EL FESTÍN DE LAS MOSCAS
La calle empezaba en la de Alberto Aguilera y terminaba por esos días en la de Cea Bermúdez, que comenzaba a parecerse a una calle de verdad. Después campos cubiertos de montones de escombros que llevaban allí unos volqueteros que blasfemaban mucho, y mulas que arrastraban los carros sin protesta ni prisa, mientras miraban a lo lejos con una tristeza humana. Y hierbas agonizantes. Y perros que eran un dibujo extraño de huesos unidos quién sabe por qué, que husmeaban sin descanso y con el rabo hundido entre las patas y que aullaban en las noches como si quisieran que todos supieran de su dolor, de soledad y hambre. Y pobres muy pobres que se despiojaban al sol y se morían silenciosamente en las noches de todos los inviernos. Y luego, a lo lejos, las moles, rojas y de nervios grises de la naciente Ciudad Universitaria. Y más allá, como una sombra de colores cambiantes, la sierra del Guadarrama. Y detrás la vieja Castilla, la auténtica, como escondida bajo el peso de su gloria, de su dolor y su hambre. La calle se llamaba Blasco de Garay.
La casa olía a yeso joven… Estaba situada al final de la calle, a la derecha, haciendo esquina con la de Cea Bermúdez, repartida su fachada entre las dos calles como para no hacer de menos a ninguna. Y un portal más estrecho que ancho. Y una escalera retorcida, de peldaños blancos y paredes grises. Y un ascensor que aún no funcionaba. Y varios pisos. Y en cada piso varias puertas. Y detrás de cada una de ellas quién sabe cuántas habitaciones con grandes ventanas a la sierra y quién sabe también qué gente y qué risas y qué llanto. Y un portero. Y la mujer del portero.
Ella, veinte años más jóvenes que veinte años. Hija de una familia de buen vivir, allá al final de la calle de Serrano, en un edificio que se conocía por «La Granja de los Diez Hermanos» con sesenta vacas y un perro viejo al que gustaba el sol y el silencio. Se llamaba Esperanza Abascal… Y soñaba con la revolución porque ya no eran tiempos de creer y soñar en un príncipe azul. Llevaba en invierno un abrigo que recordaba un poco a los moradores de las orillas del Don; en el verano vestidos que se parecían a los de los servidores de Dios. Caminaba con un ritmo deportivo y guerrero como si quisiera ocultar el sexo hasta después, hasta que la revolución hubiera hecho de España un jardín con flores rojas solamente. Su cara, sin embargo, era dulce y bella aunque angulosa y dura. Y sus ojos parecían clavados en un horizonte misterioso y oculto, en un horizonte por el que debiera llegar lo que tenía que llegar. Se casó con Castro en mayo de 1936. Y fueron testigos César Falcón, Gonzalo Sanz y el dueño de la imprenta de Eloy Gonzalo en la que se editaron algunos de los periódicos ilegales en el período de la derrota de 1934. La madre de ella amuebló aquel cuarto del cuarto piso de aquella casa de la calle de Blasco de Garay, esquina con la de Cea Bermúdez, porque era la hija mayor, la primera que se casaba y porque al camarada Castro se le había olvidado qué era y cómo era un hogar. Y muebles nuevos con olor a madera fresca… Y un matrimonio de tres; ella, Castro y el camarada Castro.
Pero esto sólo lo sabía él.
Ella soñaba, él no tenía tiempo; ella amaba, él cuando tenía tiempo. Ella era buena. Él quería serlo a la manera de ella, pero… A veces, cuando veía en los ojos de ella el brillo de la ilusión y del amar hacía un esfuerzo para ser, para ser aunque sólo fuera por unos instantes, por esos instantes en que toda mentira es un crimen, Enrique, solamente Enrique. Pero casi siempre era imposible: surgía dentro de él inesperada y violentamente, el «camarada Castro» que le miraba con desprecio y reproche, que le recordaba la revolución, el Partido, todo lo que no era aquello y Enrique comenzaba a endurecerse, a ser por fuera también el «camarada Castro». Y cuando lo lograba sonreía sin ver ni saber que la ilusión y el amor iban enfermándose de frío…
Él preguntaba a veces:
—¿Ya?
—No, todavía no.
Y se acordaba de Martín Báguenas, de aquella patada que le hizo llevarse violentamente las manos a los testículos como queriendo estrangular un dolor que abrasaba, y recordaba aquel orinar sangre. Pero no decía nada. El «camarada Castro» recordaba aquello no por la pena de una paternidad ya imposible, sino para reverdecer su odio, para recordar las cuentas pendientes, para anhelar más y más la revolución… que era también desquite.
¿Supo alguna vez Esperanza de la existencia en su matrimonio del «camarada Castro», de ese tercer y terrible personaje en su vida?… Debió de saberlo solamente muchos años después, cuando ya no es tiempo, cuando ya es tarde para todo, cuando ya ni los reproches arañan, cuando la vida comienza a declinar, cuando ya el amor ha dejado de ser una ilusión, un sentimiento, una necesidad y una costumbre, cuando ya el corazón sólo puede vivir para penosamente vivir.
Cada día era igual.
Él llegaba tarde con el cuerpo cansado y pleno de fiebre, de esa fiebre que enloquece y limita, que encadena y empuja: la fiebre de la revolución que se manifiesta en unas ansias angustiosas de que llegue. Llegaba después de horas y horas de escribir en la redacción de «Mando Obrero» para empujar a millones de gentes a un punto que sólo el Partido sabía; después de reuniones, de un hablar reflexivo y frenético… Ella le ponía la cena en aquel comedor limpio y silencioso que parecía vivir en constante coloquio con la sierra lejana. Le ponía la cena casi con el mismo ritmo y postura que lo hiciera su madre, aunque él no se diera cuenta de ello porque se había olvidado de aquella mujer enlutada, de pelo blanco y tristeza eterna. Y cenaba en silencio. Y luego se acostaba. Y hablaba un rato a la camarada Esperanza del balance de «su» día. Ella, acurrucada junto a él, escuchaba. Luego apagaba la luz, cerraba los ojos y a pensar en mañana Cuando terminaba este pensar, que no era otra cosa que el marcarse las tareas del otro día, se daba cuenta del respirar tranquilo de ella, el calor de aquel cuerpo joven. Pero el Partido controlaba algo más que el cerebro: controlaba también el sexo… Y la pasaba la mano cariñosamente par la cabeza: era una caricia que no costaba ni distraía ni cansaba.
Y se dormía.
Y cuando ya en la mañana se levantaba, bebía su café en silencio. Y cuando abandonaba la casa, ella le acercaba la cara y él la besaba en la frente.
—No vengas tarde.
—No.
—Y ten cuidado.
—Sí.
Ella le miraba como con el anhelo de volver a acercarle la cara. Él sonreía un poco impaciente y se despedía con estas palabras: «Es la época del esfuerzo hasta no poder más, Esperanza; luego vendrá el hacer la revolución; y si vivimos, que viviremos, será cuando tengamos el derecho de todo y a todo…»
Ella sonreía.
