿Por qué, camarada?
—Por el espejo he visto que nos venías apuntando.
—Figuración tuya, camarada, una figuración.
Y comenzó a subir las escaleras y luego el recorrer de un pequeño pasillo hasta llegar a una puerta delante de la cual había un hombre con una pistola ametralladora siempre dispuesta a dejarse oír.
Entró.
—Salud, Checa.
—Salud, Castro.
—Siento haberte despertado a estas horas. Pero, no había más remedio…
—No importa.
—A cambio de esta pequeña molestia tomaremos un maravilloso café, fumaremos unos cuantos cigarros, recordaremos, quizá, viejos tiempos y… Y después te diré la nueva tarea que te ha encomendado el Partido.
Se miraron.
De una pequeña mesita que tenía a su derecha tomó dos tazas que colocó delante de cada uno de ellos, de una cafetera que hervía sobre un hornillo eléctrico echó café en cada taza. Y acercó el azúcar al otro. Después se sirvió él. Y tomaron el café en pequeños sorbos, porque quemaba y fumaron sin prisa.
—¿Te gusta Valencia?
—No.
—¿Está bueno el café?
—Maravilloso. Pero, comienza ya, Checa.
—Sí… Que ya es tarde… Camarada Castro: el secretario ha tomado la decisión de que salgas inmediatamente para Bilbao. Creo que el avión partirá mañana a más tardar, pasado mañana… La situación allí es grave, Castro, muy grave… No solamente por los propósitos de Franco de acabar con esa importante posición republicana, sino porque tenemos la impresión de que la situación de las fuerzas políticas de izquierda, incluyendo al propio partido Comunista de Euzkadi y a los regionales de Santander y Asturias, no son capaces de organizar la defensa del Norte, ¿Qué opinas?
—Estoy de acuerdo con la decisión del Partido; estoy de acuerdo contigo en que la situación es gravísima… Pero, ¿me permites que te diga con toda franqueza mi opinión?
—Sí…
—No conozco la situación en detalle… Pero, en general, creo que el Norte no puede salvarse con el esfuerzo del Norte… Considero que su salvación reside en su resistencia y en la acción ofensiva de nuestras fuerzas aquí para impedir que Franco pueda concentrar sobre el Norte el grueso de sus efectivos… Creo más, Checa… Creo que el Norte, ante el equilibrio de fuerzas actual puede, en caso de perderse, provocar un cambio tal en la selección de fuerzas que haga muy difícil nuestra victoria…
Checa le miró a los ojos.
—No… No creas que es pesimismo, que es falta de fe, no… Es situarme en un terreno lleno de realidades. Yo iré allí, haré cuanto sea posible pero, Checa, tú me conoces bien, yo no quiero engañarte ni engañar al Partido… ¡Castro no es capaz de hacer ese gran milagro de que el Norte, con sus propios medios, sea capaz de defenderse de la inevitable ofensiva de Franco!… Y quiero añadir algo más. Pedro, quiero decirte que tengo la impresión de que después de la victoria incompleta de Guadalajara no hemos comprendido la necesidad de tomar la iniciativa. En posible que yo esté en un error, posiblemente piense así debido a mi alejamiento de las cuestiones militares y de los frentes… Pero, así pienso, Checa Y así te lo digo.
—¿Sólo hasta este momento en que vas a partir para el Norte has visto así la situación?
—La vi antes, Pedro. En mi discurso ante el Pleno del Comité Central dije claramente dos cosas: los peligros que se cernían sobre el Norte y la imprescindible necesidad de una coordinación absoluta de nuestros frentes. Puedes leerlo si quieres. Hice otra advertencia que me alegraría que no se olvidara: que el enemigo intentaría en un momento dado cortar el territorio republicano en dos partes para facilitar y acelerar su triunfo. Puedes leerlo también.
—¿Es una crítica al Partido?
—No lo es, pero podría serlo, Pedro…
—Pasemos a otra cosa, dentro de la misma cosa… Vas respaldado por el Partido con toda la autoridad que te sea necesaria… Creo que esto te permitirá enviarnos rápidamente un informe sobre la situación del Partido; y sobre las tareas a realizarse aquí para no perder aquello.
—¿Me permites una pregunta, Checa?
—Sí.
—¿Cuál es la situación política aquí? ¿Seguirá Caballero? ¿Se producirá un viraje en la política militar de la República?… Me ayudaría mucho en mi nueva tarea tener conocimiento de cuál es la situación y cuáles las perspectivas…
—Creo que tienes razón… De hecho, Castro, el gobierno, desde la pérdida de Málaga, está en crisis y está en crisis por los propósitos del Partido de que este gobierno no continúe por mucho tiempo… Pero hay que llegar al momento más oportuno para que la crisis se haga pública y real… No es fácil la tarea, Castro… Desplazar a Caballero no depende solamente de la voluntad del Partido, sino de que el Partido logre que dentro del mismo Partido Socialista Obrero Español y de la Unión General de Trabajadores encontremos aliados dispuestos a acabar con el viejo… Y no sólo eso: la C.N.T, sin duda lo defenderá… Y será necesario también, si no convencer, si maniobrar para que la C.N.T. no se oponga con todas sus fuerzas a la reorganización o a la creación de un nuevo gobierno…
—Y Azaña y los republicanos ¿estarán dispuestos a doblegarse a la voluntad del Partido?
—Sí… Azaña y los republicanos son más un símbolo político que una realidad y una fuerza política.
—Gracias, Checa.
—Espera en tu casa. En cualquier momento pueden ir a buscarte para llevarte al aeródromo. De tu viaje nadie debe saber nada… ¡Y mucha suerte, Castro, mucha suerte!
Y se estrecharon las manos con fuerza.
* * *
—De un momento a otro partiré, Esperanza.
—¿A dónde?
—A una misión importante para el Partido… A través de él tendrás noticias mías.
—¿Mucho tiempo fuera?
—No lo sé… Ni sé cuándo saldré exactamente… Sólo quiero que me prepares un maletín con algunas cosas indispensables… Nada más… Y si en ausencia necesitaras algo, dirígete a dos personas solamente: a Pedro Checa… o, si éste no estuviera en Valencia, al camarada Díaz. Ellos te darán cuanto necesites… ¡No lo olvides!
—No lo olvidaré.
* * *
Cuando llegó al aeródromo de Manises, un «Douglas, esperaba calentando sus motores.
—Ése es —dijo el hombre que le acompañaba.
—De acuerdo.
Y esperó a que le dieran la orden de subir. Mientras tanto encendió un cigarro y miró buscando quienes pudieran ser sus compañeros de viaje. Tres personas: dos rusos y un joven que, según le dijeron después, era el hijo del general Llano de la Encomienda, que actuaba de enlace entre su padre y el Estado Mayor Central. Pero a nadie habló ni nadie le habló. Y se entretuvo en pasear de un lado para otro en espera del momento de partir… Mientras esperaba oyó a alguien decir: «La radio no funciona, pero no da tiempo, deben salir dentro de unos minutos»… Y, efectivamente, uno de los miembros de la tripulación hizo una señal a los cuatro que esperaban. Y entraron en el avión. Y, sin mirarse, cada cual se sentó en donde quiso. Y el piloto aceleró los motores, alguien agitó los brazos. Y el avión comenzó a rodar por la pista, a despegarse de la tierra y dar dos o tres vueltas para tomar altura. Y después, volando sobre la costa misma, hacia su destino… Castro corrió las cortinillas para que el sol no le molestara. Después se acomodó lo mejor que pudo y entornó los ojos. No pensaba en dormir. Pero ésta era una manera de concentrarse, de pensar en la situación, de precisar aunque sólo fuera en líneas generales sus tareas, de cuyo comienzo sólo le separaban unas horas.
* * *
Esquema de la situación después de la batalla de Guadalajara. —¿Qué posibilidades tenían cada uno de los bandos en lucha para lograr su objetivo fundamental: la destrucción del ejército enemigo?…
Primero. —Las reservas oro del Estado existentes en el Banco de España y que según el Boletín Mensual de Estadística de la Sociedad de las Naciones se elevaba a 2.225 millones de pesetas había quedado en poder del gobierno republicano. Segundo. —Después de la batalla de Guadalajara la producción fundamental de la industria de guerra había quedado repartida de esta manera.
Republicanos | Franquistas |
Fusiles | Oviedo | 6.000 | ||
Toledo | 8.000 | |||
Ametralladoras | Oviedo | 20 | ||
Cañones | Trubia | 2-4 | Sevilla | 10 |
Reinosa | 2-3 | |||
Mondragón (Mort.) | 40 | |||
Aviones | Barcelona por año | 200 | Cádiz por año | 125 |
Guadalajara por año motores |
125 | |||
Madrid | ||||
Armas varias | Eibar | |||
Pólvora | Murcia | 20 Tm | Granada | 20 Tm |
Galdácano | 40 » | |||
Manjoya | 10 » | |||
Cartuchos fusil | Toledo | 15 mill. | ||
Sevilla | 15 » | |||
Proyectiles | Trubia | 17.000 | Sevilla | 25.000 |
Reinosa | 4.000 | |||
Barcos | Bilbao | Cádiz | ||
Cartagena | Ferrol |
Tercero.— Después del 18 de julio la producción hullero-metalúrgica en millones de pesetas había quedado repartida de la siguiente manera:
En la zona republicana | En la zona de Franco |
Asturias | 200 | Huelva | 150 |
Vizcaya | 200 | Córdoba | 100 |
Santander | 100 | Sevilla | 25 |
Jaén | 150 | León | 25 |
Barcelona | 150 | Málaga | 25 |
Tarragona | 20 | Guipúzcoa | 25 |
Murcia | 50 | Palencia | 15 |
Valencia | 50 | Navarra | 10 |
Ciudad Real | 50 | Zaragoza | 10 |
Alicante | 15 | ||
Total: 985 millones | Total: 385 millones |
En consecuencia:
—Si los republicanos tenían en su poder las reservas oro del país.
