LA TRAMPA
Se despertó.
Le despertó el frío y el suave caminar sobre su carne de innumerables caravanas de chinches. Abrió los ojos y miró: nada, todavía era de noche Pero siguió observando para ver al poco tiempo, en un lugar que suponía un rincón de aquel rectángulo, unos ojos pequeños e inmóviles que le miraban; después escuchó un chillido agudo y luego los silbidos prolongados de las locomotoras de la estación del Norte.
Cerró los ojos.
Pero el sueño se había alejado. Por encima de su sueño y de su voluntad, sus dedos buscaban en una cacería extraña, salvaje y sangrienta aquellos pequeños animales para los que la noche y la sangre eran su vivir.
Y aquellos pequeños ojos mirándole.
Sin moverse, casi, fue dejando caer un brazo y comenzó a tantear hasta que sus dedos tropezaron con uno de sus zapatos. Y lo lanzó con rabia sobre aquellos dos ojos que le miraban y que parecieron cerrarse de golpe.
Se levantó.
A tientas encontró la caja de cerillas y encendió una. Por las paredes de cal sucia, negras peregrinaciones de chinches se movían en todas las direcciones. Levantó la manta y sintió náuseas: olía a tiempo y a sangre. Se quemó los dedos y blasfemó en voz baja. Y encendió otra cerilla. Y prendió un papel y comenzó a pasear sus llamas por las paredes, por el jergón, por los hierros oxidados de aquel camastro uncido a la pared.
Y volvió a acostarse.
Fuera, de la galería, llegó una tos seca y un caminar carcelero.
Esperó.
Sabía que le estaban mirando por aquel pequeño agujero cónico de aquella puerta chapada por dentro y por fuera.
Se alegró de que fuera noche.
Le ardía la carne, que notaba pegajosa y fría. Sintió ganas de orinar y volvió a levantarse. Del retrete salía un olor como de montañas de mierda, de ratas, de orines y de vejez, de la vejez de aquel viejo caserón de hierros y ladrillos rojos. Llenó la palangana de agua y la arrojó al exudado. Y repitió la operación varias veces. Inútil: aquel olor era un poco del alma de aquel caserón sobre el que Concepción Arenal hizo una frase cursi.
Se acostó y encendió un cigarro con la ilusión de que el resplandor que naciera de cada una de sus chupadas alejara aquellos millares de pequeños carniceros… Y comenzó a acabarse la noche… Y comenzó la retirada de aquellas masas negras hacia sus guaridas. Cuando el día fue día de verdad arrojó la manta hacia los pies del camastro y se miró. Por todo su cuerpo había huellas de la prolongada batalla nocturna. Se miró los dedos y los tenía rojos.
El olor.
Pensó que aquel olor se parecía a otro olor que en aquel momento no recordaba. Luego sonrió: «Las chinches muertos y la ginebra huelen igual». Y escupió lejos, lo más lejos que pudo que no fue mucho porque el salivazo se estrelló contra una de aquellas paredes cercanas que parecía el costado de un ataúd sucio y miserable.
Y encendió otro cigarro.
Cada vez que se llevaba el cigarro a los labios notaba que el otro olor, el olor de sus dedos rojos era más fuerte que el olor a tabaco. Tiró el cigarro y volvió a escupir al azar. Y sonó la diana, Y el silencio se fue convirtiendo en ruido. En un ruido sordo, como si tuviera miedo de ser ruido, que llegaba de todos los lugares. Se tiró de la cama y comenzó a lavarse. La frialdad del agua le hizo tiritar. Luego se vistió, dobló la manta, levantó el camastro de hierro y barrió las colillas de la noche. Hasta ese momento era un celoso cumplidor del reglamento. Y mientras esperaba comenzó a leer los innumerables letreros que quitaban a aquellas paredes de cal sucia el aspecto de un sudario extraño; cuando se cansó de leer todo aquello comenzó a recordar lo que había ocurrido doce horas antes… Y… ¿Una delación?… Recordó todos y cada uno de los que habían acudido a la reunión. No. Allí no había delatores. Eran en su mayor parte viejos militantes del Partido. Casi todos ellos probados durante años.: ¿Un error?… Estuvo analizando sin prisa todos y cada uno de los detalles anteriores a la reunión. Al principio los encontró normales e incomprensible el asalto por la policía de aquella pequeña casa de madera… Pero no se conformó y siguió el análisis esta vez más despacio y más meticulosamente hasta que encontró dos errores:
La hora.
El lugar.
Iniciar una reunión de día es un grave error de no celebrarse en calles muy concurridas. Los períodos de clandestinidad imprimen un sello en los hombres. Ellos no se dan cuenta. Aparentemente todos sus movimientos, sus gestos y su mirar son normales. Perro sólo aparentemente: porque si se analiza su caminar se ve un caminar preciso, calculado para llegar ni despacio ni de prisa, pero a tiempo, a un lugar determinado; si se mira su mirar se ve que lo hacen de reojo; si se observa su doblar las esquinas de las casas se ve que lo hacen de una manera brusca y que aprovechan la vuelta para un mirar ansioso de abarcar todo.
La hora había sido el primer error.
El segundo error fue el lugar.
Era un solar en la calle de Ayala, cerca ya de la calle del Conde de Peñalver. En este solar guardaban sus cosas muchos vendedores ambulantes de la barriada. Dentro del solar había una casita de madera llena de rendijas y en la que vivía un matrimonio asturiano, miembros del Partido él y ella, encargados de cuidar todo aquello. Los costados y el fondo del solar estaban formados por las espaldas de varias casas de gente de mediano vivir, llanas de ventanas abiertas al sol y a la curiosidad de domésticas sin mucho que hacer. A aquel lugar sólo entraban vendedores de verduras y de otras cosas por el estilo, empujando sus desvencijados carritos de mano, pero no era frecuente que entraran con intervalos breves diez o doce personas, algunas de ellas demasiado bien vestidas para aquel pequeño cuchitril que olía a verduras y a veces a podredumbre.
Y alguien los vio.
Y…
Luego recordó la patada de uno de los policías a la pequeña puerta de tablas y la entrada tumultuosa, de hombres cada uno con una de sus manos empistoladas.
Y…
—¿Qué hay, Castro? —y el comisario Santamaría sonriendo.
—Nada.
—¿Qué hacíais?
—Hablábamos.
Los demás permanecían en silencio y de pie, atentos a lo que dijera Castro, para responder igual cuando les llegara su momento.
—¿De qué?
—De política.
—Y…
—Coincidíamos en que la situación política es conmovedoramente tranquila.
—Nos interrumpieron ustedes y nos callamos.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí?
—Media hora.
¿Y cómo es que se han reunido precisamente aquí para hablar de política y no lo han hecho como es frecuente en un café, en una taberna?…
—En verdad hemos roto la tradición… Pero si se detiene a observar que los dueños de la casa tienen tomates, lechugas, cebollas… y que nos invitaron a una ensalada, encontrará justificada nuestra presencia aquí.
Santamaría miró a Castro fijamente.
Éste comenzó a mirar a otro lado.
—Regístrenlos… Y registren también la casa.
Mientras los subalternos cumplían la orden, Santamaría husmeaba. Y sobre todo aparentaba mirar para cualquier sitio menos para los detenidos, pero sin dejar de observarlos en busca de un gesto, de un indicio… Era inútil; allí no había principiantes. Ni un solo papel que pudiera servir de indicio se encontró sobre ninguno de ellos… Y en la casa sólo miseria y polvo que entraba por todos los lados.
—Vamos.
En la calle había una camioneta cerrada de la Dirección General de Seguridad.
Y a empujones los metieron ante la curiosidad de las gentes que pasaban, se detenían unos segundos y luego continuaban su camino.
Al llegar al caserón de la calle de la Reina los bajaron a los calabozos. Un guardia, pegado a los barrotes de la puerta, escuchaba. Pero ninguno habló. Sólo después de un gran rato el capitán Benito se levantó del suelo de cemento en donde se había sentado y se acercó a la puerta de rejas… El capitán Benito era extremeño y un maravilloso tipo humano. Había venido del Partido Social Revolucionario de Balbontín y a pesar de todos sus esfuerzos no había dejado de ser un romántico maravilloso y extraño. Vivía de su sueldo de capitán retirado por la Ley de Azaña.
Y se recostó en la puerta de rejas.
El guardia comenzó a mirarle.
—Usted ahí y yo aquí.
El guardia le siguió mirando.
—Usted ahí y yo aquí —repitió terco el capitán Benito.
—¿Y qué?
—Yo podría decirle como aquel santo varón…
—¿Qué tiene que decirme usted a mí?