Y él bajaba las escaleras corriendo. Al llegar a la calle miraba a uno y otro lado, más por costumbre que por miedo, y comenzaba a marchar casi corriendo hacia la redacción de «Mundo Obrero».
—Salud, Castro.
Y a sentarse ante aquella mesa larga. Y a ver la prensa. Y luego a pensar para escribir sin pausas. Sólo cuando miraba a su derecha y veía el correr de una estilográfica sobre unas cuartillas blancas, en líneas casi impecablemente paralelas, guiada por una mano suave que parecía no tener pulso, y continuaba su mirar hasta llegar al rostro de Serrano Poncela se contraía su cara y decía para sus adentros: «Cuándo llegará la revolución para mandar a este señorito a la mierda». Luego se acordaba del Frente Popular, la Celestina Política del Partido y sonreía. Y serenamente empezaba a escribir…
* * *
España entera era miedo. Un miedo escondido y repartido en el fondo de millones de figuras humanas para los que el día era un tormento de temblores interiores, de miradas oblicuas, de blasfemias a flor de labios, de plegarias, de un andar viviendo y pensando en la muerte.
Al anochecer…
Al anochecer el miedo era amo y señor de España.
Se le veía entrar en las iglesias y mirar y penetrar en el cuerpo y en el alma de mujeres enlutadas que rezaban precipitadamente mirando a un Dios que no veían. Se le veía entrar en los cuarteles y ahogar las risas de los oficiales, poner fin a sus partidas de póker y hacerlos llevarse instintivamente la mano a la pistola con un movimiento nervioso. Se le veía entrar en la Casa del Pueblo para provocar un silencio angustioso o para dar vida a un mundo de murmullos y de estremecimientos en las ingles. Se le veía vaciar los casinos en donde hombres y cosas olían a alcanfor. Las prostitutas comenzaron a retirarse a la hora de las gentes decentes. El vino comenzó a no emborrachar a los borrachos. Los árboles se aferraban desesperadamente a sus raíces para que el viento no los moviera porque no querían hacer ruido. Los perros ladraban con ladridos roncos y ahogados. El miedo ahogaba la risa de todo un pueblo; provocaba el insomnio de toda una nación. Y la noche era más noche que nunca. Y los quicios de los portales, pequeños agujeros en los que se escondían los guardias en un afán disimulado por desaparecer.
Temblaba una España.
Y la otra.
Las dos tenían miedo.
España entera escuchaba. Escuchaba en un escuchar que ahogaba la respiración. Nadie hacía caso del sonar de das campanas de las iglesias cuando marcaban las horas. No era necesario. La gente escuchaba tan sólo un tictac distinto y extraño: sus propios pulsos con los que medía el correr del tiempo. Y se dormía con los ojos abiertos. Y durante toda la noche se esperaba el día con la boca seca.
Y cada mañana el pueblo bostezaba su insomnio.
Y orinaba su miedo.
* * *
Mientras tanto Casares Quiroga, ministro de la Gobernación, escupía su tuberculosis por los pasillos del viejo caserón de la Puerta del Sol; José Antonio Primo de Rivera, jefe de la Falange, había iniciado su agonía en una prisión republicana; don Manuel Azaña desde los balcones del Palacio que fue real, aspiraba el aroma del Campo del Moro y temblaba su miedo. Largo Caballero regresaba—precipitadamente de una jira por el extranjero; Francisco Franco hacía el borrador de su manifiesto justificativo.
Mientras tanto…
Los rumores estremecían a España.
Y…
«Una parte del Ejército que representa a España en Marruecos se había levantado en armas contra la República, sublevándose contra la propia Patria y realizando el acto vergonzoso y criminal de rebelarse contra el poder legítimamente constituido».
Era el primer parte de guerra.
* * *
En la Casa del Pueblo la gente subía y bajaba las escaleras precipitadamente. Se hablaba a gritos y en voz baja. Los teléfonos jadeaban en un trabajar sin tregua. Una masa inmensa de hombres y miedo comprendía que era necesario hacer algo, pero nadie sabía el qué. Sólo en uno de los rincones del café, un pequeño grupo de gentes —cuatro o cinco —, permanecía tranquilo, impasible y silencioso: era la dirección del Partido Comunista en Madrid. De vez en cuando entraban los enlaces rápidos y serios, hablaban unas palabras, escuchaban otras y desaparecían hundiéndose en aquel torrente de carne humana que abarrotaba la entrada.
Castro llegó y se dejó caer en una silla. Tenía hambre y sueño. Pidió un café a un camarero viejo y sucio, y miró a los que estaban a su lado. Pablo Yagüe le sonrió. Francisco Antón, el nuevo secretario del Provincial de Madrid, le miró como si esperara algo. Él aguardó a que el camarero se alejara. Después comenzó a beber el café en pequeños sorbos. Luego encendió un cigarro y comenzó a hablar:
He estado en la redacción de «El Socialista». He hablado con Albar que olía a vino y miedo. Lo de siempre: «Hay que esperar, compañeros, hay que esperar». Y me he venido sin esperar a más…
—¿Tu impresión? —preguntó Antón.
—Están como siempre, a la deriva.
Se hizo el silencio. En aquellas gentes los nervios parecían dormir. Siguieron llegando enlaces de todos los rincones de Madrid y de los pueblos de la provincia. Castro sacó un cuaderno de notas y escribió rápido unas cuantas líneas. Luego miró a los otros.
—La movilización ha terminado. ¿Qué dice el Buró Político?
—Va a plantear al gobierno la urgencia de armar al pueblo. Hay que procurar armar al Partido por encima de todo.
—Está bien. —Hizo un invento de levantarse, paro continuó sentado Con la seguridad de que tenía que saber algo más.
—El Partido espera mucho de los «radios» que tú controlas. Cuatro Caminos y Chamartín de la Rosa, por su gran concentración proletaria, deben jugar un gran papel. Te enviaremos a Francisco Galán para que te ayude…
—Para que me ayude ¿a qué?
Yagüe sonrió. Antón se encogió de hombros. Castro se levantó y avanzó hacia la puerta sin prisa, como quien ha calculado que tiene tiempo para todo lo que tiene que hacer. Cuando salió a la calle miró al cielo. Después se llevó la mano a uno de los bolsillos de su chaqueta y apretó la culata de la pistola. Y siguió andando hacia la calle de fortaleza. En cada esquina grupos de obreros pedían los documentos de identidad.
—Castro, del Partido Comunista.
Y continuaba su camino.
Subió a un tranvía y se acomodó en un rincón de la plataforma delantera. El conductor hablaba con un pasajero que casi no contestaba. Castro dejó de escuchar y se acordó de Francisco Antón. Sonrió con asco: Le odiaba hacía tiempo. Antón no había sido nunca otra cosa que un señorito escuchimizado y santurrón, hasta que la casualidad le llevó a convertirse en el recadero de un tal Lafuente, uno de los dirigentes de un sindicato ferroviario autónomo que tenía su domicilio en Martín de los Heros, que vivía sin pena ni gloria. De allí le enviaron a Moscú, de donde vino con el espaldarazo para ocupar la secretaría general de la organización comunista de Madrid, a cuyo cargo llegó con más rapidez, gracias a los buenos oficios de la «Pasionaria» que le convirtió en su Godoy… Cuando Castro llegó a la Glorieta de Quevedo se apeó y comenzó a subir por Bravo Murillo, con los ojos más abiertos que nunca y la pistola a punto; quería ver con sus propios ojos el despliegue de sus fuerzas. Porque estaba seguro de que había llegado el momento que había esperado muchos años y para el cual se había preparado fría y metódicamente.