—Si la industria militar había quedado dividida más o menos en proporciones iguales en cuanto al número de fábricas, era evidente, sin embargo, que todas las ventajas estaban a favor de los republicanos, ya que además de abarcar los elementos fundamentales de la producción (aviones, morteros, motores y artillería), poseían las fuentes fundamentales de materias primas.
—Si los republicanos tenían igualmente en su poder las regiones industriales fundamentales del país: el Norte (Asturias, Santander y Vizcaya) con el 36 por ciento de toda la producción siderúrgica del país; con el 60 por ciento y el 40 por ciento de la producción total de hulla y hierro.
Era evidente entonces la superioridad republicana, a pesar de que de ello no se hubieran dado cuenta los dos jefes de gobierno habidos desde el comienzo de la guerra: el boticario señor Giral y el estuquista señor Largo Caballero. Y no solamente desde el punto de vista de sus recursos económicos e industriales, también desde el punto de vista estratégico. ¿Cuáles eran las tareas de tipo operativo que se desprendían de esta situación para cada uno de los dos bandos? Para los republicanos se pueden concretar de esta manera: a). —Apoyándose en el territorio del Norte realizar una acción combinada para unir el territorio del Norte (base industrial) con el resto del territorio republicano (centro principal de reservas humanas); b). —Crear un poderoso ejército de trabajo para transformar las posibilidades existentes en la producción de guerra, en hechos que dieran al Ejército Republicano la superioridad en medios; c). —Dividir el territorio enemigo cortando el «pasillo extremeño» para caer inmediatamente sobre Sevilla-Huelva, base industrial fundamental de los rebeldes. Concretamente: defender sus bases industriales uniendo sus frentes; convertir su potencialidad industrial en fuente de abastecimientos del ejército: y dividir las fuerzas enemigas para facilitar la conquista de la única base industrial de los rebeldes.
Para el general Franco después de su fracaso en el intento de conquistar Madrid, con lo que esperaba un final rápido de la guerra, se planteaba la tarea de ganar la guerra con un proceso planificado, lento, cuyos aspectos principales eran los siguientes: a).—Lanzarse rápidamente a la conquista del Norte, el punto más débil del frente republicano y al mismo tiempo la base industrial más importante del país, cuya valoración en 500 millones de pesetas significaba más del 50 por ciento de toda la producción del territorio republicano; b). —Cortar el territorio republicano desde el «Rincón de Teruel a Castellón; c). —Realizar la conquista de Cataluña, la segunda base industrial de los republicanos, como condición fundamental para el golpe decisivo. Concretamente: conquistar una base industrial potente (el Norte) para abastecer a su ejército y obtener la superioridad en medios, en hombres; dividir el territorio republicano; y caer sobre Madrid, centro político o sobre Cataluña, centro industrial.
Así se plantaba la cuestión para ambos bandos en marzo de 1937.
* * *
Preámbulo de la batalla del Norte. —¿Cuál era la situación político-militar del territorio republicano del Norte en marzo de 1937? El frente del Norte aislado del resto del territorio republicano, sin ninguna comunicación terrestre con el exterior, limitado su abastecimiento por la seguridad de las comunicaciones marítimas (2.000 kilómetros de ruta marítima, con el paso obligado por el Estrecho de Gibraltar y frente a las bases enemigas del Ferrol), supeditado a sus propios medios, hacían de él el eslabón más débil del frente republicano. La correlación de fuerzas en el frente del Norte estaba a favor de los rebeldes, Los republicanos poseían de 160-170 batallones, 350 cañones, 12 tanques y 20 aviones, siendo la distribución de sus fuerzas la siguiente: 112 batallones en línea y 40-50 batallones en reserva. Estas fuerzas estaban divididas en tres Cuerpos de Ejército: XIV Cuerpo (Euzkadi), XV Cuerpo (Santander) y XVII Cuerpo (Asturias). Las fuerzas enemigas se componían de 110-120 batallones, 250 cañones, 60 tanques y 100 aviones La superioridad de los rebeldes residía: en la posibilidad de poder concentrar sobre el frente Norte su masa de maniobra que por entonces se calculaba en el Cuerpo Expedicionario Italiano que lo integraban 40 batallones, 52 baterías, 100 tanques y 60 aviones y, además, 20-30 batallones de tropas marroquíes y españolas. Por otra parte existía una gran diferencia en la composición de los batallones, ya que mientras los de los republicanos tenían como media 500 hombres, 400 fusiles y 12 armas automáticas, los de los rebeldes se componían de 750.800 hombres, 550-600 fusiles y 30-40 armas automáticas. El ejército del general Franco tenía otra gran ventaja: la de poder relevar y reforzar sus fuerzas, lo que los republicanos aislados y, por lo tanto, reducidos a sus propios medios, no podían hacer.
El territorio republicano del Norte en la primavera de 1937 había llegado al límite en la movilización de sus recursos humanos: de una población de poco más de dos millones de habitantes había movilizado cerca de 150.000 hombres En la movilización de sus recursos materiales iba sin embargo con gran retraso: el Norte de España era una zona de influencia extranjera. Belgas, alemanes, ingleses y franceses controlaban una gran parte de sus industrias y explotaban sus riquezas. Estas terribles contradicciones se manifestaron abiertamente en el curso de la lucha a través de la alta burguesía vasca, del consejo de Asturias y León (que así se llamaba el poder republicano en esta zona) y no pudieron ser superadas, por el contrario se agudizaron, llegando al extremo de que Euzkadi, Santander y Asturias acuñaran cada uno su propia moneda, establecieran entre sí barreras aduaneras, se aseguraran el pago de mercancías en oro o divisas, y aún más, el que discutieran las cuestiones de ayuda militar como si se tratara de una mercancía cotizable. No existía, por tanto, un solo poder ni político ni militar. De un lado el gobierno de Euzkadi mediatizado por el Partido Biscay Buru Batsa, que agrupaba a la gran burguesía vasca relacionada con los grupos reaccionarios de Inglaterra y Francia. Este Partido dirigido par Heliodoro de la Torre y Jesús Leizaola luchó a través del gobierno por la pasividad primero y por el compromiso después. En León-Asturias y en Santander, el poder estaba en manos de socialistas y anarquistas. Todos los intentos de imponer una cooperación entre ambos, tanto en el terreno político como en el militar, fracasaron: de un lado por la timidez de Largo Caballero y de Negrín; por otro lado por el afán de las fuerzas políticas predominantes en el territorio republicano del Norte de convertirse en poderes y hasta en hasta en «países» soberanos.
Había otro factor importante que hacía más débiles las posibilidades de defensa del Norte en la más probable de las direcciones de la ofensiva enemiga: las fortificaciones, o, para llamarlo como lo llamaban, el «Cinturón de Bilbao». Uno de los hechos más escandalosos de la guerra. Desde el principio el presidente Aguirre había tomado en sus manos la dirección de las fortificaciones del País Vasco. Por iniciativa suya nombró una comisión que elaboró el «plan». Los encargados de realizarlo, el comandante Anglada y el capitán Murga entregaron una copia de él al cónsul austríaco Wokoming, que fue detenido cuando embarcaba, encontrándosele una copia del proyecto del «Cinturón de Bilbao» y una carta al general Franco firmada por Anglada y Murga. El proyecto no se modificó. Fue nombrado después jefe de Fortificaciones el capitán Goigoechea, que meses después se pasó al enemigo. Pero el plan inicial siguió sin cambiar. Independientemente de lo ocurrido, suficiente por sí solo para cambiar el plan por muy bueno que hubiera sido, el proyecto era técnicamente inadmisible. Su trazado no estaba en relación con la hipótesis más probable del ataque enemigo. Quería cubrir todas las direcciones y en consecuencia era débil en todo el frente. El trazado, además, quedaba muy próximo a Bilbao, hasta tal extremo que en la dirección más probable del ataque, la del Este, dejaba posiciones al atacante a menos de 10 kilómetros de Bilbao, por lo que la ciudad y el puerto quedaban batidos por la artillería ligera del enemigo. Además, el trazado abandonaba las más sólidas posiciones naturales como era el Gorbea, el Sollube, la ría de Guernica y la zona minera.
Tal era la situación en vísperas de la batalla.
* * *
Había además de todas estas circunstancias una fundamental: el hecho de que a unas semanas escasas del final de la batalla de Guadalajara estuviera en disposición de iniciar su ofensiva sobre el Norte significaba que, a) —Franco era más rápido en la reorganización, desplazamiento y concentración de sus fuerzas que el mando republicano; b) —Que esto le permitía tomar la iniciativa y poder lanzarse al logro de un objetivo secundario, para lograr la superioridad de fuerzas que había de permitirle, meses después, lanzarse a la conquista del objetivo decisivo.
Más aún.