—¡Hermano lobo!… ¡Hermano lobo!…
El guardia metió su nariz y morros por entre los barrotes y mirando rabioso al capitán Benito le gritó:
—Usted lo que es, es un hijo de… al que voy a patear si sigue diciendo cabronadas como las que acaba de decir… ¡Nada de «hermano lobo», c…! ¿Lo entiende?… nada de «hermano lobo»… Guardia, sólo Guardia de Seguridad, hijo de p… hijos de p…
—Escuche…
—No.
—Quería decirle…
—No diga otra vez, «hermano lobo» porque le pateo los c…
El capitán Benito se hundió en el fondo del calabozo. De vez en cuando se le oía decir casi en un murmullo, «La culpa la tengo yo… Sí… Un guardia es un guardia… Y un guardia es mucho menos que un lobo… Sí… Mucho menos que un lobo».
Los demás le miraban y sonreían.
—Castro, sal —dijo alguien desde fuera.
Castro miró y vio una sombra que abría la puerta. Salió y miró.
—Arriba.
Castro comenzó a subir escalones. El otro detrás. En el camino se tropezó con ojos que le miraban torvamente. Pero él continuaba impasible su camino contando los escalones para tranquilizarse y dominar sus nervios. Hasta que llegó ante una puerta que el de atrás empujó al mismo tiempo que le empujaba a él. Allí, tras de una mesa estaba sentado Santamaría. Detrás de él y a los lados varios policías de distintas edades, pero de la misma calaña. Delante de la mesa una silla vacía…
—Siéntate, Castro, siéntate que quiero que hablemos tranquilamente… No creas que te voy a preguntar de qué hablabais en la reunión… Es natural que hablarais de política… Muy natural… ¿Verdad?
—Sí… —respondió Castro, receloso.
—No vamos a hablar de lo que allí hablabais… A mí la política no me llama la atención. Pero, en fin, todo es cuestión de gustos, ¿no te parece?
—Quiero que hablemos de otra cosa… Te anticipo que es menos importante que la política, mucho menos importante… Pero de algo tenemos que hablar, ¿no te parece?
Santamaría levantó la tapa de una carpeta que había sobre la mesa y miró durante unos segundos. Castro miró también, pero no logró ver nada de lo que allí había…
—Fíjate que andando hace días entre mis papeles encontré algunos que me llamaron la atención, a pesar de no tener gran importancia… Tú sabes que yo fui impresor durante muchos años…
Castro no respondió.
—Lo sabías, ¿verdad? —insistió.
—Sí.
Santamaría levantó la tapa de la carpeta, sacó unos cuantos periódicos pequeños y los puso delante de Castro mientras le miraba fijamente a los ojos. Castro permaneció inmóvil. Sólo en la pierna derecha notó un ligerísimo temblor. Pero esto le sucedía siempre que le ocurrían estas cosas o parecidas.
—Fíjate bien.
Una pausa.
—¿Te has fijado bien? —preguntó Santamaría.
—Sí.
—Veamos, Castro, si me sacas de dudas… Fíjate, en este… Se titula «Norte Rojo», pero esto no tiene importancia… Para mí, como antiguo impresor, no tiene más que un interés profesional… Solamente profesional… Los dos se miraban fijamente.
—Mira…
Castro le siguió mirando a los ojos para no mirar donde el otro queda que mirara.
—¡Míralo!… Aquí tenemos una composición que si la han hecho a mano está maravillosamente hecha: pero si la han hecho con linotipia esta deficientemente hecha… Aquí tenemos una cabeza de veinticuatro puntos que es demasiado pequeña… Y aquí otra de cuarenta y ocho puntos que es demasiado grande para el tamaño de este periódico. ¿Le han hecho profesionales?… ¿Le han hecho aficionados?…
Y le miró.
—¿Qué piensas tú de todo lo que te ha preguntado?
—Nada.
—¿Cómo es posible que tú que piensas tanto no pienses nada sobre esto?
—Es que de eso no entiendo.
—¿Nada?
—Nada.
No vio llegar aquel puño cerrado que se estrelló contra su cara. Le encontró desprevenido y no pudo conservar la postura. Hombre y silla cayeron al suelo. Y siguió en el suelo atento al nuevo golpe. Sin pretender levantarse para evitar que le hicieran la «rueda».
Santamaría se levantó y se detuvo delante de él.
—Lo lamento… Estos hombres suelen ser un poco impulsivos. Pero, puedes levantarte… Nadie te pegará… Ellos no han comprendido todavía que se trataba de una conversación sin trascendencia.
Castro se levantó.
Santamaría alzó la silla.
Siéntate.
Castro se sentó.
—¿Así que no puedes sacarme de dudas?… Lo siento… Créemelo, lo siento… Cuando tengo dudas me convierto en un hombre de mal humor, irascible, al que se le olvidan las buenas maneras… ¡Mírame!
Castro le miró. Ahora no le temblaba la pierna. El temblor se producía sólo al comienzo, después nada, después era un hombre todo odioso en el que no había lugar para más.
—¿Qué ves en mis ojos?
—Nada.
—¿No ves que lo sé?… Sé que tú no eres tipógrafo. No lo voy a saber conociéndote desde hace años… Sí… Tú no eres tipógrafo… Pero tú has sido el encargado de buscar a los tipógrafos que hicieran esto… ¡Tú!… Al viejo Santamaría no le engañas.
Castro callaba.
—…no le engañas… Y esta vez te vas a pudrir en la cárcel… ¿Me oyes?… en la cárcel…
Castro callaba.
—Llevárosle.
Y Castro bajó las escaleras contando los escalones. Cuando terminó de bajar, sonrió. Los mismos que al subir. Y sonrió otra vez. Cuando volvió a entrar en el calabozo los camaradas le preguntaron…
—Nada, quería saber de qué hablábamos…
Luego sacudió el polvo del suelo con el pañuelo, se volvió a guardar éste y se acostó.
Luego el despertar en la madrugada.
Y la Cárcel Modelo.
De esto hacía doce horas exactamente… Cuando se disponía a seguir pensando en todo lo ocurrido se abrió la puerta de la celda. Se puso en pie. y vio un oficial y dos presos y delante de ellos una gran cacerola en la que había algo que humeaba.
El café.
—No tengo ganas.
La puerta de la celda volvió a cerrarse. Se sentó y encendió un cigarro. Y pensó en Rusia. La Internacional Comunista celebraba su VI Congreso. Dimitrov hablaría de todo y de España.
—¿Qué diría de España y para España?
* * *
Esquema de la impotencia española— Lerroux, como jefe de gobierno, había resaltado un Azaña, aunque menos hablador y menos brillante. La Confederación Española de Derechas Autónomas había resultado tras las espaldas del viejo Lerroux lo que el Partido Socialista tras las encorvadas espaldas del envejecido Azaña: capitanes Araña sin grandes vuelos. Si sobre los cansados hombros de don Manuel Azaña los socialistas habían cargado la segunda república, sin consideración hacia aquel respirar angustioso y aquel no menos angustioso temblor de piernas, sobre los mucho más cansados hombros y más débiles piernas del viejísimo don Alejandro la C.E D.A. había cargado la contrarrevolución.
Curioso paralelismo.
Paralelismo de impotencia y cobardía.
Si las izquierdas no supieron qué hacer con la revolución, las derechas no sabían qué hacer con la contrarrevolución.
Aquéllos no supieron explotar el asco de un pueblo hacia la monarquía; éstas no sabían cómo explotar el aburrimiento de un pueblo hacia la república. A falta de un absoluto sentido de gobierno les faltó valor para dominar su miedo y frenar su odio: como gobierno no supieron gobernar y como vencedores de la desdichada insurrección de octubre de 1934, fueron demasiado crueles con los de abajo y demasiado benignos con los de arriba. A los capitostes de la insurrección de octubre de 1934, cuyo fracaso los había matado políticamente, los convirtieron en héroes facilitando con ello su resurrección política; a los de abajo en vez de intentar darles alguna satisfacción que redujera su hambre y su amargura, los trataron como a fieras con lo cual aumentaron su odio, su intransigencia y el ardiente deseo de un nuevo encuentro que diera rienda suelta a la venganza. Octubre fue el comienzo.
El comienzo de la guerra civil.
El comienzo del asesinato de la segunda república porque octubre pone fin a la posibilidad de un diálogo entre los dos principales núcleos políticos españoles de cuyos aciertos o desaciertos dependía la tranquilidad y felicidad o la guerra civil y el dolor de España.
De esta terrible crisis de impotencia que envuelve por igual a las izquierdas y a las derechas sólo dos fuerzas podían salir beneficiadas: los —generales que querían hacer del ejército la fuerza política dirigente de España, y el Partido Comunista que aspiraba a convertir a España en la segunda república soviética del mundo.