—Documentos…
—Soy Castro.
—Salud, camarada…
—Salud.
Y siguió andando. Se acordó de su casa. Vivía cerca, en la calle de Blasco de Garay a donde se había mudado bacía solamente unas semanas, al casarse con Esperanza. Sintió más sueño que nunca. Pero continuó su camino sin alterar el ritmo. «Bodas de sangre»… Sonrió otra vez… «Esperanza comprenderá… Si Esperanza no comprende esto, la camarada Esperanza sí tendrá que comprenderlo».
—Documentos.
—Castro.
—Salud, camarada.
—Salud.
Cuando llegó a la Glorieta de Cuatro Caminos miró de reojo al Bar Metro. Docenas de anarquistas vociferaban entre humo y malos olores. Se acercó al Bar Peñalabra. Allí estaba uno de los dirigentes de la C.N.T., Isabelo, pálido y despeinado…
—Salud.
—Salud.
Cuando entró en la zona iluminada aflojó los músculos y respiró hondamente. Un pequeño grupo se dirigió a él: Villasante y González, del «radio» de Cuatro Caminos y Macías del de Tetuán de las Victorias. Y Carnero, un eterno estudiante de derecho convertido en su hombre de confianza. No dijeron nada, se limitaron a continuar detrás de él hasta que los cinco se hundieron en el Bar Central.
Castro se restregó los ojos con fuerza. Luego comenzó a hablar:
—Camaradas: El Buró Político va a obligar al gobierno a que entregue las armas a los trabajadores… No hay que perder la oportunidad… Quien tenga más armas impondrá su voluntad aquí y allá… Que la gente no se retire… Hay que vigilar los locales socialistas y republicanos porque será a ellos donde lleguen las armas… Lograr cuantas podáis… Esto es lo más importante por ahora… Mantener los contactos con las células y constantemente conmigo a través del camarada Carnero. Esto es todo… Quedaron solos Carnero y él.
—Me caigo de sueño…
—¿Por qué no descansas unas horas?
—Sí… Va siendo necesario… Pero quiero que hagas un pequeño trabajo: vete a recoger a mi mujer y llévala a casa de su madre… Allí estaré yo descansando… Cualquier cosa que ocurra, llámame…
Carnero salió y a los pocos minutos regresó. Salieron juntos. Frente a la puerta del café esperaba un taxi, Entró en él. Ya dentro se acordó de algo:
—Sólo tú, camarada Camero, debes saber mi dirección.
Después miró al chófer. Era un viejo camarada, delgado y rubio, silencioso y triste.
—Y tú, camarada, procura olvidarla lo más rápido que puedas.
Se acostó vestido y con la pistola encima de la mesilla de noche. No le gustaba aquella colonia, «El Viso», pero la encontraba más conveniente por ser desconocido en ella y por sus mejores vías de comunicación. A pesar del sueño no pudo dormirse rápidamente. Fueron unos minutos de pensar. Oyó la llegada de Esperanza y su hablar con las hermanas casi en un susurro.
Durmió unas horas.
Y salió de la casa antes de que amaneciera, sin hacer ruido, sin sueño, pero con hambre.
Cuando llegó a Cuatro Caminos la tensión de las gentes era mayor aún que el día anterior… Dejó de escuchar a la gente y se concentró en la preparación de las fuerzas, aunque antes envió un enlace a la dirección del Partido para saber las últimas noticias y si las órdenes de la noche anterior se mantenían, y otro para que observara si había algo anormal en el Cuartel de la Guardia Civil que había en las inmediaciones de la Avenida Metropolitano.
Castro no tenía que improvisar.
A las once de la noche, la sublevación en Marruecos había sido confirmada, dejando de ser un rumor. Poco después el gobierno empezó a enviar camiones a los locales socialistas y republicanos. Los comunistas se movieron rápidos. A las doce de la noche cada comunista tenía un fusil y municiones suficientes. A la una de la madrugada el comandante Fernando Navarro y Francisco Galán llegaron a organizar el Quinto Batallón de Milicias. Castro los dejó hacer, porque estaba seguro de que ellos sabían hacer «aquello» mejor que él. A las dos de la madrugada, entre oscuridad y frío, tuvo una pequeña conversación con los dirigentes comunistas de las dos barriadas.
—Obedecer mientras el Partido no diga lo contrario. Pero comenzar a localizar a los fascistas de la barriada… Creo que mañana va a ser un día de mucho trabajo.
—En caso necesario ¿en dónde te podremos localizar?
—El camarada Carnero sabe.
Y después, procurando que nadie notara su marcha, se encaminó hacia el Hospital Obrero, seguido de Carnero. En una bocacalle había un taxi con las luces apagadas, el chófer al volante y dos hombres protegiéndole hundidos en el quicio de un portal.
—Salud, Carnero.
—Salud, Castro.
Cuando llegó a la Colonia vio las luces de la casa encendidas. Abrió la puerta del portal y entró, mientras sentía alejarse el taxi.
—¿Qué pasa?
—Nada anormal… Ha llegado la hora del nuevo diálogo…
Esperanza le trajo una taza de café. Bebió el café, dejó la pistola sobre la mesilla de noche y se dejó caer en la cama… Antes de dormirse dijo unas palabras a Esperanza.
—No tengáis la luz encendida. Y no abráis a nadie la puerta hasta que no estéis seguras de quién es… Esta dirección sólo la sabe Carnero… Si llaman, despertarme antes de abrir…
—Sí —respondió ella.
Creyó oír entre sueños unos disparos, pero no tuvo fuerzas para abrir los ojos, ni para preguntar a Esperanza, que estaba seguro que no dormía. Luego ya no sintió nada.
* * *
—¡Enrique!…¡Enrique!…¡Despierta!… Carnero está aquí.
Instintivamente extendió la mano hasta la mesilla de noche. Cuando sintió el frío de la culata en su carne se tranquilizó. Y abrió los ojos.
—¿Qué pasa?
—Se han sublevado los del Cuartel de la Montaña.
Se tiró de la cama. Metió una bala en la recámara de la pistola, se la guardó y miró a Camero.
—Más vale así… De una vez… De una puñetera vez.
Se dirigieron hacia la puerta. Esperanza le miró. La besó en la frente y salió a la calle en donde todavía era noche. Se hundieron en el taxi y minutos después estaban en la Glorieta de Cuatro Caminos, en donde el Quinto Batallón comenzaba a agruparse. Fernández Navarro gritaba, Paco Galán le seguía sin gritan… Castro miró a los dirigentes comunistas que se fundían entre los milicianos… «Ni una duda… ni una ausencia». Se sintió contento.
Y a esperar.