La victoria republicana en Madrid no significó otra cosa que el conquistar la posibilidad de poder seguir luchando, de cambiar las posibilidades republicanas en hechos y de tomar en sus manos la iniciativa; la victoria en el Norte, produciría un cambio fundamental en la correlación de fuerzas y en la situación estratégica a favor de quien ganara la batalla, constituyendo, por eso mismo, la garantía de la victoria.
Mientras el avión volaba a unos mil quinientos metros de altura sobre la costa, Castro pensaba en sus nuevas tareas… Pero, como siempre, comenzó por buscar sus puntos de apoyo en aquella nueva jornada de su vida.
«¿En quién apoyarme?»
«Sí, puedo apoyarme en el general Gorev; puedo apoyarme también en el capitán Ciutat, pero ¿en quién más?»
Esto se refería sólo y exclusivamente a la parte militar del problema. Quedaba la otra parte, la parte fundamental, la parte política. ¿En el Partido Comunista de Euzkadi? Entonces, ¿por qué le había enviado el Partido? ¿En los regionales de Santander y Asturias? ¿Por qué enviarle si estas fuerzas hubieran estado a punto?… Había algo que Pedro Checa no le habla dicho, pero que había adivinado a través de sus palabras: El Partido Comunista de Euskadi no respondía a las necesidades del momento; los regionales de Santander-Asturias tampoco.
Esta era la verdad… Y le enviaban a él a imponer una solución que facilitan la acción militar, una solución que, de encontrarse, sería una gran victoria del Partido, que de no encontrare debería gritar ante todo que era «su» culpa. Era claro… ¡Clarísimo!… Decidió no pensar más. Esperar a encontrare sobre el terreno. Convencido tan sólo de una cosa; de que le esperaban horas y días de vértigo y angustia.
* * *
La costa se mostraba como una estampa maravillosa. Sus ciudades parecían montones de maravillosas casas de muñecas, pequeños mundos de paz y felicidad… Castellón de la Plana… Tortosa… Tarragona… Barcelona… Sobre la vertical de la gran ciudad catalana el piloto cambió el rumbo. Y se adentró en la tierra hacia los Pirineos para cruzarlos y salir al mar Cantábrico… Castro descorrió las cortinas y comenzó a mirar… Los gigantes de verdad le atraían siempre… El piloto comenzó a tomar altura… A lo lejos ya la silueta de un gigante de piedra y nieve, de quietud y silencio, que parecía esperar, o no esperar… Castro comenzó a sentir frío… Y a mirar con sorpresa y ansia… Y ellos, los gigantes, a sus lados y a sus pies… ¡Maravillosa paz!… ¡Pero, indispensable guerra! Y el avión pasando por aquellos extraños caminos… Y las nubes caminando suavemente por entre aquel mundo inmóvil, por aquel mundo de belleza increíble, por aquel mundo que parecía ignorar o despreciar al hombre, mundo maravilloso de montañas y ríos, de nieve y nubes… ¡Y de silencio!… Mirando sus valles, el fondo de sus valles, Castro se imaginaba la muerte allí… ¡Hierro y llamas, montañas y nieve, ríos y silencio!… «Valdría la pena morir aquí, de no ser tan importante vivir estas horas de España»… Siguió mirando, porque le era imposible ante aquella majestuosa belleza cerrar los ojos… Pero, ya no pensaba en la muerte ni en lo que podía ser uno de los más bellos morires… Pensaba en que dentro de poco se encontraría en medio de la batalla, en aquella batalla provocada por los hombres en busca de una felicidad que nadie sabía describir minuciosamente.
Y el mar…
Un mar de azules intensos que parecía revolverse contra sí mismo; o estrellarse contra la costa vomitando espuma y soberbia.
San Sebastián.
Bilbao.
Y Santander… Y dos aviones de caza que comienzan a acercarse… Y el piloto que empieza a perder altura rápidamente… Y la radio silenciosa, rota, como tantas cosas en España.
«¡Sujétense!… Vamos a tomar tierra».
Y la ciudad bajo ellos. Y el campo de aviación. Y un aterrizaje demasiado rápido… Y algo así como si avión quisiera alzarse de nuevo… Y un deslizarse tranquilo… Y los motores dejando de hacer ruido…
Y la puerta que se abre.
Y Castro en medio del campo mirando y mirando.
«Vamos, camarada».
Y comenzó a caminar demás de un hombre… Hasta un coche que esperaba en las bordes del campo. Se sentó al lado del conductor. Y éste le miró en espera de la orden.
«A Bilbao, camarada».
Y bordeando el mar en un recorrido maravilloso… Y mirando y mirando aquellas viejas montañas que parecían esperar a que sobre ellas el fuego y el dolor como seres extraños se posaran, pero, esperando tranquilas como seguras de que sobrevivirían a todo para seguir mirando aquel mar incansable y soberbio.
«Bilbao, camarada».
«Llévame al Estado Mayor del general Llano de la Encomienda… Quiero encontrarme con el capitán Ciutat… Déjame en la puerta del edificio… Y regresa… Y no digas a nadie ni a quién has traído ni a dónde me has traído».
«De acuerdo, camarada».
Y el coche se detuvo ante una puerta… Y Castro se acercó rápido y pasó por delante de los centinelas sin mirarlos; y comenzó a subir escaleras y cuando se encontró en ellas un oficial que bajaba preguntó:
—¿Capitán, quiere decirme, por favor, dónde se encuentra el capitán Ciutat?
—En el piso inmediato.
Y siguió subiendo… Y a un soldado que estaba ante la puerta le volvió a preguntar.
—Espere.
Y esperó.
Hasta que salió Ciutat. Se abrazaron. Y el otro tiró de él hacia dentro. Y le llevó hasta su despacho. Y con aquella sonrisa de hombre bueno le miró esperando.
—¿Crees, Ciutat, que podremos hablar aquí sin que nadie nos moleste?
—Sí… Podemos hablar lo que quieras… ¡Nadie nos molestará!… Y la misma sonrisa.
—¿Qué está pasando aquí, Ciutat?… El Partido me ha enviado a saberlo. Y para que os ayude si es que puedo ayudaros en algo… Hasta ahora sólo tú y el aparato especial sabéis que he llegado… Y no quisiera que nadie conociera mi llegada hasta que no me hayas dado un cuadro de la situación político-militar; hasta hablar después con el general Gorev… Sólo después de esto veré al Partido… ¿Quieres hablar, camarada Ciutat?
Y Ciutat habló.
—Castro, la ofensiva comenzará muy pronto… Esto no sería grave si aquí existiera lo que no existe: unidad política, unidad militar, decisión de luchar hasta el fin no sólo en los de abajo, que existe, sino en los de arriba, que no existe… Aquí se ha estado viviendo un gran sueño… Y llega ahora el despertar… ¡Y qué triste despertar, Castro!… Nuestras relaciones con el gobierno vasco son cordiales, pero inútiles: él hace lo que quiere. En Asturias los Partidos hacen lo mismo… Encaramados en el poder no se dan cuenta que está terriblemente amenazado, que a transitorio… Aparte de esto, Castro, hay una cosa: el Norte no se puede salvar a base del Norte mismo… Es la «zona grande» la que tiene que dar su vida a nuestra resistencia con una serie de operaciones ofensivas que descargue de fuerzas enemigas este difícil frente…
—¿Habéis explicado esto al gobierno?
—El gobierno lo sabe… Lo hemos dicho muchas veces… Incluso el general Llano de la Encomienda propuso una operación para unir el Norte con la zona grande…
—¿No os hicieron caso?
—No.
—¿Vuestras relaciones con el Partido?
—Buenas… Pero el Partido, ni aquí, ni en Santander ni Asturias, parece comprender la situación…
—Una pregunta más, Ciutat: ¿Crees que movilizando al pueblo sería posible repetir la defensa de Madrid?… Contéstame abiertamente…
—Castro: aquí hemos llegado al límite de nuestras posibilidades de movilización. Lo único que falta es establecer la unidad militar, la unidad política… Sólo así, a base de esta doble unidad, podríamos hacer efectiva y larga nuestra resistencia, pero nada más que nuestra resistencia… Lo demás tendrá que hacerse allí: en la zona Centro.
—Bien…
—¿Qué más necesitas saber, Castro?
—Por el momento basta… ¿Podrías llevarme a ver al general Gorev?
—Sí.
Y un coche le llevó hasta un hotelito en donde el general Gorev vivía y tenía su Estado Mayor. El centinela le saludó. Y Castro atravesó una puerta que se abrió rápidamente. Y esperándole estaba Gorev… Y detrás de él unos cuantos hombres vestidos de civil.
—Te esperaba, Castro.
—Aquí me tienes, Gorev.
Y se estrecharon las manos como viejos amigos. Y se sentaron en aquella mesa larga y brillante. Y alguien puso té y cigarros… Y después de mirarse un rato Gorev rompió el silencio.
—Dime, Castro.
—He hablado con Ciutat (y le contó cuanto Ciutat le había dicho). ¿Es verdad esto?
—Sí.
—¿Y qué pensáis hacer?
—Haremos cuanto podamos.
—¿Para qué?
—Para resistir.
—¿Es todo?
—Es todo lo que podemos hacer.
Se callaron los dos. Castro comenzó a beber el té que se había quedado frío. El otro le miraba con aquel gesto que era una esfinge.
—¿Sabe el «centro» todo lo que me ha dicho Ciutat y que tú me has confirmado?
—Sí.