* * *
Mientras tanto, representantes del Partido Comunista de España, discuten con Dimitrov y Manuilski la nueva estrategia; mientras tanto los partidarios del cuartelazo buscaban en Roma y Berlín la ayuda política y militar que podía llevarlos al poder.
Azaña terminaba «Mi revolución en Barcelona»; Largo Caballero desgastaba sus pantuflas por los tranquilos corredores de la galería de politicos de la Cárcel Modelo de Madrid. Don Indalecio perfeccionaba su francés en Francia. Los segundones no decían ni pío.
Manuilski dejó la pipa sobre la mesa y miró a Dimitrov. Dimitrov dejó la pipa sobre la mesa y miró a Manuilski. Togliatti se pasaba la mano por la barbilla y no miraba a nadie.
Stalin llamaba.
Stalin ordenaba.
Y Dimitrov y Manuilski convocaron precipitadamente al VII Congreso de la Internacional Comunista que, como siempre, habría de celebrarse en Moscú.
¿Qué ocurría?
O mejor dicho, ¿qué había ocurrido?
Japón hacía la guerra a China después de haberse apoderado de Manchuria; Hitler había ocupado el poder en Alemania, destrozando al Partido Comunista Alemán; y sus ideas de desquite habían agudizado las relaciones internacionales en Europa; la retirada de Alemania y Japón de la Sociedad de las Naciones había dado vida a una terrible y angustiosa carrera armamentista. Y sobre la significación de todos estos acontecimientos, Stalin no tenía dudas.
Y comenzó el VII Congreso de la Internacional Comunista.
No se dijo que una doble amenaza se cernía sobre la URSS: en Extremo Oriente, de parte del Japón; en Europa de parte de Alemania, regida ya por Hitler y sus S.S.
No se dijo tampoco que la Internacional Comunista había sufrido la más grande derrota de su vida.
No.
No se dijo.
Y, sin embargo, el triunfo de Hitler en Alemania había sido una derrota del comunismo en la que no se había salvado ni el honor a pesar de la actitud de Dimitrov, exigida por Stalin para ocultar la responsabilidad de Moscú en todos los tristes acontecimientos de 1933 en Alemania.
Porque la subida de Hitler al poder había demostrado tres grandes errores de Moscú.
El gran error de considerar como enemigo principal e inmediato de la revolución a la socialdemocracia y de concentrar sobre ella todos sus golpes.
El gran error de considerar al fascismo como un movimiento sin perspectiva.
El gran error de considerar que el Partido Comunista Alemán estaba en condiciones de lanzarse al asalto del Poder y de que la clase obrera alemana había hecho suya la consigna da Moscú de: «Todo el poder a los soviets».
Un error de cálculo.
Un terrible error de cálculo.
No.
No se dijo nada de esto.
Pero el hecho de que la consigna principal del VII Congreso de la Internacional Comunista fuera el Frente Único proletario —ya no condicionado —, y el Frente Popular antifascista —tampoco condicionado —, evidenciaba el terrible fracaso de Moscú que tan caro estaban pagando los trabajadores alemanes y que tan caro tendría que pagar después Europa entera…
Le ahogaron.
* * *
Los delegados de España regresaron.
Las resoluciones del VII Congreso de la Internacional Comunista llegaron hasta el último militante; la discusión para la aplicación de las consignas del VII Congreso absorbieron la actividad de los comunistas durante algunas semanas…
Hubo alguien que hizo objeciones.
Pablo Yagüe, en Madrid, planteó el problema de que las resoluciones del VII Congreso eran un gran viraje.
* * *
«El 219 a comunicación».
Castro se levantó del camastro y esperó a que la puerta de la celda se abriera. Luego comenzó a caminar detrás de un ordenanza de la galería, maricón y chivato que renqueaba al andar y escupía constantemente.
En los locutorios le esperaba el abogado «socialista» de la calle Imperial, convertido en enlace de los comunistas presos con la dirección del Partido.
—Salud.
—Salud.
Y los dos miraron para ver si alguien escuchaba.
—Yagüe no comprende muy bien las resoluciones del VII Congreso. Considera que son el producto de grandes errores de la Internacional Comunista y sobre todo del triunfo del fascismo alemán.
—¿Y…? —preguntó Castro.
—Tienes que escribir varios artículos sobre la justeza de las resoluciones del Congreso.
—¿Y…? —volvió a preguntar.
—El Partido está gestionando tu libertad.
Se quedaron un momento callados.
Y luego:
—Salud.
—Salud.
Cuando Castro abandonó el locutorio el oficial de la galería le esperaba.
—Desnúdate.
—Ya.
—Vístete.
—Ya.
Y regresó a su celda, Y cuando se hizo de noche, cuando se apagaron las luces de las celdas —eran las nueve de la noche —, encendió una vela y comenzó a escribir: «La Internacional Comunista nos ha dado una vez más la fórmula de la victoria. La clase obrera debe unirse; a la clase obrera deben unirse las fuerzas republicanas. Sólo así podremos vencer a los que nos derrotaron en octubre no por su fuerza, sino por nuestra falta de unidad…»
Al otro día el primer artículo salió a la calle.
Y otro.
Y otro más.
Sabía que sin mencionarle estaba golpeando a Yagüe, a quien quería fraternalmente…
Pero…
Yagüe era solamente Yagüe. Uno. El Partido era: todos y todo. Siguió pensando en Pablo Yagüe… Al principio sintió una pena que le hacía blasfemar… Después comenzó a preguntarse: «¿Cómo puede haber olvidado Yagüe que Stalin nunca se equivoca?… ¿Cómo puede haber olvidado que la Internacional Comunista siempre tiene razón?… Lo siento… Lo siento mucho… Y no me lo tomes a mal, Pablo, pero yo debo hacer contigo lo que tú estarías obligado a hacer conmigo, si mañana mi posición estuviera frente a los intereses del Partido»…
Después.
Después se quedó tranquilo.
Terriblemente tranquilo. Y cuando salía al patio y veía a Martínez Cartón con la obsesión de organizar un cursillo para estudiar «El Capital», de Marx, se alejaba; y cuando veía a Agustín, el carnicero de los barrios bajos aprendiendo palabras en alemán se alejaba; y cuando veía a «El Campesino» hablar de la revolución como si fuera un familiar suyo se alejaba un poco más…
Frente Único Proletario.
Frente Único Antifascista.
Sólo para esto se debía vivir.
Esto era el eslabón de la cadena de que Lenin había hablado.
«El 219… Comunicación».
—Salud.
—Salud.
Y miraron para ver si alguien podía escucharlos.
Y el otro comenzó a hablar.
—De un momento a otro el Partido va a conseguir tu libertad… ¡Tres mil pesetas, Castro!… Cuando salgas habrá un taxi ante la Cervecería «El Laurel de Baco»… Tómale… Es un camarada… Pero luego déjale y procura que la policía no te localice.
—Y el contacto…
—Al otro día de que te pongan en libertad, en mi despacho a las nueve de la noche.
Y pasaron los días.
«El 219… con todo lo que tenga».
Castro abandonó la celda… Poco después salía a la calle… Miró al cielo y respiró fuerte. Cruzó rápido y se metió en un taxi.
—Salud, Castro.
—Salud.
La marea revolucionaria comenzaba a subir de nuevo.
Ángel Herrera a través de «El Debate» intentaba cada día dar un poco de oxígeno a la coalición gubernamental que se había formado el 4 de octubre de 1934 con tres miembros del Partido Radical, tres de la C E. D. A., dos del Partido Reformista y uno del Partido Agrario.
Pero, era inútil…
La contrarrevolución se había equivocado.
Gil Robles se quedó en Gil Robles.
La contrarrevolución carecía de caudillo. O al menos se había equivocado al elegirle.
Don Niceto Alcalá Zamora tenía demasiada experiencia para no comprender que su ensayo da aplastar la revolución de 1934 no había pasado de ser un ensayo desafortunado y sangriento. Y comenzó a buscar la salida a la situación. Una salida que no comprometiera su puesto de Presidente de la República. Era preciso retroceder en espera de una mejor ocasión. Y don Niceto retrocedió lo más despacio que pudo, pero retrocedió. El gobierno encabezado por Pórtela Valladares, no era más que la expresión física y política de esta nueva maniobra del hombre que quería vivir con Dios y con el diablo, si del diablo dependía su permanencia en el Palacio de la Plaza de Oriente.
Mientras tanto la táctica adoptada por el VII Congreso de la Internacional Comunista comenzaba a pasar del campo de la teoría al campo de la práctica.
La idea del Frente Popular comenzaba a penetrar en las masas.
* * *
Pero el Frente Popular era todavía un personaje clandestino en la vida política española.
Había que comenzar a hablar en voz alta.
