SOLDADOS Y CAMPESINOS
Los días pasan. Castro se da cuenta, a pesar de que en el nuevo gobierno formado por Largo Caballero hay dos ministros comunistas —Uribe y Hernández—, que el peso del Partido en el gobierno desde el punto de vista militar aún no se siente.
¿Qué pasa?
¿Es que el Partido no se da cuenta de la situación?… ¿Es que no sabe que los milicianos no combaten apenas y que retroceden a un promedio de mil quinientos metros diarios?… ¿Es que no se da cuenta de que no ha comenzado la movilización general ni en Madrid ni en el resto de la España republicana?… ¿Es que no ve que militarmente Madrid va a tener que defenderse sola por la pasividad e indiferencia del frente de Aragón?
Está preocupado.
Piensa a veces en hacer un informe al Partido, breve y descarnado. Pero teme no ser comprendido; teme ser tachado de derrotista, de ser un hombre asequible al pánico; de no tener confianza ni en las masas ni en EL Partido… ¡Y sabe lo que significa eso!… Él sabe que eso puede significar la muerte política, que por ser sólo la muerte política es mucho más terrible… Y no lo hace… Lucha y lucha como puede para preparar a Madrid para el mañana que se acerca… Es todo lo que puede hacer.
Y—esperar.
Porque la batalla por Madrid en las puertas de Madrid mismo, es inevitable.
Anochece… En el Quinto Regimiento, en la calle de Lista, él, Carlitos y varios oficiales heridos a los que se está utilizando para los trabajos de en—lace, instrucción y organización. Y suena el auricular…—Y suena el teléfono… Y el capitán Carlitos toma el auricular.
—Castro,—te llaman del Ministerio de la Guerra.
Y se acerca.
—El comandante Castro al habla.
—.……
—No es posible.
—……
—Digan al capitán Cuartero que en diez minutos estoy allí; que le ruego que no tome ninguna disposición hasta que yo llegue; que es preciso evitar el escándalo y sobre todo evitar que el Quinto Regimiento tenga que enfrentarse al Ministerio de la Guerra. ¡Por favor, que espere!…
—¿Qué es, comandante?
—Líster ha sido detenido por la guardia del Ministerio de la Guerra. ¡Llegó borracho y cuando le pidieron los documentos quiso agredir a tiros a la guardia!… ¡Pronto, capitán, mi coche!…
Y salió hacia el Ministerio de la Guerra, En la puerta, con la guardia reforzada, estaba el capitán Cuartero…
Se apeó.
Y se acercó sin prisa al capitán. Y cuando estuvo a dos pasos de él sacó sus documentos de identidad, se los extendió y habló:
—Capitán, soy el comandante jefe del Quinto Regimiento, el comandante Castro… ¿Quiere usted comprobarlo?
—Le conozco, comandante.
—¿Qué ha ocurrido, capitán?
—Llegó borracho, casi cayéndose. Y cuando la guardia le pidió que se identificara, sacó la pistola y los amenazó. Sólo un milagro evitó que la guardia disparara sobre él… ¡Y está detenido, comandante!
—¿De quién depende, mi capitán?
—De mí.
—¿Podemos hablar aquí o cree usted más conveniente que hablemos en otro lado?
—Preferiría hacerlo aquí, delante de la guardia.
—Capitán: la conducta del comandante Líster es injustificable; y una vergüenza para el Quinto Regimiento… Pero, estamos en un momento que debemos evitar todas las dificultades entre nosotros… ¡De usted para mí. Líster ha cometido un acto vergonzoso!. Pero, públicamente, yo no puedo consentir que un comandante del Quinto Regimiento esté detenido como si fuera un forajido. ¿Me comprende, capitán?
—¿Qué insinúa usted?
—Que sin justificar su acción, me vería obligado a sacar a Líster por los medios que fueran necesarios.
—¿Aún a tiros?
—Preferiría no contestar a esa pregunta.
—Pero el comandante Lista se ha portado como un cerdo, como un irresponsable.
—Sí.
—¿Y usted le defiende?
—Entiéndame bien, capitán… ¡Yo no defiendo a Líster!… ¡Yo defiendo el Quinto Regimiento!
Se miraron.
—¡Que traigan al comandante Líster!
Mientras tanto Castro ofreció un cigarro al capitán. No lo aceptó. Y llegó Líster. Lo traían dos de sus escoltas sujetándole por los brazos.
—Y ante Castro y Cuartero…
—Cabrones… ¡Detenerme a mí!… ¡¡A Líster!!… ¡A Enrique Líster!… Voy a acabar con todos ustedes, a tiros… ¡Por perros fascistas!…
El capitán Cuartero estaba pálido.
Y hacia un esfuerzo terrible por dominarse.
La guardia estaba preparada para disparar pronto.
Castro se acercó a Líster… Se puso delante de él… Y le miró… Y le miró como un comandante a otro comandante… ¡Le miró con los ojos del Partido!… Y le habló con el lenguaje del Partido.
—Camarada Líster: has cometido una grave falta, mejor dicho dos faltas graves: venir borracho en acto de servicio y faltar al respeto a la guardia, llegando hasta a amenazada con disparar sobre ella… Para cualquier comandante sería grave, para el comandante Líster, para el camarada Líster gravísimo…
—Es que estos ca…bro…nes…
—Líster: discúlpate ante el capitán Cuartero… Discúlpate ante su guardia. Y vete de aquí… Y no salgas a ningún lado mientras estés borracho… después, después hablaremos, camarada Líster.
Líster le miró.
—Saluda, Líster.
Y Líster se llevó torpemente la mano al gorro. Y con el movimiento se tambaleó. Y los que le sostenían le agarraron con ambas manos.
—Ya, Líster.
Y Líster se dirigió a su coche que le esperaba.
—Capitán Cuartero… En nombre del comandante Líster y del Quinto Regimiento mis excusas… ¡Milicianos, en nombre del comandante Líster y del Quinto Regimiento mis excusas!
Y saludó.
Y se fue a la comandancia.
Y cuando llegó el comisario político, Carlos Contreras, hablaron a solas.
—Carlos, Líster comienza a ser un peligro… ¡Para él y para el Partido!… Lo ocurrido hoy debe ser una advertencia. Líster es el primer síntoma de esa enfermedad que suele atacar a los héroes: el creerse seres superiores, el creerse amos de vidas y haciendas y con derecho de pernada: el creerse en un momento dado que están por encima del Quinto Regimiento, por encima del Partido… ¿Te das cuentas?
—Sí.
—El Partido necesita héroes… ¡De acuerdo!… Pero los héroes son demasiado frágiles… ¡Hay que cuidarlos mucho, comisario, mucho, porque pueden quebrarse con la misma facilidad que el cristal de Bohemia…
—Sí.
Y cada cual se fue a continuar trabajando en lo suyo.
Y un día más comenzó a acabarse.
Y un día más, más cerca de la gran batalla que nadie preparaba.
* * *
Al otro día por la mañana se dedicó a recorrer los cuarteles del Quinto Regimiento.
Y vio a Barneto.
Y a Medrano y Segis.
Y a otros muchos.
Y en todos los lugares las mismas palabras: «Camaradas: daros prisa, ¡mucha prisa!… El tiempo se nos está acabando… Se está acabando demasiado rápidamente… ¡demasiado rápidamente!…»…Y en todos los lugares la misma respuesta: «Sí, camarada Castro: comprendemos tu inquietud… Ten la seguridad de que haremos cuanto esté de nuestra parte».
Cuando llegó a la comandancia eran las tres de la tarde. Ya se había comido. Se limitó a pedir una taza de café negro y una pastilla para el dolor de cabeza. Porque le dolía terriblemente, como si le fuera a saltar en pedazos. Y mandó que le subieran todo a uno de los dormitorios y se echó en la cama. No pudo seguir acostado: un dolor más intenso y unas ganas de vomitar incontenibles… Y se puso de pie… Y no tuvo tiempo de nada… Sobre el suelo encerado sobre el cual había seguramente paseado sus pies alguna gran dama, vomitó hasta que no tuvo más que vomitar… Y tambaleante se dejó caer en la cama… Y llamó débilmente.
«¡Capitán Carlitos!… Pronto… Pronto… ¡Que me vuelvo loco!». Pero el capitán tardó unos minutos.
—Trae más pastillas… ¡Cuatro!… ¡Cinco!… Las que sean… Pero pronto, prontooooo…
Regresó el capitán con lo que le habían pedido y una de las milicianas encargada de la limpieza, que sin mirar a nadie se dedicó a su faena…Castro tomó cuatro pastillas y se las metió en la boca… Y tomó el café…Y se agarró la cabeza con las das manos y apretó…
—Cierra las ventanas… Y apaga la luz… Y déjame solo… Solo…
—A tus órdenes.
Y le dejaron solo… Y notó que se iba olvidando de todo: de él mismo, del dolor y de la guerra… Y que entraba en una noche interminable… Solo, terriblemente solo… Y sintió miedo… Pero unos instantes nada más. Luego ya no sintió nada.
El reloj continuó su caminar.
Una hora.
Dos.
—Comandante Castro… Comandante…
Abrió los ojos y miró… No veía nada… Hasta que encendieron la luz y vio inclinado sobre él al comandante Ortega, al comisario Carlos y al capitán Carlitos…
—¿Qué?
—¿Cómo estás, Castro?
—Bien, Ortega, bien…
Se sentó en la cama y se restregó los ojos… Y comenzó a acordarse de talo…
—¿Bien del todo, Castro?
—Sí.
Y se tiró de la cama… Y cuando se iba a desplomar, los demás le sujetaron.
—Espera un momento, Castro —dijo el comandante Ortega. E inclinándose sobre él le tomó el pulso,. Y luego acercó su oído al corazón de Castro.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada.
—¿Nada? —insistió Ortega.
—Nada, camarada, ya estoy bien.
Ortega miró al comisario. Luego al capitán Carlitos…
—Trae una copa de coñac grande para el comandante… ¡Y escúchame: nunca, ¿me oyes bien?, nunca que ocurra esto debes dejar que tome cuatro pastillas… ¡Es la única desobediencia que el Quinto Regimiento te consiente!…
Se tomó el coñac y se sintió mejor. Ortega mandó abrir los balcones. Y entró el aire fresco. Y entonces Castro se acordó de todo, de todo y se levantó y movió la cabeza de un lado para otro y luego miró a los demás…
—Ya pasó, camaradas, gracias.
Y se fue al lavabo y se lavó la cara y la cabeza. Y se enjuagó la boca que le sabía a cobre. Y después encendió un cigarro. Y se dirigió a la puerta. Y descendió lentamente por las escaleras. Y entró en su despacho y miró con un movimiento inconsciente los mapas…
«¡Sería terrible acabar sin terminar!».
Y entró Carlos.
—A las siete tenemos una reunión con el Buró Político… Procura descansar un rato… ¡Es posible que nos espere un gran «lavado de cabeza»!… No sé por qué, pero tengo miedo… El Partido no acaba de comprendernos… No acaba de comprendemos.
Y no hablaron más hasta las seis y media.
—Vamos, Castro.
—Vamos.
El Buró Político en torno a una mesa grande y rectangular. En la cabecera de ella, José Díaz, luego los demás miembros del Buró Político. Y enfrente de ellos Codovila, el verdadero jefe del Partido en su condición de delegado de la Internacional Comunista… Y delante del mapa un hombre vestido de civil, con un puntero en la mano, flaco y de pelo rubio, de ojos azules y dientes amarillos. Con un aire de profesor, pero de un extraño profesor que no se sabe qué sabe ni qué va a decir…
José Díaz habla:
«La necesidad cada día mayor de tener un conocimiento más completo de la situación militar y de los propósitos del enemigo nos han inducido a utilizar a algunos camaradas, especialistas militares, para que con sus conocimientos y experiencias nos ayuden».
«Tiene la palabra el camarada».
Como no entendía el español, Codovila le hizo una seña para que empezara. Habla en francés. Codovila traduce. Los demás escuchan y con los ojos siguen los movimientos del puntero.