—¿Y por qué esto no lo sabía la dirección del Partido?
—No sé.
—Todo esto me parece terrible y extraño… No sé si pensar en la estupidez o en la traición… ¿Cómo es posible que ni aquí ni allá se comprenda que la pérdida del Norte es la pérdida de la guerra?… ¡No lo entiendo, te juro, Gorev, que no lo entiendo!
El otro solamente le miraba.
—¿Podría dormir aquí esta noche, Gorev?
—Sí. ¿Quieres dormir ya?
—No… Quisiera encerrarme en mi habitación hasta la hora de cenar… Pero te agradecería que uno de tus hombres me explicara algo sobre la situación de los frenes… Es posible que después de esto te pida que envíes un mensaje al camarada Checa… ¡Al camarada Checa!…
Y Castro, durante tres horas, se encerró con uno de los ayudantes de Gorev y un traductor… Y preguntó… Y el otro le contestó… Y a cada respuesta miraba el mapa que tenían sobre la mesa… Y el otro y la traductora se fueron. Y Castro redactó un mensaje a Checa: «Situación grave. Posibilidades de defensa reducidas por la falta de unidad política y militar. Reafirmo mis puntos de vista que te expuse en nuestra última entrevista… La solución deseada reside en la resistencia de aquí y en las acciones ofensivas de ahí… Nuestros «amigos» ahí conocen detalladamente esta situación. ¿Cómo es que no la conoce el Partido?. Mañana comienzo a trabajar.»
Le llamaron a cenar. Y bajó al comedor. Y se sentó frente a Gorev que ocupaba la cabecera de la mesa Y cuando acabaron de cenar, cuando los colaboradores de Gorev se retiraron y Gorev comenzó a redactar su informe diario, Castro le alargó su mensaje al Partido… Gorev lo leyó… Después miró a Castro… Y volvió a leerlo…
—¿No se puede reducir nada?
—¿El qué?
—Esto: «¿Cómo es que no la conoce el Partido?»…
—¿Por qué?
—¿No crees que es un golpe contra los camaradas de Valencia?
—Yo sólo sé una cosa, camarada Gorev: ¡Mi deber para con el Partido!… Lo demás no me importa… ¿Me entiendes, Gorev?… ¡Lo demás no me importa!… Lo único que necesito saber es si tú estás dispuesto a transmitir ese mensaje a «mi» Partido.
Gore dio unas palmadas. Y un ruso joven, con aire campesino, acudió. Y le dio el mensaje de Castro… Y unas palabras en ruso… Y una insistencia de Castro: «Al camarada Checa». Gorev le miró… Y unas palabras en ruso… Y el otro se fue.
—Hasta mañana, Castro.
—Hasta mañana, Gorev.
Y en el pequeño hotel comenzó a hacerse el silencio.
* * *
Durmió poco aquella noche… Se había dado cuenta rápidamente de toda la magnitud del problema, de toda la gravedad del problema… Una y otra vez se preguntó sin poder dominar su inquietud: «¿Tendré tiempo?… ¿Tendré tiempo?»… Y a veces murmuraba unas cuantas palabras: «Qué extraño es esto… ¿Cómo es posible que ni Astigarrabia informe al Partido ni los camaradas soviéticos de Valencia lo hagan al Buró Político?… ¿Por qué?… ¿Qué está pasando aquí?… ¿Qué está pasando?»
Al amanecer se durmió.
* * *
Las entrevistas con Ciutat y con el general Gorev habían dado a Castro un cuadro completo de la situación militar. Y había percibido la gravedad de la situación política que hacía más difícil aquélla. Pero no quiso aventurar juicios, Y pensó en que ya ni podía ni debía retrasar por ningún motivo el encuentro con Astigarrabia, secretario general del Partido Comunista de Euzkadi. Después vendrían otras entrevistas: con Escobio, el jefe del Partido en Santander; y con Angelín, el jefe del Partido en Asturias. Estas entrevistas debería realizarlas rápidamente: el enemigo había comenzado su gran concentración para la ofensiva sobre Euzkadi. Y ello reducía el tiempo de que disponía para actuar.
* * *
Astigarrabia le esperaba en su casa. Le conocía Castro desde hacía tiempo. Más o menos desde 1932, en que el Partido le utilizó para su intento de crear la Confederación General del Trabajo Unitaria con el propósito de apoderarse de la Unión General de Trabajadores y la Confederación Nacional del Trabajo, socialista una y anarcosindicalista la otra. Después del fracaso de este intento del Partido, Astigarrabia se quedó como consejero del Comité Provincial del Partido en Madrid. No tuvo éxito. Ni él comprendía a las gentes de Madrid ni las gentes de Madrid le comprendían a él. Era de una seriedad sombría, estrecho de concepciones, poco hablador y de una soberbia que le era difícil disimular hasta el extremo de que miraba de arriba abajo a los mismos dirigentes del Partido Comunista de España; despreciaba a José Díaz, miraba a Dolores Ibárruri como a una figura artificial, consideraba a Uribe como un hombre poco inteligente, a Jesús Hernández como un aventurero en política, despreciaba a Mije por su artificialidad. Y creía que los vascos, que él mismo, eran superiores en todo al resto de los comunistas de España. Era, eso sí, un hombre que no vivía para él, con cierto fanatismo loyoliano, que le hacía creer que él era el «elegido» para convertir a los vascos en un pujante Caballo de Troya sobre España. Era además, un hombre que en el fondo no admitía la tutela política del Partido Comunista de España.
Euzkadi ante todo.
Y él se sentía Euzkadi en sí.
Las relaciones de él con el Partido Comunista de España habían sido siempre tirantes.
Pero carecía de fuerza para «independizarse». Tenía miedo a proclamar su independencia porque sabía que nunca sería apoyado por la Internacional Comunista para la que no era un secreto las ideas «independentistas» de Astigarrabia. Era alto y flaco. Elegante y enamorado de sí mismo. Formaba parte del gobierno del Presidente Aguirre. Cuando abrió la puerta de su casa a Castro se produjo inmediatamente una gran tensión.
—Hola, Astigarrabia.
—Hola, Castro.
Y pasaron a una modesta sala que hacía de comedor. Y se sentaron frente a frente, mirándose con una gran desconfianza. Porque Astigarrabia veía en Castro al «centro»; y Castro veía en Astigarrabia el «obstáculo».
—Tú dirás, Castro.
—El Buró Político me ha enviado para ayudaron en la medida en que sea posible.
—Lo que necesitamos son aviones y no «consejeros».
—Madrid se defendió sin aviones.
—Madrid no es Euzkadi.
—Pero, ¿acaso no son iguales las circunstancias?
—Yo creo que no.
—Yo creo que sí, Astigarrabia… Aquí como en Madrid, se plantea el mismo problema: que el Partido, a través de una gran movilización de las masas, torne en realidad la dirección política y militar de la guerra. Esto es todo, Astigarrabia. ¿Se podrá o no se podrá hacer? Sé que disponemos de poco tiempo… Mas a pesar de todo creo que es posible, Astigarrabia. Es posible o debe ser posible, si no queremos perder todas las posibilidades de resistir.
—Aquí todo es normal: Aguirre es el jefe de Euzkadi: nosotros formamos parte de su gobierno. ¿Acaso lo que tú propones no es un golpe de Estado que nos llevaría a romper la unidad de las fuerzas antifascistas de nuestro país?
—¿De qué nos sirve la unidad si no es capaz de resolver el problema militar planteado? La unidad en sí, Astigarrabia, no es todo. La unidad debe ser la base para organizar la resistencia militar a través de la movilización del pueblo. Si la unidad actual no nos vale para eso ¿de qué sirve y para qué sirve la unidad?
—Concreta, Castro.
—Concretando, Astigarrabia. Tú debes de plantear en el seno del gobierno el problema inmediato de la movilización popular; tú debes plantear en el seno del gobierno el problema de la unidad militar para lograr la coordinación de todas nuestras fuerzas; tú debes plantear en el seno del gobierno el problema de la resistencia; tú debes plantear ante el gobierno que en el caso de que el enemigo llegara a tomar Euzkadi, que no pueda utilizar sus industrias; que en caso de que esto ocurriera deberían destrozarse las fábricas, volarse las minas, destruir el puerto…
—Sería derrotado en el gobierno.
—Supongamos que así sea. Pero si damos a conocer al pueblo la postura del Partido Comunista de Euzkadi salvaremos al Partido de la responsabilidad de la derrota.
—No estoy de acuerda.
—Bien, Astigarrabia. Si tú no estás de acuerdo, ante mí se plantea un dilema: o dejar que las cosas sigan así o por encima del camarada Astigarrabia luchar porque las cosas cambien.
—Pero, yo soy el jefe del Partido aquí.
—Cierto. Pero si el jefe del Partido se convierte en un obstáculo ¿debo plegarme ante ese obstáculo sacrificando a Euzkadi para no molestar al jefe del Partido?
—Estás planteando mi desplazamiento.
—No. Eres tú el que me estás planteando tu desplazamiento.
—Reuniremos al Comité Central.
—Le reuniremos.
—¿Mañana?
—¡Mañana, Astigarrabia!
Astigarrabia se levantó. Y Castro también. La lucha estaba declarada. Lo sabía uno y otro.
—Mañana en la redacción del periódico.
—Mañana en la redacción del periódico.
Y se separaron.