Castro propuso en una reunión del Comité Provincial del Partido, la necesidad de editar un semanario legal que siendo comunista no lo pareciera. Que hablara del Frente Popular, de la amnistía, pero de forma que la censura no tuviera pretexto para suspenderle. Se aprobó la idea. A los pocos días el semanario era una realidad.
«Pueblo».
Con un tal Carnero, con Masferrer y Cantó y él se llevó a cabo la tarea. Ramón J. Sender dio los primeros capítulos de una novela que debería ser la biografía de la miseria y tragedia de la clase media española.
«Pueblo».
Para destantear a la censura se empleó una táctica que dio magníficos resultados, se enviaban al gobierno civil con Carnero varios artículos estridentes y entre cada grupo de éstos uno moderado en la forma, pero fundamental en el fondo. El censor se volcaba sobre los que hablaban de la revolución, de la represión en octubre, pero dejaba pasar aquellos de un lenguaje discreto; a veces hasta un poco cursi…
Y fueron pasando los días…
Los socialistas se resistían al Frente Popular. El hecho de que tal idea hubiera nacido en Moscú les hacía desconfiados. Pero ni ellos ni los republicanos tenían otra cosa mejor que ofrecer. El acoso de los comunistas se hacía cada vez más brutal. Hablaba a las masas del Frente Popular y emplazaba a los dirigentes a que se definieran…
Ellos callaban.
Un día Castro recibió una cita.
José Díaz le esperaba.
—Vamos a organizar un mitin importante en Madrid sobre los problemas del Frente único Proletario y del Frente Popular Antifascista. La situación no permite todavía que intervenga un miembro del Buró Político, Y hemos, decidido que tú hagas la intervención fundamental. Hablará Martín por las Juventudes, tú por el Partido y Bolívar como diputado. Pero tú serás el encargado de exponer nuestra línea política actual.
—De acuerdo.
Se hizo una gran propaganda. El mitin se celebró en el Cine Pardiñas, propiedad de un socialista.
Miles de gentes.
Pero lo más importante: entre estos miles de gentes, cientos de dirigentes republicanos y socialistas.
Castro había preparado su intervención concienzudamente. No se trataba de agitar sino de convencer, de emplazar, de acorralar a los socialistas y republicanos de forma que no pudieran sustraerse a la cada vez más fuerte presión de sus propias masas. Quitar el miedo o la desconfianza de las gentes hacia el Partido Comunista, aparecer más republicanos que los republicanos, mostrarse como gentes que se habían olvidado de la revolución y para los que lo fundamental era la libertad de los presos y el restablecimiento de la legalidad republicana.
Engañar.
Simplemente engañar.
—Sí.
«…Para que una mentira sea útil debe parecer verdad».
Habló durante dos horas Con una gran frialdad. Era volcar y volcar argumentos sobre aquella masa silenciosa y, sin decirlo abiertamente, decir a los socialistas y republicanos que sus errores en octubre y antes habían permitido a la contrarrevolución descargar su odio en Asturias, rectificar lo poco que se había hecho en el primer bienio…
Era…
Era un decirles sin decirles que ellos eran los responsables de las desdichas que sufría España desde 1931.
Mientras hablaba Castro observaba. La gente permanecía inmóvil, silenciosa. No había aplausos, pero había un escuchar de ansia.
Sí.
Había callado.
Y cuando al final dijo:
«O Frente Popular o tendremos que asistir al entierro de la segunda república… O Frente Popular o tendremos que presenciar cómo los presos agonizan en todas las cárceles de España… O Frente Popular o tendremos que presenciar en España cosas muy parecidas a las que hemos visto en Italia o Alemania… No se trata de que seamos nosotros los que propongamos al Frente Popular… Se trata de si el Frente Popular es el medio de acabar con la situación de hoy… No se trata, camaradas de asaltar la república, se trata solamente de que los republicanos gobiernen la segunda república. ¿Es pedir mucho?…»
Una gran ovación.
Castro se sentía satisfecho.
—Has estado bien, Castro —le dijo José Díaz.
—De acuerdo, Castro —le dijo Pablo Yagüe.
Y se acabaron los titubeos de los dirigentes republicanos y socialistas.
El 15 de enero de 1936 se dio a los periodistas el Pacto Electoral Firmado por Izquierda Republicana, Unión Republicana, Partido Socialista, Unión General de Trabajadores, Partido Comunista, Federación Nacional de Juventudes Socialistas y Partido Obrero de Unificación Marxista.
La trampa.
Pero ¿quién pensaba que aquello era una trampa a través de la cual los comunistas habían logrado reagrupar las fuerzas obreras y de la pequeña burguesía republicana, pero metiéndose entre ellas ya como «alguien»; una trampa a través de la cual el Partido Comunista había dejado de ser el pariente pobre en la vida política española; una trampa a través de la cual el Partido Comunista se había metido de rondón en la propia casa de socialistas y republicanos?
Nadie.
* * *
Portera Valladares seguía ablandándose.
Y apareció «Mundo Obrero».
Se instaló la redacción y talleres en la calle de Galileo, esquina a la de Rodríguez San Pedro. La redacción en el primer piso y los talleres en la planta baja.
Castro fue llamado a trabajar como redactor.
Fue nombrado director Jesús Hernández. Y como redactores: Manuel Navarro Ballesteros, Eusebio Cimorra, Mariano Perla, César Falcón, Irene Falcón, Serrano Poncela (socialista). Luis Sendín que hacía a la vez de formador, Paco Mayo como fotógrafo. Santiago de la Cruz y Castro. Como secretario de redacción estaba un tal «Gonzalito». Y como corrector trabajaba Isidro R. Acevedo, uno de los fundadores de la Unión General de Trabajadores y del Partido Comunista. Se entraba a las nueve de la mañana y se salía a las tres de la tarde. Se trabajaba mucho y se comía poco, porque el administrador, un hombre nacido en Melilla, antiguo autor teatral y padre de un escultor que hizo el proyecto para glorificar el desembarco de Primo de Rivera en Alhucemas, tenía orden de «con lo que sobrara» pagar a los redactores.
Era una redacción de periodistas y de hombres del Partido. Es decir: una redacción de llenar y de decir.
Había los que escribían solamente. Y había los que escribían y daban «línea política»; los periodistas a secas y los periodistas del Partido.
Serrano Poncela hacía la información de las Cortes. Escribía bien. Era serio, limpio y hasta elegante en el vestir. Pero era socialista, Aparentemente uno más, pero en el fondo se desconfiaba de él, se le odiaba un poco porque de hecho era un pequeño traidor aunque muy útil. Se sentaba a la derecha de Castro y cuando a éste le subían el café de un bar de enfrente procuraba siempre salpicar el traje azul e impecable de Serrano Poncela. Era la expresión de una mezcla de desprecio, de odio y de envidia.
Estaba después el matrimonio Falcón. Alto e indio él, indolente hasta la saciedad, pero buen periodista. Era de esas gentes que nunca encuentran su cobijo, que despreciaba en el fondo a todos los demás porque no eran «intelectuales» y que no perdonan al Partido que no le hubiera nombrado candidato en las elecciones de 1933, ni que no le hubiera hecho miembro del Buró Político. Era ambicioso, intrigante, pero de una cobardía personal y política que daba asco. Su mujer era… una pizca de mujer, algo así como una pequeña serpiente que buscaba todos los requisitos para entrar; aduladora y servil; con una sonrisa que era una mueca y con un rencor que no se sabía dónde acababa.
Él hacía la información extranjera. Ella unas croniquillas de Londres y París que escribía allí mismo, después de leer «ABC», «El Debate» y «El Sol».
Cimorra y Perla hacían la información general.
Hernández y Navarro Ballesteros los editoriales.
Un tal De la Cruz la información general.
Luis Sendín reseñas de las actividades juveniles.
Y Castro la segunda planta del periódico dedicada a las luchas económicas en la ciudad y en el campo. Y un editorial sobre estas luchas que era como curso preciso para saber llegar a lo que Castro sabía que tenía que llegarse alguna vez: a la huelga general, a la insurrección armada, a la toma del poder.
La marea revolucionaria seguía creciendo.
Castro escribió una serie de artículos bajo el título general: «De los Comités de Fábrica a los Soviets». Los firmó con un viejo seudónimo que no era más que su segundo nombre y su cuarto apellido: Alberto Monroy. Lo hizo porque veía venir los acontecimientos; porque sabía que o la revolución se adelantaba o la contrarrevolución se lanzaría a un nuevo asalto de la república, asalto al que la experiencia, el miedo y el odio debería hacer definitivo.