«Camaradas: ante ustedes, el mapa con la situación actual de los frentes y las probables direcciones de ataque del enemigo… ¿Cuál es la dirección principal?… En mi opinión creo que se trata de un ataque general desde tres direcciones: Toledo-Madrid, Guadarrama-Madrid y Somosierra-Madrid… Esto significa que tenemos ante nosotros la perspectiva de un ataque simultáneo en tres direcciones. Y sobre la base de esta perspectiva es sobre la que debemos prepararnos».
Castro sonríe.
Y mira a Carlos Contreras.
El especialista francés se ha sentado, ha sacado un cigarro y ha comenzado a fumar con ademanes elegantísimos…
—¿Puedo hacer alguna observación? —pregunta Castro.
—Sí.
—Yo no estoy de acuerdo en que estamos frente a la perspectiva de un ataque simultáneo en tres direcciones… Y voy a explicar el por qué pienso así: primero, el general Mola no atacará en la dirección de Somosierra por la sencilla razón de que sus fuerzas principales las está concentrando para la ofensiva sobre cl Norte; segundo, en la dirección de Guadarrama hemos visto que el enemigo ha hecho esfuerzos tremendos para romper nuestra resistencia. Su fracaso es evidente. No creo que en esta dirección el enemigo tenga tantas fuerzas como para secundar el golpe de las fuerzas de Varela, Yagüe y Monasterio. En conclusión: creo que no hay más que una dirección principal: la dirección de Toledo-Madrid. Nos lo demuestra un hecho: en esta dirección están los jefes más audaces, las fuerzas más preparadas, los medios de combate principales de que dispone Franco… Creer que Franco atacará en tres direcciones nos llevaría a un tremendo error: dividir nuestras fuerzas y ser débiles en cualquiera de las tres direcciones.
El francés ha tirado al suelo el cigarro y lo ha pisado con rabia.
—He hecho la carrera militar en Francia; la he completado en la Academia Frunce de Moscú…
—Eso no nos dice nada —responde Castro —. Ahora bien, si el camarada me demuestra que en las direcciones Guadarrama-Madrid, Somosierra-Madrid, Franco tiene fuerzas suficientes para atacar simultáneamente al ataque en la dirección Toledo-Madrid, no tendré inconveniente en dar la razón a nuestro camarada. Mientras no me demuestre eso, estaré en contra de su tesis porque nos puede llevar a una verdadera catástrofe.
Los demás miraron a José Díaz.
Y se fueron levantando y comenzaron a salir de la habitación. Castro salió el último. Ya en el quicio de la puerta se volvió a mirar: el especialista militar miraba la sala vacía. Y después dejó caer el puntero al suelo y en sus ojos se notaba una gran sorpresa: no comprendía cómo los españoles no daban ningún valor a sus conocimientos militares adquiridos en Saint Cyr y en la escuela Frunce.
Ya en la calle comenta Carlos:
—Un imbécil.
—Pero con la posibilidad de dar sus opiniones.
—¿Es malo eso?
—Significa que el Buró Político aún sigue creyendo que militarmente somos tontos…
—Quizá tengas razón.
Y llegaron a la calle de Lista. Y mientras Castro miraba los mapas con su vieja obsesión, Contreras empezó a observar unos esquemas que había sobre la mesa.
—¿El proyecto de Brigada Mixta?
—Sí.
—¿Cuándo lo discutimos?
—Mañana.
* * *
La comandancia estaba llena de gente: Castro, Ortega, Oliveira, el representante del Estado Mayor, Heredia, Modesto, Líster, Medrano, Segis, Villasante, Del Val, Durán, Gallo y muchos más.
Por orden de Castro el capitán Carlitos repartió los esquemas. Y durante cierto tiempo ni una palabra; cada cual miraba y pensaba sobre el problema.
—¿Llevará artillería?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no la tenemos.
—Yo creo que la unidad es demasiado pequeña…
—Camarada: aquí no se trata de soñar. Aquí se trata de cosas prácticas. De tener los pies en el suelo y no de querer alcanzar la luna con las manos. Hasta ahora no hemos pasado en nuestras formas de organización del batallón… ¿no es así?… Y desgraciadamente no todos nuestros comandantes han demostrado capacidad para el mando de una unidad tan peque-la… Dar un salto, un salto que no fuera el llegar al próximo peldaño sería la salto en el vacío, una verdadera aventura que podría llevarnos a un terrible fracaso… ¡Queremos pasar del batallón a la brigada!… A una brigada que esté de acuerdo con los medios de combate de que disponemos, que esté de acuerdo con la capacidad media de nuestros comandante… ¡Después vendrá lo demás!… Pero quiero advertir a los camaradas comandantes una cosa: no hay que dejarse envolver por la vanidad… Desgraciadamente seguimos siendo hombres normales y no genios… Tenemos que aprender mucho y enseñar mucho… Mucho más de lo que hemos aprendido y de lo que hemos enseñado.
Silencio.
—Hemos terminado, comandante… El comandante Líster comenzará desde mañana a organizar la primera Brigada Mixta… Y después de que la primera Brigada Mixta se haya organizado y combatido sacaremos las experiencias pertinentes y procederemos a agrupar todas las fuerzas del Quinto en Brigadas… Pero, sólo entonces… Salud, camaradas.
Y seguido de su Comisario abandonó la sala.
Y se creó la Primera Brigada Mixta.
* * *
Las noticias golpeaban la comandancia del Quinto Regimiento… Castro las leía, se las daba a conocer al comisario Contreras y después tomaba el teléfono y se dedicaba a hablar con los demás cuarteles del Quinto Regimiento… Y acuciaba. Y gritaba… Y todo esto mezclado con blasfemias y amenazas… Pero por dentro estaba tranquilo. No era el momento todavía de poner sus nervios en tensión… No… El momento estaba por venir…
—Castro… El Comité Central te llama.
Se puso al teléfono.
—Hoy a las siete en la Gran Vía. En el antiguo hotel Alfonso XII. Los primeros técnicos militares rusos quieren hablar contigo.
—De acuerdo.
Y esperó tranquilamente a que llegara la hora de salir para la Gran Vía, para el Hotel Alfonso XII…
Gabriel Trilla, el expulsado en 1932 le esperaba en el portal.
—¿Tú?
—Sí, Castro.
—Vamos.
No quiso hacer comentarios.
Y el ascensor les llevó hasta el piso en que se habían hospedado provisionalmente los rusos. Y llegaron hasta una puerta que abrió Trilla.
—Pasa, Castro.
—Tú primero.
Y entraron. Y Castro vio a un grupo de hombres extraños, que le roban de pie.
—Soy Castro.
Un nombre alto, de pelo gris, nariz respingona, guerrera gris, pantalón brik y botas altas se adelantó.
—Soy el camarada Gorev.
Se estrecharon las manos.
Los demás se apartaron a un segundo término. Y permanecieron de pie. Silenciosos, rígidos.
—Siéntese, camarada Castro.
Y frente a frente.
—Conocemos muy bien su trabajo en la guerra… ¡Magnifico!… ¡Magnifico!. Pero la guerra está cambiando en su carácter y en sus dimensiones… En realidad vamos a entrar en una nueva etapa… Y ante esta perspectiva a camarada Stalin nos ha enviado a que les ayudemos…
—Camarada Castro… Una vez que nos hemos conocido quiero decirle que vamos a trabajar juntos… ¡Creo que lo haremos bien!… ¿No lo cree usted así, camarada?
—Sí.
—Yo me pondré en contacto con usted.
—De acuerdo.
Y se estrecharon las manos. Y salió. Y otra vez a la comandancia. Y otra vez a mirar los mapas… Sólo una vez dejándose arrastrar por sus preocupaciones hizo un comentario sin mover los labios: «Técnicos… Consejeros… Está bien… Pero y los cañones, los tanques, los aviones…
¿Cuándo llegarán?…» Y después de esto no pensó más.
* * *
—Castro… El camarada Uribe te espera mañana a las diez de la mañana en el Ministerio de Agricultura.
—Está bien.
—¿Para qué me querrá el ministro de Agricultura?
* * *
Estaba el Ministerio de Agricultura frente a la estación de ferrocarril del Mediodía. Un edificio grande. Con grandes arcos. Con mucho rococó. Algo así como un gigantesco palacio. Llegó y preguntó a un portero triste, con el uniforme raído y unos galones dorados en la bocamanga.
—¿El despacho del ministro?
El otro le miró de arriba abajo. Y no contestó.
—¿El despacho del ministro?
La misma mirada y la misma respuesta.
Castro se llevó la mano a la pistola, Y se acercó hasta casi tocarle con su cuerpo.
—Mira, c… si no me llevas hasta su despacho te vas a quedar en esta puerta para siempre… ¿Me oyes, hijo de p…?
El otro se puso pálido. Y quiso retroceder, pero Castro le agarró de un brazo. Después le puso la pistola en el vientre y le hundió el cañón hasta donde pudo.
—Vamos.
Y el otro comenzó a andar. Y subieron por una escalinata de mármol desgastado. Y vieron una puerta grande…
—Allí es.
Castro se guardó la pistola. Y siguió andando. Y se detuvo ante la puerta. Y llamó. Y salió un hombre bajito y flaco, joven y con aspecto de tonto.
—Soy Castro… El ministro me espera.
Y entró.
Un despacho enorme, de elevados techos, de grandes balcones y pesados cortinajes. Y una gran mesa de despacho. Y luego varios sillones. Y una mesita redonda con cigarrillos. Y el ministro sentado en uno de aquellos sillones, con la boina puesta, mirar cazurro y como siempre haciendo ruido con la lengua que hacía pasar por todas sus muelas picadas.
—Salud, Uribe.
—Salud, Castro.
Castro se sentó, tomó un cigarrillo y lo encendió. Se sentía inquieto. Intuía que algo desagradable le iba a ocurrir aunque no adivinaba el qué.
—Pues, tú dirás, Uribe.
El otro puso cara interesante. Contrajo la cara, después abrió la boca y enseñó los dientes, luego miró al techo y después a Castro.
—El Buró Político te ha designado Director de la Reforma Agraria… Esta mañana ha salido tu nombramiento en la Gaceta.
—¡No!
—Sí, Castro.
—¿Es una sanción?
—Es un ascenso.
—¿Y el Quinto Regimiento!
—Eso está en marcha… Puede prescindir de ti… Pero ahora necesitamos ganarnos a los campesinos… ¿Entiendes?… ¡A los campesinos!… Y el Buró Político ha pensado en ti.
—¿No puedo hablar con el camarada Díaz?
—No lograrías nada.
Castro se había puesto pálido. Tenía la boca seca. Y sintió algo así como frío por dentro. Y ganas de llorar. O de maldecir… O de sublevarse…
—Te da pena.
—Mucha.
—No lo pienses más… Vamos al Instituto de Reforma Agraria… Quiero presentarte al personal… A los altos jefes…
—Vamos.
Y el coche los llevó hasta allí. Estaba el instituto de Reforma Agraria en la calle de Alfonso XII, en una casa nueva de varios pisos, frente al parque del Retiro. Se detuvo el coche del ministro. Un conserje con muchos galones saludó y les llevó hasta el ascensor. Y llegaron hasta el despacho. Despacho que hasta unos días antes había sido de un tal Vázquez Humasqué, republicano y gallego, un poco viejo verde, con mucho hablar y poco hacer y al que habían nombrado subsecretario de Agricultura.
Y ya en el despacho Uribe dio orden al secretario general del Instituto, un tal Ayensa, licenciado, jovencito y pedante que llamara a los jefes de las secciones. Y comenzaron a entrar hombres muy serios, muy limpios, muy circunspectos. Y se fueron colocando en torno al ministro y al nuevo director. Y Uribe habló.
«Les presento a ustedes al nuevo Director de Reforma Agraria. Un hombre acostumbrado a la lucha y a la guerra. Estoy seguro de que cooperarán con él… pero si no cooperaran, peor para ustedes… Porque aquí se va a trabajar a partir de hoy como en los frentes: con el mismo espíritu, con la misma disciplina… ¿Quieres decir algo, Castro?».
—No.
Y Uribe se fue.
Y salieron los jefes de sección.
Y quedaron frente a Castro el joven Ayensa y el único comunista que había en el Instituto, el camarada Morayta…
—Puede retirarse, señor Ayensa… En caso de que le necesite le llamaré. Y dio varias vueltas por el despacho pisando una alfombra en la que se hundían los pies, mirando los muebles, hasta que se cansó y se fue a sentar en la mesa del director.