Castro sabía que contra la política de Astigarrabia había dos personas de cierta influencia en el Partido de Euzkadi: Monzón, un abogado de Pamplona y Jesús Larrañaga. Y que había un hombre de gran influencia en el Partido: Ormazabal. Un hombre joven e inteligente. Y comprendió que tenía que verlos antes de la reunión. De la casa de Astigarrabia se dirigió al hotelito de Gorev. Se encontraba éste en compañía del cónsul soviético y del agregado comercial, que no era otra cosa que el jefe de la N. K. V. D., en Euzkadi Y les contó su entrevista con Astigarrabia.
—¿No estás provocando una grave crisis política en el Partido?
—Sí.
—¿Crees que es lo más acertado?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque prefiero provocar esta crisis política, mostrando a Astigarrabia como un incondicional de Aguirre en su política de «no luchar», que cargar sobre el Partido la responsabilidad de una parte de la derrota.
—¿Estará de acuerdo el Buró Político?
—Sí.
—¿No crees que debería yo tener una entrevista con Astigarrabia? —preguntó el cónsul.
—¿Para qué?
—Para convencerle.
—¿Por qué le habías de convencer tú si no he logrado convencerle yo?
—A lo mejor lo lograba.
—Camarada: aquí yo soy el Partido… He pensado en todo… En el poco tiempo de que disponemos… Y en la necesidad de salvar al Partido de la estúpida colaboración de Astigarrabia con el Presidente Aguirre. Mañana, ante el Comité Central del Partido Euzkadi, hablará Astigarrabia y hablaré yo… ¡El Partido estará conmigo!… ¡Porque yo soy el Partido!… Mientras que Astigarrabia es un hombre que ha convertido al Partido en un apéndice del Partido Nacionalista Vasco; un hombre que en realidad ha renunciado a convertir al Partido en la fuerza política dirigente… ¡Un terrible pecado!… Un terrible pecado que bordea la traición al Partido mismo… ¿Crees que en esta situación yo debo caer en la «conciliación» con Astigarrabia?… ¿No supondría esto de mi parte sumarme a su política, traicionando la política del Partido Comunista de España y de la Internacional comunista?
—¿Acaso no es perder a Astigarrabia?
—Pero es salvar al Partido de Euzkadi.
Gorev los miraba a los dos. Se le notaba terriblemente preocupado. Pero era evidente que el cónsul era el «jefe político»…
—¿No será una equivocación?
—Prefiero equivocarme con el Partido que tener razón contra el Partido.
—¿Tu última palabra?
—Sí.
Y se fueron el cónsul y el jefe de la N.K.V.D. Y Castro utilizando el teléfono llamó a Monzón y Larrañaga.
Y frente a ellos planteó la cuestión.
—Camaradas, la situación militar es terriblemente difícil. Se ha consentido la falta de unidad militar; se ha consentido a Aguirre su política de pasividad; y con ello se ha comprometido al Partido. ¿Podemos aceptar esta situación?… Es posible que provocando la crisis del gobierno ya no resolvamos la situación militar por falta de tiempo, pero al menos salvaremos al Partido. ¿Es o no es justa mi postura?
—Es justa.
—¿Cuento con vosotros en la reunión de mañana?
—Sí.
Y se acabó la reunión. Y Castro, bajo la mirada de Gorev, comenzó a pensar en la batalla política del día siguiente.
—Castro, ¿admites un consejo?
—Sí.
—La crisis del Partido e incluso la crisis del gobierno con la salida de Astigarrabia, no cambia la situación militar.
—De acuerdo, Gorev… Yo lo sé… ¡Sé que es tarde!… Sé que tengo el derecho de preguntaros a ti y a los demás el porqué habéis dejado que la situación llegara a donde ha llegado. Pero, ya no tiene objeto preguntar. Lo único que me queda que hacer, desesperadamente, es ver si puedo modificar la situación política y militar en nuestro campo; ver si puedo lograr la movilización popular; ver si puedo lograr la unidad militar y la coordinación de las fuerzas militares de Euzkadi, Santander y Asturias…
—No tendrás tiempo.
—A pesar de todo lo intentaré.
—Me gustaría que tuvieras éxito.
—No lo creo, pero es lo único que puedo hacer… Eso y pedirte que esta noche me pongas en comunicación por radio con el camarada Chaca…
—De acuerdo.
* * *
En una pequeña habitación Castro y Gorev. Y el operador llamando a Valencia…
«Valencia al habla».
«Aquí Castro… ¿Me escuchas, camarada Checa?»
«Te escucho».
Y Castro le informó de las conversaciones con Ciutat y con Gorev, de su conversación con Astigarrabia y de su encuentro con Monzón y Larrañaga. Después le expuso cuál era su actitud y sus propósitos…
«¿Es justa mi posición, Checa?»
«¡Es justa, Castro!»
«Nada más, Checa».
«Suerte, Castro».
* * *
Frente a Castro y Astigarrabia los miembros del Comité Central del Partido Comunista de Euzkadi que habían podido acudir a la reunión. Astigarrabia era una esfinge.
—Comenzamos.
—Tú presides, Astigarrabia.
—Yo, no.
—¿Por qué?
—Porque en realidad el Buró Político del Partido Comunista de España, con tu llegada, ha acabado con la independencia del Partido Comunista de Euzkadi.
—Bien… Camaradas, sois testigos de que el camarada Astigarrabia no ha querido presidir la reunión como es su derecho y su obligación… Pero la reunión no puede suspenderse ni aplazarse… La situación es demasiado grave para ciertas contemplaciones… Entonces vayamos al grano. Primera cuestión: considero que el camarada Astigarrabia ha sacrificado los intereses del Partido y de la guerra a su colaboración con el Presidente Aguirre. Segunda cuestión: el camarada Astigarrabia en vez de comprender esto y proceder a una rectificación de su política de colaboración y entreguismo se niega a rectificar. Tercera cuestión: cuando se le plantea por el Buró Político del Partido Comunista de España, a través de mí, que es preciso luchar por modificar la situación política y militar incluso provocando la crisis en el gobierno con su salida para que el Partido recobre su independencia, se niega. Cuarta cuestión: se niega a iniciar una movilización popular, se niega a exigir al Presidente Aguirre la unificación del mando militar y la coordinación de las fuerzas de Euzkadi, Santander y Asturias… Es preciso llegar a una conclusión, si queréis demasiado grave: considero que para el camarada Astigarrabia es más importante su participación en el gobierno que el ganar la guerra; que es más importante seguir siendo ministro que salvar al Partido de aparecer ligado a la catástrofe de la política del Presidente Aguirre… La cosa es tan grave que yo pido a los camaradas del Comité Central que expongan su opinión…
Silencio.
Castro volvió a intervenir.
—Camaradas: si hubiera tiempo podríamos planteamos el problema de discutir con el camarada Astigarrabia hasta convencerle de su error, pero no hay tiempo… Creo, además, que para todos los miembros del Comité Central es clara la situación: la guerra la está dirigiendo el Partido Nacionalista Vasco mediatizado por el representante de las capas más reaccionarias de Euzkadi (ligadas a los grupos reaccionarios extranjeros con grandes intereses económicos en el país vasco). Esto explica todo: la política de pasividad, los intentos de paz separada; la aceptación de que la burguesía vasca sea la fuerza política dirigente…
Monzón habla:
—Estoy de acuerdo con el camarada Castro.
Larrañaga habla:
—Estoy de acuerdo con el camarada Castro.
Ormazabal habla:
—Estoy de acuerdo con el camarada Castro.
Cristóbal habla:
—Estoy de acuerdo con el camarada Castro.
Astirragabia se pone en pie. Mira a todos lleno de ceguera política y soberbia. Y dirigiéndose a la puerta dice:
—Yo no estoy de acuerdo… Dimitir es un crimen… Provocar la crisis en el gobierno es un error… Aparte de esto el Partido Comunista de Euzkadi tiene el derecho de seguir la política que crea conveniente sin supeditarse al Buró Político del Partido Comunista de España que ignora los problemas de nuestro país.
Y abandonó la Reunión.
—Camaradas —concluye Castro —, creo que el periódico del Partido debe comenzar la movilización y la crítica al gobierno de Aguirre; creo que hay que salvar al Partido de los graves errores del camarada Astigarrabia; e informar al Buró Político del Partido Comunista de España para que adopte las medidas de organización que crea necesarias.
«De acuerdo».
Castro se llevó la mano a la frente. La fiebre le quema. Pero procura disimular. Solamente al salir le dice a Monzón:
—Camarada llévame a casa… Me siento mal… Muy mal… Tengo fiebre y náuseas… Creo que estoy intoxicado…
Monzón no le llevó al hotel del general ruso Gorev. En un pequeño «Amilcar» le condujo hasta una casa de las afueras, en donde vivía con su familia el secretario de Agitación y Propaganda del Partido. Y se detuvo en la puerta.
—¿Por qué no me has llevado al hotel de Gorev?
—Aquí estarás mejor… Vamos, Castro.
—Espera un poco… Me siento mal, muy mal…
Y esperaron. Monzón encendió un cigarro mientras observaba a Castro. De pronto la vista de Monzón se concentró en el espejo. Miró fijamente y abrió la puerta de un golpe…
—Castro, sal pronto… Tírate al suelo…
Castro hizo un esfuerzo… Abrió la puerta y se dejó caer. Instintivamente se llevó la mano a la pistola… Pero no tuvo fuerzas para sacarla de la funda. Notó que Monzón se levantaba, que corría vertiginosamente en el silencio de la noche. Y que después regresaba. Que le ayudaba a levantarse. Y que le hablaba.