Mientras esperaba, con la gigantesca figura de Carnero a sus espaldas, comenzó a pensar en todo lo que estaba ocurriendo. Lo hizo sin precipitación, sin angustia… Recordó todo lo que había aprendido: «Matar… Matar hasta que una fatiga de días impida seguir matando… Después continuar matando… Luego construiremos el socialismo». Y se puso a mirar con atención cómo aquellos hombres preparaban sus armas…
* * *
A la seis de la mañana llegó un aviso, sin disimulo de angustia.
—A las camiones.
Castro miraba distraídamente aquella operación precipitada y todavía un poco torpe. De vez en cuando sus ojos se clavaban en el comandante Fernández Navarro y hacía un gesto de desagrado. A su lado Villasante, González, Macías y Carnero esperaban…
Los camiones se pusieron en marcha. Hundidos en el interior de un taxi. Castro y Carnero seguían a la caravana. De la iglesia de San Bernardo salieron unos disparos. La columna se detuvo en seco. Gritos y voces que quieren ser órdenes… Castro se acerca al comandante Fernández Navarro…
—El Cuartel de la Montaña es más importante…
Después habló con Carnero:
—Que unos cuantos camaradas se queden atrás y acaben con eso… Sin misericordia.
Y siguen hasta oír el ruido de nuevos disparos… Hasta que llegan a la Plaza de España. Se acercan unos guardias de asalto para advertirles que estaban disparando desde el cuartel. La gente desciende de los camiones y avanza hasta casi llegar a la esquina de la calle de Ferraz. Al amparo de unas casas, unos cuantos militares viejos y nerviosos discuten. En el cuartel, silencio. Al poco tiempo aquellos hombres escasos de vida sacan una bandera blanca. Cuando la gente avanza confiada, los morteros disparados desde dentro rompen el silencio y manchan la calle de metralla y sangre. Los militares siguen discutiendo. Castro contempla aquello con más curiosidad que rabia. No tiene prisa. Él sabe que lo que tiene que llegar, llegará. Se da cuenta que los sublevados, al permanecer encerrados en el interior del cuartel, sin aprovechar en una salida por sorpresa las vacilaciones de los republicanos, han firmado su derrota y su muerte. Ahora sonríe. «Los generales son torpes. Todo lo hacen igual que ayer, sin darse cuenta de que el hoy es distinto». Mira al cuartel que parece un gigante dormido o muerto. Los suyos miran a Castro.
«Esperar».
Y después se dice a sí mismo: «Ellos solos se están muriendo».
Los militares siguen discutiendo. Ser viejo y ser coronel es terrible Y los que discuten son viejos y son coroneles. Ahora Castro deja de mirar a los coroneles, al cuartel silencioso, como encogido de miedo. De lejos o de cerca, no lo sabe bien, llega un ruido como de multitudes que intentaran, sin lograrlo, ahogar sus rugidos y sus pisadas. Alguien se acerca y le dice que los comunistas del «radio» Oeste, encabezados por Heredia y Barcenas, avanzan desde los jardines que en un tiempo fueron mercados de carne y sífilis, de prostitutas que se daban por unos centavos o por un cigarro y que después contaban unas cosas muy tristes del amar y del amor. Castro mira y se da cuenta de que la masa se ha puesto en tensión. Y mueve la caben afirmativamente. Una ola humana se levanta y avanza. Castro empuña su pistola y se pasa la lengua por unos labios que abrasan, mientras siente la respiración de cientos de hombres que corren a su lado entre maldiciones y apretar de culatas.
La ola avanza.
Es una ola que grita, que maldice, que muerde sin tener todavía nada que morder. Y la puerta se abre sin que nadie sepa cómo. Desde uno de los balcones alguien grita y después lanza al espacio a un hombre de uniforme que desciende sin un grito, para estrellarse contra las losas que desde este momento se han hecho beligerantes.
Y ya dentro.
Sol y silencio.
Alguien se acerca y le dice al oído: «Allí». Y «allí» se dirige sin prisa.
Allí están los que no han escapado, serios, lívidos, rígidos. Al parecer la Plana Mayor del general Fanjul. Castro les mira mientras recuerda su conversación con Sendín, mientras recuerda los largos años de preparación. Luego un vacío en su pensamiento, después un esfuerzo y sonríe al recordar la fórmula: «Matar… matar… seguir matando hasta que el cansancio impida matar más… Después… Después construir el socialismo». Hace una seña a unos y sale al patio al que el sol parece mirar fijamente. Otro se acerca y le habla:
«Allí».
Y hacia «allí» va, mientras ve cómo por los corredores gentes como enloquecidas se gritan unas a otras, mientras muestran como único botín los fusiles tomados nerviosa y precipitadamente. Y deja de mirar. Y entra «allí». Y una nave grande, de techos altos, encalada, llena de silencio y miedo… Y muchos hombres y muchos en camino de serlo y en la imposibilidad de serlo ya. Castro mira y mira. Mira y mira a los ojos que ya ni miran. Y se acerca.
Y habla:
—Estírate.
—No puedo.
Castro mira aquella cabeza hundida entre dos hombros; y aquellos ojos tristes; y aquella cara alargada; y aquellos brazos largos…
—Vuélvete.
Castro contempló por unos momentos aquella joroba enorme; aquellos brazos interminables; aquella cabeza que parecía no tener cuello.
—Vuélvete.
Y siguió, andando.
—Habéis perdido —dice a su primo Agustín.
—Quién sabe…
Se volvió y comenzó a caminar hacia la puerta. Desde allí se volvió a mirar una vez más; y otra vez más; una miró al jorobado que parecía hundirse en sí mismo; otra a su primo Agustín, que parecía un muerto de una muerte extraña. Y habló a los que le rodeaban:
—Que salgan en filas y se vayan colocando junto a aquella pared de enfrente; y que se queden allí de cara a la pared… ¡Daros prisa! La fórmula se convirtió en la síntesis de aquella hora; en la síntesis de Castro mismo.
Comenzaron a salir.
El jorobado-soldado se salió de la fila y se acercó a él. Se miraron fijamente.
—¿Quiere darle esto a mi madre?
—Sigue.
—¡Déselo!… ¡Por favor!
—Sigue.
Alguien puso una mano en la joroba y empujó violentamente. Y comenzó a andar con un andar de borracho. Y mientras el jorobado andaba con su caminar torcido alguien comenzó a cantar el «Cara al Sol». Luego todos. Luego un disparo. Y el jorobado que se irguió como si quisiera convertirse en gigante antes de caerse para siempre. Luego muchos disparos mezclados con voces de valor y orgullo, de mística y miedo.
Y más disparos.
Luego silencio.
Y el sol.
Y la soledad.
* * *
«Iros y esperarme»
Y se quedó solo. Casi solo, porque allí estaban los muertos cara al sol y clavadas las caras contra el suelo; casi solo porque allí estaban los muros como gigantes mudos y heridos de silencio y metralla. Casi solo, porque estaba el sol, soberbio e impasible en un mirar que quemaba.
La fórmula.
La fórmula se había aplicado con una exactitud casi maravillosa.