Y abrió los cajones.
Y los volvió a cerrar.
Y luego miró una pluma que había sobre la mesa… Y escribió unos garabatos sobre un papel blanco.
Y Morayta mirándole.
—Llama al Quinto Regimiento, camarada… Llama pronto…
Y llamó.
—¿Capitán Carlitos?
—Sí.
—Convoca a los comandantes… He sido nombrado Director General de Reforma Agracia. Mañana entregaré el mando… Cuando llegue el Comisario dile que me hable. Y cada día a las nueve te llamaré… No porque sea nada, Carlitos, ahora soy solamente Castro, sino para que me hables unos minutos del Quinto Regimiento…
Y se calló porque tuvo miedo de no poder contenerse y de que le vieran y le oyeran llorar.
—¿Me quieres dejar solo, camarada Morayta?… ¡Después te llamaré y hablaremos mucho!… Mucho…
Y se quedó solo.
—«Has vencido, Dolores, has vencido… Ahora te harán comandante honorario del Quinto Regimiento; ahora el Quinto será vuestro juguete, vuestro trampolín… Pero desde aquí también puedo ganar… No sé cómo. No sé cómo… Pero te aseguro, Dolores, que de Castro se tendrá que hablar mucho: hoy y mañana… Porque yo entregaré al Partido ciertos de miles de campesinos dispuestos a morir por él… ¡No sé cómo!… ¡Pero estoy seguro que lo haré!… ¡Aunque reviente!… Aunque tenga que hacer andar a esta gente a punta de pistola…»
Una hora.
Dos.
Tres.
Tocó un timbre y entró Morayta.
—Siéntate.
Y el otro se sentó. Y fumaron. Y después habló Castro, Castro solo.
—Mira, Morayta… Yo no sé una m… de esto… Yo no sé quién es esta gente que aquí trabaja… Mas he visto cuando Uribe me presentó que me miraban y que en su mirar había mucho de desprecio… Sé que los socialistas están metidos hasta el alma… ¡Sé que ésta es gente de cuello duro y señoritas que huelen bien!… Todo esto lo sé… Y te lo cuento a ti solo… Y, además, quiero pedirte un favor; durante unos días no quiero recibir a nadie, a nadie. Tú me los detendrás, dirás que no puedo recibirlos, ni a ellos ni a diputados, ni a dirigentes de los sindicatos… ¡A nadie!… Necesito estos días, camarada Morayta, para planear lo que debo hacer, para ver todas las dimensiones del problema, para marcar las etapas de mi actividad… ¡Cuando lo tenga pensado te avisaré!… Y entonces, Morayta, nada nos detendrá… ¡Nada!… ¡Y pobre del que se oponga, pobre de él porque seré implacable… ¡Implacable!… ¿Me has entendido?
—Sí, camarada.
—Entonces, ten paciencia y habilidad… Mucho tacto… háblales dulce mente… Y como por casualidad deja escapar el «ustedes saben que este hombre sabe poco de esto… Y está desconcertado… No creo que dé la medida…»
—¿Por qué he de decir eso?
—Necesito que se confíen… Que piensen que soy tonto… Cuando quieran darse cuenta de su error ya les habré conocido… ¿Comprendes?
Morayta sonrió.
—Eres un mal enemigo.
—Sí.
Y salió Morayta, Y se quedó solo. Sin nada que quebrara el silencio. Y entonces se sentó en la mesa, sacó unas cuartillas y comenzó:
«Primero: Tengo que destrozar a los Equipos de Reforma Agraria que están en manos de los socialistas; tengo que someter a los empleados que no comprenden que la guerra exige otros ritmos; y lo más importante: ¡tengo que ganar en semanas a millares y millares de campesinos para el Partido!».
Y fue escribiendo los puntos que definían sus tareas.
Y otra vez a pensar.
«¿Intentará estorbarme el Frente Popular del Instituto?… Si lo hace peor para él… Le inutilizaré enviando a sus cabecillas al frente… Necesito, además, ver si es posible formar una comisión técnica asesora y sobre todo ver el proceso de trabajo… El tiempo es vital para mí».
A las seis de la tarde llamó el conserje principal. Un hombre viejo, canoso, lento y cuajado de galones.
—Señor Director… ¿Manda usted alguna cosa?
—¿Por qué?
—Es la hora de salir.
—No… Puede retirarse.
Y cuando supuso que todo el personal se había ido llamó a Morayta.
—Quiero visitar todo… ¡Hasta los retretes!… Y en cada sección que nos detengamos me darás unas ligeras características de la gente… Desde el jefe hasta el ordenanza.
Y comenzaron a recorrer todo.
Y al final del recorrido Morayta abrió una puerta que había cerca del despacho de la dirección. Y entraron. Era una habitación grande. En el centro una cama. Frente a los pies de ésta un lavabo, un espejo y varios frascos de colonia. Y un baño. Y todo muy limpio. Como si aquello estuviera preparado para una noche nupcial.
—¿Quién usaba esto?
—Vázquez Humasqué.
—¿Para qué?
—No sé.
Y llegaron hasta el despacho. Y Castro miró a Morayta, delgado y pálido, con sus grandes gafas y sus ojos tristes.
—Vete, Morayta… Mañana nos veremos.
Y el otro se fue… Y entonces solo, sin nadie que le viera, sin nadie que le escuchara, sin ningún freno a sus pensamientos, habló, habló en voz alta, sin gritos, como si sólo quisiera escucharse él.
«Mañana a las nueve de la mañana comenzará la batalla… A las seis entregaré el mando del regimiento… A las seis y cuarto guardaré el uniforme… Y me vestiré de paisano… ¿Hasta cuándo?… Y me encerraré aquí… diez horas… veinte horas… Y me olvidaré de la familia, de los frentes, de todo… Y haré la Reforma Agraria…»
«¿La Reforma Agraria?», se preguntó.
«Sí».
«Una reforma agraria que será una gran mentira que parecerá una gran verdad».
Y se levantó.
El ordenanza de guardia abrió la puerta. Y no quiso entrar en el ascensor. Y cuando llegó al portal unos guardias de asalto sentados fumaban y reían.
Los miró.
Ellos ni le miraron.
Se acercó a ellos… Y al que tenía más cerca y fumando le dio manotazo en el cigarro al mismo tiempo que se llevaba la mano a la pistola. Le miraron con sorpresa.
—Soy el Director General de Reforma Agraria… Cada vez que entre y salga estarán de pie, en servicio… Y me saludarán… El día que no lo hagan… El día que no lo hagan no les prometo nada bueno para ustedes, aunque sí les aseguro que la república se encargará de sus hijos…
Le seguían mirando.
—¿De acuerdo?
No hablaron. Se cuadraron y saludaron. Y Castro se dirigió a un coche que estaba delante de la puerta y que le habían dicho que era «el del señor director». El chófer le abrió la puerta.
—A mi casa.
—No sé dónde es, señor director.
—Ya lo debían de saber.
Y no habló más que para darle las señas.
Y delante del portal de su casa una orden.
—Mañana, a las siete de la mañana.
—Señor, entran a las nueve.
—Mañana, a las siete de la mañana.
Y se hundió en el portal… Y al otro día Esperanza hablando con sus hermanas las dijo que «Enrique no había dormido en toda la noche… Y que incluso a veces estuvo hablando en voz alta».
Se levantó a las seis de la mañana.
Y esperó a que el coche negro llegara.
* * *
Las siete y media. Y llegó el coche negro. Y Mariano, que así le dijeron que se llamaba el chófer, descendió rápido y abrió la puerta.
—Al Instituto.
Cuando llegaron eran las ocho de la mañana. Sólo estaban el portero y los guardias de asalto. Le saludaron y el portero abrió el ascensor. Y llegó a su despacho en donde el personal de limpieza daba los últimos toques. Cuando se marcharon encendió un cigarro. Se sentía destemplado y de mala leche. Así era siempre que comenzaba una batalla. Tocó el timbre. Acudió el ordenanza de guardia.
—Señor…
—¿Hay aquí cerca un sitio de donde me pueda traer café caliente?
—Sí… Muy cerca, señor…
—Tráigamelo, por favor.
Y le dio un billete. Y cuando el otro salió miró el reloj: las ocho y cuarto. Y se acercó al balcón. Y estuvo mirando el Parque del Retiro, que parecía un mundo verde y muerto.
Las ocho y veinte.
Las ocho y veinticinco.
Y llegó el ordenanza con el café. Y le llenó el vaso y le puso un paquetito con dos terrones de azúcar. Mientras echaba el azúcar, mientras la revolvía habló:
—¿A qué hora comienzan aquí a llegar los empleados?
—A las nueve, señor…
—¿Y a qué hora terminan de llegar?
—No sé, señor.
Se dedicó a tomar el café con la mayor tranquilidad, aunque de vez en mando miraba el reloj. Los minutos pasaban lentos, sobre todo para él, que estaba acostumbrado a robar tiempo al tiempo para tener tiempo para todo.
Las nueve menos diez.
Salió al pasillo. Y comenzó a descender las escaleras lentamente. Y ya en el portal se detuvo, encendió un cigarro y se dispuso a esperar. Los guardias de asalto y el portero de pie y casi rígidos le miraban.
Las nueve menos cinco. Y entró Morayta. Encogido, como escondido entre su palidez y sus gafas. Y cuando vio a Castro se detuvo.
—Buenos días.
—Buenos días.
Y comenzó a llegar la gente. Con sueño y preocupaciones. Las mujeres oliendo demasiado bien y entre risas. Nadie le miró, ni le saludó nadie. Él, sin embargo, fue mirando a todos y cada uno de los que entraban. A las mame y media regresó a su despacho. Se quedó un momento pensando. Luego miró a Morayta fijamente y habló:
—Dicta una orden para todos los jefes de sección anunciándoles que mañana la lista de asistencia se retirará a las nueve y cuarto… Que quien no haya llegado no entrará… Que a las tres faltas será suspendido… Que esta orden es para todos, menos para el director, que llegará siempre a las nueve menos cuarto.
Se fue Morayta y se quedó solo… Empezó a recordar las caras de todas las gentes que durante treinta minutos estuvo viendo pasar… Sonrió… «Estoy seguro de lo que la mayoría pensó al verme: un pobre hombre… ¡Al menos Vázquez Humasqué sí tenía tipo de director!… ¡Pero lo que es éste…!». Volvió a sonreír.
Regresó Morayta.
—Siéntate, camarada.
Morayta se sentó. Castro le alargó un cigarro. Y fumaron unos segundos.
—Morayta: tú eres el único comunista que hay en este pequeño «paraíso»… ¿Me oyes bien?… Ahora seremos dos: tú y yo… Pues bien, tú y yo daremos la batalla a toda esta gentuza… Y en pocos días… En muy pocos días… ¿Me has entendido?
—Sí.
—Vas a buscar dos o tres mujeres de confianza y vas a crear la secretaría particular, pero no una secretaría particular como de costumbre, no, vas a crear una secretaría que me permita no tener que resolver ningún asunto con el secretario general del Instituto… ¡Quiero aburrirle!… ¡Si no se aburre, entonces le echaremos!…
—Sí.
—Después quiero que me des los nombres y características de los técnicos más preparados que tengamos… ¡Los mejores, Morayta!
—Los mejores son reaccionarios.
—Basta con que tú y yo no lo seamos. Para el Partido basta con eso, solamente con eso.
—Sí.
—Después… Después quiero que me des un esquema del funcionamiento de los «Equipos de Reforma Agraria»; qué hacen, quién los dirige y a qué Partido pertenece su jefe o sus jefes.
—Sí.
—¿Podré tener todo para la una de la tarde?
—Sí.
Y salió Morayta… Tardaron algún tiempo en oírse las máquinas de escribir, pero al fin comenzaron a trabajar. Y a trabajar de prisa…
El cenicero se fue llenando de colillas, la habitación de humo, pero cada vez que el conserje le avisaba de que alguien le quería ver, respondía lo mismo:
—No estoy para nadie.
—Es que…
—No estoy para nadie.