—Querían matarnos, Castro… No he podido detener a los que corrían, pero he logrado ver la matrícula del coche… Mañana tendremos que averiguar de quién es ese coche.
—¿No sería mejor ahora?
—Sí… Creo que sí…
Y medio a rastras, con la ayuda de Monzón, llegó hasta el segundo piso. Y sintió que le desnudaban, que le acostaban en la cama y que hablaban en voz baja. Luego escuchó la llegada de un médico. Y después su diagnóstico.
—¡Está intoxicado!
—¿Envenenado?
—¡Quién sabe!
Y horas de fiebre y vómitos. Y el esfuerzo permanente para no perder el conocimiento. Y escuchando si alguien llegaba. Y la pistola debajo de las sábanas empuñada permanentemente… «¡Me han envenenado!»… Y pensó que antes de la reunión había comido solo en el hotel de Gorev, que Gorev no estaba, que sólo estaba el jefe de la N.K.V.D. que se limitó a compartir con él el café… «¡Sí, me han envenenado!»… «Pero Astigarrabia no tuvo paciencia para esperar el resultado y quiso asegurarse»… «¡Tendrás que tener cuidado, Castro!»… Y después de pensar un poco se preguntó: «¿Por qué no han informado al Partido de cuanto estaba ocurriendo? ¿Por qué el Partido ha sido engañado?»… Y pensó en la traición. Y comenzó a pensar en quiénes podrían ser los traidores.
* * *
Fueron aquellos dos terribles días para Castro. Días de vómitos y de inquietud. Desconfiaba incluso del mismo médico que le visitaba, hasta el extremo que mandó llamar a uno cualquiera para ver si ambos coincidían en el diagnóstico y en los medicamentos. A los dos días llegó Jesús Monzón.
—¿Cómo te encuentras, Castro?
—Mejor, bastante mejor… Pero el cuerpo se me está llenando de forúnculos que me duelen y pican como si quemaran…
—¿Qué dice el médico?
—Que es un problema de tiempo. Pero yo no aguanto más: me levantaré mañana y continuaré mi trabajo… Una enfermedad en esta situación no es una excusa… Y tú, ¿qué sabes?…
—He hablado con el jefe del Servicio Especial de Astigarrabia. Me ha confirmado que el coche está a su servicio… Y ha confesado… ¡No sabía que eras tú!.
—Bien, Hemos salido de ésta y el pasado comienza a no tener importancia por el momento… La cuestión es recobrar el tiempo perdido… Querría hacer ahora unas preguntas, Monzón… ¿Está ya trabajando el Partido en la nueva línea?… ¿Cuál es la actitud de Astigarrabia?… ¿Qué informes se tienen sobre el enemigo?… Me gustaría saber algo de todo esto.
—El Partido ha comenzado… Los editoriales de «Euzkadi Roja» están de acuerdo con la nueva línea… El Partido ha comenzado a dar mítines relámpagos en las fábricas movilizando y orientando a las masas… ¡Astigarrabia sigue en el gobierno, se niega a provocar la crisis!… Y los informes sobre el enemigo es que de un momento a otro puede iniciar su ofensiva sobre Bilbao…
—Está bien, Monzón.
Luego le visitó Gorev.
—¿Crees que te han envenenado, Castro?
—Sí.
—¿Quién?
—No sé, no sé… Pero tengo la impresión de que vuestro cocinero cometió un grave error.
Gorev se le quedó mirando fríamente. Y él tuvo la impresión varias veces de que iba a hablar, pero Gorev no habló. Se limitó a mirar y mirar a Castro, a fumarse uno de sus cigarros puros… Y al marcharse a decir solamente unas palabras…
—En la guerra hay que desconfiar de todos… Es una regia… Sin embargo, no comprendo… No comprendo…
Y se fue.
Y los forúnculos comenzaron a reventarse; y a nacer otros. Y comenzó un suplicio del que sólo Castro tenía conocimiento.
* * *
Las noticias comenzaron a llegar al hotelito del general Gorev. La crisis del gobierno se había producido. Largo Caballero había sido liquidado políticamente por el Partido con la complicidad indispensable de Indalecio Prieto, Del Vayo, Negrín, Anastasio de Gracia y de muchos otros socialistas que no habían tenido escrúpulos en asesinar a su jefe y figura. De otra manera el Partido Comunista a pesar de sus deseos no hubiera podido hacerlo. Pero el hecho es de que el «Lenin español» murió sin pena ni gloria, Sin defenderse, porque es difícil defenderse de las puñaladas por la espalda y sobre todo cuando se quiere ser Lenin sin serlo. Después llegó otra noticia: que el P.O.U.M., y la C.N.T., se habían sublevado y que había comenzado la lucha en Barcelona. El Partido acusaba al P.O.U.M., de estar de acuerdo con Franco para abrirle los frentes y provocar la derrota. Cuando Castro tuvo noticias de esto se sonrió. Él comprendía el pretexto y el momento elegido por el Partido para dar su golpe, para acabar de hecho con el Partido Socialista Obrero Español, con el P.O.U.M., que era un peligroso estorbo y con la C.N.T., que era uno de los grandes deseos del Partido, dejando solamente a la Unión General de Trabajadores, casi totalmente en sus manos, para en torno a ella agrupar a las masas sindicales de la zona republicana. Era el golpe decisivo por la «hegemonía» que paciente e impacientemente venía buscando desde mucho tiempo antes… Y luego llegó la última de las noticias en un radiograma que le entregó Gorev: «Has sido nombrado sub-comisario general de Guerra en lugar de Mije. Regresa en seguida»…
«No es el momento de irme».
Sus entrevistas con Gorev, con el comandante Ciutat y con la dirección del Partido eran casi diarias. Mejoraba la situación dentro del Partido, pero Castro sabía de antemano que no había tiempo para superar la crisis interior y cambiar la situación política general… Cambiar la situación militar era aún más difícil: el presidente Aguirre apoyado por Caballero primero y por Indalecio Prieto nombrado ministro de Defensa después, era aún más difícil… Sin embargo, había que luchar hasta donde fuera posible, hasta llegar incluso a lo imposible… Durante varios días estuvo pensando en la posibilidad y conveniencia de organizar una provocación contra el gobierno vasco para envolverle en una grave crisis política que permitiera una reorganización… Pero el Partido carecía de fuerza para ello y desechó la idea… Luego, a través de Ormazabal, tanteó a los socialistas, pero los socialistas no aceptaban en ninguna forma la idea de la crisis en el gobierno vasco…
Todo era imposible.
Puso otro radiograma a Checa: «Sólo una acción militar del Centro puede darnos tiempo para crear las posibilidades de cambiar la situación interior del Norte».
No obtuvo respuesta.
Y cuando al final del día se retiraba a la casa en que vivía recibió un aviso del Partido de Asturias: «¡Ven en seguida… Situación difícil… Socialistas y anarquistas acusándonos de provocadores quieren asaltar locales del Partido y lanzarnos a la ilegalidad»… Quiso tener una conferencia telefónica con Angelín, el secretario del Partido en Asturias, pero no la consiguió. Decidió cenar y salir para Gijón. Y a las nueve de la noche se puso en camino. Se detuvo en Santander para visitar a Escobio, el jefe del Partido, que, además, era médico, para que le hiciera una curación que hiciera menos doloroso el viaje. Era este Escobio un hombre alto, de hombros cargados, miope, médico psiquiatra y piloto de barco. Un personaje barojiano en sí. Le hizo desnudarse y en la misma secretaría le estuvo curando con alcohol. Hubo blasfemias y risas.
Y hacia Gijón.
Llegó en la madrugada a la casa del Partido. Allí estaba Angelín, el jefe provincial, con su mujer que, posiblemente enferma de furor uterino no le dejaba ni a sol ni a sombra; Ambou, rubio y blando; y Juan José Manzo, el «héroe» de 1934 apagado y mustio; y otros más…
—¿Qué pasa, camaradas?
—Lo que te hemos dicho en nuestro recado.
—¿El origen?
—Que hemos denunciado al coronel Franco, director de la fábrica de Trubia, como saboteador.
—¿Tenéis pruebas?
—Sí… ¡El índice de producción!
—Es bastante…
—Pero socialistas y anarquistas le defienden… Y nos acusan de provocación… Y frente a los locales del Partido aquí y en todos los pueblos se están concentrando las fuerzas armadas socialistas y anarquistas para asaltar los locales…
—¿Qué habéis pensado?
—Esperábamos tu llegada.
—¿Y si yo no hubiera podido llegar?
Se callaron. Castro fue mirando a todos. Tenían sueño y miedo. Y lo más grave es que no sabían qué hacer. No quiso perder más tiempo. Y comenzó a hacer unas cuantas preguntas:
—¡Tenéis posibilidades todavía de hacer llegar a las manos del frente y la retaguardia un manifiesto en dos o tres horas?
—Sí.
—¿Estáis dispuestos, además, a defenderos de este crimen de los enemigos del Partido, incluso con las armas?
—Posiblemente.