* * *
Falange Española y de las J.O.N.S., había crecido demasiado en los tres años que realmente tenía de vida. En realidad se había convertido en el refugio de una parte de la juventud universitaria, de algunos pequeños sectores obreros y de no pocos aventureros, a los que la mediocridad de su vida les empujaba a buscar nuevos alicientes. Era, en realidad, en gran parte un montón de desesperanzados en la república y desesperanzados también en los partidos de derecha, cuya «convivencia» con la república no la comprendían ni como táctica y les producía asco.
El Partido Comunista cometió un error.
El mismo error que el de los comunistas alemanes.
Despreciar a la Falange.
Cierto que hablaba del fascismo y contra el fascismo día y noche. Pero el fascismo para él lo personificaban Calvo Sotelo y Gil Robles, más aquél que éste. Cuando no la propia socialdemocracia, a la que no nace mucho llamaba socialfascista. Y no se dio cuenta que una nueva fuerza política estaba creciendo en el país. Una fuerza política cuya raíz era la impotencia española, no tanto por el fracaso de la revolución y de la contrarrevolución sino por el fracaso de España misma, por su impotencia para organizar su vivir y su crecer. Su jefe, José Antonio Primo de Rivera, hijo del viejo dictador al servicio de Alfonso XIII, que murió de vejez y de pena en Francia, era en realidad, desde su punto de vista, la protesta contra lo que él llamaba la catástrofe nacional, contra la mediocridad de una vida sin horizontes, contra el enanizarse constante de España.
Apoyándose en esto, frente a la desnacionalización o desespañolización de los partidos obreros que no habían sabido tocar este resorte emotivo de las masas, frente a la romántica estupidez de los partidos republicanos supo crear una mística y con ello atraerse a no pocas gentes.
Gentes, en que aparte de enseñarles el ideario de Falange, las enseñó a luchar; dando a su movimiento un sentido de cruzada.
Y supo hacerlo bien porque era inteligente, buen orador, hijo del general Primo de Rivera, al que se le concedían las glorias de haber acabado con la guerra en el Marruecos español y haber hecho la mejor vía de carreteras de España, y también porque supo explotar como nadie el sentimiento nacional, la sicología de los españoles o de ciertas capas sociales de España.
Para los comunistas fue una sorpresa el encontrarse de pronto con un nuevo frente, cuya dialéctica esencial era la violencia, Pero ya era un poco tarde: cuando el Partido Comunista se dio cuenta del fenómeno, Falange no solamente había creado su organización política, sino también sus propias organizaciones universitarias y sindicales. Y lo que era más importante: sus grupos de choque.
La batalla no se hizo esperar.
Fue una batalla en la que ni se lloraba a los muertos, ni se admitían los lamentos de los heridos.
Se vengaba a unos y otros. Era todo.
La batalla comenzó en torno a la venta pública del órgano de prensa de Falange: «Fe»; y en torno a la venta del órgano central del Partido Comunista: «Mundo Obrero». Cuando ambos salían a la venta, comunistas y falangistas organizaban la caza recíproca. Era un herir y asesinarse en silencio. Buscar implacablemente el exterminio unos de los otros. Era la agresión y contraagresión ininterrumpida.
El Partido Comunista comenzó a preocuparse.
Castro también, naturalmente.
Se encontraba en la dirección de Falange un tal Mateos, que había sido comunista y durante cerca de dos años el secretario de organización del Comité del Partido en Madrid. Era moreno, rechoncho, frío. Y extremeño, lo cual quiere decir que terco. Conocía perfectamente el sistema de organización del Partirlo, sus métodos conspirativos, su táctica. Fue sin duda uno de los hombres más útiles que tuvo Primo de Rivera para su lucha contra los comunistas. Porque aparte de sus conocimientos odiaba a los comunistas de la misma manera que los comunistas odiaban. Además, su instinto de conservación le obligaba a una lucha implacable contra el Partido Comunista: Porque sabía que era un condenado a muerte, aunque sin hora ni fecha para morir.
Para el Partido Comunista llegaron a ser una obsesión estas dos preguntas:
«¿Qué hace Falange?»
«¿Cómo lo hace?»
Pero, la oportunidad de saberlo no surgía…
* * *
Se encontraron en la calle de Alberto Aguilera.
—¿A dónde vas?
—A comer.
—Te estás convirtiendo en un hombre peligrosamente normal.
Se rieron los dos.
Los dos eran: Pedro Checa, el número 2 del Partido y Castro.
—¿Por qué no me acompañas a tomar café y charlamos un rato?
—Porque tengo que comer.
—Toma café, y te ahorras la comida.
Y comenzaron a caminar hasta llegar a la Glorieta de Bilbao. Y comenzaron a descender por la calle de Fuencarral. Y cuando llegaron frente al Hospicio, Checa preguntó a Castro:
—¿Dónde?
—Ese café está bien.
Era un café que había frente a los jardinillos del Hospicio. Pequeño y concurrido, al que acudían con mucha asiduidad los funcionarios del Tribunal de Cuentas, que estaba a unos cuantos metros. Era un café que había adquirido cierta fama porque uno de los camareros hablaba con frecuencia de que en una de sus mesas se había sentado muchas veces a saborear su café el propio don Manuel Azaña. Posiblemente era una mentira. Pero era un negocio. Todavía existían muchos tontos a los que Azada deslumbraba.
Iban a dirigirse al café cuando oyeron dos pequeños gritos, dichos por alguien que si bien no quería llamar la atención sí quería que le oyeran:
«¡Castro!».
«¡Checa!».
Se volvieron.
Por las escaleras del Metro subía precipitadamente un individuo mal vestido, flaco y con los ojos desencajados. Que llegó hasta ellos y les miró con cara de angustia y súplica.
«¡Castro!».
«¡Checa!».
Castro más impulsivo contestó rápido:
«¡Hijo de puta!».
«Escucharme.! ¡Por favor!».
«¡Hijo de puta!… Lo que haríamos de buena gana seria matarte».
«Escucharme… Lo que quiero deciros interesa mucho al Partido».
Castro se dominó. Y miró a Checa, Pero Checa solamente miraba al otro. Con un gesto de odio, de asco, pero con una interrogante en la mirada:
—¿Qué quieres contarnos?
—Puedo informaras de muchas cosas… De muchas… ¡Soy el organizador de los sindicatos falangistas entre los obreros del Metro y de Tranvías!… Puedo contaros muchas cosas. Daros nombres…
—¿Cuándo?
—Cuando queráis…
—Bien, mañana Castro te esperará en ese café de enfrente… ¡Pero ten cuidado!… Puede costarte el pellejo.
—De acuerdo…
—Entonces… ¡Vete ya!…
El otro se hundió en el Metro. Bajaba las escaleras precipitadamente, pero encogido, huidizo, casi en un correr miserable. Y volviendo constantemente la cabeza, como si hubiera sido envuelto por ese miedo que envuelve para siempre a esas gentes que se hunden en la infamia.
Checa y Castro se miraron.
—¿Qué hago?
—Venir.
—¿Crees que será útil?
—Puede serio.
—Vendré.
—Pero ten cuidado… También pudiera ser una encerrona».
—Lo tendré.
Y no tomaron café. Sin acordarse de ello se despidieron, Y cada cual a su lugar y a sus tareas.
Mientras caminaba hacia la Glorieta de Bilbao, Castro pensaba: «Mi comida… Mi café»… «¡Y todo por este c… que nos ha puesto en tensión!… Y qué nueva tarea… Asquerosa y peligrosa… Porque todo puede ocurrir: que no nos cuente nada y que me cueste el pellejo».
Y…
Siguió caminando. Pensando en que al otro día a las ocho estada en el café. Esperando a que llegara el tipo que le producía náuseas… Y miranda a las ventanas y la puerta del café, para evitar sorpresas. Y con la pistola en la cintura, con una bala en la recámara, dispuesta para ser usada en unos segundos en una fracción de segundo. Porque Castro no queda morir, aunque no le importara morir mañana, cuando el incendio envolviera a España.
* * *
Sabía que se llamaba Calero, que había estado en la Legión Extranjera de donde había desertado y que meses después apuñaló en la iglesia de la calle de la Montera a su novia, por lo que fue enviado a la Cárcel Modelo, con muchos atenuantes porque fue calificado como un anormal, como un paranoico envenenado por terribles aberraciones sexuales. Castro lo conoció en la cárcel. Pero nunca le prestó atención; para él no había más que un apuñalamiento justificado, el de le contrarrevolución.
Un día.
El otro se acercó a él.
—Quiero hablarte.
Le miró. No supo por qué, pero sintió asco. Un asco que salía muy hondo Un asco mezclado con un gran desasosiego; algo como si ante sí tuviera una víbora.
—¿Qué quieres?…
—Pedirte un favor.
—¿Y por qué es a mí a quien te acercas para pedir un favor?… Aquí tienes mucha gente que, quizá, te le hiciera de mejor gana que yo…
—Lo sé.