Quería estar solo… Pensar en la batalla que quería dar… Prepararla… Y luego comenzar para no detenerse hasta acabar. Hasta que toda aquella gente trabajara al ritmo que él quería, hiciera lo que él quisiera.
Se acercó al espejo con marco dorado.
Y se miró: su mono estaba sucio, las botas aún tenían el polvo de los frentes y el pelo demasiado largo… «Efectivamente tienen razón: no tengo tipo de Director General… Para eso habría que cortarse el pelo, rasurarse cada día, oler bien, vestir mejor, entrar muy serio, para luego dejar que los hombres hicieran lo que les diera la gana y sonreír a las mujeres… Posiblemente éste sea el prototipo tradicional de un Director General… Lo demás no importa, ni el que sea tonto».
Miró su estrella de comandante.
«A las seis y media sólo seré director general».
Y se apartó con la cabeza agachada y se dejó caer en el sillón de cuero… Y sin alzar la cabeza estuvo así mucho rato… Mucho rato… Hasta que escuchó el ruido de una puerta que se abría…
—Dime, Morayta.
—Aquí tienes lo que me has pedido.
—Gracias.
Cuando el otro se disponía a marcharse le habló:
—Quédate… ¡Quédate!… En unos minutos podré darte las órdenes… Verbales… Solamente verbales.
Y se puso a leer. Y cuando terminó de leer puso la lista de los técnicos ante los ojos de Morayta y habló:
—Éste…
—Pero…
—Este otro.
—Castro…
—Y estos dos más.
—Quisiera decir…
—Y éste… Y diles que los espero dentro de una hora… Cuando termine la reunión con estos señores que formarán la Comisión Técnica Asesora de la dirección me llamarás al jefe de los «Equipos de Reforma Agraria»… ¿Me oyes?… Y estarás presente tú, solamente tú…
—Como quieras, Castro.
Castro le miró. Comprendía muy bien a Morayta y no se molestaba por su actitud de duda. Al fin y al cabo, Morayta, ¡el pobre Morayta!, era un funcionario del Instituto… Aplastado por las jerarquías… Aplastado por una vida siempre del mismo color: gris.
Se abrió la puerta y entró Morayta, detrás de él cinco hombres viejos o casi viejos, bien vestidos, un poco acobardados…
—Señor director…
—Siéntense, señores.
Y cuando se sentaron sacó cigarros y fue dándoles a cada uno de ellos. Y encendió una cerilla y les fue dando fuego. La cerilla no duró más que hasta el cuarto, porque la llama llegó a la carne… ¡Hizo un gran esfuerzo porque una blasfemia estuvo a punto de escapársele!… Y encendió la segunda cerilla y la acercó al cigarro del quinto hombre… Y se sentó… Y encendió el suyo. Los cinco hombres le miraban: a él y a la ceniza que amenazaba con desprenderse de sus cigarros, pero ninguno se atrevía a moverse, ni a levantarse y tomar un cenicero… Eran como cinco estatuas envejecidas por el tiempo… Cuando les hubo visto bien comenzó a hablar…
—Señores: yo desearía saber explicarles bien lo que deseo de ustedes… No sé si lo lograré… Pero yo les ruego que si mi explicación es larga y poco brillante, que me perdonen… ¿Puedo contar con la benevolencia de ustedes?
Primero notó que los cinco se habían estirado un poco más: hasta le pareció que tenían menos miedo que antes; hasta creyó —porque de antiguo era mal pensado —, haber visto el comienzo de una sonrisa en alguno de ellos.
—¿Puedo contar con la benevolencia de ustedes?
—Desde luego.
—Entonces, siguiendo con mi manía de rogar, les niego que me escuchen.
Decididamente se estaban riendo por dentro.
Castro lo sabía.
—Señores: sé que estoy delante de los cinco mejores técnicos, cada uno en su materia, que tiene el Instituto de Reforma Agraria… ¡Lo sé!… Sé que para ustedes, el campo español no tiene secretos… Ni este edificio tampoco…
Se seguían riendo por dentro.
—…lo sé, lo sé muy bien, porque el señor Morayta, mi secretario particular, me ha hecho grandes elogios de cada uno de ustedes… ¡Que creo, justos muy justos!…
Y venga a reír por dentro.
En la pausa Castro dijo para sus adentros: «Cabrones: vamos a ver si dentro de tres minutos seguís riendo y mirándome de arriba abajo…»
—Yo quisiera saber esos secretos que todos ustedes saben.
Uno de ellos hizo ademán de querer hablar.
—Hable, señor, hable.
—Señor Director: es difícil que nosotros le podamos enseñar cuanto sabemos… Nosotros somos técnicos… Somos… Un ingeniero agrónomo, dos ingenieros de recursos hidráulicos, un famoso abogado en Derecho Agrario… ¡Y usted no es técnico, señor director!… Comprenderá usted que hay una dificultad insalvable para que le enseñemos cuanto a costa de años hemos logrado aprender.
—¿Ustedes creen?
Los cinco hicieron un movimiento afirmativo con la cabeza.
—¡Quizá tengan razón… Quizá… Pero, entonces vamos a simplificar la cosa por lo menos para saber en qué medida me pueden enseñar algo, en qué medida pueden hacer algo de lo que yo necesito hacer… Mire, señor —dijo, dirigiéndose a uno, ingeniero de recursos hidráulicos —, yo sé que usted era un terrateniente en el Alto Aragón; sé también que estaba usted afiliado a la C.E.D.A., sé también que su amante está detenida por pertenecer a la. Falange… ¡Por cualquiera de estas tres cosas yo podría fusilarle a usted… ¿Me comprende?
El otro se puso lívido y quiso hablar…
—Perdóneme, señor ingeniero de recursos hidráulicos, ahora quien habla soy yo, yo sólo…
Asintieron.
—Usted —dijo dirigiéndose a otro —, usted era miembro de la C.E.D.A… ¡Cierto que ha escrito un libro maravilloso sobre «El Problema Campesino»!… ¡Maravilloso!… Pero, mientras que como técnico se nos presentaba usted como un hombre con cierto sentido de la realidad y la justicia en el campo, en lo político usted estaba encuadrado en la C.E D.A., que hacía todo lo contrario… ¡Motivo suficiente para que dentro de unos minutos terminaran sus días!…
—Señor Director…
—Hable, por favor, hable…
—Estamos dispuestos a colaborar con usted…
—Es el precio de muchas cosas fundamentales para ustedes, señores.
Y miró a Morayta.
—Quiero que por escrito des estas órdenes a estos señores: Primero: que contesten cuánto tiempo se tarda en resolver un expediente de crédito; segundo: que me indiquen si los «Equipos de Reforma Agraria», obran por cuenta del Instituto o por cuenta de ellos mismos; tercero: que me den un esquema sobre cómo creen ellos que podríamos organizar con un sentido nuevo y ágil las delegaciones provinciales… Y si tienen alguna sugerencia importante pueden dármela, y yo les estaré muy agradecido…
—¿Para cuándo lo quiere usted, señor director?
—Para mañana a la una de la tarde.
—No sé si…
—Para la una de la tarde.
Y se puso en pie… Y los otros también… Y les acompañó hasta la puerta y les ofreció la mano…
—Y no lo olviden… Sus vidas están en juego… Y para conservarlas ya les he dicho el precio… Y de este precio no estoy dispuesto a rebajar nada…
Y sonrió.
Y los cinco le imitaron, o intentaron imitarle con el boceto de una mueca.
—Eres terrible, Castro.
—Creo que exageras, Morayta… Me he mostrado como un hombre educado, respetuoso con la técnica, respetuoso hasta con mis enemigos políticos… ¡Creo que no dudarás de que soy un hombre razonable!
Morayta no contestó.
—Ahora llámame al jefe de los «Equipos de Reforma Agraria».
Morayta salió.
Y al poco rato entró acompañado por otra persona. Era un hombre bajito, con mono y correaje y una pistola enorme en el lado derecho de la cintura. Mono, correaje y pistola se veían nuevos… ¡Era un síntoma!… Castro se levantó y salió a su encuentro…
—Salud, camarada. ¿Por qué creo que somos camaradas?… Y le tendió la mano. El otro se la estrechó y dijo unas palabras:
—Soy miembro del Partido Socialista, de la Federación de Trabajadores de la Tierra…
—Camaradas… Es decir, casi camaradas… ¿No es verdad?
—Así es.
—Pero, por favor, siéntese, siéntese, no me había dado cuenta que le tengo a usted de pie y en medio de esta sala… ¡Perdóneme, perdóneme!
El otro se sentó.
Castro, antes de hablar, le estuvo mirando un rato, mientras que miraba al techo, haciendo como que pensaba lo que iba a decir.
El otro espera.
«Éste es un pícaro. ¡Un verdadero pícaro!… Y habló:
—Camarada, quisiera hacerle una pregunta.
—Dígame.
—¿Por qué lleva usted pistola?… ¿Es que los campesinos se resisten a que hagamos la Reforma Agraria?
El otro se puso rojo.
—No… Una medida de seguridad…
—Comprendo… Comprendo… Y, dígame, ¿cómo realizan ustedes su labor?… ¿Por equipos, verdad?
—Sí. Tenemos equipos que trabajan en cada una de las provincias que están en manos de la República… Ellos se incautan de las tierras, crean las colectividades y nombran la dirección de ellas…
—Democráticamente?
—Las nombran los delegados de la Federación de Trabajadores de la Tierra… Creo que está en su derecho puesto que los campesinos son sus afiliados…
—Sí… Posiblemente tenga usted razón… Pero… O yo estoy equivocado o eso no es un nombramiento muy democrático… ¿No lo cree usted así?
—No.
—Posiblemente usted tenga razón… Casi, casi creo ya que usted la tiene, usted y la Federación de Trabajadores de la Tierra… El ejercicio de la democracia suele a veces ser un terrible error… ¡Gracias, camarada!… Sigan, sigan trabajando como hasta ahora… El problema esencial es hacer la Reforma Agraria… Y lo mismo da que la haga un socialista que un comunista… ¿No es así?
—Así es.
Y le acompañó hasta la puerta.
Y regresó a su sillón. Y puso los codos sobre la mesa y se apretó violentamente las sienes. Morayta le miraba…
—Un hijo de p… Morayta. A través de la incautación de las tierras y de la organización de las colectividades se están apoderando de todos los campesinos, convirtiéndose en una fuerza política dirigente en el campo.
—¿Crees que le has engañado?
—No lo creo… Pero eso no importa… Al decirle que siga con su trabajo él ha creído que me ha vencido… Y yo he ganado unos días antes de que la Federación de Trabajadores de la Tierra puedan comenzar la batalla contra mí… Unos días, pero suficientes… ¿Quieres llamar a este teléfono, Morayta?
—Sí.
—¿Tomás?… Habla Castro… Vestiros de civil y venir solamente el grupo de la I. T. A… Os espero ya de noche, a las nueve de la noche, porque antes tengo que ir al Quinto Regimiento…
—De acuerdo… A las nueve… Que no se os vean las armas… Venir vestidos de gente «decente».
Y colgó.
—Todo está en marcha, Morayta… ¡Todo!… Ahora pasarán tres días en que no seremos tú y yo los que más trabajaremos… ¡Ahora van a trabajar mis hombres de confianza!…
Morayta le miró sombríamente.
—Ellos no fallan nunca… ¡Nunca!
* * *
A las cinco y media llamó al coche.
Al bajar se encontró con algunos funcionarios y funcionarias que salían. Le saludaron aunque tímidamente. Y ellas sonrieron. Castro inclinaba la cabeza muy ceremonioso y continuaba su camino.
—Mariano, al Quinto Regimiento.
Y llegaron a la calle de Lista. Saludó la guardia con más seriedad que otras veces. Y sin mirar a ningún lado entró directamente al despacho. Allí estaban el comisario político, Carlos Contreras; Antonio Mije, miembro del Buró Político; Enrique Líster y Modesto Guilloto, los dos hombres que el Partido quería encumbrar.
—Salud, camaradas.
—Salud.
Y habló Mije.
—Camarada Castro: las razones por las cuales el Buró Político te ha trasladado de aquí son para ti claras: la revolución agraria necesita un hombre como tú; ahora sólo quisiéramos que nos dijeras quién crees que debe sustituirte… ¡Hemos creído que nadie mejor que tú podía hacerlo!