Luego se pasó violentamente la mano por el rostro. Y repitió el ademán una, muchas, muchísimas veces. Hasta que se cansó; o hasta que se cansaron las moscas que parecían haberse dado cita en aquel patio de sol y sangra, de silencio y muerte. Lentamente, con un mirar curioso y profesional comenzó a pasear entre los cadáveres, a mirar los gestos, a medir el miedo o la rabia en los ojos que no se habían cerrado y en ver las moscas que parecían volar o posarse nerviosas y como sorprendidas de aquel gigantesco festín que no se habían figurado nunca.
Moscas.
Moscas.
Cientos.
Miles.
Pero había sangre para millones de moscas.
Y…
Cuando se cansó de mirar se dirigió lentamente hacia la puerta. Allí se detuvo, luego torció la cabeza para mirar por última vez, se guardó la pistola y comenzó a andar por aquellas calles que había conocido en su niñea. La calle de Ventura Rodríguez se mostraba silenciosa y como encogida de miedo. Luego la calle de la Princesa. Y la Ronda del Conde Duque.
Y el Cuartel de Ingenieros silencioso y como disfrazado de republicano.
Y el eco de disparos sueltos.
Y miedo.
Y una gran interrogante, porque «aquello» sólo era el comienzo. Y un llegar sin darse cuenta que llegaba a la Glorieta de Cuatro Caminos en la que la gente del Quinto Batallón esperaba tendida en las aceras tomando alientos para volver a empezar.
Se sentó a la sombra de un árbol.
Y comenzó a mirar al comandante Fernández Navarro y a Francisco Galán que hablaban en voz baja.
—Castro, te esperan en el Comité Central.
Y un automóvil gris le llevó hasta la calle de Piamonte. Y subió las escaleras. Y entró en un pequeño despacho en donde no había nadie y se sentó a esperar sin saber el qué. Y la entrada de José Díaz, de la «Pasionaria», de Pedro Checa, de Diéguez y de otros más. Y el mirar y la voz de la «Pasionaria».
—Camarada Castro… El Partido se siente orgulloso de ti… Tú y los camaradas Heredia y Barcenas constituís un ejemplo para todo el Partido… El Partido espera que seguiréis siéndolo… Y ahora, Castro, toma esta pistola que te regala el Partido, con la seguridad de que la pone en buenas manos.
Castro tomó la pistola.
Luego se dejó estrechar sus manos por manos que no sabía quiénes eran. Y luego sintió la voz de la «Pasionaria» que le preguntaba con ciertas ansias de saber.
—¿Qué sentiste en los primeros momentos?
—Nada.
—¿No dudaste?
—No había razón para ello, Dolores… Teóricamente era un problema resuelto.
Se rió ella.
Y él.
Y le pareció que todos los demás también se reían. Y el mismo coche que le devolvió a Cuatro Caminos. Y allí se volvió a sentar mientras recordaba los muertos y las moscas. Y sonrió… Estaba satisfecho… Estaba contento.
* * *
¿Qué tienes, España, que tú misma te haces sangre?
Manuel Carnero se sentó a su lado.
—¿Y ahora, Castro?
—Pregunta a esos —dijo, señalando con la mirada al comandante Fernández Navarro y a Galán.
Y Carnero se fue hasta ellos. Y Carnero regresó hasta él.
—Que esperemos.
Se puso en pie y se dirigió despacio, casi con rabia hacia los otros. Y delante de ellos se detuvo.
—¿Qué?
—¿Qué?
—Hay que esperar, camarada.
—Esperar, ¿a qué? ¿A que los fascistas salgan de sus guaridas y nos ametrallen? ¿A que la gente se aburra y se marche?… Estas cosas cuando se empiezan hay que terminadas, comandante Navarro… Hay que terminarlas, camarada Galán. ¿O es que te has olvidado de Lenin? —preguntó casi sin mirarle.
—Hay que esperar —insistió el comandante.
—A la mierda su espera, comandante.
—¡Castro!
Pero Castro continuó andando. Carnero se le acercó y comenzó a caminar a su lado. Y llegaron hasta donde estaban Villasante, González y otros más. Y después de mirarlos; y después de pensar unos segundos preguntó:
—¿No hay por aquí un local grande que podamos convertir en cuartel?
El convento de Franco Rodríguez.
—Ir y tomarlo. Que se queden esos cabrones con el Quinto Batallón… Nosotros vamos a crear el Quinto Regimiento… Nuestro Quinto Regimiento… Lo que sea, menos estar aquí tumbados en las aceras, dejando pasar el tiempo y dándoles tiempo a ellos.
Y unos cuantos se apartaron del grupo.
Y alguien vino y le habló.
—Ya, Castro.
—Vamos —dijo mirando a los comunistas. Y los comunistas se separaron de los demás. Y comenzaron a cruzar la glorieta. Y luego a caminar por Bravo Murillo.
Castro se detuvo y miró.
Y cruzó la puerta sin dejar de mirar. A la izquierda estaba la iglesia. A la derecha unas naves. Luego un gran patio. Y luego otras naves. Y una barda de ladrillo rojo que rodeaba aquello. La gente empujada por la curiosidad se hundió en los edificios, en la iglesia. Y Castro se quedó con Carnero mirando y mirando. Hasta que se volvió para decirle:
—La iglesia se convertirá en los dormitorios de los milicianos; aquí, en este edificio de la derecha, estableceremos el cuerpo de guardia y ya veremos qué más; y en aquel edificio de enfrente, la Comandancia General con sus diferentes secciones…
—¿Qué secciones?
—Aún no sé, camarada, qué secciones… ¿O es que no te has dado cuenta que también yo tengo que aprender?
—Sigue, camarada Castro.
—Nada más, camarada… Es decir, una o dos cosas más tan sólo: que me reúnas a los miembros de los comités del Partido de los «radios» de Cuatro Caminos y Chamartín de la Rosa, tengo que hablarles; quiero también que nombres una guardia de doce camaradas y un responsable, todos ellos de absoluta confianza. Y… Y… desde ahora, camarada Carnero, llámame comandante Castro, comandante Castro a secas.
Camero se alejó y Castro comenzó a pasear lentamente por aquel gran patio. Y mientras paseaba se olvidó de la iglesia convertida en dormitorios, del edificio rojo convertido en Comandancia General, se olvidó de todo menos de una cosa: la fórmula. Comprendió que en aquellos momentos la tarea fundamental era el crear un organismo capaz de aplicar la fórmula cada día, cada hora, cada minuto. La fórmula lo era todo, tan lo era todo, que sólo aplicándola implacablemente durante no sabía cuánto tiempo se podría llegar a la victoria militar, a la gran revolución, al socialismo. Para tener una idea más clara se figuró la fórmula aplicada en una proporción cien mil veces mayor que la del Cuartel de la Montaña. «Sí, creo que esa será su dimensión necesaria». Y comenzó a hacer esfuerzos por figurarse en muertos y en moscas el Cuartel de la Montaña multiplicado por cien mil.
—Comandante Castro.
—Dime, camarada.
—Los camaradas esperan.
—Vamos.