—Bien; hacer primero el manifiesto… Pero, hacerlo de esta forma:
Primero. —Nos acusáis de provocadores al denunciar al coronel Franco ¿por qué no queréis mostrar al pueblo las cifras de producción del principio de la guerra y las de ahora? Segundo. —Nos acusáis de provocadores ¿por qué entonces no aceptáis que ante el pueblo presentemos nuestras pruebas y vosotros las vuestras y se realice un plebiscito? Tercera. —¿Es que para vosotros es más importante en la lucha contra Franco el coronel Franco que el Partido Comunista? Cuarta —Hacer un llamamiento a la unidad, informando que estamos en vísperas de la ofensiva fascista sobre Bilbao y que en estos momentos lanzarse contra el Partido Comunista por defender a un simple coronel es un crimen y una traición.
Le miraron.
Allí nadie se sentía con ganas de hacer el manifiesto. El miedo y la desconfianza en el Partido y en las masas se manifestaba claramente en ellos…
—Yo lo haré.
Durante una hora estuvo escribiendo. Luego les leyó el manifiesto.
—De acuerdo.
—Entonces entrar en juego: imprimirle y repartirle antes de que llegue el día… Sólo la rapidez puede detener el golpe… Si a las ocho de la mañana el manifiesto no ha llegado a los combatientes y al pueblo se habrá acabado de una manera lastimosa vuestra historia.
Les miró a todos que seguían inmóviles…
—Ya, camaradas… Tú, Angelín; y tú, Manso; y tú, Ambou… Ha llegado el momento de que los jefes salgan a la calle, de que los jefes actúen rápida e implacablemente… Jugándose todo cuanto hay que jugarse… Si alguno muere peor para él… Pero el Partido no puede aceptar la acusación de provocador, ni aceptar el progrom. ¿Me habéis entendido?… ¡Pronto. camaradas!… Durante unas horas quien manda soy yo…
Y salieron.
Y Castro comenzó a recibir los informes… La impresión terminada del manifiesto; su reparto en los frentes y en la retaguardia; y la espera a la reacción de todos.
A las diez de la mañana los grupos armados que sitiaban los locales del Partido comenzaron a retirarse… A las once regresaron Angelín, Ambou y Manso… Llegaron cansados pero ahora ya eran capaces de sonreír, ya se sentían dueños de sí mismos y seguros de haber logrado una victoria política sobre anarquistas y socialistas.
—¡Magnífico, Castro!
—Sí, magnífico… Pero, corregir pronto el error.
—¿Error?
—Sí, camaradas… Vuestro error ha consistido en vuestro divorcio de las demás organizaciones, en vuestro divorcio de las masas… ¡De otra manera no se podría haber intentado contra el Partido lo que se ha intentado!… ¿Creéis que ya puedo irme?
—Sí, camarada Castro… ¡Y gracias por todo!… Y cuando hables con el camarada Díaz, dile de mi parte que es una pena el que no te hayan enviado unos meses antes…
—Se lo diré, camaradas.
—Salud.
—Salud.
Y regresó a Santander.
—Camarada Escobio… ¿Sabes que Reinosa puede ser el punto por donde comience el ataque el enemigo para cortar las fuerzas que pudieran retirarse de Euzkadi?…
—¿Crees que se perderá Euzkadi?
—Yo no creo nada… Solamente te pregunto.
El otro guardó silencio. Después comenzó a pasear nerviosamente por la habitación.
—¿Crees, camarada Escobio, que la Quinta Columna está liquidada?
—Hombre Yo creo que sí…
—¿Habéis matado a muchos?
—No.
—¿Entonces, por qué crees que sí?
El otro no respondió, pero Castro lo notó más nervioso que nunca. Y decidió cortar el diálogo.
—¡Quiero visitar Reinosa!
Y salió para Reinosa. Allí se entrevistó con el Partido. Le habló del peligro que les amenazaba… ¿Le creyeron?… Sin duda que no: ellos eran hombres enamorados de sus montañas… Y creían que lo que no pudieran hacer los hombres para detener al enemigo lo haría el Puerto de El Escudo, que no dejaba de constituir una maravillosa barrera defensiva… Pero el Puerto de El Escudo por sí sólo no podía ganar la batalla de Santander y ayudar a Asturias a reforzar sus defensas y dar el tiempo necesario a la zona Centro-Sur para iniciar operaciones de apoyo… Regresó a Santander lleno de pesimismo…
—Camarada Escobio… Hay que concentrar el esfuerzo del Partido en Reinosa… No lo olvides… Si yo estuviera en tu lugar abandonaría este despacho, movilizaría a la gente de Reinosa y comenzaría a dinamitar todos los pasos… Y a movilizar a la gente para organizar grupos de sabotaje…
—Sí…
—Pues no dejes de hacerlo… Posiblemente tengas de plazo un mes… ¡Es poco tiempo!… Sólo trabajando con ritmo de fiebre puedes hacer algo importante… ¡No lo olvides!
Y regresó a Bilbao… Habló con Ciutat… La concentración enemiga estaba a punto de terminar… A las fuerzas del general Franco se habían agregado secciones de la aviación del Cuerpo Expedicionario italiano, la agrupación de artillería «XXII de Marzo» y la Brigada de Flechas Negras… El centro no informaba de la proximidad de sus operaciones ofensivas de apoyo, la unidad militar seguía sin lograrse… Y agravándose con el envío por el ministro de la Defensa, Indalecio Prieto, al general Gamir Uribarri, un antiguo cortesano de Alfonso XIII que, inmediatamente de llegar, comenzó a conspirar contra el general Llano de la Encomienda, de probada lealtad a la causa republicana. Después habló con Gorev… Se vieron aquella noche en el hotelito del ruso. Cenaron. Después alguien le llevó un radiograma a Gorev. Y Gorev se puso en pie, dejó el puro sobre el cenicero y pálido y sombrío habló: «Varios enemigos de la Unión Soviética, traidores al pueblo y a la causa del comunismo han sido fusilados, entre ellos el mariscal Tukachevski»… Y se volvió a sentar, a tomar su puro y seguir fumando mientras sus colaboradores abandonaban la sala…
—Castro, hay un nuevo telegrama del Buró Político.
¿Y…?
—Que salgas inmediatamente.
—Pero antes quisiera que enviaras un radiograma a Checa con una pregunta.
—¿Cuál?
—Esta: «¿Puede el gobierno tomar en un plazo de setenta y cuatro horas la dirección militar de las operaciones en el Norte?»
—¿Qué quieres saber?
—Si se puede salvar el Norte o no… Si el gobierno del Centro no es capaz de terminar con la división militar en el Norte y de ayudarle, a partir de este momento, con operaciones que obliguen a Franco a desmontar su dispositivo contra el Norte, el Norte no tiene salvación.
—¿Y si Checa te contesta negativamente?
—Entonces… Entonces me iré.
—De acuerdo.
Seis horas después Gorev tenía la respuesta de Checa: «¡No!… regresa».
Gorev le miró.
—Lo siento… Lo siento, Gorev… Parece ser que nadie se da cuenta que perdido el Norte está perdida la guerra.
—¿Estás seguro?
—Y tú también, Gorev… ¡Y tú también!… La diferencia es que yo lo digo y tú te lo callas… ¡Esa es la única diferencial… Ahora bien, ¿por qué todo el mundo quiere ocultar que el Norte es la clave de la guerra?… ¿Por qué, Gorev?… Esto es lo que yo quisiera saber.
Gorev guardó silencio.
Y Castro abandonó el hotel. Y habló con la dirección del Partido para comunicarle la orden recibida. Notó en todos como un decaimiento repentino, como si por primera vez se dieran cuenta que todo estaba perdido, que de la lucha había que pasar al sacrificio, un sacrificio estéril… Sólo una persona se atrevió a preguntarle.
—¿Camarada Castro, crees que el gobierno hará alguna operación que pueda debilitar el ataque enemigo?
—Sí.
—¿A tiempo?
—A tiempo.
Y salió convencido de que aquellas gentes hablan creído como verdad su mentira… ¿Pero qué otra cosa podía hacer sino engañar para impedir que las últimas esperanzas se perdieran?
* * *
Gorev le llamó.
—¿Puedes salir mañana en una barca de los nacionalistas?
—Me niego, Gorev.
—¿Por qué?
—No tengo ninguna garantía de llegar a Francia… ¡Y yo tengo que llegar a Francia!
* * *
Gorev le volvió a llamar.
—¿Puedes salir mañana en una avioneta del Presidente Aguirre?
—¿Quién irá conmigo?
—El camarada Kolchov, redactor-jefe de «Pravda» y el camarada Juan José Manso.
—De acuerdo.
Gorev le llevó al otro día hasta la playa de Laredo. Desde allí saldrían. Cuando llegó ya estaban todos los viajeros. Y el cónsul soviético. Y el hombre de la N.K.V.D.
—Salud.
El piloto puso los motores en marcha. El mar parecía contemplar inmóvil aquella escena. El cónsul y el hombre de la N.K.V.D., hablaban aparte y en voz baja. Gorev paseaba de un lado para otro sin disminuir las pausas entre chupada y chupada a su aromático cigarro puro. Manso al lado del avión. Y el camarada Kolchov sacaba las últimas fotografías del Norte para enriquecer posiblemente su colección particular.
«Ya».
Todos se acercaron al avión. Y comenzaron las despedidas: frías, protocolarias. Sólo en Gorev se notó más presión al estrechar su mano que en los otros. Y cuando iban a comenzar a subir al avión el cónsul soviético habló.
—¿No llevarán armas, camaradas?
—Yo sí —contestó Castro.