—Gracias.
Y habló Carlos Contreras.
—Claro es, camarada Castro, que tú siempre serás nuestro comandante y organizador del Quinto Regimiento…
—Lo sé, lo sé, comisario Carlos… —Y se quedó un momento pensativo.
Líster y Modesto le miraban. En los ojos de cada uno de ellos la ambición y la incertidumbre. Y un gesto casi fraternal. Los miró. Primero a uno y luego a otro.
—Propongo al camarada Líster… Le propongo porque creo que esa es también la opinión del camarada Mije.
—Sí, claro.
Abrió la puerta y llamó al capitán Carlitos. Y entró.
—Escucha, capitán. Hay que hacer una orden del Quinto Regimiento que se fijará en todos los cuarteles y se dará a conocer a todas nuestras unidades en la que se notificará el nombramiento del camarada Líster como comandante-jefe del Quinto Regimiento, especificando que por interés de la guerra y la revolución el camarada Castro ha sido designado por el gobierno para otro puesto… Que pido a todos nuestros comandantes y milicianos que colaboren con el camarada Líster con la misma fidelidad y cariño con que lo han hecho conmigo…
Se quedó un momento pensando.
—¿De acuerdo, camarada Mije?
—De acuerdo.
Se quitó la estrella de comandante. La miró un instante y luego se dirigió, al capitán:
—Guárdamela… En mi oficina podría perderse… —Y dirigiéndose a Líster —. Lister, todo está a tu disposición y a tus órdenes…¡Que tengas éxito, mucho éxito!…
Y alargó la mano a todos.
La mano de Modesto estaba fría.
—Salud, camaradas.
—Salud.
Y salió. Los soldados de la guardia le miraron… Y se dieron cuenta por el caminar despacio de Castro que ya no llevaba la estrella de comandante. Y con un mirar más serio que nunca saludaron. Y el sargento de la guardia salió a abrir la puerta del coche… Y unas palabras…
—Como siempre, camarada, a tus órdenes.
—Gracias.
El coche arrancó… Castro sacó el pañuelo y se lo pasó por la frente cubierta de un sudor frío… Y no se sabe si también se lo pasó por los ojos…
* * *
Mandó limpiar el cenicero. Y comenzó a fumar de nuevo. Y a pasear nerviosamente de un lado para otro sin que sus pasos rompieran el silencio. Porque la gruesa alfombra era como la alcahueta de su amargura y rabia.
Las nueve.
—Unos señores desean verle… ¡Pero no les he dejado pasar!… Sin embargo, insisten…
—Deje pasar a esos «señores».
Y entraron los cinco hombres del grupo de la I.T.A. Como siempre, pero esta vez un poco nerviosos por haber tenido que vestirse de gente «decente».
—Salud, Castro.
—Sentaros.
Y se sentaron. Y comenzaron a mirar el despacho. Y a pasar las manos por el terciopelo del diván y los sillones… Y a restregarse los pies contra la alfombra. Y a mirarse entre ellos y a sonreírse.
—Escuchar… Quiero que mañana a las nueve estéis aquí… Morayta os va a señalar al individuo que quiero que vigiléis… Le vais a vigilar día y noche… Quiero saber de él todo… Y cuando tengáis una prueba, la prueba de que es un hijo de mala madre, venir, venir rápidamente… Os doy unos días… Cinco días… ¿De acuerdo?
—Como siempre, de acuerdo, camarada.
—Segundo: hoy ha tomado posesión el camarada Líster de la comandancia del Quinto Regimiento… Pero, el servicio secreto seguirá como siempre a mi disposición… ¿Me entendéis?… ¡A… mi… disposición… ¿De acuerdo?
—Como siempre, de acuerdo, camarada.
—Pues a trabajar.
Y se fueron… Y Castro miró a Morayta… Se le veía cansado y triste…
—¿Qué te pasa, camarada?
—Me da miedo todo esto… Y comienzas a darme miedo tú…
Castro soltó la carcajada.
—Camarada Morayta… El fin justifica los medios… ¿Me entiendes?… ¡El fin justifica los medios!… No lo olvides nunca…
Y Morayta se fue.
Y Castro se quedó solo… Había que esperar, esperar solamente… Y como dirigiéndose a sí mismo dijo para sus adentras: «Cinco días de paciencia, Castro, cinco días».
* * *
Un día.
Otro.
—Pasen, señores, pasen.
Y entraron los cinco hombres, los cinco técnicos: afeitados, limpios, hasta casi elegantes.
—Hablen, señores.
—Los expedientes de crédito suelen aprobarse a los quince o veinte días…
—Desde hoy les doy tres días para que los presenten a mi aprobación.
—Los «Equipos de Reforma Agraria», han anulado de hecho a las delegaciones provinciales, a las que han aterrorizado.
—Háganme una orden determinando las nuevas funciones de las direcciones provinciales del instituto de Reforma Agraria: ellas se incautarán de la tierra, ellas las entregarán a los campesinos, ellas nombrarán de entre los campesinos una dirección administrativa, que se renovará cada tres meses,: ellas elaborarán el plan de producción y de acuerdo con la dirección administrativa de la colectividad fijarán los planes de producción y harán las solicitudes de crédito que deberán enviarnos en veinticuatro horas… ¿De acuerdo?
—Sí.
—Pero, ¿los «Equipos de Reforma Agraria»?
—No se ocupe de eso, ingeniero, dentro de ocho días, exactamente, yo le diré qué haremos con los «Equipos de Reforma Agrarias.
—De acuerdo.
Y se fueron.
—Morayta, llámame al delegado del Ministro de Hacienda…
…Al poco rato Morayta entró con un hombre alto, grueso y como de unos treinta y cinco años.
—Señor director, a sus órdenes.
—Siéntese.
Y el otro se sentó.
—Quiero hacerle unas preguntas…
—Usted dirá…
—¿Qué créditos estoy autorizado por la ley para dar con mi firma?
—Créditos no mayores de veinticinco mil pesetas.
—¿Si necesitan más?
—No puede darlos, señor.
—¿Y si se detiene la producción de las grandes colectividades, por ejemplo, de Jaén, cuyo aceite necesitamos vitalmente?
—La ley es la ley. señor… Y yo como representante de la Secretaría de Hacienda en el Instituto de Reforma Agraria no podría autorizarlo.
Castro se puso en pie y se acercó al otro.
—Escúcheme… Para mí no existe la ley… Para mí existen dos razones: hacer la Reforma Agraria y asegurar la producción agrícola para alimentar al pueblo y al ejército… ¡En todo lo demás, señor representante del Ministerio de Hacienda… ¡me cago!… ¿Me ha oído usted bien?…
—Señor…
—Ni señor, ni nada… ¿Me entiende?… Si yo no puedo firmar créditos de más de veinticinco mil pesetas y me solicitan un crédito de cincuenta mil, usted, ¡entiéndalo bien!, me hará dos solicitudes de veinticinco mil pesetas cada una…
—No podré.
—Usted lo hará—O si no mañana le sacaré a usted a la carretera y le agujerearé el pellejo… ¡Entiéndalo bien!… Y ahora… ¿Hará lo que le mando?
—Lo haré.
—Puede retirarse.
* * *
Los técnicos le llevaron la circular para vivificar las delegaciones provinciales e impulsar la reforma agraria; y para deshacer a los socialistas en el campo, que era un objetivo tan importante como el otro.
—Morayta, mándalos… Y advierte a los ingenieros delegados provinciales que a partir de hoy sólo se entenderán conmigo… Ni «Equipos de Reforma Agraria», ni Secretario General de Reforma Agraria… ¡Yo!… ¡Yo!…
Y se quedó solo.
Terriblemente solo… Y se acercó a los mapas que tenía. Y miró los periódicos y señaló los pueblos que iban cayendo en poder del enemigo… Regresó a su mesa.
Y miró un calendario que tenía encima de ella… «Llevan tres días»… «Tres días y no sé nada»… «¿Qué estará pasando?»… Y se hizo de noche. Y fueron cayendo las horas sin que él se diera cuenta… Y sintió frío y sueño. Y se durmió pensando en que el enemigo cada vez se acercaba más a Madrid. Y se acordó del Quinto Regimiento… Y pensando en todas esas cosas se durmió…
—Señor director… Señor director…
Abrió los ojos.
Y vio ante sí al ordenanza de guardia.
—¿Qué?
—Son las dos de la mañana.
Y se fue lavabo y se lavó la cara. Y se mojó el pelo. Y medio adormecido comenzó a bajar las escaleras…
—A casa, Mariano.
Y llegó cuando todos dormían. Y se durmió él también.
* * *
Salió temprano de casa.
—¿Al Instituto?
—No… Llévame al puente de Segovia… Después al puente de Toledo… Y luego a la Cuesta de las Perdices… ¡Vete rápido!… Quiero regresar pronto al Instituto.
«Esta es la zona por la que atacará Franco… ¡Estoy seguro! Sin embargo, pueden ocurrir dos cosas: que Franco ataque frontalmente, que podamos rechazarle o que se estabilice el frente… Esta es una variante… Pero supongamos que la gente no aguanta… ¿Se atreverá Franco con sólo veinte mil hombres a meterse en una ciudad de casi un millón de habitantes?»… Durante largo tiempo pensó en ello… Y después de un largo rato de pensar y pensar llegó a una conclusión: «¡Madrid no puede caer!… ¡Madrid no caerá…¡» «Si Franco rompe nuestra resistencia el problema es que la gente no huya, que se repliegue a la ciudad para empezar una guerra en la que Franco sabe mucho menos que nosotros: la lucha de calles».
—Vamos al Instituto, Mariano…
Los empleados trabajaban con prisa. Había silencio en las secciones que sólo rompía el teclear de las máquinas de escribir. Los jefes de sección se movían de un lado para otro controlando el trabajo de cada uno de sus empleados… Y cuando entró en el despacho ya le esperaba Morayta y encima de la mesa un montón de expedientes de solicitudes de crédito…
—Es para que los estudies y los firmes.
—Ve dándome uno a uno.
Y comenzó a firmar sin mirarlos siquiera. Y cuando terminó miró a Morayta.
—Ya, camarada… ¿Ves qué rápido comienza a trabajarse en este lugar?
—Has firmado créditos por valor de dos millones de pesetas.
—¿Y qué?
—Deberías haberlos mirado.
—Escucha, Morayta… Nadie se atrevería en estos momentos a presentarme un expediente falso… ¡Tienen miedo!… Un miedo que les corroe las entrañas. Esto es lo primero que quería decirte. Lo segundo no es menos importante: si tú analizas la labor del Instituto de Reforma Agraria verás que ha sido una m… Entonces lo importante para mí no es seguir esa asquerosa tradición. Para mí lo importante es que los campesinos digan; «Sólo desde que están los comunistas recibimos tierra y dinero… Y rápidamente… ¡Sólo desde que están ellos». Lo demás no me importa. Este dinero que a ti te parece mucho a mí no me parece nada. Es un dinero que para lo único que vale es para que nosotros conquistemos a los campesinos…
—¿Reforma Agraria o soborno, Castro?
—Qué más da… Lo importante no son los medios… ¡El fin!… ¡El fin, camarada Morayta!
Morayta se fue un poco acongojado.
Y Castro, por primera vez en muchos días, empezó a sonreír con más frecuencia. Pero… sólo cuando estaba solo. Aunque había veces que, pensando en el grupo de la I.T.A., y en los días que no sabía nada de ellos blasfemaba como en los primeros días de la guerra.
Otro día.
Otro más.
—Unos señores quieren verle.
—¿Quiénes son?
—Los del otro día.
—Que pasen esos «señores».
—Y entraron los cinco de siempre, con el gesto de siempre: tranquilos y cínicos. Y sonrientes.
—¿Ya?
—Ya.
—Habla rápido.
—Ese cabrón tiene una finca en la provincia de Albacete, incautada. Aquello es un inmenso almacén en donde puedes encontrar lo que quieras… Tiene guardia… Y de allí salen camiones cargados constantemente… Y allí entran camiones con mucha frecuencia… Aparte de eso reparte víveres entre sus camaradas, utiliza los coches de Reforma Agraria y su gasolina para el trabajo político en el campo… Y vive como un potentado…
—¿Pruebas?