La nave hacia donde se dirigieron se componía de planta baja y un piso, de ladrillos rojos y muchas ventanas de regulares proporciones. Mientras avanzaba hacia la entrada vio una gran cocina en la planta baja y unos hombres con sus fusiles al hombro husmeando con holgazanería. Sonrió. «¿Cómo be podido olvidarme de esto?». Un portal ancho y una escalera. Y con Carnero detrás hasta el piso de arriba. Su acompañante le indicó una puerta y hacia ella se encaminó. Y entró. Y sentados unos en sillas y otros en el suelo los camaradas que le miraron serios y curiosos. Se sentó sobre una mesa pequeña y miró a todos. Y comenzó a hablar lentamente al mismo tiempo que buscaba en los ojos o en los más pequeños gestos de los demás, si era comprendido, si iba a ser obedecido.
—Camaradas: hemos entrado en la guerra, en una guerra larga, creo que terriblemente larga. Sólo ganando esta guerra podremos llegar a la revolución, al socialismo, a ser una república soviética más en un lugar de una gran importancia para el comunismo en el mundo entero. Vosotros sabéis, camaradas, que para hacer la guerra se necesita un ejército. Esto quiere decir que tendremos que crear un ejército y lo más rápidamente posible. Sabéis también que la misión de un ejército es aniquilar al enemigo. Esto quiere decir que tendremos que dedicarnos incansablemente a esa tarea vital. Pero, para crear ese ejército hay que reclutar muchos hombres, millares de hombres a los que hay que organizar, educar, enseñarles a matar de tal manera que la función se convierta en un arte. Vamos a convertirnos, por tanto, en los organizadores de este ejército… ¿Está claro?
—Sí.
—Este ejército va a ser nuestro ejército, oídlo bien, nuestro ejército, pero eso sólo lo sabremos nosotros; para todos los demás será el ejército del Frente Popular. Le dirigiremos nosotros, los comunistas, pero deberemos aparecer ante todos y por encima de todo como combatientes del Frente Popular. ¿Está claro?
—Sí.
—Mientras procedamos a buscar aquellos elementos que necesitamos como organizadores de esta fuerza armada, vamos a realizar algunas tareas iniciales e importantes: primera, crearemos grupos de cinco hombres y un jefe que comenzarán al anochecer la búsqueda de los fascistas; segunda, hay que iniciar una campaña de reclutamiento en toda la barriada; necesitarnos millares de hombres, millares de hombres de todas las tendencias. porque esto es Frente Popular, solamente Frente Popular (y sonrió). ¿Está claro?
—Sí.
—Mañana a esta hora nos volveremos a reunir.
Y fueron saliendo. Minutos después Castro observaba la formación de aquellas patrullas que deberían «limpiar» la barriada. Y cuando ya en el comienzo de la noche los vio salir, abandonó el cuarto y bajó al patio. Se detuvo en la cocina en la que los mismos hombres de antes hablaban sin prisa, sentados sobre las mismas mesas.
—¿Qué hacéis?
—Nada.
Castro se acercó al que había hablado. Delante de él se dedicó durante unos segundos a mirarle de arriba abajo. Luego habló:
—Bájate de la mesa, camarada.
El otro le miró sin moverse.
Castro sacó la pistola y volvió a hablar.
—Bájate de la mesa.
El otro se bajó.
—Ponte firmes.
El otro se puso firmes.
—¿Sabes quién soy?
—El camarada Castro.
—¡No!
El otro sin moverse abrió más los ojos y le miró en silencio.
—Soy el comandante Castro, jefe del Quinto Regimiento, tu jefe, vuestro jefe. ¿Entendido?
—Sí.
Sin dejar de mirarlos se guardó la pistola y lentamente, en un gesto calculado se volvió de espaldas a ellos.
—Camaradas —comenzó —, estáis ahí sentados sin pensar que estamos en guerra, sin pensar que somos el principio de un gran ejército, de un gran ejército que desde su principio hasta su fin tiene que comer. Y sin embargo, ahí estabais sentados en las mesas de esta cocina sin pensar que esta cocina tiene que ser utilizada para dar de comer a los que estamos aquí, a millares de milicianos que vendrán aquí en unos días… ¿No habíais pensado en esto?
—No.
—Búscame al camarada Villasante.
Y mientras el otro salía sacó una cajetilla de cigarros y fue dándoles a cada uno de los que estaban allí.
—Sentaros, camaradas, y fumar. Todavía tenemos unos minutos a nuestra disposición.
Y fumaron.
Hasta que entró Villasante.
—Camarada Villasante. Toma los hombres que necesites; confisca los camiones que te sean necesarios; toma a crédito cuanta comida puedas; dejando un recibo del Quinto Regimiento; busca cuatro o cinco cocineros. Y regresa pronto, porque a las diez de la noche la gente debe de haber cenado.
Y se cenó a las diez de la noche.
Y después de las doce de la noche comenzaron a llegar las patrullas encargadas de la «limpieza» de la barriada. Los hombres de todas ellas llegaban cansados, pálidos, con botín de carne y oro y serios, demasiado serios. Castro los estuvo observando mucho tiempo. Luego ordenó secamente.
—Llevar a los detenidos a la nave que hay al lado del cuerpo de guardia y poner una guardia que nos defienda de una sorpresa… Si alguno de ellos se escapara los centinelas serían fusilados cinco minutos después por el delito y el crimen de ayudar al enemigo. El dinero y las joyas que tengáis ponerlos encima de esta mesa. Que todos procuren no dejarse nada en los bolsillos, pues en el Quito Regimiento el robo también está castigado con la muerte… Y luego los jefes de patrulla que vengan, que quiero hablar con ellos unos minutos.
Y cuando todos salieron se sentó a esperar.
No estaba contento.
Había algo que no percibía muy bien, pero que le hacía moverse nervioso.
«A estos imbéciles se les ha olvidado la fórmula.
Eso era.
Un olvido. Un terrible y peligroso olvido. Y ya más tranquilo siguió esperando. Y fueron llegando los jefes de patrulla.
—Sentaras donde podáis, camaradas.
Y los otros se sentaron.
—¿Qué es lo que pasa a vuestra gente, que regresa triste, aburrida, algo así como si el trabajo que se les ha encargado no les gustara?… ¡Ah!… ¿No es habéis fijado, ¿verdad?… Pero, yo si me he fijado… Y mucho, camaradas, mucho… Y quiero deciros cuál es la causa de esa falta de entusiasmo, causa que hay que limpiar de cuajo, al precio que sea… Camaradas, vosotros sabéis que soy incapaz de engañaros, me conocéis bien, desde hace muchos años, muchos. Años en que juntos hemos estado esperando este momento. Y cuando el momento llega, camaradas, me encuentro con hombres llenos de desgana, con hombres que perecen avergonzarse de este trabajo nocturno en el que hay que asaltar casas y sacar gentes a rastras o matar gentes que ni a rastras quiere salir de la casa… ¿Por qué, por qué todo esto?… Tengo que deciros con mucha pena que la razón de esa «desgana», de esa «vergüenza», mejor que la razón, la causa de todo eso es la ausencia de comprensión del carácter de la lucha actual… Camaradas, esta es una lucha a muerte. Vencerá el que más mate y quien antes mate. Vuestra tarea, camaradas, es una tarea de seguridad, de asegurar las espaldas de nuestros combatientes, de asegurar nuestra retaguardia, de garantizarnos de que no nos apuñalaran por detrás. Los otros le miraban.