—¿Entonces…?
—Yo estoy solo… Terriblemente solo… Ni familia ni camaradas… Peor que un perro, mil veces peor que un perro… Esto hace más terrible mi estancia aquí… Yo sé que hay otra vida fuera de aquí… Pero es una vida que no veo… Sólo veo mi celda, el patio, los celadores, los muros rojos que me cierran todos los horizontes… Los centinelas que me recuerdan que no hay salidas… ¿Te das cuenta?… Vosotros sois vosotros: tenéis vuestros camaradas dentro y fuera de aquí; los ladrones también tienen sus camaradas dentro y fuera de aquí…; Camaradas de fuera que les vienen a ver, que les recuerdan el mundo exterior, que les dan esperanzas…
—Sí.
—Yo a nadie.
—Y…
—Yo estoy más muerto que los muertos mismos.
—¿Y qué quieres?
—Un favor… Un pequeño favor… Que a quien venga los domingos a comunicación le pidas que me saque a mí también… No te molestaré… Me iré a un locutorio cualquiera… porque lo único que quiero es ver a los de fuera para recordar que la vida no es todo esto sólo. ¡Para no volverme loco!… ¿Es mucho lo que te pido?
—¿Acaso tú mereces mucho?
—Compasión.
—Está bien. No sé muy bien qué es eso… No me interesa saberlo tampoco… Para mí la vida no es compadecerme, sino no compadecerme… Pero, esto tú no lo comprenderás jamás.
—¿Me sacarás?
—¿No serás un chivato?
—No… ¡No!… Soy un hombre que agoniza sin querer agonizar.
—Está bien.
Domingo.
Comunicación. Castro salió a los locutorios y habló lo que pudo con los camaradas… Lo de siempre: «¿Qué pasa?… ¿Qué dice el Partido?… ¿Se acerca la hora?». Y cuando los otros le dejaron para ir a hablar a otros, se recostó en la pared y encendió un cigarro. Y miró. Por mirar solamente. Y vio a Calero. Encogido, minimizado, con las manos en los bolsillos del pantalón y mirando fijamente a las mujeres que hablaban con su compañero de locutorio. Y siguió mirando… Y mirando… Que era una manera de consumir el tiempo… Hasta que vio que el hombre que hablaba con las mujeres se volvió hacia Calero, para empezar a golpearle violentamente. Calero no se defendía. Hundido en sí mismo soportaba los golpes como si éstos no fueran dados a un hombre, sino a un muerto. Hasta que llegaron los celadores y le sacaron de las manos del otro.
Castro sólo vio. Aunque le pareció oír al otro:
«Hijo de puta».
«Cerdo».
Pero, no estaba muy seguro.
Y un día… Y otro día… Calero le rehuía… Él ni se daba cuenta de que Castro en un afán por satisfacer su curiosidad buscaba encontrarse con el otro, con el que golpeó. Hasta que una mañana, harto ya, no esperó más. Se puso frente al otro y le miró. Era un ladrón profesional y hasta se decía que un asesino. Taciturno, con un mirar extraño. Y una nariz aguileña sin nada de humano. Y unas manos delgadas y pálidas que colgaban de unos brazos muy largos. Y un caminar encorvado. Y tosiendo con frecuencia; y escupiendo cada rato y entreteniéndose en pisar su saliva o sus esputos, que nadie sabía bien qué era…
«Escucha».
El otro siguió andando.
«Escucha».
El otro se paró en seco y dio la cara. Y sus dos manos se hundieron re sus bolsillos como si rápidamente quisieran encontrar algo.
«¿Qué?»
«¿Por qué pegaste a Calero?»
«¿Quién es Calero?»
«El que estaba contigo en el locutorio».
«Te importa mucho».
«Mucho no… un poco»
Estaban casi juntos. Hasta Castro llegaba el aliento podrido del otro. «¿Acaso eres otro hijo de puta como él?»
Al oír el insulto Castro se estremeció. Se acercó un poco más. Casi pegó su cara a la cara del otro. Y haciendo un esfuerzo para contenerse habló. Dejaba escapar las palabras entre los dientes, que apretaba en un esfuerzo por dominarse:
«Escucha…»
«Escucha bien lo que voy a decirte, a pesar de que sé que tienes la navaja en la mano escondida esperando el momento… Escucha: sólo dos hombres en la vida me han llamado hijo de puta… Sólo dos: Martín Báguenas, el jefe de la Brigada Social y tú… Dos solamente… Y a los dos os recordaré siempre, hasta que llegue ese momento que me permita haceros escupir esas palabras con sangre… ¿Me oyes?… ¿Me oyes bien?»
«Te oigo».
«Pues no lo olvides… Pero, mientras tanto acerca tu oído a mí que voy a decirte una cosa que me quema adentro».
El otro acercó un poco más la cabeza. Castro tomó aliento. «Hijo de puta… ¿me oyes?… Hijo de puta tú… Mil veces hijo de puta… Y ahora saca ya tu arma».
El otro sacó la mano del bolsillo y agarró a Castro de las solapas.
«Suelta».
«Repítelo».
«Sí… Lo repito: hijo de puta… Mil veces hijo de puta. Si te divierte escucharlo te lo estaré diciendo día y noche y muchos días y muchas noches».
El otro apretó su garra.
Castro le miró.
El otro le soltó.
«¿Por qué le pegaste a Calero y no te atreves a pegarme a mí? ¡Di!».
«Le pegué, sí… Pero de buena gana le hubiera matado, miserable abogado de ratas… Porque lo que Calero hizo basta y sobra para obligar a un hombre a matar… ¿Sabes lo que hizo, gran cabrón?
«No».
«Pues mientras yo hablaba con mi mujer y mi hija, él las miraba y mientras las miraba se masturbaba como un mono: una, dos, no sé cuántas veces… Y no me di cuenta, hasta que el gran hijo de puta suspiró como un cerdo… ¡Ya lo sabes, cabrón, ya lo sabes…! Pero, además de esto debes saber otra cosa: cuídate… Pues te mataré con más gusto que a esa mierda que has defendido».
«Tú también cuídate… Pues para mí sería un gran placer matarte, pero matarte pateándote para hacer tu agonía más larga».
Y se separaron.
No volvió a hablar a Calero, ni quería acordarse de él. Y era ahora, años después, cuando este hombre aparecía otra vez en su vida, era con este hombre con el que tenía que sentarse a la misma mesa, tomar café, dialogar.
Pensó en el Partido.
«Iré».
Y fue.
Pero cuando Castro entró en el café y se sentó frente al otro, Castro ya no era un hombre: Castro era una tarea.
Habla.
—¿Qué quieres saber?
—Lo que sepas de Falange.
—¿Cuánto?
—Habla.
—Sin fijar el precio no hablaré.
Ahora fue Castro el que preguntó:
—¿Cuánto?
—Para vivir y huir cuando llegue el momento de huir.
—De acuerdo… Pero no olvides que el Partido es pobre.
—El Partido es rico.
—¿Por qué dices eso?
—Porque Moscú es rico.
Castro simuló que no había oído.
—¿Qué puedes decirnos?
—Puedo deciros quiénes son los dirigentes de Falange en toda España; y en dónde viven; puedo deciros qué falangistas trabajan en las universidades, en las fábricas, en los sindicatos, en vuestro propio partido; puedo advertiros con tiempo en dónde y cómo vais a ser atacados…
—¿No ofreces demasiado?
—No.
—Bien, mañana nos veremos a las ocho, detrás del Hospital Obrero… Procura llevar todos los datos que puedas… ¿De acuerdo?
—Y tú, ¿llevarás dinero?
—Sí.
—¿Y ahora no puedes darme nada a cuenta?
Castro le miró un momento. Después anduvo en sus bolsillos Contó el dinero que tenía y le dio diez pesetas.
—Para vivir hasta mañana tienes.
Y se levantó de la mesa; ya de pie llamó al camarero y pagó. Luego miró al otro y lentamente se dirigió hacia la puerta. El otro comenzó a seguirle como un perro.
—No… Tú cinco minutos después que yo.
El otro retornó a la mesa, se sentó y comenzó a mirar un reloj grande que había en la pared de detrás del mostrador. El camarero le miró un poco sorprendido del regreso, pero no tuvo tiempo para mirar mucho: era una de las horas de cada día en la que la holgazanería española tomaba café.
* * *
En la redacción de «Mundo Obrero» sólo se oía el teclear de las máquinas.
«¡Castro!».
Dejó de escribir y salió al pasillo. Mena, el conserje del periódico, viejo minero y pistolero en Bilbao durante muchos años, le hizo una seña para que se acercara.
Se acercó.
—Pepe Díaz quiere verte.