—Éstas.
Y le entregaron un montón de papeles.
—Y, además, podemos estar aquí cuando hables con él… Y si quieres después le libramos de toda clase de preocupaciones, para siempre.
Se quedó pensativo… Y miró a los otros que por debajo de su vestir como hombres «decentes» mostraban el bulto de sus pistolas… «Como chacales… quieren carne, carne… Aparte de esto o por esto son maravillosos».
—Sentaros aquí y no habléis pase lo que pase.
Y llamó a Montyta.
—Tráeme al jefe de los «Equipos».
Después de veinte minutos entraron los dos.
—Siéntese.
El otro se sentó y se le quedó mirando descaradamente.
—Le he llamado para comunicarle lo siguiente: desde este momento quedan disueltos los equipos de Reforma Agraria… ¡Entregarán los coches, las credenciales, los locales y cuanto en ellos haya.
—¿Y qué más?
—¿Le parece poco?
—Me parece un imposible… Yo, aparte de ser perito agrícola y funcionario del Instituto, represento aquí a la Federación de Trabajadores de la Tierra… Creo que esto le hará comprender a usted por qué no puedo cumplir sus órdenes…
Castro se puso en pie.
Y se fue acercando al otro. Y cuando estuvo frente a él, lo hizo con un gesto que impulsó a los cinco a desabrocharse las chaquetas…
—Usted no es perito agrícola, ni funcionario del Instituto, ni representante de la Federación de Trabajadores de la Tierra… ¡Usted es simplemente un ladrón!… ¿Me oye bien?… ¡Un miserable ladrón!
El otro se puso en pie.
Castro no se movió.
Y se miraron.
—Usted es un canalla y un provocador…
—Y usted un ladrón… Algo que en estos tiempos es mucho más grave que lo otro.
—No me iré de aquí.
—Renunciará.
—No.
—Está bien… Habla, Tomás…
—Este tiene una finca cerca de Albacete, según se va a la izquierda… ella hay de todo, de todo… Hemos seguido a los camiones que salen allí… Y no van a la Intendencia Militar, ni a los frentes. Van a otras partes. Y venden en Valencia, en Castellón, incluso algunos llegan hasta Tarragona… ¡Estraperlo puro!. Aquí tienen incautados varios locales: son otros cuantos almacenes… De los depósitos de gasolina del Instituto saca cuanta puede… Vive bien… Dos coches… Su mujer y otra mujer. Y… ¡viva el socialismo!
Y Tomás se acercó a él amenazadoramente.
—Entréguele su pistola.
No le dieron tiempo… Ellos mismos se la quitaron antes de que se diera cuenta.
—Y siéntese en mi mesa… Y escriba su renuncia alegando que prefiere combatir en las filas heroicas de nuestras milicias… Y fírmela… Y después se marcha. Advirtiéndole que cualquier intento de alzarse contra mi decisión le expone a usted a morir en la carretera mirando a las estrellas.
El otro no se decidía.
Tomás le metía en los riñones el cañón de su pistola.
Y el otro avanzó hacia la mesa.
Castro ni se movió de donde estaba. Sólo los cinco se acercaron con el otro a la mesa. Y le rodearon. Y se inclinaron sobre el otro. Y siguieron con los ojos fijos el correr de la pluma.
Y firmó.
—Sólo por la coacción he firmado.
—Procure no decírselo a nadie.
Y cuando llegó hasta la puerta, seguido por la mirada de aquellas seis personas para las cuales los medios eran los medios, se volvió. Y lívido de miedo y rabia se dirigió a Castro…
—A pesar de todo levantaremos a los campesinos contra ti.
Castro se sonrió. Y cuando se cerró la puerta los cinco le rodearon. No dijeron ni una sola palabra. Solamente le miraban.
—Aún no.
Y se fueron.
Y quedaron disueltos los «Equipos de Reforma Agraria». Y la influencia en el campo de los socialistas comenzó a decrecer. Y la influencia de los comunistas en el campo comenzó a aumentar.
—Castro.
—Dime, Morayta.
—El jefe de los «Equipos» ha reunido a todos los empleados… Una reunión del Frente Popular del Instituto… Quieren tomar la resolución por unanimidad de pedir al gobierno tu destitución…
—¿Dónde están reunidos?
—En la sala de abajo.
—Vamos.
Morayta le siguió.
Había un pequeño escenario. Y una bandera republicana. Y el jefe de los «Equipos» detrás de una mesa, Y a su lado el secretario del Instituto. Y cuatro o cinco más. Y como público, todos: empleados y empleadas… Y hasta los cinco técnicos… Castro fue a sentarse en las últimas filas. Y encendió un cigarro y se dedicó a mirar fijamente a los que dirigían aquella conspiración contra él.
«Compañeros».
«Desde que se fue el señor Vázquez Humasqué y entró el nuevo director se ha implantado aquí una especie de dictadura en la que no se respetan los derechos de los técnicos y empleados del Instituto… Se ha impuesto un sistema de trabajo brutal, se fija tiempo para las tareas, se amenaza con la destitución u otras cosas peores… Y por si fuera poco se disuelven los equipos de Reforma Agraria que eran los órganos ejecutivos de la revolución en el campo… Y se hace firmar la renuncia al jefe de ellos coaccionándole con la presencia de cinco pistoleros, de cinco asesinos… No se trata de mí, compañeros, se trata de nuestros derechos, se trata de la Reforma Agraria… Es por esto que yo considero que debemos dirigirnos al presidente del Consejo de Ministros para solicitar la destitución del actual director».
Murmullos de aprobación.
Y habló otro.
Y otro más.
Y todos pedían en nombre de los «sagrados» derechos de aquella miserable burocracia la destitución del director de Reforma Agraria. Y comenzaron a escribir la resolución. Era el momento que Castro esperaba. Se levantó y lentamente se dirigió al pequeño escenario. Y subió. Y se puso a un lado de la mesa. Y sin mirar a los que escribían comenzó a hablar.
«Si mal no recuerdo sé que en el período de 1931-1933 fueron expropiadas, con indemnización, 468 fincas con un total de 87.173 hectáreas; ocupadas como respuesta a la ofensiva de los terratenientes —esto ya en el período del gobierno de Frente Popular —61 fincas con una superficie total de 27.704 hectáreas, Si tomamos en cuenta que al instaurarse la república el 2 % de los propietarios que podían considerarse terratenientes desde 100 hectáreas en adelante poseían el 67 % de la tierra cultivable; que el 86 % (hasta cien hectáreas) poseía el 13 % de la tierra cultivable comprenderán ustedes que en España no ha habido Reforma Agraria, a pesar de que en los diferentes gobiernos la mayoría absoluta ha sido de republicanos y socialistas… ¿Qué derecho tienen a hablar estos republicanos y estos socialistas de revolución en el campo, de Reforma Agraria y de otras cosas tan serias como esto?… Cuando yo llegué aquí, eran ustedes una partida de zánganos que necesitaban de quince a veinte días para aprobar una solicitud de crédito; ahora esa solicitud se resuelve en tres días… Antes, en un día, se resolvían dos o tres solicitudes de crédito; ahora hay días que resolvemos cuarenta o cincuenta…»
«¿Que les obligo a trabajar recurriendo incluso a la amenaza? No lo niego… Pero, a ustedes sólo se les obliga a trabajar, mientras que hay docenas de miles de hombres a los que se les obliga a morir».
Los que escribían dejaron de escribir.
«Ustedes pueden enviar lo que quieran al gobierno… ¡Lo que quieran!… Pero, quiero notificarles lo siguiente: en un plazo de ocho días todos los menores de treinta años se incorporarán al ejército «voluntariamente», salvo los técnicos que a criterio del director de Reforma Agraria deban seguir trabajando aquí; el personal femenino pasará un examen de competencia y la que no valga será dada de baja…»
Silencio.
«En la guerra y en la revolución se actúa así… Aparte de esto voy a pedir a los tribunales que hagan averiguaciones sobre ciertos funcionarios; y si tales funcionarios aparecen culpables yo procuraré que cumplan la sentencia…»
—Señor director… Nosotros…
—Yo, mientras no termine esta asamblea no soy el director de Reforma Agraria, solamente un miembro del Frente Popular, pero un miembro auténtico… Y ahora señores —añadió dirigiéndose a los que habían comenzado a escribir —terminen su documento… Y llévenlo rápidamente… Y esperemos a ver por dónde se rompe la cuerda…
Y se fue.
La primera visita fue la del secretario general del Instituto.
—Quería decirle…
—Presente su dimisión y ahórrese explicaciones… Pasado mañana Aparecerá el nombramiento del señor Morayta para sustituirle.
El otro le miró.
—Nada más, señor Ayensa.
Encendió un cigarro. Y abrió el balcón para que entrara aire. Y luego miró a Morayta…
—¿Por qué no encargas que nos traigan café?… Empiezo a estar tan contento, que me gustaría saborear una o dos tazas de café sin pensar en nada… ¡En nada!… Sólo en el café.
Y Morayta salió. Y después de media hora entró el ordenanza con una cafetera niquelada, dos tazas de café y un azucarero sobre una bandeja. Y las puso sobre la pequeña mesita que había ante el diván. Y sin hablar se sirvieron los dos. Morayta entre sorbo y sorbo miraba al techo. Castro sólo miraba al café, a aquella taza blanca y aquel líquido negro que humeaba. Y de vez en cuando acercaba sus narices a la taza y olía… Y un ligero comentario…
—Maravilloso.
—Sí, está bueno el café.
—Morayta, no hablaba del café.
—Ah…
Y siguieron llegando los campesinos con su ropa de pana y su olor a campo. Y a entrar, sin esperar, a ver el «camarada director». Y a echar las colillas en el suelo y de vez en cuando un salivazo. Y a ofrecer al «camarada director» un cigarro de aquellos que hacían toser y escupir. Y a irse contentos con sus expedientes aprobados y su dinero en los bolsillos.
Y el pasar de los días.
Castro piensa en los frentes.
Y piensa en la cosecha de aceite de la que se quieren apoderar una serie de gentes para exportarla a Italia, en donde después de refinado y envasado el aceite se enviaría a Alemania o a los Estados Unidos o a Rusia.
Jaén es su frente de batalla.
* * *
Castro y Mariano sobre el moderno «Chrysler» van avanzando hacia Jaén. Primero pueblos blancos y silencioso. Y perros que toman el sol en las puertas de las casas. Y olivares y olivares.
Y la cúpula de la catedral… Y Jaén… Y un cuarto con dos camas en un hotel que está a espaldas de la catedral. Y una entrevista breve y secreta con el delegado provincial que confirma lo que se prepara. Y otra con el coronel Morales, jefe de aquel sector, un viejo canoso y verde, al que gustan las muchachas jóvenes y el cante jondo. Y una entrevista con Benigno, el jefe de propaganda del Quinto Regimiento que anda por allí. Y una charla por radio de dos horas. Y un ofrecimiento a los campesinos: «El Instituto de Reforma Agraria comprará la aceituna a 40 céntimos más que los demás. Y pagará por adelantado a las colectividades. Y se encargará del transporte… ¡Necesitamos, camaradas campesinos, vuestra aceituna para que puedan comer nuestros soldados y millones de españoles que luchan contra el fascismo y el hambre».
Y una noticia dicha en voz baja:
«Tenga cuidado… Han acordado matarle».
Benigno le ha invitado a cenar en la casa en que vive. Una casa modesta y adusta por fuera. Y un pequeño palacio andaluz por dentro. Muebles de madera labrada, ventanas con rejas y tiestos. Silencio roto solamente por el murmullo de una fuente que vierte su agua sobre un estanque de azulejo, y una azotea de cara al campo y millares de olivos sobre una tierra amarillenta. Y nada más. A excepción del cielo azul, como un techo inmóvil y maravilloso de aquel mundo de quietud y riqueza. Y en la azotea, sentado en una silla de madera y paja, Martínez de León, el creador de «Oselito», aquel personaje lleno de guasa y filosofía que fue en la guerra el mejor amigo de los combatientes…
Serio y cetrino.