—Conviene dejarla.
—Camarada… (se acordó del consejo de Gorev), la desconfianza es una regla.
El otro se encogió de hombros, mientras que el piloto recorría la playa pisando fuerte para tantear la dureza de la arena. Y regresó rápido y se subió al avión… Y dio varios acelerones al motor… Y los demás comenzaron a subir… Y se cerró la puerta… Y el avión comenzó a correr por la playa… Y después a elevarse dando varias vueltas sobre Laredo… Castro se sentó a su lado… Y comenzó a hablar dirigiéndose al otro…
—De frente es Francia… A la derecha el territorio en poder del general Franco… Quiere decirse que debemos volar siempre hacia el frente.
—¿Y si cualquier accidente inesperado me obligara a torcer a la derecha?
—¡Nos hundiríamos todos antes de llegar a tierra!
Y se hizo el silencio.
Y ya de noche sobre Francia. Y varias vueltas sobre el aeródromo de Toulouse, una maravilla de luz. Y varias vueltas. Y el aterrizaje. Un oficial de la policía se acercó rápidamente a ellos.
«¿Armas?»
Castro le entregó la suya. El otro comenzó a gritar, pero después se guardó la pistola y les acompañó hasta la salida del aeródromo. Un taxi les condujo a un hotel cuya dirección dio Kolchov. Después a un restaurante en una plaza muy bonita. Y allí mujeres que enseñaban la espalda y casi los pechos en donde los había; y un menú maravilloso; y una paz paradisíaca. Castro comió poco de lo que Kolchov pidió para él y para Manso. Se concentró en aquel pan dorado y blanco. Y de regreso al hotel. Y al otro día al amanecer, en un avión, a Barcelona. Cuando llegaron era una ciudad tomada militarmente. Camiones de Guardias de Asalto circulaban con los fusiles dispuestos y mirando a los tejados. El coche les llevó al hotel en donde vivía Elya Eremburg. Tardó mucho en abrir. Y le encontraron pálido, nervioso. Entraron. Kolchov y Eremburg hablaron mucho tiempo en ruso. Manso y Castro escuchaban sin entender, Salieron para Valencia por la tarde. A Castro le dejaron en su casa. Y no supo a dónde se irían los otros. Al otro día buscó a Sendín que era comisario de una brigada de tanques. El médico de la Brigada le sacó sangre y se la volvió a inyectar, después le puso una inyección de calcio. Y le lavó los forúnculos algunos de los cuales ya estaban infectados. Y después se fue a la casa del Partido. Con Checa, que le llevó al despacho de Codovila en el que poco después entraba José Díaz. Y Castro comenzó su informe.
Le escucharon en silencio. Sólo después que terminó, Codovila le hizo algunas preguntas:
—¿Insistes en que perdido el Norte la situación militar se agravará extraordinariamente hasta hacer muy difícil la victoria?
—¿Insistes en que se ha ocultado al Buró Político la dotación político-militar existente en el Norte antes de tu llegada?
—¿Insistes en que es necesario comenzar aquí operaciones de gran envergadura para imponer una tregua en el Norte, que dé el tiempo necesario para cambiar la situación político-militar reinante en el campo republicano?
—Sí.
—Sí.
—Sí.
Hubo un largo silencio.
—Tu informe sobre Astigarrabia pasará a la Comisión de Control. Nuestra opinión es que tu trabajo ha sido correcto… Ahora deberás incorporarte al Comisariado Político para sustituir a Mije, que no piensa más que en organizar banquetes.
Y abandonó el despacho.
A su paso los camaradas le saludaban con cierta sorpresa, aunque ninguno de ellos sabía las causas de la ausencia de Castro por allí. El coche le condujo hasta su casa. Y Esperanza, con paciencia y con cuidado, comenzó a curarle los furúnculos en medio de un tormento que le hacía quejarse y blasfemar.
Y se acostó.
Y estuvo escuchando el ruido del mar, mientras pensaba con angustia en el drama que iba a comenzar en el Norte, en el drama que después envolvería a la España republicana… Y pensó mucho, mucho, pero nunca dijo a nadie lo que había pensado en aquellas horas de insomnio concebido.
* * *
El 12 de junio las fuerzas del general Franco rompen el «famoso» Cinturón de Bilbao. Treinta y siete días después las fuerzas del general Franco entran en Bilbao. ¡La»República» de Euzkadi ha muerto! Y Franco comienza a utilizar las fábricas, minas y puertos que los nacionalistas le dejaron como el más maravilloso de los regalos. Desde este momento los vascos consideran que ya no es necesario para ellos continuar la lucha en el Norte, sino en el norte de Cataluña, en los Pirineos, que creen que constituyen el camino natural de la reconquista. Y comienza la agonía del Norte.
Santander y Asturias esperan su turno.
* * *
Después de la pérdida de Euzkadi, el ministro de la Defensa Indalecio Prieto y Tuero, sucesor de Largo Caballero en los problemas militares de la segunda república en guerra, nombró en sustitución del general Llano de la Encomienda al general Gamir, un viejo palatino y un mal militar. Y este general en vez de concentrar el grueso del Cuerpo de Ejército de Santander e incluso parte del de Asturias, entonces frente pasivo, en los puertos de Reinosa y del Escudo, línea natural magnífica para la defensa, hizo todo lo contrario. Dispersó sus fuerzas en un despliegue escalonado, con lo cual se era débil en todas partes, lo que permitió al enemigo ir destrozando las fuerzas del Cuerpo de Ejército de Santander por todas partes y con gran rapidez. No quiso tener en cuenta el citado general, a pesar de las muchas veces que se lo advirtieron, que el enemigo había concentrado el grueso de sus efectivos contra Santander y que era allí donde había que concentrar cuanto los republicanos tenían, precisamente en aquellos lugares en donde la topografía era un aliado poderoso de la defensa. Cualquier éxito de los republicanos hubiera paralizado la ofensiva, dada la proximidad del invierno; hubiera impuesto un alto prolongado en las operaciones y dado tiempo para reforzar la defensa y organizar operaciones de ayuda desde la zona Centro Sur que hubieran impedido al enemigo mantener su dispositivo ofensivo en el Norte e imposibilitado su conquista y las consecuencias de la misma: un cambio absoluto en la relación de fuerzas y de la situación estratégica, en general, a favor del general Franco.
¿Sabía el ministro de la Defensa lo que estaba haciendo el general Gamir?… Si lo sabía ¿por qué lo aceptó sin protesta? ¿O es que estaba de acuerdo?… Y si no lo sabía ¿cómo puede justificar un ministro de la Defensa tal ignorancia de cuanto estaba produciéndose en un frente de tan enorme importancia como era el del Norte?
El 16 de agosto las fuerzas de Franco ocupan Reinosa.
El 24 de agosto las fuerzas de Franco ocupan Torrelavega.
Es entonces, ante la gravedad de la situación, que el general Gamir convoca a una importante reunión a la que acudieron los tres jefes de los tres Cuerpos de Ejército, con los jefes de sus Estados Mayores, el jefe del Estado Mayor del Ejército, el jefe de las fuerzas de mar y aire, el Comisario del Ejército y del Cuerpo de Ejército de Santander, Antonio Somorrivas, los comisarios nacionalistas vascos, los representantes del Partido Nacionalista y el Presidente del Gobierno Vasco, José Antonio Aguirre.
«¿Debemos replegarnos a Asturias o debemos mantener el frente actual y prolongar la resistencia aun con el peligro de ser aislados de Asturias?» Y a esta pregunta del general Gamir se respondió de esta manera: los nacionalistas, que era necesario mantener el frente actual. Lo que no dijeron es que de lo que se trataba era de ganar tiempo para concentrar sus fuerzas en Santoña desde donde las pensaban evacuar a Francia. Todos los demás bajo la coacción del coronel Prada y del comandante Lamas, jefe del Estado Mayor del Ejército, acordaron por mayoría mantener el frente. Aquella noche los batallones nacionalistas Padura, Murguia y Goitia abandonan la línea de Saja y se concentran en Santoña. Con esta huida de los batallones nacionalistas se abrió una brecha en el frente por el cual el enemigo llegó a monte Ibio, amenazando la única carretera y ferrocarril de Santander a Asturias, por Cabezón de la Sal. Aquel mismo día algunos jefes y oficiales del XV Cuerpo de Ejército, con el comisario Somorrivas a la cabeza, el comisario del XV Cuerpo, Cipriano González y Feliciano Loira huyen a Francia. Mientras tanto 12 batallones nacionalistas concentrados en Santoña esperan los barcos que habían de evacuarlos a Francia. Sólo llegó un barco inglés. En él, el jefe nacionalista Leizaola y el comandante falangista Troncoso canjean 13 destacados nacionalistas por 12 destacados falangistas. Sólo aquellos 12 nacionalistas canjeados tuvieron sitio en el barco de la Gran Bretaña.
Horas después Franco ocupa Santoña.
El día 24 las fuerzas atacantes logran establecer una cabeza de puente en Barreda, cortando las comunicaciones entre Santander y Asturias. El día 25 de agosto fuerzas de los cuerpos de ejército XIV y XV que defendían Santander son atacadas por la «Quinta Columna». Su resistencia se redujo a un gran derramamiento de sangre a través del cual se debilitaba la resistencia de Asturias.
El día 26 de agosto las fuerzas de Franco ocupan Santander.
Continuaba la agonía del Norte.