—A las cinco de la tarde en…
Regresó y continuó escribiendo… «¿Para qué me querrá?»… A las dos de la tarde entregó los últimos originales y bajó al taller. Acevedo, con su barba y su atendedor, como un gran patriarca, correría las pruebas de galera, mientras carraspeaba constantemente. Sendín indicaba a los cajistas la formación de las páginas. Y un aprendiz, recostado en una columna, leía una novela sin importarle ni el periódico ni la revolución. Abandonó el taller. Y se fue a comer a la calle del Cardenal Cisneros, a una casa de comidas modesta, en donde por una peseta diez céntimos daban una sopa, un par de huevos fritos con tomate y media libreta de pan.
Comió.
Y se entretuvo para hacer tiempo en apartar a las moscas que también querían comer. Luego abandonó aquel figón y se fue andando muy despacio hasta el lugar de la cita: en la Glorieta de San Bernardo, en la esquina que estaba frente al Hospital de la Princesa, en un bar en el que a esa hora sólo iban parejas a las que no interesaba más que el amor y la carne.
Le vio entrar.
Sentarse en su mesa y pedir café.
—Cuéntame.
Y Castro le contó todo.
—¿Cuándo le verás?
—Hoy, a las ocho de la noche.
—¿Vas armado?
—Sí.
—Sería mejor que no llevaras armas.
—¿Por qué?
—Lo importante es que hable… Matarle o no matarle es secundario para el Partido… ¿Comprendes?
—El arma no la llevo por él… Es por si los falangistas nos descubrieran… Estoy seguro que nos achicharrarían a balazos.
—A pesar de eso, Castro… Un arma en tus manos haría aparecer el hecho como un choque más entre comunistas y falangistas… De la otra manera la cosa se podría presentar como un doble asesinato político… Explotarlo para obligar al gobierno a iniciar la ofensiva contra Falange. ¡Es claro, Castro, clarísimo!
Para Castro no era del todo claro eso de dejarse matar para dar al Partido un nuevo argumento que acabara con las vacilaciones del gobierno, pero se dio cuenta de que el problema no admitía discusión.
—De acuerdo, Pepe.
Porque frente al jefe no se pensaba.
Se obedecía.
Y se despidieron.
* * *
—Hola, Castro.
—Hola, Calero.
La noche por aquellas callejuelas parecía más noche que nunca. Sólo algún transeúnte, de caminar rápido, e indiferente a todo menos a su caminar; y parejas de novios a los que no importaba nada que no fuera ellos.
—Sígueme.
—¿Adónde?
—A un sitio en donde podamos hablar tranquilos.
—¿Lejos?
—Cerca.
Y comenzaron a andar. Y a salir de la oscuridad. Fue entonces cuando Castro volvió a hablar:
—No camines a mi lado. A mi altura, pero separado de mí… Y a mi derecha…
Y la Glorieta de Cuatro Caminos.
Y la calle de Bravo Murillo.
Castro había elegido una casa en la que vivía una muchacha miembro del Partido que era taquígrafa y que trabajaba en unas oficinas del gobierno. Y llegaron a la casa. Y se sentaron frente a frente. Y al lado de Calero, la muchacha con un lápiz y un montón de cuartillas.
Comienza…
—¿Cuánto vas a darme?
—Primero habla… Después valorizamos lo que has dicho.
—O cien pesetas o no hablo.
—Habla, c… habla o te voy a romper la cara hasta que no te conozca ni tu propia madre.
—Quieren matarle…
—¿A quién?
—A Medina o Codovila. Al representante de Moscú.
—¿Cuando?
—Mañana al entrar en su casa.
—¿Cuál es su casa?
—Al final de la calle de Alcalá… Casi en!a desembocadura con la calle de Hermosilla.
Castro no respondió. Sacó un billete de cien pesetas y lo tiro sobre la mesa. El otro alargó la mano. Lo tomó y después de mirarlo unos momentos se lo guardó.
—¿Nada más?
El otro no contestó. Se había acercado mucho a la muchacha y respiraba angustiosamente. Ella con un rubor que era sangre, tenía la cabeza caída sobre el pecho y sus ojos clavados en las cuartillas.
—¿Nada más? —y esta vez casi gritó.
El otro levantó la cabeza sorprendido, como si despertara de un sueño maravilloso. Y miró a Castro.
—¿Qué me decías?
—Que si nada más, cerdo.
—No… Nada más… Y es mucho por cien pesetas.
—Cínico… G… De qué buena gana te patearía…
—Lo sé… Pero también sé que no puedes hacerlo… Al Partido le interesa más lo que todavía pueda decir… ¡Y tú no times c… para desobedecer al Partido!
—Hijo de puta.
—Lo que quieras, Castro. Pero a este hijo de puta le tendrán que rogar durante muchos días aún…
—¡Vete!
—Sí.
—Y mañana en el mismo sitio que hoy.
El otro se levantó. Castro también. Y se acercó a la muchacha. Y pasándole la mano por el pelo habló.
—¡Horrible!, ¿verdad?
—Asqueroso, Castro.
—Lo comprendo, camarada… Pero el Partido es más importante que nuestro asco. ¡No te preocupes, camarada!… Si para que suelte la lengua es necesario que soportes ciertas porquerías, sopórtalas… ¡La revolución compensará todos nuestros sacrificios!
—Quizá tengas rozón.
Y se fue.
Rápidamente estableció contacto con Pedro Checa. La conversación duró unos minutos. Después se separaron. Al otro día «Mundo Obrero», en grandes titulares, hablaba del crimen que preparaba Falange. Pero no hablaba del hombre de Moscú: hablaba de Paco Galán, de la Pasionaria y otros miembros destacados del Partido. La información la escribió Navarro Ballesteros. Y le felicitaron.
Y humildemente agradeció la felicitación.
* * *
Días y días «Mundo Obrero» informaba al país de las reuniones de la dirección de Falange, de sus acuerdos, del nombre de sus dirigentes, de sus asesinos profesionales.
Falange empezó a tener miedo.
Calero también.
Sólo vivía para sofaldar a la pobre muchacha que en nombre de la revolución aguantaba todo; y para pedir a Castro dinero para huir.
—Tu huida será tu muerte.
—¿Por qué?
—Hasta ahora no saben quién habla… Si huyes lo sabrán… ¡No te olvides de eso!
—Quiero irme.
La muchacha cada vez que oía que Calero quería huir parecía sonreír. El asco y la angustia se hacían cada vez más fuertes en ella. Porque Calero en su desesperación, en su afán de huir del miedo, buscaba enloquecerse con la carne blanca de aquella muchacha que estoicamente dejaba que las manos de Calero llegaran donde quisieran.
—Quiero irme.
—Es tu muerte.
—También aquí moriré… Huyendo de aquí tengo la esperanza de salvarme… ¡Ayúdame, Castro, ayúdame!
La muchacha miraba a los dos.
—Puedes irte, Calero.
—¿Así?
Castro tiró sobre la mesa varios billetes… Calero los cogió frenético y se dirigió a la puerta.
—Espera —dijo la muchacha.
Y Calero esperó.
Y ella se fue acercando poco a poco, mirándole fijamente, mirando más que a sus ojos sus manos que eran las que habían herido sus carnes Y cuando estuvo frente a él, levantó la cabeza, le miró fijamente, levantó una de sus manos hasta llegar a la barbilla de él. Y delicadamente le levantó la cabeza. Y cuando sus ojos estuvieron frente a sus ojos, su boca frente a su boca le lanzó un salivazo en plena cara… Y retirándose un poco habló.
—Sí… Porque tú no eres deseos. Tú eres mierda… Mierda… Y me has manchado, me has manchado para toda la vida, porque cada vez que se acerque un hombre a mí, me acordaré de tus manos, de tu mirar, de tu aliento… Y preveo ya lo que ocurrirá: no podré… ¡no podré!… Porque tú me has envenenado de asco…
Castro miraba en silencio.
Luego le vio salir.
Y oyó el portazo de la puerta.
—Perdona, camarada… No debí pedirte tanto.
—¡El Partido tiene derecho a todo!… ¡A todo!…
Y rompió a llorar.
Castro salió a la calle. Primero escupió. Una vez, dos, muchas veces. Luego respiró profundamente. Y comenzó a andar como si saliera de una horrible pesadilla.
«Un buen trabajo, Castro».
Castro sonrió.
A los dos días la prensa de Barcelona dio la noticia de que un hombre había aparecido muerto en las Ramblas. Y que se llamaba Calero. Y nada más. Y Calero y la náusea desaparecieron de la memoria de Castro.
* * *
Sábado.
Madrid está serio. Espada es una incógnita. Los que han podido han ido al Teatro de la Zarzuela en donde Azaña, Largo Caballero, Martínez Barrios y José Díaz cierran la campaña electoral del Frente Popular. Los más se han ido a sus casas. Cines, tabernas y cafés están desiertos. La Guardia Civil acuartelada.