Bebiendo de sorbo en sorbo la manzanilla.
Y mascando parsimoniosamente, con un ritmo de rito, aceitunas negras o verdes.
—Hola.
—Hola.
Y nada más. Que cuando frente a los olivares se bebe manzanilla y se comen aceitunas no se habla.
Y…
—Salud.
—Salud.
Y el agua cayendo sobre el estanque. Y los olivares inmóviles como si tuvieran miedo de que al moverse se desprendieran sus frutos. Y el cielo como un techo maravilloso. Y Martínez de León, silencioso, triste, como un extraño Cristo árabe, bebiendo manzanilla a sorbitos, saboreándola y mirando al cielo. Y mascando las aceitunas con ansia y cariño, como si no quisiera hacerles daño. Y las campanas de la catedral silenciosas…
—¿Qué te ha dicho Martínez de León? —le pregunta Benigno.
—No habló… Estaba en plena ceremonia.
—¿Qué hacía?
—Mirar al cielo y a los olivares… Beber manzanilla… Y mascar aceitunas dejando cuidadosamente sus huesos sobre un platillo de prestancia árabe, como si fueran perlas marañas.
—Sí.
—Salud, Benigno… Ya os veré.
Y con Mariano detrás y la pistola dispuesta a ser empuñada, se fue a un pequeño restaurante en donde acostumbraba a ir el coronel Morales, se comía bien y barato. Y no llegaban los ruidos de afuera. Ni la gente que los atendía hablaba. Y servido todo por unas chicas jóvenes y guapas, con aroma de olivares…
—¿Usted por aquí?
—A cenar, mi coronel.
—Le invito.
—Acepto.
Y Castro arrastró una silla y se sentó. Y le sirvieron. Y comió en silencio viendo solamente cómo el coronel miraba a aquellas pequeñas vírgenes a las que les faltaba poco para dejar de serlo. Y cuando les sirvieron el café el coronel habló.
—Va a venir conmigo esta noche… En una pequeña casita blanca, entre los olivares, con coñac del bueno y manzanilla de la mejor; la Niña de la Puebla y Canalejas cantarán y tocarán para nosotros… Hasta que amanezca… Será como una misa larga, de rasgueos y quejidos, de amores y penas… Tiene que venir… Y escuchar con los ojos cerrados… Y beber hasta que parezca que empieza a morirse poco a poco y dulcemente… Sólo así se puede entender a esa mujer y sus canciones, a ese hombre y su guitarra.
—Coronel.
—¿Qué?
—Tengo que irme… Pronto, muy pronto… Allí no podemos distraernos con estas misas extrañas…
—Tendrá que venir.
Castro estuvo tentado de levantarse e irse. Pero necesitaba a aquel viejo coronel para que le garantizara los embarques, para que impidiera el despojo a los campesinos.
—Iré, coronel.
Y la noche. Y olivares y sombras, Y cielo y luna. Y una casita blanca. Y dentro, ellos. Y entraron Castro y el coronel.
—Salud.
—Salud.
Y se sentaron en torno a una mesa de vieja madera, desgastada por el limpiarla de cada día. Y coñac y manzanilla. Y aquella mujer alta, de falda con volantes, de blusa obscura y una pañoleta. Y aquella cara alargada. Y aquel ojo sin vida, tapado con algo negro que la daba un aire de bruja. Y él, de negro y flamenco, como abrazando su guitarra. Y Mariano sentado en una silla. Y el coronel que llena las copas. Y el beber a un tiempo de todos. Y el rasguear de la guitarra. Y unos carraspeos de ellas. Y la copla de amores y muertos, de manzanilla y luto, de pasión y traiciones. Y todo con una voz ronca, como si hiciera esfuerzos para dominar el llanto. Y la guitarra llorando. Y ella y él mirándose.
Y manzanilla.
Y coñac.
Y una hora…
Y otra hora…
Y quinientas pesetas sobre la mesa… Y botellas a medio beber… Y Mariano con la cabeza caída sobre el pecho, durmiendo.
—Salud. —Salud.
Y hacia Jaén entre luna y sombras.
—¿Cuento con su ayuda, coronel?
Y el otro le miró como extrañado de oírle.
—¿Cuento con su ayuda, coronel?
—Sí.
Y se separaron ante la catedral, a la que la luna parecía haber convertido en un muerto gigantesco cubierto con una mortaja blanca, blanca.
Hizo el regreso a Madrid de noche. Y habló poco durante el camino: unas cuantas palabras con Mariano, su chófer, chulón y camándula, unas cuantas palabras para asegurarse de que no le dominaría el sueño. Y otras cuantas con los controles para que el «alto» fuera lo más breve posible. Durante estas horas de noche y sombras se entretuvo en ver y en pensar… En aquellos campesinos con barba de muchos días y arrugas que parecían pequeñas brechas, con su fusil siempre dispuesto, con el cigarro apagado en la comisura de los labios, con los pantalones de pana un poco caídos y con aquel mirar entre inocente y pícaro a la vez; y en aquellos Cristos y Vírgenes colocados a los lados del camino como extraños centinelas, de cara al día y la noche, a fríos y calores, a la quietud y al viento, también con sus fusiles en bandolera y un gorro de miliciano ridículamente puesto sobre sus cabezas. Todo aquello, que en un desfilar relámpago ante su mirar había visto en aquel caminar entre una paralela de árboles que parecían esqueletos, le hundió en hondas preocupaciones. Fue inútil que quisiera dormirse, que quisiera pensar en los frentes, que quisiera pensar en el mañana. Aquellos vigilantes del camino, de carne unos, de escayola o madera otros, se le habían metido muy dentro…
Pensar…
«¿Por qué pensar en esto?»… se decía mientras pensaba…
«¿Será verdad que se han arrancado a Dios de sus almas?… ¿O sólo querrán molestar a Dios por no haberles escuchado sus súplicas de siglos? ¿Habrán puesto en el camino a Vírgenes y Cristos para poder verlos a su misma altura, como seres iguales a ellos o como una imitación de ellos, o los habrán colocado ahí por la necesidad de dominar su miedo y sus dudas?… ¿Se habrán secado en ellos las viejas raíces de su vieja fe o estarán solamente dominados por la misma locura que envuelve a España entera?»
«No sé».
«No sé».
Y no hizo mayores esfuerzos por saberlo.
Y comenzó a pensar en la Reforma Agraria, en la revolución agraria que el Partido le había encargado hacer sin fijarle plazo, sin decirle como, pero gritándole que había que ganar en unas semanas a los campesinos para que a los frentes no les falte carne endurecida… Pensó en la tierra tomada por tantos hombres en un afán desesperado de ser dueños de lo que querían ser dueños sus antepasadas desde siglos y siglos; pensó en el Decreto del 7 de octubre que confirmaba la propiedad de la tierra a sus nuevos dueños; pensó en los millones de pesetas repartidos, en las semillas dadas sin tasa… Y sonrió con tristeza… «Todo esto no deja de ser una gran mentira, una terrible y necesaria gran mentira… Hemos repartido lo que no hemos conquistado definitivamente, lo que todavía está en litigio, lo que aún no se sabe si será para siempre nuestro o volverá de nuevo a ser de ellos… Pero era necesario… A toda esta gente del campo, a toda esta gente con una loca ambición de propiedad que se asemeja a una gran y eterna locura los necesitábamos, los necesitamos, los necesitaremos por mucho tiempo, por mucho tiempo, por todo el tiempo en que tardemos en hacernos dueños del poder y de consolidamos en el poder… ¡Después hablaremos!… ¡Después pondremos las cosas en claro!… ¡Después podremos decir quién es el verdadero dueño de la tierra!… Pero, hasta entonces habrá que gritar cada día que la tierra es suya, que se la dimos nosotros, el Partido, que les dimos dinero y semillas y aperos y consejos… Sólo sintiéndose dueños lucharán por conservar «sus» propiedades»
Volvió a sonreír.
«La historia no podrá decir que fue una mentira».
«La historia si quiere ser justa tendrá que decir que fue un medio». «¿Y si se perdiera la guerra?»
Pensó unos segundos sobre esto.
«Sería grave, pero no decisivo. Porque no sería más que una derrota parcial, pasajera en realidad, un aplazamiento de la fecha decisiva e histórica. Sí, ellos jamás olvidarán que nosotros les dimos de hecho y de derecho la tierra; ellos jamás olvidarán quién les robó por la fuerza de las armas «sus» propiedades».
Y una sonrisa más.
«¡Magnífico!».
«¡Realmente magnífico!».
«¡En verdad el Partido es el jugador que nunca pierde! ¡Nunca!… De una manera u otra siempre hace saltar la banca… Por la estupidez de los demás y por su grandiosa sabiduría».
Se dio cuenta que el cigarro se le bebía apagado. Lo encendió de nuevo. Una chupada y el toser de Mariano que ya iba para viejo.
«¿Por qué insistir más sobre esto? —pensó —. Al fin y al cabo la revolución agraria ya está «hecha»… He terminado mi tarea. Ahora son ellos, estos nuevos propietarios los que tienen que luchar y morir por conservarla, por conservarla y por llevamos paso a paso hacia el poder, hacia ese poder que los republicanos consideran que es la república, pero que será nuestro poder. ¡El nuestro, imbéciles, el nuestro!».
Rebosando cinismo pensó: «Valió la pena el viaje a pesar de tener que haber aguantado a ese coronel Morales, viejo verde y chocho; a pesar de haber tenido que aguantar todas las horas de una larga noche escuchando el canto-llanto de una mujer sombría con aires de bruja y el rasguear de una guitarra que era algo extraño en aquel momento en que las dos Españas cargadas de odio, de ambición de vencer, habían empezado a regar a España de sangre y lágrimas».
Tiró la colilla que otra vez se había apagado.
«¡Cante jondo!».
«Y una guitarra que ablanda».
Y comenzó a dormirse.
Y se durmió.
—Señor, estamos llegando a Madrid.
—Llévame al Instituto.
El empleado de guardia abrió los ojos con sorpresa y sueño; los guardias de asalto le saludaron un poco asustados… Y llegó a su despacho; y se dejó caer sobre un sillón… Y clavó su mirada en los mapas de los frentes del Centro… «Sí, el capitán Carlitos es un hombre eficiente… Todo está al día. Seguimos retrocediendo… Pero eso no le importa… Lo importante es marcar cada día dónde estamos… Y lo ha hecho… Sí… Estamos al borde de la gran batalla, de la gran derrota o de la gran victoria… Gracias, capitán Carlitos… Tú siempre sabes lo que quiero saber».
Se acercó a los mapas.
Y miró detenidamente.
«Seguimos retrocediendo».
«Seguimos retrocediendo».
Y blasfemó varias veces en voz baja…
«Y, sin embargo, se puede hacer mucho o al menos algo… ¡Algo!… ¡Algo!… Cualquier cosa menos presenciar pasivamente cómo la catástrofe se acerca, cómo la catástrofe nos amenaza».
Pero…
«Yo soy el director del Instituto de Reforma Agraria… Yo sólo debo hacer la Reforma Agraria… ¿Lo demás?… Lo demás no importa, no me importa… Concretamente el Partido me dijo: «Castro, hay que hacer la Reforma Agraria. Y hacerla pronto. Los frentes necesitan carne fresca, carne endurecida. Esa carne es la de los campesinos. Dales cuanto sea necesario con tal de que ello les impulse a luchar, les impulse a matar».
Sí.
«¿Lo demás?… Allá ellos… Que los militares hagan lo suyo… Yo he hecho lo mío… ¿No querían carne fresca?… ¡Pues ya tienen carne fresca!… Y, sin embargo, yo podría hacer algo, todavía podría hacer algo…» Y otra vez sobre los mapas. Con una línea azul muy delgadita estaban marcadas las tres zonas «fortificadas» que había mandado construir el pequeño Napoleón del momento, don Francisco Largo Caballero. La primera pasaba por el Este del Guadarrama protegiendo Griñón y Torrejón; la segunda pasaba por Pozuelo de Alarcón-Perales del Río; y la tercera protegía los arrabales de la ciudad en las direcciones de Aravaca-Humera-Carabanchel-Villaverde.
Tres zonas «fortificadas».