—El entusiasmo en el trabajo es tan importante como la capacidad y el valor.
Le seguían mirando.
—Vosotros, hombres políticos de siempre, os habéis olvidado de preparar políticamente, sicológicamente a vuestros hombres antes de cada operación; de hacerles comprender que su trabajo es importantísimo para el triunfo, para la revolución, para el socialismo.
Hizo una pausa.
—Camaradas, posiblemente mañana o pasado haya que salir para el frente. Lo que estáis haciendo, aparte de ser un trabajo importante, es un buen entrenamiento, un gran entrenamiento, porque hoy por hoy lo más importante es aprender a matar, saber matar, no cansarse de matar. A cualquier camarada se le podría perdonar en estos momentos muchas cosas, muchas, camaradas, menos una: el no saber matar, el no querer matar…
Se calló y por unos momentos se entretuvo en mirar el dinero y las joyas que estaban sobre la mesa. Alguna que otra vez miró una de sus manos entre aquellas cosas…
—Camarada Carnero, vete a buscar a Del Val. Él debe hacerse cargo de estas cosas. Y los demás a dormir. Y a dormir bien, sin ningún problema de conciencia. La guerra es así. Y la guerra aparte de ser así es hoy el único camino de llevamos a la revolución.
Y los vio salir.
Y cuando todo se hizo silencio se echó en el suelo y cerró los ojos Y a los pocos minutos se durmió.
* * *
Martínez Barrios, secundado por Sánchez Román y Azcárate hicieron un último esfuerzo por detener la guerra que había comenzado a envolver a España: ofrecieron a los sublevados varios puestos en el nuevo gobierno. Pero los sublevados querían todo. Por otro lado y mientras los integrantes del nuevo gobierno hacían ofrecimiento a los sublevados, la extrema izquierda invadía la Puerta del Sol y acababa con el gobierno y con los últimos restos de sentido común.
Y se formó el gobierno Giral.
Y la guerra siguió su curso y comenzó a tomar nuevas proporciones.
Los primeros días de lucha ofrecían su primer balance. Del lado republicano habían quedado Madrid, Guadalajara, Cuenca, Toledo (con la excepción del Alcázar), Badajoz, Jaén, Málaga, Almería, Murcia, Alicante, Cataluña, el país vasco, Valencia, Castellón, Santander, Albacete, Cáceres, una parte de las provincias de Asturias y León y la isla de Mahón. Y toda la flota de guerra y mercante. El resto, con Marruecos, quedó en poder de los otros. Inicialmente era una victoria de los republicanos, una victoria nacida por un lado del error de los sublevados que en muchos lugares del país adoptaron una actitud defensiva, por creer, quizá, apoyándose en viejas experiencias que seguía bastando un gesto dentro de los cuarteles para inclinar la balanza; por otro lado en la rápida movilización de las fuerzas obreras que, sabiendo cuánto se ventilaba para ellas, tomaron la iniciativa, con más heroísmo que medios. Pero, esta victoria no pudo transformarse en una victoria total por diversas causas: por la carencia de una dirección militar activa, lo que determinó que las fuerzas republicanas pasaran rápidamente a la defensiva en Somosierra, Guadarrama, Talavera y Toledo en el centro; y en Aragón por parte de las fuerzas desplazadas de Cataluña. En Asturias y en el país vasco los errores de los republicanos fueron de otra índole: las fuerzas republicanas de Asturias eligieron como objetivo la ayuda a Madrid y como dirección León —Astorga —, Valladolid, propósito desproporcionado a sus fuerzas, mientras que dejaban abandonada la dirección de mayores posibilidades, Galicia, en la que aún resistían fuertes núcleos republicanos; en el país vasco las fuerzas que salieron de Bilbao y Eibar renunciaron prematuramente a la acción deteniéndose ante Ochandiano, cuando existían todas las posibilidades de ocupar Vitoria —una de las bases fundamentales de los sublevados en el norte y cuyas fuerzas principales se habían desplazado hacia Madrid.
* * *
Un día.
Otro día.
Pero ahora los días no eran iguales. El patio del convento-cuartel de Franco Rodríguez hervía de sol y gritos, de polvo y sudor. Las voces de Oliveira y Beltrán, los dos primeros y grandes instructores del Quinto Regimiento iban dando movimiento y forma a la masa. Y la masa comenzaba a convertirse en el esqueleto de un pequeño ejército. Por entre los grupos que hacían instrucción o aprendían el manejo de las armas, Ortega, el diputado por Cádiz, con mucho de franciscano, caminaba mirando y mirando con aquellos ojos que eran todo pena. Era un mirar que calaba hondo, un mirar a soldados y jefes y de vez en cuando a unos o a otros unas palabras suaves que hacían ponerse a los que le escuchaban serios, muy serios y escuchar con una atención que ponía rígidos los rostros. Ortega era algo así como el Apóstol de la fórmula. Y después, cada día hacía lo mismo, a pelearse con la burocracia militar que parecía vivir de espaldas a los ritmos de aquellas horas.
Por la tarde, cuando el sol dejaba de quemar, los milicianos marchaban a la Dehesa de la Villa en donde enfebrecidos realizaban pequeñas maniobras en las que con los ojos, clavados en un supuesto enemigo, hacían mover frenéticamente los gatillos, o los brazos en un lanzamiento de piedras que simulaban bombas.
Y luego al cuartel.
Y allí, tendidos en el suelo, ante las imágenes llenas de polvo a dormir y a esperar a que llegara la hora, esa hora para la que se preparaban horas y horas cada día.
En la comandancia Esperanza amontonaba carnets.
—¿Cuántos? —preguntó él.
—Cinco mil seiscientos setenta y tres —respondió ella.
—Voy a salir, Esperanza, y creo que volveré tarde. A las diez de la noche que te lleven casa. No esperes, duerme lo que puedas, que vendrán días en que no podrás dormir nada.
—De acuerdo, Enrique.
La pasó la mano por la cabeza, se quedó un momento pensativo y después en voz baja dejó escapar una palabra.
—Salud.
El coche le esperaba delante de la comandancia. Subió a él y se sentó lado del chófer. Durante unos segundos estuvo mirando a los soldados que en pequeños grupos paseaban por el patio. Después una orden.
—Vamos.
Los soldados se hicieron a un lado. El oficial de guardia se acercó a la salida y cuando el coche llegó hasta él un saludo y unas palabras.
—A tus órdenes, camarada comandante.
Castro miró a quien hablaba. Era su viejo camarada Alberto, un poco más viejo que antes, con los bigotes caídos sobre su boca y con ojos de niño. Y recordó el ayer.
—Gracias, camarada.