Sobre España una advertencia:
«Que nadie intente quitarnos —dice José Díaz —lo que vamos a ganar de una manera legal. Porque desde aquí decimos que lo defenderemos con la propia vida».
* * *
16 de febrero de 1936.
«¡Viva el Frente Popular!».
El día 19 se reúne el gobierno Portela Valladares. A las catorce horas se produce la crisis. A las nueve y media de la noche Manuel Azada forma su cuarto gobierno.
El 27 de febrero la prensa publicaba la composición de la nueva Cámara: 255 diputados de izquierda; 143 de derecha; 55 diputados de centro y 14 diputados comunistas. Algunos aficionados a las estadísticas, solamente aficionados; consideraban que el resultado de las elecciones colocaban en primer término a Azaña. ¿Y qué importaba? Azaña era un viejo prisionero político de los socialistas; los socialistas acabarían por ser prisioneros del Partido Comunista. Porque Moscú no había creado la táctica del Frente Popular para que la segunda república se hiciera eterna.
Pero…
Esto no lo sabían los republicanos.
Ni los socialistas.
Lo sabias solamente los comunistas, que lo único que habían hecho con el Frente Popular había sido desenterrar momentáneamente a la segunda república, pero no resucitarla.
* * *
Azaña quiso resucitar la segunda república.
Pero…
El 7 de abril es destituido Alcalá Zamora. Y los socialistas elevan a la Presidencia de la República a Manuel Araña. Si ayer Azaña era un ensayista sin éxito, hoy hasta eso ha dejado de ser; ha dejado hasta de ser Azaña; Azaña ha pasado a ser una estatua más en el Palacio de la Plaza de Oriente. Pero Azaña está demasiado entretenido con su nuevo cargo para darse cuenta de las dimensiones de su tragedia, de las dimensiones que está tomando la propia tragedia española.
El 3 de mayo son convocadas elecciones en algunas provincias en donde las elecciones del día 16 fueron anuladas. En Cuenca se presentan José Antonio Primo de Rivera y el general Francisco Franco. Los militares salen de los cuartos de banderas. Indalecio Prieto siente que el suelo arde bajo los pies del Frente Popular. Y habla: «No he de decir ni media palabra en menoscabo de la figura de este jefe militar. Le he conocido de cerca cuando era comandante. Le he visto pelear en África; y para mí, el general Franco, que entonces peleaba en la Legión, a las órdenes del hoy también general Millón Astray, llega a la fórmula suprema del valor, es hombre sereno en la lucha. Tengo que rendir este homenaje a la verdad… El general Franco por su juventud, por sus dotes, por la red de sus amistades en el Ejército, es el hombre que en un momento dado puede acaudillar, con el máximo de posibilidades, todas las que se deriven de su prestigio personal…»
¿Un elogio?
¿Una advertencia?
Pero gana el Frente Popular.
* * *
Las derechas han perdido ya toda la esperanza en las formas parlamentarias de lucha. Su más ardiente defensor, José María Gil Robles, es mirado de reojo por sus partidarios; muchos de sus viejos partidarios han abandonado sus filas para elegir un nuevo caudillo: Calvo Sotelo. Las juventudes de la C.E D.A. buscan en José Antonio Primo de Rivera y en su Falange y en la violencia como táctica un escape a su desesperación. Los generales ya no confían más que en los generales.
* * *
Largo Caballero vuelve a disfrazarse de Lenin. Los comunistas sonríen.
Moscú también.
En Berlín y Roma los Estados mayores comienzan a aconsejar a Hitler y Mussolini sobre las consecuencias que puede acarrear el triunfo del Frente Popular en España. En la gran hoguera española se pueden convertir en cenizas muchos de los planes de expansión de Hitler y Mussolini. En Francia las doscientas familias están muy preocupadas porque el triunfo del Frente Popular en España puede resucitar al Frente Popular Francés. Ghamberlain comienza a perder su característica flema británica.
Y a esperar.
* * *
La marea sube y sube.
Ciento trece huelgas general.; doscientas veintiocho parciales; mil doscientos ochenta y siete heridos; doscientos sesenta y siete muertos; doscientos trece atentados.
* * *
Y…
La marea sube y sube.
Y…
El gobierno entretenido en hacer leyes y reformas como si esto pudiera curar a España del odio y la locura que la invaden.
* * *
Y…
Casares Quiroga.
* * *
Castro vivía días de gran intensidad. Hasta las dos en «Mundo Obrero». Desde las dos o en la Casa del Pueblo o en los «Radios» de Cuatro Caminos y Chamartín de la Rosa.
Sabía que se acercaba la hora.
* * *
Y unos disparos más: dos oficiales republicanos de los Guardias de Asalto caen muertos. Otros disparos más: Calvo Sotelo cae muerto por las balas de Cuenca y otros viejos guardaespaldas de Indalecio Prieta.
* * *
Aquella tarde al abandonar la redacción de «Mundo Obrero» se encontró Luis Sendín que salía de los talleres. Comenzaron a caminar juntos y mirando de reojo, pues se sabía que los grupos de Falange estaban buscando la gente del periódico.
—¿Tomamos café?
—¿Dónde?
—Donde quieras.
Y siguieron caminando hasta llegar al bar Argüelles, en la esquina de Alberto Aguilera y de la Princesa. Les sirvieron café y comenzaron a beberlo en pequeños sorbos…
Se observaban.
—¿Se sublevarán? —preguntó Sendín.
—¿Qué otra cosa pueden hacer?… O la derrota definitiva o un intento más para librarse de ella.
—Sí…
—¿Qué harías tú en su lugar?
—Eso.
Y se callaron. Sendín lanzaba al aire bocanadas de humo. Cuando terminó de fumar se quitó las gafas y se frotó violentamente los ojos. Cuando se las puso miró a la calle y durante un rato se entretuvo en ver pasar gente. Luego se volvió hacia Castro y nerviosamente comenzó a hablar.
—Que empiece… Que empiece de una vez… Esta es una revolución que está tardando mucho… Demasiado…
—¿Te cansa la espera?
—Me aburre, Castro.
—Es verdad… Hemos sido preparados durante años para la revolución. Hemos trabajado durante años para la revolución… Tienes razón… Que llegue… Que llegue cuanto antes…
—Matar…
—Sí, Sendín, matar… Hay que matar lo viejo… Hacerlo pedazos. Polvo…
—Matar…
—Escucha, Sendín, o mejor dicho cierra los ojos y sueña. Sueña con lo que será mañana. Yo no tengo una idea aproximada de ello. Pero pienso en la revolución rusa. En los batallones rojos de obreros, campesinos y soldados. En masas moviéndose contra… contra todos los demás… Me parece escuchar ruido de descargas y descargas y más descargas. Me parece oír gritos de triunfo y de dolor… Me parece estar viendo morir un mundo y nacer otro…
—No hay revolución sin sangre.
—Es cierto.
—Lo único que nos queda es hacerlo… Durante mucho tiempo hemos hablado a los trabajadores de aumento de salarios, de reducción de horas de trabajo, de más y más libertad… Pero todo eso era un ir cubriendo las etapas intermedias… Era, un ir acercándonos a donde estamos acercándonos… Ahora se trata de lo fundamental: de la última gran batalla. De esa batalla en la que tú y yo y miles de comunistas y millares de trabajadores del campo y de la ciudad vamos a comenzar.
—¿A matar?
—¿Hay otro procedimiento?
Y se levantaron.
Y cada uno se marchó por su lado.
A miles de kilómetros Moscú observaba. No tenía duda. Sabía que el Partido estaba a punto; sabía que les hombres del Partido estaban dispuestos. Sólo faltaban dos cosas: que las derechas estuvieran dispuestas a alzarse en armas; y… que los republicanos y socialistas les dieran la oportunidad de alzarse.
Lo demás…
Moscú sonreía.
Lo demás…
Destruir lo viejo: hombres y mujeres, casas y ciudades, tradición… ¡Todo! Porque para que surgiera una nueva España, España tenía que morir.
* * *
España.
Ni unos ni otros la querían como era… Las dos partes que no la querían como era se preparaban para destruirla… Cada parte tenía la ilusión de una España…
Los comunistas de la suya.
* * *
Los fabricantes de telas de Cataluña seguían fabricando telas de colores. Carecían de olfato.
No se daban cuenta que era necesario doblar los turnos para aumentar la producción. Doblar los turnos y cambiar los colores. España necesitaba miles y miles y centenares de miles de metros de tela, de tela de un solo color.
Negro.
Negro.
Porque España una vez más en su vida y en su historia iba a pintar de rojo al sol y la luna, al día y la noche.