Tres líneas marcadas en el mapa con unas rayitas azules muy delgaditas. «Nada D. Francisco».
«No son zonas fortificadas de cemento»… «Son tres líneas, muy delgaditas, marcadas en el mapa con un lápiz azul»…
Y una pausa en el pensar: «Vienen deshechos por el cansancio y una retirada do varios meses. Hay en ellos un heroísmo desesperado, pero nada más. Ya no son combatientes. Y no lo serán posiblemente en algún tiempo. Son la dignidad hecha carne. Nada más que la dignidad, Y con esto solo no se puede vencer».
Se dirigió al teléfono y marcó un número.
—Aquí Castro.
—El sargento de guardia. A tus órdenes.
—Gracias… Gracias… Llama, por favor, al capitán Carlitos.
Y esperó.
—A tus órdenes, comandante.
—¿Tienes sueño?
—Sí.
—¿Puedes aguantártelo por unas horas?
—Sí.
—Pues ven a verme… ¡Te necesito!… Pero, ven pronto… Tu «comandante» te necesita más de lo que tú piensas…
—Como tú ordenes.
Y entretuvo la espera figurándose los frentes; imaginándose a cientos y miles de hombres agotados y hambrientos atravesar los días y las noches sabiendo que en su caminar se acercaban a Madrid, se acercaban a un lugar en donde no deberían pasar, de donde no habría de dejarlos pasar, pasase lo que pasase. «No son hombres de campo y la inmensidad del campo, su silencio o sus ruidos les desconcierta o asusta. Sí. Ellos todavía no saben ver en la noche ni catalogar los ruidos. Pero si llegan hasta aquí, aquí será otra cosa. Ellos conocen las calles y saben moverse en ellas como los lobos en los montes y, además tienen aquí sus casas, sus mujeres, sus hijos… ¡Afortunadamente los tienen aquí!… Esto es muy importante, muchísimo, sobre todo si no se permite la evacuación en masa… Entonces se detendrán, porque aquí estará todo cuanto timen».
Escuchó unos golpes en la puerta.
—Adelante, capitán.
Y le salió al encuentro. Y Carlitos se cuadró y saludó con el rostro contraído y lleno de sueño.
—A tus órdenes, comandante Castro.
Castro se acercó y le estrechó la mano fuertemente. Se notaba un poco emocionado, pero sólo fueron unos segundos en los que al volverse a oír llamar comandante recordó muchas cosas.
—Siéntate, capitán.
Y le dio un cigarro y encendió otro. Y tocó un timbre y cuando llegó el empleado de guardia le dio unos billetes.
—¡Tráiganos café de donde lo haya!… ¡Por favor!
Y se miraron. Pero sólo hubo en aquellos dos mirares un mirar que sabía qué miraba: el de él, de Castro que buscaba en los ojos del otro si existía la vieja fidelidad, que tanteaba en los ojos del otro si podía confiarse, si podía preguntar cuanto quería saber.
—No perdamos tiempo, Carlitos.
—Dime.
—¿Cómo van las cosas en el Quinto Regimiento?… ¿Cómo funciona el comandante jefe, Líster; cómo funcionan los demás comandantes?
El capitán le miró.
—Me matarían si lo supieran.
—No te matarán, capitán… No te matarán… ¡No y no!… Tú eres un capitán del 5.° Regimiento y no un capitán de Líster ni un capitán de Castro, ni un capitán de Largo Caballero, ni un capitán de la república, ni un capitán de nadie… ¡Tú sólo eres lo que eres, camarada, un capitán del 5.° Regimiento, de ese 5.° Regimiento por encima del mal no hay nadie para ti… ni para mí… Y no se trata, entiéndeme bien, de que me informes de Líster o Modesto, de «El Campesino» o Galán… ¡No!… Quiero sólo que me informes del Quinto Regimiento, ¿me entiendes?, del Quinto Regimiento nada más. Porque esto es lo importante para ti, para mí, para el Partido, para la revolución… Los hombres no… Los hombres suelen ser muchas veces porquerías disfrazadas de héroes… Pero, el Quinto Regimiento no, ¿me oyes?… Y del Quinto Regimiento es de lo que quiero saber cuanto tú sepas…
—Sí, comandante.
—Habla.
—Sí, comandante.
Y mirando fijamente al capitán que parecía vacilar, Castro se dispuso a escuchar.
—El Quinto Regimiento está enfermo… ¡Una extraña enfermedad!… Todos sus jefes son héroes… Todos sus combatientes mártires… No… ¡Ya no es el Quinto Regimiento!…
—¿Por qué?
—Tú antes eras un freno de muchas cosas… Sin ti cada cual se ha mostrado como era… Líster llega, come, duerme, golfea lo que puede y se va; Carlos llega, bebe, solfadea a las muchachas de la cocina, grita como un energúmeno y se va; sólo hay algunos que siguen siendo lo que fueron: el comandante Ortega, más miste y silencioso que nunca, el comandante Oliveira.
—¿Y nadie más?
—No.
Castro le miró fijamente Sentía una rabia inaudita por dentro, pero se contenía. Y se limitaba a mirar a los ojos del capitán.
—La comandancia del Quinto Regimiento es un hotel, un comedor, un estanco… Y nada más.
—¿Y el Partido?
Después de decirlo, Castro tuvo miedo de haberlo dicho.
—¿El Partido?
—Sí.
—El Partido sois vosotros…
Entró el empleado de guardia con el café. Y bebieron en silencio. Y cuando ya el café se agotó, Castro dio un cigarro al capitán, encendió él otro y después de dar unos cuantos paseos por el despacho, cuya gruesa alfombra ahogaba el ruido de sus pasos, se volvió a sentar. Y comenzó a hablar. Lentamente, clavado su mirar en los ojos del otro, sin hacer un gesto.
—Capitán Carlitos: se acercan unas horas difíciles. Hasta ahora ha sido posible jugar al héroe y ceder terreno, pero me temo que eso se acerca a su fin. Ya no será Talavera, Maqueda, Toledo… Ahora le toca el turno a Madrid, y a pesar de lo que diga el imbécil de Caballero, asesorado por el cretino de Asensio, Madrid se podría decidir en unos días de lucha… ¿Me comprendes?… Se empieza a notar el pánico en la cúspide, muchos jefes empiezan a sacar a sus familias, el gobierno parece ser que vacila entre irse o quedarse, en el mismo Partido la idea del repliegue de las direcciones nacionales de Partidos y Organizaciones a Valencia y del mismo gobierno toma cuerpo…
El otro le miraba.
—Podríamos esperar y cuando llegue el enemigo a las puertas de Madrid irnos… Esto ni es peligroso ni es difícil… ¡Pero si fuéramos capaces de resucitar el Quinto Regimiento es posible que todo se salvara… es posible que Madrid fuera, si supiéramos aprovecharlo, el choque decisivo y nuestra victoria decisiva!… ¿Crees posible la resurrección del Quinto?…
—No.
—Está bien, Carlitos… No te dediques a mirar lleno de pena los rincones de nuestra comandancia, no te dediques a sufrir una terrible nostalgia por el ayer… Yo te diré, Carlitos, lo que puede hacerse; yo te diré lo que deberás comenzar a hacer desde el momento mismo que llegues a la Comandancia.
Se miraron.
—¿Confías en mí?
—Sí.
—¿Me obedecerás?
—Sí.
—Cuando llegues a la Comandancia pide una taza de café negro. Tómatela. Y después comienza a llamar a todas nuestras unidades. Saluda a sus comandantes en mi nombre… Diles que les recuerdo entrañablemente… pregúntales después cuál es la mejor compañía que tiene cada uno de ellos… Pregúntales si quitándosela podrían mantener sus frentes… Pregúntales si están dispuestos a dar todo por Madrid… Hecho esto, es cuestión de unas horas nada más. Vete al hotel de la calle Serrano, habla con Tomás y pregúntale, sin darle aparentemente mucha importancia, si podría organizar en unos cuantos días doscientos grupos de cinco hombres dispuestos a todo… Y háblale de mí… Y procura captar el tono en que te responde…
—¿Por qué?
—Quiero saber si solamente soy un modesto Director de la Reforma Agraria… Nada más… Solamente eso… Pero, cuando sepas todo lo que te he dicho que quiero saber, ven a la hora que sea… ¡No dejes de venir!… ¿De acuerdo?
—A tus órdenes, mi comandante.
Y se fue.
Castro apagó la luz y se echó en uno de los divanes… Y se quedó dormido en unos cuantos segundos.
* * *
Largo Caballero, el flamante ministro de la Guerra, posiblemente asesorado por sus consejeros, hace tres definiciones mientras Franco avanza hacia Madrid.
Una.—«No conviene que los milicianos sepan de la existencia de las tres zonas fortificadas: se retirarán rápidamente a ellas y traerán con ellos al enemigo hasta las puertas de la ciudad».
Dos. —«España es un país de guerrilleros».
Tres. —«…Madrid no es una posición favorable, por lo que en el caso hipotético de que llegaran los facciosos a dominarla, el triunfo no pasaría de lo moral».
«Imbécil».
«Imbécil».
Y sonrió.
Y se le oyó decir, esta vez en voz alta, seguro de que nadie le escuchaba: ¿No será mejor que sea así?». Después se dejó caer en un sillón. Y cuando entró Morayta con papeles y más papeles se limitó a decirle mientras sonreía cínicamente:
—¿Cómo va esa Reforma Agraria, camarada Morayta?
—Bien… Pero quisiera que confirmaras los nombramientos de todos los eventuales…
—¡No firmo nada!
—¿Por qué?
—Escucha, mi buen Morayta. En este momento a mí no me importan nada los eventuales, ni la Reforma Agraria, ni el Instituto de Reforma Agraria… ¿Me oyes?… Sólo me importa una cosa…
Morayta le miraba.
—…batalla que se acerca… La batalla por Madrid… La batalla que hay que ganar o habremos perdido la guerra, a pesar de lo que digan políticos y militares…
—Y…
—Eso sólo… A la mierda los eventuales… A la mierda la Reforma Agraria… A la mierda todo… ¡Todo!… Todo menos Madrid… Y perdóname, camarada Morayta, que nunca he debido hablarte así porque tú eres un hombre que sabe comprender y con el que existe siempre la obligación de explicarse…
—No importa, Castro. Sé que estás nervioso.
—Muy nervioso, Morayta… camarada Morayta… Sí… Debo estar algo nervioso.
Morayta se fue.
Y Castro se acercó al balcón y estuvo muchos minutos mirando al parque que tenía enfrente aunque no era «su» parque; después se acordó del Parque del Oeste, de «su» parque y sintió una gran pena… «Lo destrozarán»… «Morirán hombres y recuerdos»… «Y aunque después se reconstruya ya nunca será el mismo, que el alma de una cosa no puede morir y resucitar». Y abandonó el despacho. Frente a la puerta del Instituto, Mariano dormitaba.
—Llévame al Parque del Oeste… ¡Tengo prisa, Mariano!
—Sí.
—Pero, por favor, llévame por la calle de Alberto Aguilera… Por allí vete despacio, ando buscando algo que no sé si encontraré…
Madrid se hunde en la noche.
En el Paseo de Rosales un coche con las luces apagadas… Recostado en un árbol Castro mira a lo lejos… Mira y mira… Y cuando se vuelve de espaldas y mira a la ciudad dice como en un susurro:
«No puede perderse».
«Ella es nuestra vida y nuestra historia».
Y muy lentamente se dirige al coche. Mariano pone en marcha el motor y enciende las luces… Y luego mira a Castro.
—¿Llora?
—No seas tonto, Mariano. Lo que ocurre es que hacía tanto tiempo que no venía, que el viento de la sierra me ha desconocido… No… No lloro… ¿Cómo piensas que puedo llorar yo?
Mariano calla.
—Vamos, Mariano, de prisa…
—¿Encontró lo que buscaba, jefe?
—Sí.
—Menos mal —comentó Mariano. —Y si vieras qué alegría nos ha dado a los dos.
—¿A los dos? —preguntó con los ojos muy abiertos.
—Sí, Mariano… Pero no te estrujes la mollera… Es difícil de comprender.
—Ya lo decía yo…
—Y yo, Mariano.