Y el coche arrancó para hundirse en la noche de una ciudad dominada por la fiebre, por el miedo, por la inseguridad, Mientras el coche avanzaba comenzó a pensar en qué hacer. ¿Ir a la casa del Partido? ¿Ir al Ministerio de la Guerra?… Decidió ir a los dos sitios. La dirección del Partido se había instalado en el antiguo domicilio de Acción Popular (el Partido de Gil Robles y Herrera, el Partido de una democracia cristiana que no sabía lo que era democracia) en la calle de Serrano.
En la puerta muchos hombres armados. Al frente de ellos, Santi, alto y delgado, con la cabeza calva, con la mirada clavándose en todo y en todos, con su cuerpo inclinado un poco hacia delante como un cuervo que hubiera encontrado su presa.
—Salud.
—Salud, camarada Castro.
Y comenzó a subir por las escaleras hasta el lugar en donde tenía su despacho Pedro Checa, el secretario de organización del Buró Político. La guardia le miró.
—¿Puedo ver a Pedro?
—Entra, camarada.
Pedro Checa le recibió como siempre: con una sonrisa indescifrable y con un gesto unamunesco.
—Siéntate.
Y se sentó.
—¿Cómo va el Quinto Regimiento?
—Bien.
—¿Cuándo podremos lanzar millares de hombres a los frentes?… La situación se hace grave y cuanto antes reforcemos los frentes o mejor que los frentes las direcciones más amenazadas, mejor… ¿No lo crees así?
—No.
—¿Por qué?
—Creo, Pedro, que para nosotros todavía es demasiado pronto para tener prisa. Lo importante en mi opinión es conseguir una buena organización militar, es crear un buen tipo de combatiente, es formar mandos… Lanzar a nuestra gente a la lucha sin esto creo que sería una catástrofe, como lo está siendo para los demás.
—Pero, ¿nos dará tiempo el enemigo para eso que tú quieres?
—Sí.
—¿Porque avance despacio?
—Sí.
—¿Y quién le hará avanzar despacio?
—Su miedo y los otros.
—¿Qué otros?
—Esos otros milicianos que han creído que la guerra era una excursión dominguera y que con la mayor alegría y la menor preparación se han lanzado a los «frentes».
—No creo que el Partido esté dispuesto a darte el tiempo que tú quieres.
—Sin embargo, lo necesito.
—¿Cuál es su plan?
—El vuestro.
—Explícate.
—Camarada Checa, yo aro que para nosotros lo más importante es crear una gran fuerza militar. Una gran fuerza militar nos puede dar dos cosas: una supremacía política y la posibilidad de ser nosotros la fuerza que pueda decidir la victoria militar… Son a mi entender dos cosas tan importantes para el Partido que no creo, si lo piensa bien, que me niegue el tiempo que necesito para hacer del Quinto Regimiento la fuerza militar más importante del campo republicano y para hacerlo antes que los demás tengan tiempo y probabilidades de oponerse…
—Creo que tus opiniones debe conocerlas el camarada Pepe.
—Díselas.
—¿Y por qué no tú?
—Tengo que ir al Ministerio de la Guerra.
—¿Para qué?
—Para dos cosas, Pedro… Para hacer creer a los militares lo que aún no es: que el Quinto Regimiento es una gran fuerza; para hacerles creer lo que tampoco es: que el Quinto Regimiento está a su disposición, para ver si de esta manera logro que nos den más armas…
—Y creo muy necesario hacerme amigo de ellos. Vamos a necesitarlos para muchas cosas.
—De acuerdo, Castro… ¿Quieres tomar una taza de café antes de irte?
—¿Rápido?
—Sí.
Llamó y pidió dos tazas de café. Las tomaron en silencio. Y luego un apretón de manos.
—Salud.
—Salud.
Cuando llegó al zaguán vio las gentes andar de un lado para otro con cierta precipitación.
—¿Qué pasa, camarada Santi?
—La caza ha sido buena esta noche… Mateo entre ellos… Y Matorras… Si quieres presenciar un gran espectáculo, quédate.
—No puedo.
—Entonces, ni te entretengo ni me entretengo.
Y desapareció mientras él se dirigía a su coche.
—Al Ministerio de la Guerra.
Mientras el coche recorría la corta distancia que separaba la calle de Serrano de la Glorieta de la Cibeles pensó en las tareas de Santi. Hizo un gesto de desprecio. Muchos hombres para un hombre. Muchas horas para convertir a un vivo en un muerto. «Imbéciles, murmuró, qué manera más tonta de perder el tiempo y minimizar la fórmula». Y no pudo seguir pensando más, los centinelas pedían los documentos. Enseñó los suyos. Y luego un subir lento del coche hasta la entrada principal. Mucha luz y poca gente. En un pequeño cuarto el comandante Estrada trabajaba minuciosa e ininterrumpidamente. En un salón que había enfrente unos cuantos comandantes, tenientes coroneles y generales hablaban a voces… A la derecha una puerta que daba entrada al despacho del ministro de la Guerra. Y maravillosas lámparas, y gruesos tapices, y acariciadoras alfombras.
Se detuvo y miró.
Luego se acercó al comandante Menéndez.
Y esperó.
Adoptó un aire modesto, insignificante. Hasta que abrió aquella puerta y apareció el teniente coronel Sarabia. Esperó a que llegara a su altura y se acercó rápido:
—Mi teniente coronel…
—Dígame…
—Soy el comandante Castro, comandante-jefe del Quinto Regimiento.
—Dígame, comandante, dígame.
Sin hacer el más pequeño movimiento, mirando a los ojos del viejo militar, hablando sin prisa y dando a cada palabra la entonación necesaria, habló:
—Mi teniente coronel: vengo a pedirle autorización para hacer un desfile de identificación y obediencia al gobierno. La concentración sería en la Plaza de España y el recorrido: Palacio de Oriente y Ministerio de la Guerra. Creo que sicológicamente el desfile tendría mucha importancia y puede ser un factor que eleve la moral de la población.
El viejo pensó unos momentos.
—Está bien, comandante… ¿Cuándo pueden hacerlo?
—Mañana a las ocho de la noche.
—Háganlo.
—Pero.
—Dígame…
—Pero… para que el desfile tenga un carácter más real e impresionante necesitaríamos armamento y equipo.
El viejo militar volvió a pensar unos segundos.
—¿Para cuántos hombres?
—Para dos mil, mi teniente coronel.
—De acuerdo… Mañana pueden recogerlo a las diez de la mañana.
—Gracias, mi teniente coronel… A sus órdenes…
Y salió con la misma parsimonia que había entrado. Se despidió del comandante Estrada y dio la orden al chófer de que le llevara al cuartel. La guardia husmeaba la noche. Ya en su despacho llamó al comandante Ortega y le contó sus andanzas de aquella noche y los resultados. Después guardó silencio y se dedicó a mirar al otro.
—Bien, Castro, mañana iremos por lo que te han prometido.
—Y mañana haremos el desfile.
—Salud.
—Salud.
Cuando llegó a la casa Esperanza dormía. Se acostó sin hacer ruido para no despertarla. Y siguiendo la vieja costumbre hizo balance: «La cosa marcha… Marcha… Y deberá marchar mejor… mucho mejor… ¿No lo crees así, hermano Pedro?»